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EL momento de intercambiar los regalos llegó, e indiscutiblemente, Carolina arrasó; todos absolutamente le habían traído algo. Juan José hizo una broma acerca de buscar un remolque para llevarse a casa todo. Carlos descubrió que Sebastián le había hecho un presente: un par de guantes de cuero de muy buena calidad.

—Vaya! Qué bien! —exclamó poniéndoselos al instante.

—Pensé que te gustarían —comentó el niño sonriente y orgulloso.

—No tenías que hacerlo, pero gracias, me gustan.

—Y a mí qué? —preguntó Juan José frunciendo el ceño—. No era yo tu tío favorito?

—Sólo me alcanzó para un par —se disculpó Sebastián.

—Y tú nunca has sido su tío favorito —comentó Eloísa, provocándolo.

—Ya no te dejaré casarte con mi hija —bromeó Juan José mirando al niño, luego escondió su rostro en el cuello de Ángela fingiendo que lloraba, y ella, fingía que lo consolaba.

La velada pasó entre risas y bromas. Carlos se alegró de estar aquí y ahora, aunque por momentos se sentía un poco intruso, pues la gran mayoría de los allí reunidos lo estaban sólo por ser amigos de Juan José o Ángela; era agradable estar allí, a pesar del enorme hueco que pulsaba en su corazón y de lo vacío que a veces se sentía.

Se ajustó los guantes de cuero preguntándose si después de todo, no habría sido un enorme error confesarse. Ahora que ella y Fabián anunciasen que estaban juntos, él quedaría como el tonto que no sabía mirar cuándo había posibilidades. Se sentiría desnudo y expuesto. Pero las horas pasaron, se acabaron el vino y los aperitivos, Sebastián y Paula estaban cabeceando, y ni Fabián ni Ana anunciaron nada. La espera lo estaba matando, pero no sería él quien diera pie al anuncio.

—Bien, creo que es hora de irnos —dijo Ana. Carlos enseguida se giró a mirarla.

—A esta hora? —preguntó Eloísa, mirando su reloj que más parecía una pulsera.

—Bueno, a alguna hora tiene que ser, y entre más pronto, mejor.

—En esta casa hay muchas habitaciones desocupadas —dijo Carlos, como si tal cosa—. Seguro que tú y tus hermanos pueden quedarse a pasar lo que queda de la noche. No es así, madre? —Judith lo estaba mirando como se mira a un niño que come con la boca abierta en la mesa, pero no podía desautorizarlo ya.

—Ah... sí, sí... Eh... hay habitaciones de sobra!

—No lo creo prudente...

—Imprudente será que te vayas a esta hora —dijo Ángela, mirándola fijamente—. Llevas niños, Ana, y Carlos fue cortés al invitarte.

—Yo me iré a casa de Mateo —dijo Fabián, poniéndose en pie—, al fin que también hay espacio de sobra allí, y está cerca.

—Entonces, no se molestarán si me uno —comentó Arthur poniéndose en pie también. Poco a poco, los invitados fueron despidiéndose y saliendo.

—Dormiremos aquí? —preguntó un somnoliento Sebastián.

—Nos invitaron —susurró Paula.

Carlos sonrió viéndolos subir las escaleras, mientras Judith les indicaba. Pronto Ángela también se fue, y en la sala sólo quedaron Juan José y Carlos.

—Tú no tienes ganas de dormir —comentó Juan José, mirándolo de reojo. Él se encogió de hombros.

—No, no tengo sueño. Y no voy a beber, ni si me lo pides de rodillas —Juan José se echó a reír.

—Ni se me ocurriría, eres muy mal bebedor.

—Sí, ya.

—Gracias por la fiesta.

—Ni lo menciones. Al fin terminó —Ahora, Juan José se rió a carcajadas. Siguieron hablando, como habían aprendido a hacer. Ciertamente, eran más hermanos ahora de lo que nunca fueron en su niñez, o adolescencia.

—No se preocupe por nosotros, señora Judith —decía Ana sonriendo incómoda—. Dormiremos bien en la misma habitación.

