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-HAY una poderosa razón por la que no le habíamos dicho a Isabella la verdad —susurró Carlos, aun sin girarse a mirarla. Ana se preguntó si estaba tan enojado que no podía hablar más alto. Nunca lo había visto enfadado, no sabía cómo eran sus reacciones.

Bah, se dijo. Si está enojado, terminémoslo de enojar.

—Estás en una misión de salvar a los Manjarrez aun a costa de ti mismo?

—No se trata de eso.

—Ah! —exclamó—. Todavía piensas que su padre no merece que su hija sepa lo estúpido que fue? Los padres son estúpidos muchas veces, y a los hijos no nos toca más que asumirlo—. Carlos se giró a mirarla al fin, con su ceño fruncido en una clara muestra de que estaba confundido.

—De qué estás hablando?

—No fue tu padre también otro estúpido? No destruyó todo un imperio, y luego te tocó a ti levantarlo? No querías proteger a Isabella de sentir lo que tú sentiste? —él la miró apretando levemente la mandíbula, incapaz de articular palabras—. Lo siento, cariño —le dijo ella, sonriendo sin humor—, hay cosas de las que no podemos protegernos toda la vida.

—Eres tú otra víctima de padres estúpidos? —puyó él, aunque en su oído aún resonaba el “cariño”.

—Oh, no tienes la menor idea.

—Entonces es eso? Como tú tuviste la fuerza y la valentía para encararlo, crees que el resto del mundo debe tenerla también? —Ella hizo una mueca, y el corazón de Carlos dolió un poco.

—Sólo pienso que tratando de protegerla, te estás haciendo daño a ti mismo —dijo en voz baja—. Sientes culpa por el daño que le hiciste, pero no fue tu responsabilidad, fue de su padre. Tú eres otra víctima. Pero, qué importa? Si quieres mi carta de renuncia, mañana la tendrás en tu escritorio—. Ana se dio la media vuelta y salió de la oficina, pero él logró alcanzarla en el pasillo y le tomó el brazo—. Qué pasa? —preguntó ella, con voz cansada.

—Por qué vas a renunciar?

—No es eso lo que quieres que haga? Rompí unos cuantos códigos hoy, no?

—Romper códigos es tu especialidad, Ana. Y no te he pedido que renuncies.

—Ah, no? Por qué?

—No es obvio? Qué voy a hacer sin ti por ahí cerca? —eso le hizo reír.

—Entonces no estás molesto conmigo? —El corazón de Carlos se apretó un poco más. Era como si ella hubiese estado preocupada por eso. Apretó sus labios pensando en que en un principio sí le había molestado un poco que alguien viniera y se metiera en un asunto como este; era trabajo, y era algo intocable para él. Pero luego, al escucharla defenderlo, se sintió tan sorprendido y halagado, que no pudo más que imaginar que el odio que Ana había sentido hacia él alguna vez había desaparecido al fin. Al fin!

El que ella hubiese husmeado alrededor de asuntos confidenciales en realidad estaba mal, pero se trataba de Ana buscando razones que lo eximían de las acusaciones de ladrón, ruin y rastrero. Imaginársela queriendo saber si eso era verdad aun cuando ya había decidido odiarlo para siempre, le hizo entender que Ana en realidad era más buena de lo que ella misma admitía. Odiaba odiar a la gente, y si lo hacía, era porque éstos no le dejaban más opciones.

Estaba feliz de haber sido borrado de su lista de gente odiada.

—Oh, tal vez me molesté un poco al principio —contestó él con una media sonrisa—, pero ser mala y heroica, y metomentodo, es parte de esa personalidad tuya de la que estoy locamente enamorado—. Ana rió un poco más fuerte.

—Estás loco.

—Esas no son noticias —sin poder evitarlo, Carlos retiró un mechón de cabello con su otra mano—. Sólo no hagas más lo que hiciste hoy —dijo más serio.

—Hice tantas cosas hoy que no sé a qué te refieres exactamente-él sonrió, y ella lo miró a los ojos, tan claros, tan raros. No había conocido a otra persona con ojos así. En la casa de los Soler había visto fotografías del padre de Juan José y Carlos, y era verdad lo que decían, Carlos era idéntico a su padre físicamente, pero al parecer, era muy distinto en la personalidad.

