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JUAN JOSÉ observó a su hermano entrar por la puerta principal de su casa, y tuvo que mirar un pequeño reloj que había en una de las cómodas del vestíbulo; eran las nueve de la noche. Ciertamente era muy extraño recibir visitas a esa hora, y más si se trataba de su hermano.

Tenía a un muy satisfecho Alexander, pero que no se quería dormir, en sus brazos y le daba pequeños golpecitos en la espalda.

—Hey, qué sorpresa verte por aquí a esta hora, todo está bien? —Carlos miró a su hermano menor abrazando a su hijo y el corazón se le conmovió al instante. Cuándo iba él a imaginar que alguien tan fiestero, mujeriego, soltero empedernido, y evasor del compromiso como lo era Juan José iba a terminar así, felizmente casado y como todo un padrazo?

Sonrió y no pudo evitar extender la mano hacia el suave cabello negro de Alex. Éste estaba despierto, con los ojitos grises abiertos y apoyaba una pequeña manito extendida en la espalda de su papá.

—Sí, todo está bien —contestó—. Este señor no debería estar durmiendo ya?

—Ah, cuando tengas tus hijos comprenderás que éstos no entienden de horarios. Acaba de comer, así que le saco los gases y lo distraigo mientras Ángela se da una ducha —Carlos sonrió, y se sorprendió bastante cuando Juan José le tendió el niño para que lo sostuviera él. Lo recibió en sus brazos sintiéndose enormemente torpe. Alex era una cosita muy pequeña, y bastante pesado para lo que esperó —Cuidado con la cabeza —aconsejó Juan José, y Carlos hizo caso poniendo su mano tras la cabecita del bebé. Éste ni se inmutó por el cambio de brazos.

—Es bastante tranquilo —comentó Carlos sonriendo, supremamente enternecido por su carga.

—Porque tiene la panza llena de leche. No quieres verlo cuando tiene hambre, o hay que cambiarle el pañal —Juan José observó a su hermano sentirse torpe con el bebé en brazos, pero feliz de poder sostenerlo. Se acomodó su camisa, que seguramente estaba llena de babas en la espalda, y se encaminó a la sala—. Ahora sí, dime qué está sucediendo.

Carlos caminó tras él teniendo mucho cuidado de por dónde pisaba, como si temiera tropezar o resbalar.

—Hablé hoy con mamá y casi le da un soponcio.

—Sólo por hablar? Tuvo que ser algo muy serio.

—Le conté de Ana y de mí —Juan José retiró del sofá un peluche rosado propiedad de Carolina y se sentó mirando a su hermano muy serio.

—Ana y tú. Perdona, he estado tan ocupado con lo de Alex que me perdí de eso. Ana y tú...

—Estamos saliendo. Podríamos decir que somos... pareja.

—“Pareja” suena muy ambiguo —dijo Juan José sacudiendo levemente su cabeza.

—La quiero, Juan José, y ella aceptó salir conmigo. Creo que me quiere, aunque ella no me lo ha dicho. Por eso no puedo decir abiertamente que somos... novios, o algo así—. Juan José elevó sus cejas. No estaba sonriendo, ni felicitándolo, y Carlos se empezó a sentir un poco confuso; había esperado otra reacción.

—Y mamá la desaprobó —dijo al fin.

—Ya sabes cómo es. La posición social ante todo, para ella—. Juan José hizo una mueca.

—Pues no sé qué decirte, hermano. Sólo tengo una pregunta que hacerte: eres feliz? —La sonrisa de Carlos se ensanchó en su rostro, y Juan José sonrió también, al fin—. A pesar de que no te ha dicho aún que te ama?

—Soy paciente. Esperé todo este tiempo por que dejara de odiarme, esperaré a que me ame.

—Bueno, no sé qué decirte, excepto que me alegra mucho verte así.

—No sabes qué decirme? Eres mi hermano!

—Mi experiencia con esas cosas del amor se limita a mi relación con Ángela, y entre ella y yo las cosas fueron muy locas y disparatadas desde el principio... —Juan José apoyó el brazo en el espaldar del sofá pensativo, como si estuviera recordando aquella época—. Era difícil para mí creerle que de verdad me quería, no me sentía digno de algo así. Yo había jugado al amor, creía que era un teatro con un guión muy bien marcado, y me lo sabía de memoria, pero poco a poco me fui convenciendo de que era real, que era para mí de verdad... Tal vez así se siente Ana —concluyó. Carlos lo había estado escuchando atentamente, imitando los golpecitos que antes Juan José le había estado dando a Alex en la espalda, y de repente, éste soltó un eructo.

