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-Y bien, cómo te fue?

—Un infierno de principio a fin —le contestó Ana a su amiga por teléfono. Al otro lado de la línea se escuchó la risa cantarina de Ángela—. De veras que te quiero demasiado; de otro modo, no habría podido aguantarlo —agregó Ana mientras se tiraba al sofá de la sala de su casa y alzaba sus pies descalzos sobre el mueble. Había regresado hacía unos minutos de la última clase del día, y había llamado a Ángela para contarle los pormenores.

—Ya, siento como que me aprovecho de tu cariño, y no es así.

—Sí, sí... Por otro lado —siguió Ana—, el restaurante al que fuimos fue simplemente maravilloso.

—Almorzaron juntos?

—Tocó. Era la única hora que él tenía libre.

—Oh, vaya. Qué bueno. Y cuándo empiezas?

—El lunes.

—Quieres que vayamos de compras para que te compres ropa ejecutiva y eso? —Ana se echó a reír.

—Definitivamente no. Yo no me veré como esas mujeres oficinistas. Déjame mi ropa, que con ella estoy muy bien.

—Algún día dejarás tu estilo hippie-chic.

—Y por qué lo iba a dejar? No estoy incomodando a nadie, no?

—Tonta que soy yo, igual, todo lo que te pones se te ve genial. Odio tu bronceado —Ana se echó a reír de nuevo. Ángela, al contrario que ella, era de piel pálida. Que ella pudiera lucir un tono tostado en una ciudad tan fría como Bogotá era un don, aun cuando nunca había ido a la playa o visto de cerca una cámara de bronceado; sabía de mujeres que pagaban fortunas por obtener un tono de piel como el suyo. Eloísa una vez le había dicho que ella era algo así como una Adriana Lima con ojos oscuros y sin maquillaje. Había tenido que googlearlo, y no había sabido si sentirse halagada o no.

El lunes llegó como todos los lunes de las historias de la gente que no quiere ir a trabajar: duro. En un segundo era domingo, y al otro, lunes. Era una cruel realidad.

Caminó desde la universidad luego de una larga jornada de clases y reuniones de trabajo hasta la parada de buses, preguntándose cuál la dejaría más cerca de Texticol. Aún tenía que aprenderse las nuevas rutas que tendría que tomar, pues no podía darse el lujo de andar en taxi. Se miró a sí misma, y decidió que el jean que llevaba estaba bien, junto con su blusa de estampados oscuros y la chaqueta también de jean con aplicaciones color miel del mismo tono de sus botas. El bolso era de tiras largas, y lo llevaba terciado sobre la cadera. Era de lo mejor que tenía en su armario, y sabía que desentonaría profundamente con el estilo de una oficina, pero no tenía otra opción... Y si la tuviera, igual no cambiaría, pensó con una sonrisa maliciosa.

Esta vez no tuvo problema para llegar hasta la oficina del jefazo, tuvo que esperar un poco, pero fue atendida pronto. Luego se dio cuenta de que no sería Carlos quien la atendiera. Susana, una anciana de cabello corto y blanco, de rostro un poco severo, pero que olía delicioso, la llevó hasta la que debía ser su oficina y le explicó los términos de su contrato. Al parecer, el señor Soler le había explicado acerca de su peculiar contratación, y había dejado en sus manos todo el trámite. Era de esperarse; primero, él no debía tener tiempo para ese tipo de cosas, ya había sido muy gentil en entrevistarla personalmente; y luego, intuía que tenía “sobredosis de Ana” luego de haber tenido que almorzar a solas con ella, al igual que ella tenía “sobredosis de Carlos”. Mejor no verse tan a menudo, las distancias eran perfectas.

—Tienes que saber que es la primera vez que contratamos a alguien que no cumplirá con el horario estipulado por la ley, y aunque sabemos que eso se debe a tus estudios, comprenderás que además de ser un riesgo en caso de auditoría, en cierta forma es una pérdida para la empresa pagar unas horas que no se están aprovechando. Por lo tanto, te solicitaremos de vez en cuando tu disponibilidad para horas extra y reuniones extracurriculares.