—Qué voy a hacer contigo, Ana? —murmuró él aún sonriendo.

—Si lo dices por lo de Isabella, diles que fui yo —él arrugó un poco su frente, desubicado. No se había referido a eso, pero igual, le siguió la corriente

—A los Manjarrez? Eso no les va a importar.

—Diles quién soy yo.

—Y quién eres tú?

—La mujer por la que dejaste a Isabella—. Él sonrió de medio lado y se acercó un poco más a ella.

—Estás muy segura con respecto a eso.

—Entonces no es verdad? —la sonrisa de Carlos se borró.

—Diablos, sí.

—No tienes que encararlo todo solo, Carlos. Reparte responsabilidades. Yo estoy dispuesta a asumir la mía—. Él apretó un poco más su brazo, aunque sin llegar a hacerle daño. Ella estaba enviando señales confusas, en un momento era totalmente indiferente, lo ignoraba cuando pasaba por su lado, hacía como que no lo veía, y al otro, estaba defendiéndolo como un soldado con su lanza en ristre.

Quería besarla. Aquí y ahora, quería besarla. Sólo la había besado una vez, pero en esos días en que ella fue indiferente la extrañó demasiado. Antes de todo, ella nunca lo había ignorado, siempre tenía una palabra, o una mirada aunque fuera odiosa, para él, pero no, Ana pasaba de él y el corazón había estado doliéndole por eso, doliendo de miedo, pues, ¿y si ella había decidido que no quería tenerlo cerca y se marchaba? ¿Y si ese beso no había significado nada para ella?

Pero al fin su suplicio había terminado; Ana había entrado a su oficina y se había puesto de su lado en un asunto que era bastante complicado. Nadie había hecho algo así por él nunca. Nadie lo había aconsejado ni defendido así.

La soltó respirando profundo, y dio un par de pasos atrás.

—Sales un poco tarde —le dijo mirando su reloj y cambiando de tema. Ana dejó salir el aire; por un momento casi había esperado que él la besara. Lo cual era preocupante; qué habría hecho ella entonces?

—Mañana estaré ausente gran parte del día, así que quise compensar un poco hoy.

—Nunca podrás compensar, eso lo tenemos asumido. Si no controlas tu horario, el trabajo te tragará—. Ana sonrió un poco sarcástica.

—Lo dices tú, que eres el primero en llegar, y el último en irte —él la miró de reojo.

—Cómo sabes eso? Pensé que no te enterabas de mis movimientos—. Ana hizo una mueca, dándose cuenta de su paso en falso—. De todos modos —siguió Carlos—, yo no tengo hermanos que me esperen en casa, así que si me quedo unos minutos más, no importa. En tu caso, no es así—. Ana se giró a mirarlo. Tal vez él tenía razón, debía cuidar su horario. El trabajo no podía convertirse en su vida, aunque dependiera de él en muchos aspectos. Por otro lado, era un poco triste que nadie lo esperara a él en casa.

Él volvió a mirar su reloj.

—Me permites que te acerque a tu casa? A esta hora no es bueno que vayas sola por ahí—. Ella se alzó de hombros, y lo vio ir rápido a su oficina, y al momento, regresar con su abrigo y su portafolio. Era como si temiera que al volver ella ya no estuviera por allí. Eso le hizo sonreír.

—Haces que Edwin te espere hasta esta hora? —le preguntó mientras avanzaban.

—Me vas a censurar por eso?

—Tal vez —contestó ella con una media sonrisa. Discutir con él se estaba volviendo un hábito agradable.

Caminaron juntos por el pasillo, y Carlos hizo gala de su buena educación: llamó el ascensor, le dio el paso para que entrara ella primero, y pulsó el botón del lobby. Hicieron el camino en silencio, pero Ana no dejaba de pensar en lo diferentes que eran las cosas ahora. Había tantos aspectos de él que ella desconocía y que ahora le eran tan obvios, que se asombró de lo ciega que había estado antes.

Carlos tenía casi los mismos ademanes que Juan José; galantes y caballerosos todo el tiempo. Era la educación que habían recibido.