—Salud —susurró sonriendo, y Juan José también sonrió—. Crees que en principio ella no me creyera? Es decir, que no se creyera digna de... ser amada, y eso? —preguntó luego, un tanto sonrojado; aún no se acostumbraba a hablar abiertamente de sus sentimientos y a exponer su vida privada ante nadie, aunque fuera su hermano.

—No lo sé, sé muy poco de ella. Lo que sé es por Ángela. Recuerdo que trabajó para nosotros cuando renunció a la casa Riveros... Ah —dijo, como recordando—, Ángela una vez me contó que ese viejo cacreco intentó abusar de ella —Carlos endureció el rostro.

—Sí. Se lo escuché decir a Eloísa cuando Ana fue herida y Carolina secuestrada.

—Ella no te ha dicho nada?

—No. Guarda muchos secretos.

—Eso no es sano.

—Bueno, apenas llevamos una semana saliendo... tal vez...

—Pero te estás muriendo por saber.

—Sí, lo admito, pero no quiero presionar más allá de lo que debo. Nuestra relación no es todo lo resistente como para ese tipo de pruebas—. Carlos vio a Juan José hacer una mueca.

—Pero tarde o temprano tendrá que contarte.

—Y para entonces, yo no sabré qué hacer. Y si me cuenta algo realmente grave que le hizo ese malnacido y ya no tengo cómo vengarme porque está muerto?

—Entiendo tu frustración. Cuando me enteré de que estaba bajo tierra, tuve que ir a verlo con mis propios ojos. Era un desgraciado; te lo digo yo que lo conocí en persona. Cada vez que me imagino a Ángela encerrada en su casa, a merced de su puño y su autoridad... —sacudió su cabeza—, me da de todo, te lo aseguro.

—Ana trabajó para él.

—Sólo ve preparándote. Ese malnacido era un puerco y un egoísta, le gustaba hacer alarde de su fuerza ante los más débiles, pero huía con el rabo entre las patas cuando alguien más poderoso que él lo amenazaba. Lo que quería lo obtenía. Ana sólo era una muchacha indefensa, guapa, y muy preocupada por sus hermanos.

Carlos cerró sus ojos, sintiendo angustia, y en el momento entró Ángela a la sala.

—Amor, no debiste bajar las escaleras —le reprochó Juan José al verla y haciéndole un espacio a su lado.

—Ya tengo ocho días de parida, Juan José, puedo hacer ciertas cosas —contestó ella calmándolo con un beso—, y me aburro terriblemente encerrada en la habitación. Hola, Carlos.

—Hola, Ángela. Estás guapísima.

—Gracias. Todavía tengo muchos kilos que bajar.

—No hagas caso, estás preciosa —ella le sonrió, pero tenía un ojo puesto en su hijo. Cuando él hizo ademán de devolvérselo, fue evidente su esfuerzo de dejárselo más tiempo en sus brazos.

—Carlos acaba de contarme que él y Ana están saliendo.

—Ah, sí... felicitaciones.

—Cómo —inquirió Juan José—, tú ya lo sabías?

—Me lo contó la misma Ana.

—Y por qué no me lo habías dicho?

—Porque luego parí un hijo y olvidé todo.

—Creo que es una buena excusa —sonrió Carlos.

—Me estaba contando que ya se lo contó a madre.

—Ya? —preguntó Ángela mirando asombrada a su cuñado. Luego le torció los ojos a Juan José.

—Qué?

—Ves? Así es como se hacen las cosas.

—Carlos sólo fue un poco más arriesgado. Yo me evité esa escena que debió hacerle —se defendió Juan José.

—Se molestó mucho? —preguntó ella.

—Muchísimo.

—Vaya.

—Ya se le pasará.

—Y si no?

—Tendré que embarazar a Ana, y cruzar los dedos por que sea una niña. Y así tarde o temprano la aceptará —Juan José rió a carcajadas, pero Ángela tenía el ceño fruncido.

—Qué quieres decir, que a mí me acepta sólo por Carolina?

—Vamos, amor —la puyó Juan José—, ya sé que madre es amable contigo, pero de verdad creías que era la suegra ideal?

—Claro que no, pero... En fin, no importa. Estaré pendiente de esta situación... Ustedes dos tienen una madre muy particular, se han fijado?

