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AUTENTICAR una firma era un proceso de lo más sencillo. Había mucha gente, además de ella, haciendo el mismo procedimiento en la oficina notarial.
Había entrado escoltada por Lucrecia y Antonio, que parecían simplemente unos padres que acompañaban a su hija a hacer una diligencia. Durante la espera, Antonio incluso le trajo café.
Hizo un par de filas, firmó otro par de veces, el mismo Antonio canceló el valor del trámite y ya estaba. Jakob ya no era suya, era de los Manjarrez otra vez.
Bueno, nunca lo había sido realmente, pero le dolía en cierta manera perder un regalo que ni siquiera había recibido.
Miró con el ceño fruncido a Antonio Manjarrez, que miraba sonriente el papel del contrato. Aquello era extraño. Cualquiera con dos dedos de frente sabría que un traspaso como este no sería suficiente para una empresa con la envergadura de Jakob, pues no era una empresa cualquiera. No era un negocio pequeño como una panadería o un taller de mecánica; era toda una empresa con cientos de empleados, sucursales, tiendas a lo largo y ancho del país. Hacían desfiles de moda, tenían comerciales de televisión, y como imagen tenían a una supermodelo... Dudaba que con un simple contrato de traspaso todo quedara limpio.
Pero ese ya no sería su problema, se dijo.
—Esto es todo? Me puedo ir?
—Déjanos acercarte a tu casa.
—No, gracias.
—Insisto —Oh, no; se dijo Ana. No podía permitir que la volvieran a meter a ese auto. Sin embargo, caminó lentamente hasta la salida de la oficina. Cerró sus ojos apretando en sus manos las correas de su bolso, que aún contenía sus libros. En un momento vio todo lo que había sido su vida. Había amado, había sido amada. Había viajado y había tenido excelentes amigos. Pero por encima de todo, había sabido lo que era despertar cada mañana al lado de Carlos. En su cuerpo aún estaba la sensación del su abrazo por la noche. Le hubiese gustado estar más tiempo con él.
Pero no había sido posible, aquí terminaba este sueño. Ya no se detuvo a pensar que el sueño aquél que tuviera con él por primera vez no se había realizado. Había despertado con él cada mañana por casi un mes, viendo la luz entrar por aquellas ventanas, mirando sus ojos tan cristalinos sonreírle al despertar. Cualquiera de esas mañanas podía haber sido aquella mañana.
—Ladrón, ladrón!!! —gritó antes de que Antonio lograra aproximarse para tomarle nuevamente el brazo con fuerza, y echó a correr. Antonio se quedó allí, como de piedra, y la gente lo miró inquisitiva. Pero estaba demasiado bien vestido como para ser en verdad un ladrón. Sin embargo, aquellos segundos de confusión fueron preciosos, y Ana logró escapar.
Corrió hacia una esquina y abordó el primer taxi que encontró. Dio la dirección de la mansión Soler y el auto echó a andar.
—Estúpida! —gritó Antonio cuando iban de nuevo en el auto. Habían perdido de vista a Ana y ahora no había manera de localizarla—. Estúpida y mil veces estúpida!
—Qué vamos a hacer ahora?
—Que qué vamos a hacer? Qué vas a hacer tú, es tu hija!
—Ya hice todo lo que me pediste!
—No podíamos dejarla ir y lo sabes! Dónde queda la mansión Soler?
—No irás a ir por ella hasta allá, no?
—Que me digas dónde queda!
—Y yo qué sé, acaso he sido invitada allí alguna vez?
—Maldita sea! —volvió a gritar Antonio golpeando el volante.
Cuando llegó a la mansión, Ana le pidió al taxista que la esperara, y ni bien se hubo detenido, bajó.
—Está la señora Judith? —preguntó a una de las mujeres del servicio que se encontró en su carrera hacia el interior de la casa.
—Eh... no, señora. Salió con sus amigas...
—Bien. Por favor, si te preguntan por mí, di que tuve que salir y no me demoro—. Ana la dejó para hacer lo que necesitaba al interior de la mansión. Le tomó muy pocos minutos estar lista y cuando bajó de nuevo, traía una maleta grande y pesada—. Son cosas de la universidad —mintió cuando la muchacha la vio un poco sorprendida e intrigada. La verdad era que tenía esta maleta preparada desde que tuviera ese horrible sueño por primera vez.