El ascensor se abrió y ambos salieron, caminando hacia la salida. Carlos saludó al hombre de seguridad mientras atravesaban la puerta.

—Y Judith?

—Está bien, gracias —ella se echó a reír.

—No te preguntaba por su salud... imagino que está bien... Quiero decir, ella no te espera en casa? —Carlos suspiró. En la acera, ambos vieron a Edwin salir del auto y abrirle la puerta a Carlos.

—Tal vez está acostumbrada a este ritmo de vida —respondió él—. Cuando yo llego, ella ha cenado ya—. Se encogió de hombros—. Siempre ha sido así.

—Estás haciendo todo esto para producirme lástima y para que te invite a cenar en mi casa? —él la miró sorprendido, y Ana se dio cuenta de que no había sido así.

—No, pero si me estás invitando digo que sí; encantado—. Ana resopló, evitando reír.

—Eres terrible.

—Yo? Por qué?

—No te das cuenta de nada—. Él permaneció en silencio, y, sorprendido, la vio saludar a Edwin—. Creo que te vas a tener que ir a casa ya —escuchó que le decía—. El jefe se viene conmigo.

—Oh, bueno... —Edwin miró a Carlos como pidiendo su aprobación, pero este miraba a Ana sin prestarle atención a nada más—. Las llaves ya están puestas —dijo Edwin a Carlos—. Nos vemos mañana, supongo.

Carlos apenas fue consciente de que Edwin le hablaba y se iba. Con el corazón palpitante, entró al auto y dejó el portafolio y el abrigo en el asiento de atrás. Ana ya estaba muy instalada en el asiento del copiloto y se abrochaba el cinturón de seguridad. No entendía por qué ella estaba haciendo esto, o qué significado tenía. En el pasado, ella se habría negado a entrar en el ascensor con él; habría preferido las escaleras. Y ahora, no sólo entraba a su oficina y lo defendía ante su ex novia, sino que conversaba con él, se subía en su auto, y lo invitaba a su casa a cenar.

—Tienes que encenderlo —dijo Ana, y él se giró a mirarla, confundido—. El auto, tienes que encenderlo y ponerlo en marcha. Así nunca llegaremos.

—Ah, perdón —Ana soltó una risita, pero él no dijo nada. Simplemente hizo caso y salieron de la zona.

Ana miraba por la ventanilla. Ya no le sorprendían tanto estos impulsos, sólo le divertían las reacciones de él, siempre era como si no se esperase nada, y luego aceptaba todo, encantado como un niño. Giró su mirada a él, que estaba concentrado en la tarea de conducir. En muchos aspectos, él era como un niño. Ahora quería saber más cosas de él, de su vida, de su infancia. De qué manera lo habían educado como para llegar al punto de soportar insultos con tal de no dejar mal parado a un padre ante su hija? Y a ciencia cierta, cómo había sido la relación entre él y su hermano Juan José?

Hizo una mueca. Si ella llegaba a preguntar, estaba segura de que él le contaría todo lo que quisiera saber, pero no cabía duda de que luego ella tendría que hacer lo mismo, y su infancia y su adolescencia no eran muy bonitas de mostrar. Se recostó en el asiento y cerró sus ojos.

—Estás muy cansada —comentó él.

—En parte —él no dijo nada, pero se la quedó mirando, como esperando a que ella continuara—. Tal vez sólo quiero llevarte a mi casa para que te asustes y salgas corriendo—. Él sonrió.

—Acepto el reto.

—No te estoy retando; estoy señalando una realidad. Mi vida, mis costumbres, mi manera de ver la vida, y por ende, la de mis hermanos, es muy diferente de la tuya.

—Eso siempre lo he sabido.

—Pero no lo has experimentado de primera mano.

—De acuerdo. Si no salgo corriendo, qué me darás? —Ana hizo rodar sus ojos, un poco exasperada. Lo miró de nuevo, y se dio cuenta de que él aún sonreía.

Si él, aun sabiéndolo todo acerca de ella, su pasado, sus secretos, y todo lo que había que saber de ella seguía amándola como lo hacía ahora, se merecería el cielo...