—Que si nos hemos fijado? —preguntó Juan José con sarcasmo— Cariño, nadie conoce más sus excentricidades que yo. Pero es nuestra madre, y así y con todas sus rarezas, la queremos—. Carlos sonrió al escuchar hablar así a su hermano. Y en el momento Alex se tiró un pedo y rompió el momento romántico. Los adultos se echaron a reír y empezaron a bromear—. Está descosido, se le salen los gases por todos lados! —se burlaba Juan José, y Ángela le dio un suave manotazo antes de recibir al bebé de brazos de Carlos. Le revisó el pañal y acto seguido salió con él de la sala.

—No quiero alarmarte —le dijo Juan José a Carlos cuando estuvieron de nuevo a solas—, pero ten cuidado; madre es capaz de todo por alcanzar sus objetivos.

—Lo sé.

—De veras lo sabes? —inquirió Juan José elevando una ceja. Carlos sonrió sin humor.

—Cuando éramos adolescentes no estaba tan ciego; yo me daba cuenta de las injusticias, pero estaba demasiado embebido en mis propias dificultades como para decir algo.

—Dificultades tú? Carlos, estoy muy viejo como para hacerte este reproche, pero a ti todo te iba bien—. Ante esas palabras, Carlos arrugó su frente.

—Eso crees?

—Todo lo que tú hacías era perfecto; tus notas eran perfectas, tu posición al tocar el piano, tu saque en el tenis, tu swing en el golf, tus amigos, tus novias, todo tú eras una bola de perfección.

—Mis amigos? Mis novias? Estás hablando de mí realmente? —Juan José lo miró esperando que rebatiera lo que acababa de decir. Carlos se echó a reír, pero no había humor allí, notó Juan José—. Si haces un esfuerzo, notarás que mis amigos no eran más que los instructores a los que papá y madre pagaban para enseñarme, y mis novias... me creerías que todas las niñas a las que alguna vez le puse el ojo terminaron tarde o temprano en tu cama?

—Qué?

—Y mi saque tenía que ser perfecto, pues jugaba contra madre los domingos; y mi swing tenía que superar al de mi maestro, o nos recortarían la mesada a los dos.

—Qué dices? Esa es la razón por la que papá recortó mi mesada en tantas ocasiones?

—Lo siento.

—Está bien —dijo Juan José agitando su mano, como espantando el recuerdo—. Pero los tuviste, así fuera para competir contra ellos en los deportes o te acosaran para que sacaras buenas notas. Estuvieron a tu lado—. Carlos hizo una mueca; en Juan José había aflorado el resentimiento de un niño abandonado. Pero, cómo decirle que a pesar de haber tenido a sus padres allí, ellos no fueron tales para él? Fueron más un par de tutores muy estrictos, a toda hora esperando por su perfección.

—Sí, fui el hijo de mostrar y alardear —reconoció Carlos, pero en él no había orgullo, más bien tristeza—, pero hubo muchas ocasiones en las que yo habría preferido mil veces irme de vacaciones a San Andrés con mis amigos que tener a mis padres delante de mí mientras yo recitaba el abecedario griego.

Juan José permaneció en silencio. Recordaba ese hecho; la madre de Mateo estaba aún viva, y había inventado un viaje de una semana a su cabaña en San Andrés Islas, y había venido a la mansión Soler para hablar con Judith y convencerla de que le permitiera a Juan José ir con ellos. Judith no había puesto problema, y Carlos se quedó con las ganas de que a Paloma, la madre de Mateo, se le saliera por casualidad que él también podía ir.

Ninguno de los dos había tenido una infancia agradable, reconoció. Los dos habían tenido carencias irremplazables.

—Qué padres los que tuvimos, no? —rió al fin Juan José, y Carlos notó su mirada brillante.

—Sí. Fueron únicos en su especie. Madre sigue siéndolo.

—Ten cuidado —le repitió Juan José—. No le creas nada hasta haberlo comprobado por ti mismo. Cuida de Ana.

—No tienes que decírmelo. Espero poder actuar de pararrayos para ella —Juan José se echó a reír, y entonces Carlos se puso en pie—. No, tómate aunque sea una copa de vino antes de irte —le pidió Juan José cuando Carlos hizo ademán de despedirse.

—Te temo a ti y a tus invitaciones —eso lo hizo reír de nuevo.

—No te embriagaré... tú no me dejarás.

—Ten por seguro que no.