Salió de la mansión y volvió a subir al taxi.
—Por qué no le llamo a Edwin? —dijo la chica, preocupada ya.
—El taxi está bien, no te preocupes. Además, Edwin está ocupado ahora con el señor.
—Pero él vendrá si lo llamo.
—Se tardaría, y mis compañeros me esperan. Tenemos una presentación y lo había olvidado—. Miró la fachada de la mansión mientras el taxista se ocupaba de meter la maleta en el baúl; tan grande, tan bonita, tan acogedora por dentro. Respiró profundo—. Nos vemos en un rato —dijo, y le indicó al taxista que saliera de la zona.
Eran las siete de la noche cuando Carlos entró a la mansión, y lo primero que hizo fue preguntar por Ana.
—Ella dijo que tardaría un poco. Tenía una actividad en la universidad.
—Ah... Y los chicos? —la muchacha no supo qué contestarle, y Carlos la miró fijamente.
—No están Paula, ni Silvia ni Sebastián?
—Señor, no han llegado.
—Qué? —alarmado, Carlos hizo llamar a Edwin. En pocos segundos, lo tuvo enfrente.
—Fui por ellos a la hora acostumbrada —contestó él—, pero me dijeron que ya la señorita Ana había ido por ellos...
—Espera, espera, espera! —interrumpió Carlos elevando una mano, mirando a la joven y a Edwin alternadamente—. No dices tú que Ana estaría hasta tarde en la universidad?
—Sí, señor; eso fue lo que ella me dijo.
—Qué horas eran?
—Las tres, más o menos.
—Y no dices tú, Edwin... que Ana misma fue por ellos al colegio?
—Sí, señor. Asumí que como la señorita había ido por ellos, estaría aquí, o en casa de alguno de sus amigos...
—Pues era mentira! Dios! —tomó el teléfono para llamar a Ana, pero su teléfono timbró varias veces hasta que saltó el buzón de mensajes. Cada vez más nervioso, llamó entonces al teléfono de Silvia, luego, al de Paula. Sebastián no tenía, pues Ana no se lo había permitido, y él se quedó sin a quién más llamar. Todos los teléfonos timbraban hasta que saltaba el buzón y nadie contestaba.
—No, no... esto no puede ser. Algo está pasando, ellos tienen orden de no ignorar sus teléfonos...
—Señor...
—Qué! —gritó Carlos a la muchacha, y luego se dio cuenta de su exabrupto—. Qué —volvió a preguntar más calmado.
—La señora salió con una maleta —Carlos la miró en silencio y casi palideciendo. Esperó que continuara, pero ella sólo se encogió de hombros—. Me dijo que eran cosas para una presentación en su universidad. Luego tomó ese taxi... —Carlos la dejó hablando sola, pues subió a toda velocidad los escalones hasta llegar a su habitación. Caminó raudo hasta el ropero donde Ana tenía su ropa y sus cosas, pero allí todo estaba en perfecto orden. No faltaba nada. Luego fue a la de Silvia, y la de los demás chicos, encontrando las habitaciones como si nada. Todo estaba allí, sus cosas, lociones, cremas, pantuflas... incluso sus libros.
—Juan José? —dijo, hablando por el teléfono—. Algo está pasando... Ana... Ana se fue.
—De qué estás hablando? —preguntó Juan José al otro lado de la línea.
—Dios querido, se fue. Tomó una maleta, fue por sus hermanos al colegio y se fue.
—Pero... a dónde? Por qué?
—Creo saber por qué... pero no tengo idea de a dónde.
—Qué pasa, querido? —preguntó Judith entrando a la habitación de Sebastián, donde estaba Carlos hablando por teléfono.
—Tenemos que llamar a la policía —dijo Juan José por el teléfono. Carlos no dijo nada, y Juan José siguió—. Tenemos que movernos ya, Carlos, ella puede estar en grave peligro ahora mismo.
Él asintió en silencio, luego lo dijo en voz alta para que su hermano lo oyera.
—Sí. Tenemos que movernos.
Pronto la casa estuvo llena de gente. Judith empezó a dar órdenes para que se sirvieran bebidas y sólo podía mirar a su hijo caminar de un lado a otro angustiado. Había llegado un oficial de la policía, Juan José, su familia, y todos los demás.