—Estás segura? Son cuatro! —Ana sonrió, preguntándose qué diría si le dijera que en el pasado siempre fue así. Que eran tan pobres que llegaron a dormir tres en la misma cama. La habitación que le ofrecían ahora tenía dos camas, lo bastante amplias como para que dos durmieran en cada una.

—Estamos bien, muchas gracias, y perdone las molestias —Judith se alzó de hombros, sin insistir, y le indicó que en el armario había toallas y sábanas. Luego de cumplir con su tarea de anfitriona, salió.

—Mira aquí! —dijo Paula, abriendo uno de los cajones—. Álbumes de fotos!

—Fotos de Carlos y Juanjo? —preguntó Silvia, tomando el álbum de manos de Paula.

—Ay, qué lindos eran! —Sebastián se sentó en su cama mirándolas, considerando si tenía suficiente curiosidad como para salir de la cama. Decidió que tenía más sueño que curiosidad, pues se tiró sobre la almohada y se cobijó sin molestarse en quitarse la ropa. Ana caminó a él y le quitó los zapatos y el cinturón, como solía hacer cuando estaba niño, y sonrió con ternura.

—Todos los niños son lindos —comentó.

—Ah, pero estos dos... yo me los comería. Qué ricura!

—Por qué tiene la señora Judith los álbumes aquí?

—Seguro no tiene dónde más guardarlos —supuso Paula.

—No tenía dónde más? Has visto el tamaño de la casa? Es enorme! Habríamos podido dormir cada uno en una habitación diferente y aun así sobrarían!

—Sí, pero no habría sido nada cortés de nuestra parte —contestó Ana—. Al día siguiente, habrían tenido que cambiar las sábanas de todas esas habitaciones.

—No veo el problema, igual, habrían sido los empleados, no ella, la que las cambiara.

—Dejen de hablar de esa manera —las reprendió Ana—. Recuerden que yo fui una “empleada” hace tiempo. No es nada bonito que se expresen así de uno—. Paula y Silvia se miraron la una a la otra en silencio, y siguieron mirando las fotos. Como Ana no les vio intención de acostarse de una vez, lo hizo ella al lado de Sebastián, dándoles la espalda a sus hermanas y a la luz que tenían encendida.

Sí, ella había sido una empleada de servicio hacía unos años. Había trabajado para los Riveros, los padres de Ángela. Sabía lo que era tener que limpiar una casa luego de una fiesta o una cena como la que acababan de dar Carlos y Judith, sabía lo que significaba tener huéspedes. Sus manos se habían acostumbrado desde hacía mucho tiempo a lavar y fregar vajillas donde una sola pieza valía lo que su semana de trabajo. Desde niña.

Cerró sus ojos cuando a su mente vinieron recuerdos poco gratos, se recordaba a sí misma inclinada sobre un suelo de baño limpiando, recogiendo la suciedad de otro, y teniendo que asumir que era lo más normal del mundo, porque tus jefes también eran humanos, y obviamente también iban al baño. Era invisible para los señores, en la mejor de las ocasiones. La señora Eugenia, la madre de Ángela, era más o menos fácil de complacer, sólo tenía un poco de manía por el orden y la limpieza, Ángela era como otra sirvienta más de sus padres, pero sin la libertad de poder irse cuando finalizara el día, así que ella no daba trabajo. El señor Orlando Riveros, en cambio, era harina de otro costal.

Cerró sus ojos con fuerza. Ni aunque se lavara a sí misma con blanqueador borraría el estigma que había quedado en ella. Soñar con Fabián era de cuento de hadas, ella se sentía que jamás llegaría a ser princesa.

Sintió deseos de llorar.

Había besado a Fabián, y no había sentido nada. Nada de nada, y él se había dado cuenta. Había puesto todo su corazón en ese beso, para al final, tener que desistir.

Él había sonreído cuando el beso que se habían dado acabó, pero era una sonrisa triste, como si él también hubiese esperado más de sí mismo.