Siguieron riendo y hablando, y Carlos aceptó la copa que su hermano le ofrecía hablando de los niños, de Ángela, y de mil cosas más. Felices de poder seguir siendo hermanos no sólo de sangre.

Ana vio muy extraño el comportamiento de las secretarias y todo el personal que laboraba en el mismo piso que Carlos. Se susurraban cosas tapándose los labios y miraban subrepticiamente la puerta de la oficina del jefe.

—Pasa algo? —preguntó intrigada. Dudaba mucho que ya se supiera que ella y Carlos estaban en una relación, a menos que Ramiro Buendía hubiese abierto la boca, y en ese caso la estarían mirando curiosas también a ella, y no era así.

—La madre del jefe vino a verlo.

—Qué? La señora Judith?

—La conoces? —preguntó una de ellas. Ana hizo una mueca.

—La he visto un par de veces.

—Dicen que es muy guapa y estirada, lo es?

—Bueno... —Lo era, quiso decir Ana, pero no podía hablar así de la que iba a ser su suegra. En el momento, Carlos Eduardo salió de la oficina, y al verla le hizo una señal para que se acercara. Alrededor las secretarias aumentaron su cuchicheo.

—Puedes entrar, por favor?

—Yo? Para qué?

—Ana —le susurró él—, no me hagas explicártelo delante de todos—. Ana se giró a mirar; la curiosidad se había trasladado a ella, pero poco a poco el grupo de mujeres se había ido dispersando con la salida del jefe. A ninguna le convenía ser llamada a cuentas por descuidar sus labores.

Ana entró a la oficina y encontró a Judith sentada muy recta y con las rodillas juntas en la pequeña sala de estar de la oficina de Carlos. Llevaba puesto un fino conjunto de paño de cuadros gris y negro con cortes rectos que estilizaban su figura aún curvilínea, y lucía una fina gargantilla de oro blanco con un diamante enorme en forma de pera que se metía en el hueco de su cuello; más que venir a ver a su hijo y a ella, parecía dispuesta a recibir a la reina de Inglaterra. Al verla no retiró su mirada, por el contrario, se la sostuvo. Ana no se sintió para nada cómoda.

—Señora Judith —saludó Ana.

—Mi hijo me ha contado lo de... que tienen una relación—. Ella hizo una pausa, como esperando a que ella lo admitiera o lo negara. Cuando Ana no dijo ni hizo nada, siguió—: quiero que sepas que —respiró profundo— no me hace particularmente feliz este hecho...

—Madre... —le reprochó Carlos.

—Pero estoy dispuesta a conocerte —siguió Judith—, estoy dispuesta a... darte una oportunidad.

—Muchas gracias, señora.

—Por eso quiero que vayas a almorzar con nosotros este sábado a mi casa.

—Qué? —preguntó Ana, casi horrorizada.

—Quiero que pasemos una tarde en familia, así podré conocerte, saber un poco más de ti que lo que me cuenta mi hijo... y tal vez... tal vez nos llevemos bien —las palabras le habían salido a la fuerza, notó Ana. Nada de lo que decía era de corazón; estaba aquí obligada por alguna razón y aquello le produjo una profunda desconfianza. Miró a Carlos pidiendo auxilio, pero él estaba sonriente, feliz del paso que supuestamente estaba dando su madre.

—Ah... —titubeó Ana. Respiró profundo, calmando la necesidad de salir corriendo y esconderse en algún oscuro rincón—. Sí, este sábado estará bien.

—Muy bien. Me parece perfecto —dijo Judith poniéndose en pie. Se acercó a su hijo y le besó ambas mejillas. Ana notó que la mirada de la mujer se suavizaba a niveles esponjosos cuando la depositaba en Carlos. Definitivamente estaba en problemas, pues le estaba arrebatando lo más precioso que tenía en la tierra a una mujer que era muy capaz de convertirse en una víbora.

Pero ella, esta vez, no podía contraatacar. Era la madre de Carlos, el hombre que más le importaba, el hombre que quería, y deseaba con todas sus fuerzas hacer las cosas bien. Llevarse mal con Judith no ayudaría mucho, así que tendría que resistir por ahora lo que fuera a suceder.

—Bueno, tengo que volver a mi lugar de trabajo —dijo, mirando su reloj. Judith le sonrió, Carlos le sonrió, ambos de maneras muy diferentes.

—Nos vemos luego —le dijo él.