—Ella tiene que saber que no está a salvo fuera de esta mansión —dijo Mateo—. No pueden salir, ni ella ni sus hermanos, sin la escolta adecuada. Lo sabe muy bien!
—Algo debió suceder para que huyera así —dijo Ángela—. Ella no pondría en riesgo a sus hermanos por nada.
—Pero lo hizo —dijo Carlos con voz dura—. Lo está haciendo.
—Ya pusimos la alerta en la red de la policía —dijo el oficial—. De no ser porque ya sufrieron un atentado, no se trabajaría con esta celeridad. Por lo general, deben pasar veinticuatro horas para denunciar la desaparición de una persona.
—Ella no está desaparecida, sólo huyó —susurró Carlos. El oficial siguió:
—También estamos buscando alguna actividad o señal de los diferentes teléfonos móviles. Nos tomará un poco de tiempo... Yo aconsejo que intenten descansar. Tal vez ella misma se comunique con ustedes y les diga de su paradero—. Carlos asintió, y recibió su apretón de manos. El oficial saludó a los demás con un asentimiento y salió de la sala acompañado de alguien del personal.
No creía que Ana llamase, si ella lo quisiera, ya se habría comunicado con alguno de ellos. Eran su familia, Ángela era como su hermana, y sus hijos como sus sobrinos, sabía que se preocuparían por ella!
Pero qué podía haber ocurrido? Qué la motivó para escapar lejos?
Tal como decía Ángela, algo muy grave debía haber sucedido para decidir que ya no estaba a salvo a su lado, ni ella ni sus hermanos. No encontraba otra explicación.
—Bueno, yo también me voy —dijo Fabián poniéndose en pie—. Cualquier cosa que se me ocurra, o que sepa, no dudaré en llamar.
—Gracias.
—También nosotros... —Juan José ayudó a Ángela a levantarse, pero ella lo miró con ojos tristes.
—No quiero irme. Podríamos pasar la noche acá?
—Pero amor...
—Estoy segura de que ella aparecerá en cualquier momento... Y quiero estar ahí para halarle las orejas—. Juan José miró a Judith, como pidiendo permiso para quedarse, y ésta agitó la cabeza asintiendo; enseguida dio la orden de que se les preparara una habitación.
Eran las dos de la mañana cuando Juan José se levantó para ir por un poco de agua para Ángela. De regreso, vio luz saliendo por debajo de la puerta del despacho y entró. Encontró a su hermano sentado en el sillón tapizado en cuero, con la misma ropa que había llevado ese día y los cabellos desordenados, como si no hubiese parado de mesárselos.
—Debes dormir... o intentarlo —le dijo. Carlos se giró hacia él mirándolo inexpresivo. Se enderezó masajeándose el cuello.
—Aunque fuera y me acostara, no podría dormir—. Juan José hizo una mueca.
—Pero mañana será un día muy largo, necesitas estar en tus cinco sentidos—. Carlos respiró profundo recostándose de nuevo en el sillón y girándolo a un lado y a otro, con la mirada inquieta, mirando aquí y allí, como si de alguno de sus muebles fuera a salir Ana.
—No paro de preguntarme... en qué fallé? Lo hice todo para mantenerla a ella y sus hermanos a salvo, para darles seguridad.
—No es tu responsabilidad...
—Todas las noches ella deambulaba por la casa, sin paz. No fui capaz de proporcionarle tranquilidad...
—Carlos, no te tortures de esa manera.
—Ella no está, Juan José. Se fue! Tomó a sus hermanos y se fue quién sabe a dónde, y no creo que esté más a salvo de lo que estaba aquí conmigo—. Juan José guardó silencio, mirándolo con los labios apretados—. Y no sé si sentir que la defraudé, o que el defraudado soy yo...
—Carlos —lo atajó Juan José, acercándose—. Ana es una mujer adulta. Además, no es tonta. Ten un poco de confianza en ella. Te quiere, además, así que en algún momento, tal vez mañana mismo, aparecerá con una muy buena razón para haber desaparecido así. Ten confianza.