—Pondré todo de mi parte para compensar —contestó Ana. Susana, si bien no estaba siendo grosera, imponía un poco, y aunque nada de lo que decía era falso, no podía dejar de preguntarse qué tanta pérdida podía significarle a una empresa que manejaba billones unos pocos pesos.

—Bien, veo que tienes una actitud receptiva, eso es positivo. De igual manera, tendrás una semana para leer tu contrato antes de firmarlo. Si tienes alguna duda, o estás en desacuerdo con algo, por favor, pide cita con Mabel para hablarlo directamente conmigo.

—Gracias... Podría preguntarle cuál es su cargo en esta empresa?

—Soy la asistente de presidencia —contestó la mujer mirándola directamente a los ojos.

—Ah... es decir que Mabel es la secretaria de la asistente del presidente? Estoy confundida —Susana sacudió levemente su cabeza.

—Mabel y yo trabajamos bajo las órdenes directas del señor Soler, pero mientras ella se ocupa de su agenda y los asuntos sociales tales como reuniones y otros, yo soy su apoyo en los asuntos financieros y contables.

—Ya. Qué organizado —Susana sonrió al verla un poco desconcertada, le pareció que era directa, y por lo tanto, confiable.

—En otro tiempo hubo más de tres secretarias que hacían este mismo trabajo, era un derroche, luego sólo quedé yo, y era demasiado trabajo. Ahora al fin las cosas se han equilibrado—. Ana sonrió.

—Cuánto tiempo lleva trabajando en Texticol? Si me permite preguntar...

—Claro. Llevo veinticinco años trabajando con los Soler —Ana alzó ambas cejas al escuchar la cifra.

—Ya debió jubilarse, no?

—Está igual que el señor. Pero no, no opino igual. Me jubilaré cuando sea incapaz de sumar dos más dos—. Ana se echó a reír. La mujer le caía bien. Miró en sus manos el contrato y se puso en pie.

—Ya sé que no importa si lo digo, ya que archivar documentos no es la gran cosa, pero haré bien mi trabajo.

—No se equivoque, cada papel que pase por sus manos será importante y confidencial. Yo opino que al contrario, su trabajo será muy importante.

—Mmm... visto de esa manera, hasta me sube la moral. Cuál será mi lugar de trabajo?

—Mabel te indicará —Susana se puso en pie y caminó hasta la puerta. Habló unas cortas palabras con ella, y con la misma celeridad volvió a entrar a su oficina.

—Se ve muy llena de energía —le comentó a Mabel, una mujer de menos de treinta, de cabello castaño claro y largo, no muy delgada y aun así guapa, que caminaba delante de ella por uno de los pasillos indicándole el camino.

—Ah, lo está —contestó Mabel con voz sonriente—, todo el tiempo, y eso que no toma café. Por cierto, bienvenida a Texticol.

—Gracias.

—Viene bien tener a alguien de edad similar en el mismo piso.

—Trabajaré en este piso?

—Sí, claro. Aquí es donde están los archivadores.

—Ah... yo que creí que estaría en el rincón más oscuro del edificio —dijo en voz baja, y Mabel la miró extrañada. Eso la habría aliviado, significaba no tener contacto con el jefe a ningún momento del día, pero sospechaba que estando en el mismo piso se encontrarían más veces de las que desearía.

Cuando llegó al cuarto de archivos, encontró allí a un hombre de algunos cincuenta, calvo, bajito y bastante huesudo. Estaba escribiendo algo sobre papel cuando vio a Mabel entrar, enseguida su rostro se iluminó con una sonrisa y se puso en pie para recibirla.

—Esta será tu nueva ayudante, Ana Velásquez —dijo Mabel por todo saludo.

—Cómo? Ayudante? No necesito ayudante.

—Discute eso con el jefe —se giró a mirar a Ana, y suavizó un poco su expresión—. Él es Ramiro Buendía, será algo así como tu superior aquí. El tiempo que no estés acá, podrás emplearlo ayudando a las demás secretarias en lo que puedan necesitar. Tu cargo, según entiendo, es muy variado, o multifacético. Te deseo mucha suerte.

—Gracias.