—Tal vez... —había dicho ella, poniendo sus dedos sobre su hermoso rostro, y sonriendo a modo de disculpa— tal vez sólo necesitemos un segundo intento —dijo, y lo volvió a besar, pero no hubo fuegos artificiales dentro de su ser, ni las terminaciones nerviosas de su cuerpo se crisparon, ni a su mente vino ningún sonido de violines, u olas, o alas, ni nada de nada.

—Pero me gustas —había insistido, mirándolo a los ojos.

—Y tú me gustas a mí —dijo Fabián—. Pero tal vez sólo estamos destinados a ser amigos.

—Eres un tonto. Fuiste mi primer beso! Tal vez sí...

—De verdad? —exclamó él alzando sus cejas, interrumpiéndola y sonriendo—. Ana... —en su mirada estaba implícito el comentario de “o sea, que también eres virgen”, y ella supo entonces que por más que insistieran en besarse, ella no encontraría la fuerza suficiente para desnudarse ante él y tener sexo... sólo imaginárselo hacía que rechazara toda idea de intimidad... Lamentablemente, no era Fabián.

En cambio, qué fácil había sido ceder ante el abrazo de ese demonio de ojos aguamarina en su sueño, se dijo a sí misma, acostada al lado de su hermano pequeño, y escuchando las exclamaciones de sus hermanas que decían “Oh, mira qué pequeñito!”, y “Uff, qué ojazos”. Había sido prácticamente natural, el aroma de él simplemente la había hipnotizado, su voz, su respiración...

No empieces, se reprendió. Había descubierto que sólo recordarlo, le hacía desear inmediatamente una ducha. Estaba enferma.

A la mañana siguiente, Ana bajó en puntas de pie, precediendo a sus hermanos, para salir por la puerta principal. Los demás estaban durmiendo, y seguro que era descortés irse sin anunciar, ni agradecer la hospitalidad, pero le urgía escapar de esa casa.

En la sala se encontraron con Carlos dormido en un sofá, aún con la ropa que había llevado en la fiesta de anoche, aunque sin corbata. Él abrió sus ojos, y los miró. La visión de los cuatro, tan parecidos, le hizo parpadear. Se sentó poco a poco y los miró de nuevo fijamente. Eran reales y estaban allí.

—Ya se van? —preguntó, aunque era obvio. Ana lo vio pasarse una mano por el desordenado cabello mientras miraba uno a uno a sus hermanos.

—Eh... sí...

—Mandaré a preparar el desayuno.

—No, no, no, no, no! —exclamó Ana tan rápido, que Carlos se detuvo en su ademán de levantarse—. Si nos vamos es porque no queremos molestar!

—No molestan —insistió él.

—Carlos, ya fue suficientemente malo que nos quedáramos anoche aquí.

—Malo? Por qué?

—Cómo que por qué? —preguntó Ana, perdiendo la paciencia—. Por qué todos se empeñan en ser amables?

—Porque es nuestra naturaleza? O prefieres oír: “me dan lástima tú y tu hermanos, pobrecillos, a lo mejor no tienen desayuno en casa, mejor les ofrezco el mío”?—. Eso era tan impropio de él, que Ana lo miró boquiabierta.

—Estás ebrio?

—No, sólo molesto. Estoy cansado de que rechaces toda muestra de amabilidad, sea mía, o de cualquiera. Sólo estoy siendo educado, y si tú fueras un poco más considerada, aceptarías mi ofrecimiento —Carlos miró a los niños, que los miraban fascinados—. Ustedes tres, a la cocina. Leti les tiene el desayuno, y si no se los tiene, pues que se los prepare.

—Sí, señor —dijeron los tres en coro, y salieron. Ana se fue poniendo roja.

—Tú a mí no me tratas así delante de mis hermanos!

—Siéntate ahí.

—Y no me das órdenes!

—Soy tu jefe.

—Hoy es festivo! No trabajo para ti un veinticinco de diciembre a las ocho de la mañana.

—Me debes varias horas, así que he decidido que hoy trabajas para mí. Siéntate ahí! —exclamó él. Ana hizo caso en el instante.