Sin agregar nada más, se devolvió al cuarto de archivo, muy pensativa, preocupada, y obligándose a resignarse. Pasaría la tarde del sábado con Carlos y su madre y sería minuciosamente inspeccionada; ella, su educación, su linaje, su manera de pensar, todo sería puesto bajo la lupa para luego ser severamente criticada.

Bueno, se dijo, no estaría sola; estaba segura de que Carlos no permitiría que su madre se pusiera muy pesada.

Iba llegando la noche, y el final de la jornada de trabajo, cuando Carlos entró al cuarto de archivo. Ramiro ya no estaba allí, así que estaban a solas.

Él no saltaría sobre ella para aprovechar la soledad y besarla, supo Ana; nunca lo hacía. Había entendido que él primero siempre quería conversar de algo, y luego sí, los besos. Ya lo iba conociendo.

—Perdona si de pronto madre pareció más tiesa de lo que en verdad es —le dijo.

—Muy tiesa y muy maja, tu madre —dijo ella, y Carlos sonrió otra vez.

—No me imaginé que fuera a organizar un almuerzo para conocerte. De veras fue una sorpresa para mí. Cuando me lo dijo, realmente fui feliz. Tal vez tú y ella puedan llevarse muy bien, y hasta ser amigas.

—Ay, Carlos... tienes demasiada fe en eso.

—Tengo que tenerla, son las mujeres más importantes de mi vida —ella sonrió, pero no dijo nada al respecto. En cambio, empezó a recoger sus cosas.

—Tendré que ir de compras. Creo que no tengo nada en mi armario como para un “almuerzo con la suegra”.

—No tienes que hacerlo. Toda tu ropa es genial —ella volvió a sonreír. Él la veía así, pero no había notado la mirada de pies a cabeza que le había echado su “madre”. Ana se acercó a él, apoyándose en su pecho.

—Iré de compras, igualmente. Tal vez le pida a Eloísa que me asesore. Tiene muy buen gusto.

—Pero no cambies tu estilo.

—Qué tiene de especial mi estilo?

—Que grita por todos lados “Ana”—. Ella volvió a reír, exponiendo su cuello, lo cual fue demasiada tentación para Carlos, y justo como ella había previsto, él se inclinó a ella para besarla, sólo que no fue en la boca, sino en la curva de su cuello. Su sonrisa se apagó de inmediato, y los sonidos que llenaron su boca fueron muy diferentes. Se pegó más a él, deseándolo, necesitándolo. Deseaba abrirse como se abría una flor y recibirlo todo en su interior.

Oh, Dios, cuándo, cuándo, cuándo?

Se restregó suavemente contra él, contra el bulto en sus pantalones, y Carlos puso ambas manos en sus nalgas sujetándola allí.

—Eres peligrosa —le susurró.

—Y tú mortal —él rió.

—Estaba pensando que tus hermanos se van ese fin de semana a Santa Marta con Fabián... quería llevarte a un lugar especial.

—Mmm, a dónde?

—Será una sorpresa.

—Dioses, sí—. Él volvió a reír.

—Aceptas muy confiada. Tal vez lo que tengo planeado es descuartizarte y comerme cada pedacito de ti, no te asusta? He pensado que al horno debes estar muy rica.

—Mi novio es un caníbal. No puedo creer que eso me encante —él volvió a reír, pero ella volvió a besarlo, y ahogó su risa en su boca.

—No —dijo él, separándose—. Te lo ruego —susurró, y ella lo miró extrañada—: no empieces lo que no has de terminar. Por favor. Duele.

—Duele? —preguntó ella, confundida. Él rió otra vez. A veces Ana parecía muy experimentada, y otras, como esta, muy inocente.

Se alejó de ella. Si bien algunos estaban de acuerdo en que estos jugueteos eran la mejor parte de una relación, él llevaba meses sin una mujer. Demasiados. Con Isabella no había podido concretar el encuentro, pues justo cuando entraban a la habitación, él había susurrado el nombre de Ana. Obviamente todo se había enfriado, e Isabella había salido como una tromba, y furiosa.

Ana lo miró un poco desconcertada. Ni se imaginaba por lo que estaba pasando. Esperaba no se molestara con él.

—Luego del almuerzo con madre te llevaré al sitio que te dije.

—No has dicho a dónde —contestó ella.

—Es una sorpresa —repitió él.

—Bien, me pongo en tus manos—. Él sonrió de medio lado, observándola mientras ella iba de un lado a otro recogiendo su abrigo y su bolso. Cuando ya estuvo lista, él rodeó sus hombros con su brazo y salieron del cuarto de archivo.