—No recuerdo haberle dicho al señor Soler que necesitara ayuda —siguió quejándose Ramiro Buendía, y Ana lo miró con sus cejas alzadas, recordando que Carlos mismo había dicho que su cargo era nuevo. Hizo una mueca pensando en que si no era necesaria ahora, tendría que trabajar duro para volverse indispensable, y su primer obstáculo estaba aquí.

—Tal vez ahora no me necesites, pero verás cómo en poco tiempo no podrás vivir sin mí —Mabel se echó a reír.

—Ten cuidado, a pesar de que está casado y tiene cuatro hijos, le gustan menores y bonitas.

—Un acosador sexual?

—Claro que no! —se defendió Ramírez—. Sólo porque le he dicho una que otra vez que es guapa.

—Mi marido me lo dice todos los días, no necesito oírlo de ti—. Y con eso, Mabel se dio media vuelta y salió del cuarto de archivos, dejando a Ramiro con una mirada de impotencia. Ana sonrió y se dedicó a estudiar el lugar.

A pesar de la fama, este cuarto en particular era bastante iluminado, si bien poco ventilado. Miró en derredor preguntándose por dónde empezar.

—No esperes que te dé órdenes. Ni siquiera necesito un ayudante —rezongó Ramiro mirándola de reojo.

—No te preocupes, después de todo, nadie dijo que tuvieras que supervisarme—. Y dicho esto, se dedicó a mirar las nomenclaturas de las cientos de cajas y archivadores para irse familiarizando.

-La señorita Ana Velásquez ya está debidamente instalada. En una semana, a lo sumo, decidirá si firmar o no el contrato —le dijo Susana Guerrero a Carlos, que miraba distraídamente un papel en sus manos con la cara apoyada en un puño. Parecía poco interesado en nada esa tarde.

—Mmm —contestó. Susana se sentó en la silla frente al enorme escritorio del presidente, escritorio que llevaba allí desde la época de Ricardo Soler, el tan querido y recordado abuelo, y que sin embargo, se mantenía como nuevo.

—Se la ve enérgica, y nada tonta —siguió Susana—. Creo que aunque sus obligaciones son un poco ambiguas, se desempeñará bien.

—Mmm —volvió a murmurar Carlos.

—Lo que es una pena, es que no pueda cumplir las horas reglamentarias. Tendremos que hacer algo al respecto—. Carlos alzó su mirada a la anciana que había trabajado antes para su abuelo, luego para su padre, y ahora para él. Respiró profundo y se recostó en su fino sillón de piel.

—Parece que te formaste una buena opinión de ella —Susana lo miró por encima de sus lentes de montura negra. La anciana no quiso decirle que apenas la vio, se sintió, en cierta forma, identificada con la joven. Al igual que Carlos, había estudiado su currículum, y visto que a su corta edad, no sólo trabajaba y estudiaba, sino que estaba a cargo de tres menores de edad, que eran sus hermanos. Mujeres así abundaban en el mundo, jóvenes que habían sido abandonadas a su suerte, pero muy pocas aún conservaban su espíritu, y Ana Velásquez tenía, y uno muy fuerte.

Miró a su joven jefe con una sonrisa mal disimulada. Sólo había conocido a otra persona igual de testaruda, y lo tenía delante.

—Jamás podría explicártelo.

—Ya, intuición femenina —Susana alzó ambas cejas, lo que arrugó aún más su frente.

—Vaya! Te diste cuenta de que soy una mujer!

—No seas tonta, Susy —Susana se echó a reír ante el apelativo cariñoso.

Los días empezaron a pasar, y pronto Ana se olvidó de que trabajaba en el mismo piso, y hasta en la misma empresa que Carlos Soler. En las dos semanas que llevaba allí, si se lo había encontrado una vez, era mucho. Parecía que él también se guardaba de tropezársela por los pasillos.

Además, él debía ser algo así como un maniático del trabajo. Según parecía, era el primero en llegar y el último en irse. Las secretarias que no estaban enamoradas de él, lo idolatraban, estuvieran casadas o no. Ya había visto a más de una desabrocharse un botón de la blusa antes de entrar a su despacho, o abusar de la loción. Ella sólo alzaba una ceja incrédula, e incluso dejaba escapar algún resoplido poco femenino cuando las veía acicalarse cuando sabían que se iban a ver con él.

