...Introducción...
REALMENTE, y siendo sinceros, Ana nunca había estado en una boda, y tampoco había sido, jamás, dama de honor. La verdad es que en su vida había una lista de “cosas nunca hechas” muy larga, y hasta ahora, como si se tratase de un videojuego, había ido conquistando territorios y desbloqueando habilidades.
Y hablando de videojuegos, nunca había jugado uno, tampoco, pero ahora sí.
Era la boda de su mejor amiga, Ángela; su segunda boda y con el mismo hombre... Una historia muy larga, y ella había sido elegida como la dama de honor.
Estaba nerviosa, nunca se había sentido tan observada.
Desde la mañana, habían estado preparándose para este momento. Eloísa, la madrina y mejor amiga de la novia, había llevado a la casa un equipo de estilistas que las había maquillado y peinado y sacado el mejor partido a sus pieles y rostros. Con ella, especialmente, habían tenido mucho trabajo, pues Ana nunca se había depilado las cejas, ni hecho una pedicura profesional, ni alisado su cabello. La habían maquillado con los tonos más naturales posibles, pero ella se sentía otra.
Miró en derredor a todas esas personas allí reunidas; todas, quizá con excepción de la misma novia, tan acostumbradas a las fiestas, a los vestidos caros, al mejor champán. En ocasiones se preguntaba qué hacía ella allí.
—Por qué tan sola? —preguntó alguien tras ella, y se giró. Sonrió al ver que era Fabián, uno de los amigos del novio.
—No estoy sola, estoy con todos aquí, no? —contestó ella con una media sonrisa, y él alzó una de sus cejas no muy de acuerdo.
Fabián era guapo, quizá uno de los hombres más hermosos que ella hubiese visto antes, con sus ojos verde lima y cabello castaño rojizo, tan diferente de todos los hombres que ella había conocido, tanto en su físico como en su forma de ser; en Fabián había más colores que en cualquier otra persona, pues además, tenía unos labios muy rosados y pequitas bronceadas sobre el puente de la nariz. Todo acompañado de una personalidad muy alegre y espontánea. Para ella, era lo más parecido al hombre perfecto.
—Y tú por qué no estás bailando? —le preguntó a su vez.
—A eso vengo. Me concedes esta pieza, por favor? —Ana rió nerviosa.
—Apenas hace unos días aprendí a bailar, Eloísa me enseñó. Puede que termine pisándote y tú odiándome.
—Me arriesgaré —ella volvió a reír y se dejó llevar al centro de la pequeña pista de baile del salón de fiestas donde ya se hallaban otras parejas dando unos pasos.
Fabián la conducía suavemente, y Ana notó que era muy buen bailarín; ella, en cambio, lucía algo tensa. Llevaba en su mente los compases y casi no le prestaba atención a lo que él decía.
—Hey, no hagas eso —dijo él.
—Eso qué?
—No sé, eso que haces; estás un poco tensa y no disfrutas del baile —él la acercó un poco más a su cuerpo —Haz esto: escucha la música, llénate de ella, respira profundo... y deja que tu cuerpo se mueva al compás.
Ana respiró profundo y cerró los ojos haciéndole caso, o intentándolo. Luego de unos segundos se fue tranquilizando. No creía que Fabián la fuera a odiar por no ser experta bailando; hasta ahora, él había visto muchas cosas en ella que habrían hecho huir a cualquiera. Sabía que ella era una muchacha venida de un pequeño pueblo, que hasta ahora estaba terminando su bachillerato, que antes ni siquiera sabía usar los computadores, ni nada electrónico.
Fabián sabe muchas cosas de mí —se dijo a sí misma—. Incluso fue él quien me dio el primer beso.
Lo miró a los ojos sonriendo, recordando el momento, y encontró que Fabián la miraba a ella también.
—Lo ves? —le dijo—. No es tan difícil —Ana se echó a reír, feliz sin saber por qué. Se permitió entonces sentirse bella, atractiva, y hasta un poquito audaz.
Sus ojos entonces tropezaron con una mirada huraña. Un hombre la miraba desde un rincón, con su copa a medio tomar en la mano, y un aura oscura y fría. Era Carlos Eduardo Soler, el hermano mayor del novio y que al parecer, y sin explicación alguna, la odiaba. Miró a Fabián ignorándolo, pero era difícil; sentía en la nuca un calor un poco molesto, algo que le decía que aunque ella ahora le daba la espalda, él la seguía mirando.
La pieza de baile se acabó y Fabián y ella caminaron hacia donde se hallaba Eloísa, que llenaba su plato con los aperitivos de la fiesta. Al verlos les sonrió a ambos.
—Ana, has mejorado muchísimo —le dijo en cuanto estuvieron a su lado—. Se nota que lo que necesitabas era una buena motivación —Fabián sonrió, sabiendo que hablaba de él.
—Bueno, motivación es lo que va a tener ahora, si ella quiere —los tres se echaron a reír. Ana se giró suave y disimuladamente para ver si la seguían mirando, pero él ya no estaba por allí.
—Y si me invitas a bailar a mí? —pidió Eloísa, dejando sobre la mesa su plato.