—Está bien, te daré lo que me pidas.

—Yay! —exclamó él, y Ana sonrió. Se guardó decirle que ella decidiría cuándo él había superado la prueba.

Silvia abrió la puerta, y casi se le cae la mandíbula al piso cuando vio a Carlos.

—Nos dejas pasar? —pidió Ana, con voz irritada. Silvia pareció reaccionar y los dejó entrar.

—Carlos? —preguntó Paula cuando lo vio, también con la boca abierta. Él le sonrió.

—Hola. Tu hermana me invitó a cenar aquí hoy —saludó él. Ana lo miró un poco sorprendida. No esperaba que se comportara de esta manera; con tanta soltura y confianza. Pero claro, él siempre había tratado bien a sus hermanos en las reuniones familiares. Era con ella que las cosas siempre habían sido distintas.

—Qué? Por qué? —preguntó Silvia aún desde la puerta.

—Silvia, no seas tan maleducada —la reprendió Ana. Ante la pregunta, Carlos se encogió de hombros.

—Hace unos días le di una poción para que dejara de odiarme, creo que surtió efecto.

—Eso lo explicaría todo —comentó Paula sacudiendo su cabeza—. Has leído Harry Potter? —le preguntó. Ana hizo salir un gesto. Haber leído Harry Potter era algo así como el pase de abordaje a su círculo de amigos. Carlos entrecerró sus ojos.

—No, pero vi las películas.

—Yo te presto los libros. No puedes ser mi amigo y un muggle al tiempo—. Sebastián bajaba por las escaleras atraído por todo el ruido en el vestíbulo; se quedó a mitad de camino cuando vio a Carlos. Al contrario que sus hermanas, él no pareció sorprendido. Corrió a él como si fuera a abrazarlo, pero en último minuto, se lo pensó mejor y sólo le tendió la mano.

—Gracias por el iPad, otra vez —le dijo. Carlos puso la mano sobre su cabello, alborotándolo.

—De nada. Espero que le estés dando buen uso.

—Ana apaga el internet después de las diez. Dice que un aparato de esos con acceso a la red es peligroso.

—No había pensado en eso —admitió Carlos—. Debes tener mucho cuidado con lo que ves y lees.

—Ella cree que voy a ver pornografía.

—Sebastián! Sólo tienes once!

—Y qué? Mis amigos ya ven pornografía.

—Espero que tú no! —Sebastián miró a Carlos, como esperando a que él dijera algo, pero Carlos sólo apretaba sus labios, tal vez un poco incómodo por haberse visto envuelto en una conversación tan familiar y privada. Ana lo vio inclinarse y decirle algo al oído de Sebastián. El niño simplemente asintió muy serio. Luego le preguntaría qué.

—Pero sigue y ponte cómodo —pidió Silvia, haciendo de anfitriona y salvando el día. Paula, solícita, le quitó el abrigo, y Silvia lo condujo por la sala, aunque él ya la conocía, pues había venido varias veces aquí cuando su hermano y Ángela aún no se habían casado y ella vivía con Ana y sus hermanos.

—Te va a encantar la cena —dijo Paula, con voz muy adulta mientras Carlos tomaba asiento—. Hoy cocinó Silvia.

—Silvia? —preguntó Carlos—. Sabes cocinar?

—Claro que sí —contestó ella camino de la cocina—. Acaso cuántos años crees que tengo?

—No lo sé. A qué edad deben aprender a cocinar las señoritas? —inquirió él mirando a Ana, que se deshacía del bolso y del abrigo sin mirarlo.

—Según algunas sociedades, no deberían ni asomarse a la cocina. Mis hermanas aprendieron porque no hay de otra. Y lo hacen bien.

—También tú cocinas? —preguntó Carlos mirando a Paula, más sorprendido aún.

—Aprendí en cuanto alcancé la estufa.

—Oh.

—Paula, podrías ayudarme? —llamó Silvia desde la cocina. Paula se puso en pie y salió. Ana permanecía en pie, observando a Carlos sentado en su sofá, con Sebastián al lado y mirándolo como si fuera un objeto nuevo.

—Y? —le preguntó—. Ya tienes ganas de salir corriendo? —Carlos sonrió.