Había firmado el contrato antes de la semana prevista, y se había acostumbrado a su nuevo ritmo de vida, aunque había requerido bastante sacrificio. Ya no venía a sus hermanos tan a menudo y eso la preocupaba. Afortunadamente, eran chicos independientes y responsables, pero le angustiaba saber que estaban creciendo sin nadie alrededor que les ajustara las tuercas de vez en cuando. Ella llegaba tarde en la noche, y cansada, y había ocasiones en que no los veía en todo el día. Sin embargo, eran sacrificios que tenía que hacer, dado que era ella la responsable de ellos, desde que sus padres fallaran.

Ahora, estaba a punto de recibir su primera paga en Texticol. Sus gastos habían aumentado un poco desde que entrara a trabajar aquí, y su presupuesto era muy ajustado. Esperaba que no hubiese contratiempos en casa y con los chicos. Llegaría muy justa al final del mes.

Era jueves, con un poco de sol, y luego de la hora del almuerzo, llegó a Texticol como todos los días. Cruzaba los pasillos con los brazos llenos de papeles que debían ser archivados cuando tropezó con una mujer que claramente no trabajaba allí. Era una morena preciosa de ojos rasgados como una tigresa, y maquillados para acentuar el efecto. Cuando el bulto de papeles que llevaba encima tambaleó, ella ni se molestó en ayudarla. Afortunadamente, éstos no cayeron al suelo.

—Estoy buscando la oficina de Carlos —dijo, y Ana le señaló con la cabeza el camino a tomar.

—La última oficina de este pasillo.

—Ana! —la llamó Mabel corriendo a ella con otros papeles en la mano—. Se te olvidó esto.

—Ana? —preguntó la mujer, mirándola atenta.

—Eh... sí. Ese es mi nombre—. Tanto Mabel como ella, se quedaron sorprendidas cuando, sin disimular siquiera, la mujer la miró de arriba abajo, y luego caminó a lo largo del pasillo con paso largo y decidido.

—Y esa qué? —preguntó Ana, mirándola mientras se alejaba.

—No lo sé —y bajando la voz—: pero ayer tuve que mandar unas rosas y unos pendientes carísimos como regalo a una tal Isabella—. Ana la miró confundida, preguntándose qué tenía eso que ver con lo que acababa de suceder—. No la captas? El señor terminó con su última novia. Es su protocolo de despedida! Tal vez es ella y viene a reclamar!

—Rosas y joyas? Deberían terminar amándolo.

—Oh, algunas terminan odiándolo, esperaban mucho más de su abultada cartera, ya sabes.

—Para mí es suficientemente asombroso saber que todavía están dispuestas a venir aquí a presentar batalla.

—Es que estás ciega? —preguntó Mabel, quitándole parte del bulto de papeles para ayudarla a llevarlos, y se internó con ella en el cuarto de Archivos, donde infaltablemente estaba Ramiro Buendía. A pesar de eso, Mabel no paró de cuchichear—. Tienes que considerarlo, es guapísimo, apenas tiene treinta y uno, es rico; es un excelente partido para cualquier mujer!

—Mmm, sí, claro —contestó Ana, pensando en Fabián. Ese sí que era un auténtico partidazo. De ningún modo la sonrisa luminosa de Fabián Magliani, y sus ojos verdes y alegres podían compararse con la mirada áspera de Carlos Soler—. Cariño, estoy por pensar que no has visto amanecer—. Mabel se echó a reír.

—Esta mujer ya debió morder el polvo. Estoy casi segura de que fue a ella a quien mandaron las rosas y las joyas. Te lo digo yo, que las ordené. No fueron cualquier cosa.

—Es decir, que ese hombre manda a su secretaria a elegir los regalos que hace. Qué detalle.

—Mantiene muy ocupado.

—Por no decir que le importa un rábano. Y tú, no deberías anunciarla o impedir su entrada? Eres la secretaria, no? Y si el jefe no quería recibir esa visita?