Carlos cerró sus ojos, como si esa tarea ahora le fuera muy difícil. Se puso en pie y caminó hacia Juan José
—Confianza —dijo en voz muy baja—. Una cosa muy frágil. Yo creí que ella confiaba en mí—. Palmeó dos veces el hombro de su hermano menor y salió del despacho. Juan José se quedó solo y pensando en que Ana seguramente no se imaginaba el daño que le había hecho a su hermano. Al huir de esa manera había dejado claro que no confiaba en él para protegerla, y eso a cualquier hombre le dolía.
-El señor Antonio Manjarrez pide verlo, señor —dijo Mabel a través del intercomunicador.
—Quién? —preguntó Carlos, sumamente sorprendido.
—El señor Antonio Manjarrez —repitió Mabel—. Lo hago pasar? —Carlos sintió que la bilis le subía. Mil malos pensamientos y presentimientos llegaron a su mente. Qué podía querer ese hombre de él? Acaso le traía una muy mala noticia?
—Hazlo pasar —le dijo.
Esa mañana había madrugado para ir a sus oficinas; llamó a la policía para saber si tenían noticias de Ana. Volvió a llamar al teléfono de ella y sus hermanos; llamó también a Eloísa, Fabián y Mateo para saber si tenían alguna noticia. Nada, nadie sabía nada, y los teléfonos seguían muertos.
Había esperado llamarlos a una hora más decente, pero la verdad era que él no había dormido en toda la noche; a pesar de que se había puesto su pijama y metido a la cama, el sueño no había venido a él. Al alba, se resignó a que ya no dormiría, y se alistó para otro día de trabajo.
Tenía ojeras, los ojos y el cuerpo cansado, pero no quiso quedarse en la casa sin hacer nada, y ahora había descubierto que tampoco era capaz de concentrarse en el trabajo, no hacía sino pensar en Ana y el peligro que probablemente estaba corriendo; en Ana y en lo que estaría pensando en el momento en que tomó su maleta y a sus hermanos para marcharse.
Ella estaba poniendo a salvo a sus hermanos por su propia cuenta, y de paso, lo estaba destrozando a él.
Sin embargo, sabía que si ella se presentaba ahora mismo por aquella puerta, correría y la abrazaría, olvidando el sufrimiento que estaba pasando. La revisaría de pies a cabeza, y luego haría lo que ella misma había dicho una vez: meterla en un bolsillo y tenerla allí todo el día, a salvo y cerquita de él.
Pero no era Ana la que entraba por esa puerta, era Antonio Manjarrez, y Carlos no podía imaginarse qué tenía para decirle ese hombre.
—Carlos! —lo saludó él entrando con su mano extendida hacia él. Carlos sólo lo miró entrecerrando sus ojos; se puso en pie, pero ni siquiera miró la mano extendida ante él. Antonio no perdió su sonrisa, y pareció no importarle la grosería—. Puedo sentarme, al menos?
—Tenemos algo de qué hablar?
—Claro que sí, hombre!
—Y de qué?
—Carlos, mi padre hizo negocios con tu abuelo, así que tú y yo venimos siendo socios y amigos por mucho tiempo. Tenemos mucho de lo que hablar!
—Mi abuelo hizo negocios con tu padre, y luego yo contigo, pero de eso no nació ni amistad ni confianza. Por qué, entonces, llegas a mi oficina sin anunciarte tan seguro de que te recibiré?
—Oh, vaya, parece que no sabes nada aún, qué curioso. Ana no te contó entonces? —al escuchar su nombre, Carlos endureció el rostro. Qué tenía que decirle él con respecto a Ana? Antonio seguía con su sonrisa, que parecía pintada sobre su rostro. Sin que se le hubiese ofrecido asiento, se sentó en una de las sillas frente a su escritorio y se apoltronó en ella. Carlos, que no era hombre de resentimientos, empezó a odiarlo.
—No —contestó con voz dura—. Ana no me ha contado—. No quiso decirle que en este momento Ana estaba desaparecida. También habría podido decirle que él y su esposa estaban entre los sospechosos de todo lo que a su novia había venido sucediéndole últimamente, pero quería saber hasta dónde llegaba el cinismo de este hombre.
—Pues qué te digo —siguió Antonio—. Tu novia, de alguna manera, descubrió que pusiste Jakob a su nombre, y ayer... me la vendió. A muy buen precio, por cierto—. Carlos palideció. Siguió de pie y lo miró fijo por unos momentos. Aquello no podía ser cierto. Nadie sabía que él había traspasado Jakob a nombre de Ana en el mismo momento en que la había comprado. Había hecho esto porque estaba seguro de que al casarse con ella, insistiría con lo de la separación de bienes. Quería asegurar algo para ella antes de que eso sucediera. Había pensado en su futuro si algo le llegaba a suceder a él y no podía heredarle ningún bien.