—Estás loca?

—Mi casa es algo así como un circo. Siempre ha sido así.

—Mi casa, por el contrario, siempre ha sido algo así como un cementerio. Déjame disfrutar esto.

—Un cementerio? —preguntó Sebastián horrorizado—. Tu casa es enorme! Y tiene de todo! Me tardé muchísimo en verla toda cuando estuvimos allá. No es un cementerio!

—Me refiero a que es muy silenciosa.

—Ah...

—Sebastián, no seas impertinente. Y cómo es eso de que te recorriste toda la casa? No creo que a Judith le guste saber eso.

—Yo habría hecho lo mismo —contestó Carlos.

—Tú vas a malcriar a Sebastián —se quejó Ana haciendo ademán de salir de la sala.

—Para dónde vas?

—A cambiarme de ropa —y sin agregar más, desapareció por las escaleras. Sebastián quedó solo entonces con Carlos, y lo miraba esperando.

—Vas a decirme algo que sólo los hombres deberíamos escuchar? —preguntó el niño, casi ansioso de ser regañado por Carlos. Él se echó a reír.

—No te voy a decir nada nuevo, seguramente. En el colegio todo el tiempo están hablando y advirtiendo acerca de eso. Aunque ahora debe ser peor, pues está en todas partes, y es muy fácil verlo.

—Mis compañeros dicen que eso te enseña a ser un hombre—. Carlos hizo una mueca.

—Sí, ellos dirán eso, y mil cosas más, para hacerte sentir inferior por no querer ver. Pero la única manera de aprender a ser un hombre es creciendo, viviendo, y a veces, sufriendo un poco. Ver cómo dos personas se desnudan y copulan no te hace hombre; sobre todo, si les han pagado para que lo hagan, y haya otras veinte personas atrás, con cámaras y luces, observando todo.

—Qué asqueroso —exclamó Sebastián.

—Además, y sin temor a equivocarme, estoy seguro de que esos compañeritos tuyos que lo ven, no respetan a las niñas del salón.

—Pues, la verdad es que no... Aunque ellas tampoco son muy amables.

—Eso es porque ellos han llenado su mente de eso, y terminan comportándose así; como un aficionado de fútbol... de qué otra cosa va a hablar, sino de fútbol? Así pasa con esto. Además, una mujer es capaz de saber cuándo un hombre la mira de manera desagradable. Ellas tienen eso que se llama sexto sentido.

—Dímelo a mí, tengo tres hermanas mayores!

—Pobre de ti —se rió Carlos, compadeciéndolo—. Sin embargo, tengo que decirte que el sexo es bonito, es sólo que es mejor si es en privado, responsable, y tomando todas las precauciones posibles. Y si lo haces con la persona que quieres...

—De verdad?

—Oh, créeme. Pero me temo que voy a ser un odioso adulto, como todos, y te diré que ya llegará para ti el momento de experimentarlo.

—No tengo tantas ansias, pensar en besar a una de las niñas del salón... puaj! —Carlos se echó a reír. Sebastián aún estaba en la edad en que el contacto físico con el sexo opuesto le parecía no sólo innecesario, sino asqueroso. Pero estaba creciendo, y pronto cambiaría de opinión, y sospechaba que Ana, por más que se esforzara, no podría contenerlo todo. Sebastián estaba necesitando urgente una figura masculina en su vida. Puso una mano sobre su cabeza, y le habló en voz baja.

—Te lo digo yo, llegará el momento en que sentirás que los calzones se te caen.

—Eso sientes tú por Ana? —Carlos hizo una mueca al verse al descubierto.

—Todo el tiempo —admitió.

—Y aun así... te gusta? —Carlos sonrió.

—Me gusta mucho.

—Entonces tú nunca viste porno?

—Sebastián, qué clase de pregunta es esa? —preguntó Ana, entrando de nuevo con una sudadera y en sandalias ultra cómodas. Carlos estaba sonrojado, advirtió Ana. Tal vez lo había salvado de tener que responder.

—Estábamos teniendo una charla de hombres! —se quejó Sebastián.

—Qué bueno. Pero no hagas preguntas tan privadas.