—Será un placer —contestó Fabián haciendo una correcta venia.
—Qué caballero! —exclamó Eloísa, y ambos fueron a la pista.
Ana miró en derredor. Los novios conversaban ensimismados; Judith, la madre del novio, sostenía en sus brazos a Carolina, la bebé hija de los novios. Esa había sido básicamente su tarea desde que iniciara la fiesta, casi ni había dejado que otro la tuviera. Había otras personas presentes que ella no conocía bien, pero que Ángela o Juan José sí, y por eso habían sido invitados. Eran muy pocos, y por eso la fiesta se había desarrollado en un salón un tanto pequeño. Sintiendo un poco de calor, se encaminó a las terrazas a tomar un poco de aire. Se detuvo cuando se dio cuenta de que la terraza que ella había elegido ya estaba ocupada. Eran dos hombres hablando, uno de ellos, precisamente, Carlos Soler. Iba a dar la media vuelta, pero entonces algo llamó su atención.
—Bueno, no podrás negarme que Eloísa es guapa —dijo la otra voz, y Ana lo reconoció como Mateo, el padrino de la boda y mejor amigo del novio—. Y Ana es realmente una belleza latina —siguió.
Ana sonrió sintiéndose halagada. Mateo ahora le caía mucho mejor, pero entonces escuchó a Carlos dejar salir el aire en una sonrisa socarrona.
—Belleza latina, no me digas —y luego de dar un trago a su copa, añadió—: No es más que una india.
Ana se quedó sin habla por espacio de un minuto. Otro “nunca” que se sumaba: Nunca se había sentido tan insultada en la vida. Estaba claro que Carlos usaba el término “india” en el sentido más despectivo posible. Más que la palabra, había sido el tono en que lo dijera.
Cerró sus ojos con fuerza y se alejó de la terraza sin escuchar ya nada más. Le pareció escuchar de nuevo la voz de Mateo, pero ya no entendió lo que dijo, y salió de allí sintiéndose tan furiosa que estaba segura de que si no se contenía, terminaría gritándole al hermano del novio.
Se fue hasta los lavabos y se miró al espejo. Tenía los pómulos sonrosados de la misma ira, y no se lavó la cara con agua fría sólo porque estropearía el maquillaje que con tanto cariño Eloísa había pagado para ella.
Por qué la odiaba? Qué le había hecho ella?
Toda esa sensación de belleza y feminidad que había sentido antes mientras bailaba con Fabián se desvaneció inexorablemente; con una sola palabra, ese hombre había conseguido rebajarla al nivel de donde ella pretendía levantarse.
Esa noche ella se había sentido guapa, y atractiva, diferente a lo que siempre había sido, o que los demás opinaban que era, pero ahora sentía que aquello era imposible, que hiciera lo que hiciera nunca dejaría de ser la Ana que no tenía siquiera unos padres que presentar, un pasado del que hablar con soltura. Además, era demasiado morena, y su cabello ondulado largo, que ahora estaba liso, le parecía demasiado... corriente; sus ojos no tenían nada especial, las cejas estaban raras así depiladas y formando una línea quebrada. Los labios no eran lo suficientemente carnosos y era muy bajita, y muy delgada, y casi sin senos, y...
Una india, se repitió.
Odiaba a esas personas que pretendían que no ser rubio y de ojos claros era un pecado, o que por obligación una mujer, para ser considerada hermosa, debía cumplir ciertos cánones que habían sido impuestos por el cine y la televisión. Ella era diferente, y no por eso fea. No tenía nada de malo tener rasgos indígenas, se podía ser india y hermosa, de hecho, había muchas indígenas modelos alrededor del mundo, y eran francamente preciosas.
Se cruzó de brazos dándole la espalda al espejo preguntándose qué tenía contra ella Carlos Soler. ¿Por qué ese afán de hacerla sentir fuera de lugar, como si en vez de sentada en los muebles de la sala, debiera estar en la cocina fregando? Desde que se conocían, y de eso hacía poco más de un año, apenas si habían cruzado palabras, y siempre había sido así. Había terminado por sentirse nerviosa siempre que estaba cerca de él, siempre con miedo a descalificar, a hacer algo indebido. Él, tan perfecto, que utilizaba correctamente todos los cubiertos de la mesa, que comía con tal delicadeza que parecía estar dando clases al respecto, siempre bien vestido, limpio, correcto... era imposible que viera en ella algo positivo, y eso siempre la había arredrado un poco.
Si seguía por ese camino, terminaría temiéndole, y ella no temía a ningún hombre, por mucho daño que este le hiciera. Ella era una superviviente, y nadie tenía derecho a intimidarla de ningún modo.
Apretó sus dientes y tragó saliva. No iba a temer a Carlos Eduardo Soler. Antes lo odiaría. Si él estaba buscando en ella una enemiga, pues la había encontrado. Se lavó las manos con agua fría sintiéndose más despejada y tranquila luego de haber tomado la decisión, y salió de nuevo al salón, a sonreír como si nada, a despedirse de los novios y recibir en sus brazos a Carolina, pues ella se haría cargo de la niña mientras sus padres estuvieran en su viaje de luna de miel.