Sonrió y masajeó el puente de su nariz sintiendo el pecho oprimido.
—Qué? —preguntó simplemente.
—Lo que oyes, si quieres, pregúntale. No podrá negártelo. Vaya, creí que entre ella y tú no habían secretos... —Carlos tomó inmediatamente su teléfono e hizo varias llamadas. Antonio lo miraba con una pose relajada mientras Carlos, desesperado, confirmaba a través de sus contactos que efectivamente Ana había firmado unos papeles que hacían a Lucrecia y a Antonio dueños de Jakob S.A.
No quiso que se notaran las emociones que lo embargaban en ese momento, así que simplemente recuperó aquella máscara de tranquilidad que había perdido al entrar en una relación con Ana y fingió que nada sucedía a su alrededor, cuando la verdad era que todo su mundo estaba cayendo a pedazos.
—Ana me contactó —siguió diciendo Antonio, agitando su pie, que estaba apoyado sobre la rodilla—, me dijo que quería negociar. Le di ciento cincuenta mil dólares como avance. Obviamente Jakob vale muchísimo más, pero como comprenderás, no tengo todo ese dinero conmigo.
Ciento cincuenta mil dólares? Se preguntó Carlos, mirándolo aún inexpresivo.
—Ella tenía prisa, así que logré sacarle un buen precio. Me pregunto por qué. Mira —le extendió unos papeles y Carlos pudo ver que, efectivamente, allí estaba la firma de Ana traspasando unos bienes—. En fin, que quería celebrarlo contigo, ya no te debemos nada, ni tú nos debes a nosotros, nuestras familias vuelven a estar en paz. No te parece algo bueno?
—No lo estamos —dijo Carlos con voz serena—, porque Ana no podía traspasarte nada.
—Pero por favor...
—No podía, y no puede. Sólo yo podría hacer algo así.
—Jakob estaba a su nombre.
—Sí, pero no creas ni por un momento que renunciaré a Jakob sin dar primero la pelea.
—Por favor, Carlitos...
—No me llames Carlitos, que tú a mí no me trajiste juguetes en navidad. Vete de mi oficina antes de que te saque a patadas de mi empresa y te lleve preso por fraude.
—Tú no puedes...
—Buscaré la manera y lo haré. Eres un muy mal negociante, se nota que fuiste a la universidad sólo a follarte a tus compañeras, así que desconoces bajo qué figura aparecía Ana en la oficina de instrumentos públicos.
—No me hables de esa manera! —interrumpió Antonio a viva voz—. Tú a mí me respetas, que no eres sino un...
—Odio contestarte como un adolescente, pero el respeto no se exige, sino que se gana, y tú a mí lo que me inspiras es tristeza. Volverás a perder Jakob, si es que la tienes; y te juro que esta vez te dejaré inhabilitado para poner tu firma sobre cualquier papel.
—Tomaré esto como una amenaza.
—Me parece muy bien, porque eso es.
—No sabía que fueras tan pendenciero —Carlos sonrió. En ese momento, hasta él mismo estaba descubriendo que lo era. Tenía el alma tan rota, que se desconocía.
—Sólo estás viendo la punta del iceberg. Así que ten cuidado. Ahora, vete de aquí. No me hagas rebajarme a tu nivel y sacarte a patadas—. Sin perder más tiempo, Antonio se puso en pie, se atusó su saco, lo miró duramente, y salió de su oficina.
Carlos, cuando se halló solo de nuevo, sintió que las manos le temblaban.
Qué había hecho Ana? Por qué? Cómo lo había descubierto? Miró en sus manos el papel que Antonio le había dejado, que no era más que una copia. Habría firmado esto de buena gana?
Entonces recordó a la Ana que él conocía y de la que se había enamorado, una Ana que no pedía nada para sus hermanos, ni para sí misma. Una Ana que prefería morir de hambre que perder la dignidad.
No, esa Ana no podía haberlo traicionado de esa manera.
Tomó de nuevo sus teléfonos a hacer mil llamadas, y mil averiguaciones más.