—Sebas, nos ayudas, por favor? —pidió Silvia desde la cocina.

—A hacer qué?

—A lo que sea. Ven—. Sin muchas ganas, Sebastián se levantó. Ana y Carlos se quedaron solos.

—Que no se note mucho que mis hermanas están haciendo de Celestinas—. Carlos se echó a reír.

—Sólo quieren lo mejor para ti.

—Oh, sí. Qué humilde de tu parte decir eso—. Él sonrió—. Gracias por lo que haces por mi hermano.

—Cuando quieras.

—Está en una edad complicada...

—Y se pondrá peor.

—No me asustes—. Carlos se puso en pie, para sentarse al lado de ella. Ana lo miraba de hito en hito—. Qué haces?

—Ponerme más cerca de ti.

—Eso lo puedo ver—. Para su tranquilidad, él se cruzó de brazos, sólo mirándola. Ana sacudió su cabeza—. No eres ni la mitad de lo que imaginé.

—Y qué imaginaste?

—Has oído la palabra esnob? —él hizo una mueca.

—Tal vez lo soy un poco, ya sabes, mi madre lo es, y me inculcó todo eso.

—A veces hablas como si fueras hijo único, sabes? Qué hay de Juan José? —Él la miró en silencio, queriendo contarle todo acerca de su infancia y su familia. Quería contarle que en casa, de niños, era como si Juan José no existiera, y por eso él había escapado, y encontrado amigos fuera. Y que él, por el contrario, había quedado solo y encerrado en casa con una madre que lo sobreprotegía y un padre que le sobreexigía. Quería contarle todo. Pero no era el momento. Ella apenas se estaba sintiendo cómoda a su lado.

No respondió, sólo hizo una mueca evasiva y pensó que tal vez a ella no se le hiciera muy fácil comprender cómo era el estilo de vida de una familia donde el prestigio, el buen nombre y la buena reputación eran lo que dictaban las acciones y el comportamiento. Por el contrario, para una persona como Ana, tan franca y transparente, sutilezas como esas debían parecerle bastante rastreras, siendo que la lucha de ella era otra: la supervivencia.

La unión de ellos dos era la unión de dos mundos totalmente diferentes, e intuía que ella también guardaba unos cuantos secretos. Había estado al pendiente de ella cada día, escuchado cada cosa que alguien dijera, acumulando cada dato, y sabía que ni por asomo la vida podía haberle sido fácil. Tal vez ella, como él pero a otra escala, tuvo que tomar decisiones difíciles para no hundirse. Tal vez ella, como él, escondía secretos.

Respiró profundo y miró en derredor, como grabando en su mente cada detalle de este momento y este lugar, hasta el aire, los aromas, los colores... Ana sintió un pinchazo en algún lugar de su pecho; su intención estaba tan clara, que era como si lo hubiese dicho en voz alta.

—Aún no veo nada por aquí que me haga querer salir corriendo. O la que asusta eres tú? —ella se echó a reír.

—Sí, tal vez soy yo.

—Bueno, afortunadamente, ya estoy acostumbrado—. Ella sonrió de medio lado mirándolo.

—No sabes nada de mí.

—Ni tú de mí. Pero eso se puede arreglar, no? —Ana empezó a sentirse nerviosa. Qué pensaría de ella cuando lo supiera todo absolutamente? Él sólo había visto a la Ana que había llegado de Trinidad, luchando por superarse, y en cierta forma, consiguiéndolo. Pero no sabía nada de ella antes de que viniera aquí. Él no sabía lo que tenía que hacer una mujer para salvarse a sí misma, y a sus tres hermanos menores, del monstruo de la pobreza.

Los ojos se le humedecieron, y parpadeó para que no se notara tanto. Con Fabián, había sido distinto; en cierta manera, había comprendido que si él no lo aceptaba todo, ella habría sabido seguir adelante, y lo perdonaría por huir, si lo hacía. Pero con Carlos... era diferente, y no sabía por qué.

—La cena está lista. Pasen a la mesa —anunció Silvia, sacándola de sus pensamientos, y Ana se puso en pie como impulsada por un resorte, feliz por la interrupción.