—Y meterme en medio? Estás loca? Si me reclama, diré que estaba ayudándote, o haciendo cualquier otra cosa en otro lado.

—Eres una cobarde.

—Lo admito. Pero no me juzgues, la viste? Todas son por el mismo corte: preciosas, pero insufribles. Por eso no le duran.

—Tal vez a él sólo le importa que sean preciosas. Nunca me ha parecido que sea un hombre que vea más allá de la apariencia—. Cuando todo se quedó en silencio, se dio cuenta de que tanto Mabel como Ramiro la miraban como si hubiese blasfemado contra Dios—. Qué? —preguntó.

—No lo conoces.

—Más de lo que crees —contradijo ella.

—Tal vez creas que le conoces porque trataste con él antes de trabajar aquí, pero nosotros llevamos con él años, trabajando hombro con hombro cuando hubo crisis y cuando no. Le conocemos.

—En el aspecto laboral, solamente. Como persona es otra cosa. Créeme.

—No puedes ser bueno en una cosa y malo en otra —dijo Ramiro, metiéndose en la conversación—. Es contradictorio.

Ana simplemente sacudió su cabeza, y recibió los papeles de manos de Mabel. Rato después, encontró a la misma mujer de pie frente al ascensor. Al verla, la llamó haciéndole un gesto con la mano. Ana miró tras de sí a ver si se refería a otra persona, pero no, la llamaba a ella.

—Me necesita?

—Es sólo que... me recuerdas a alguien, no sé—. Ana la miró un poco confundida, y picada su curiosidad, se acercó.

—De verdad?

—Es sólo como que te he visto antes, pero no es posible, es primera vez que vengo a las oficinas de Carlos, y no parece que fueras alguien que va a las mismas fiestas y reuniones que yo.

—Definitivamente, no lo soy—. Contestó Ana en tono seco, un poco molesta, pero la mujer se puso un dedo sobre los labios.

—Puedo invitarte a tomar algo?

—Estoy en horas de trabajo.

—Oh, escápate sólo un momento, no puedes? —Aquello era raro, pensó Ana. Por qué ese afán de hablar con ella?

—Me queda una hora, más o menos, antes de salir. Si de verdad quiere hablarme de algo, podría esperarme.

—Mmm, no me gusta esperar, pero está bien. Lo haré porque de veras quiero conocerte. Tal vez eres familiar de alguien que conozco—. El ascensor se abrió en el momento, y ella esperó que salieran los que lo ocupaban para entrar, le dirigió una sonrisa y le dijo—: te espero en un café que vi aquí cerca. Es el único decente de la zona, creo. Te parece bien?

Ana sólo se alzó de hombros. Por qué quería hablar con ella una ex de Carlos? No se creía ese cuento de que se le parecía a alguien. Se quedó allí de pie, y entonces se dio cuenta de que a unos pocos pasos estaba el mismo Carlos Eduardo Soler, mirándola en silencio, con la expresión de siempre y ambas manos en sus bolsillos.

—Qué quería de ti? —preguntó. Ana alzó una ceja.

—Ni idea. Dice que le recuerdo a alguien.

—Mentira. Aléjate de ella —eso la hizo abrir bien sus ojos, sorprendida de que se atreviera a restringir sus amistades o las personas con las que hablaba.

—Disculpa, eres mi papá? No, verdad?

—Sólo es...

—No seas tan atrevido, Carlos. Yo me veo con quien me da la gana—. Ella le dio la espalda, pero Carlos volvió a llamarla.

—No soy tu padre, pero igual creo que merezco un poco de respeto. Soy tu jefe, no?

—Dame una sola razón corporativa por la que deba alejarme de ella —pidió ella girándose de nuevo a él. Carlos cerró su boca, sin nada que decir—. Entonces si es por motivos personales, no tienes nada que añadir. No te creas que porque eres el cuñado de mi amiga, eres también mi amiguito—. Le dirigió una mirada de hastío y se encaminó hacia el cuarto de archivos. Carlos se quedó allí otro rato, mirando el ascensor por el que había desaparecido Isabella, y la puerta tras la cual estaba Ana. Dio media vuelta y tomó su teléfono para marcar un número.

—Edwin? —habló.