Cuando la tuvo sentada en el mueble que tenía delante, Carlos cerró sus ojos. Lo había hecho todo en un impulso. Y ahora qué? Respiró profundo.

—Ya... ya sé que me odias, pero como dijiste que no hay nada que pueda hacer que consiga que me odies más, entonces ya no importa —la miró a los ojos. Los suyos estaban tan claros, que Ana tuvo un flashback de su sueño demasiado nítido. Algo se removió dentro—. Aunque bueno, se me hizo extraño que Fabián no insistiera en llevarte—. Ana frunció el ceño, y entonces sonrió al comprender.

—Nos viste —Carlos hizo una mueca.

—No importa, cierto? De todos modos, soy el último hombre al que voltearías a mirar —Ana se mordió el interior del labio al notar que él recordaba cada palabra suya—. Ah, no, espera —se corrigió él—, ni si fuera el último hombre sobre la tierra—. Sonrió, pero Ana vio que no había alegría en su sonrisa. Él se puso en pie y caminó para subir las escaleras, pero de pronto se detuvo, y sin mirarla, habló—. De todos modos, me alegro... Fabián es un buen tipo...

—No estoy con él —dijo Ana de repente. Carlos se giró a mirarla. Ella respiró profundo, preguntándose por qué había soltado eso, pero ya que lo había dicho, no quedaba más que aclarar—. No estoy con él de modo romántico, quiero decir.

—Por qué? —preguntó Carlos, sintiendo cómo el hueco en su corazón empezaba a cerrarse poco a poco, curándose. Ana no contestó, simplemente negó con la cabeza—. Él nunca te dijo “india”, no? —la mirada de Ana se endureció.

—Ese no es tu problema.

—Ah, noticias frescas —dijo Carlos sonriendo por su propio sarcasmo—. Sólo para que lo sepas, cuando dije eso, luego tardé una hora disculpándome —él dio otros pasos, alejándose más—. Le pedí perdón al mismísimo Dios. Aunque, sabes, no pienso que ser una india sea malo. Eres una india preciosa, después de todo.

Cuando se fue, Ana permaneció sentada en el mismo lugar por otros minutos. De alguna manera, él había conseguido borrar todo el rencor que ella había guardado durante años acerca de ese hecho en particular. Una india preciosa. No pudo evitarlo y sonrió. Le gustaba ser una india preciosa.

A la salida de Texticol, estaba Isabella. Parecía estarla esperando. Ana se detuvo cuando identificó el automóvil, pero como ella ya la había visto, no pudo esconderse.

—Vine para que comamos juntas —sonrió Isabella, y Ana la miró tratando de comprender por qué esta mujer estaba tan interesada en su amistad. Es que no trabajaba, ni estudiaba, ni tenía nada más que hacer?

Se acercó poco a poco a ella, mirando en derredor, casi deseando que alguien la llamara y la librara de tener que comer con ella, pero nadie vino en su auxilio. Ni siquiera Carlos. La verdad, es que desde el día de Navidad, no habían vuelto a hablar... un respiro.

—Hola, Isabella.

—Vaya, sí que estás feliz de verme. Pero no importa, ya se te subirá el humor cuando veas a donde te voy a llevar—. Ana hizo una mueca, pero igual subió al auto y salió con ella—. Cómo te va en el trabajo? —preguntó Isabella.

—Muy bien. Ya pasé el período de prueba, mi contrato es permanente.

—Oh, vaya! —en la actitud de Isabella hubo algo que le llamó la atención, y Ana la miró entrecerrando sus ojos.

—No parece que te alegraras.

—Claro que sí. Me alegro. Sólo que me pregunto qué tan bueno será trabajar para alguien como Carlos. Siempre ha sido un poco cuadriculado —Ana Sonrió. Cuadriculado. Eso describía muy bien a Carlos.

—Sí, lo es—. Isabella no se perdió la sonrisa, y se quedó en silencio hasta que llegaron al restaurante. Cuando ordenaron, Isabella volvió a mirarla, se mordió los labios, arruinando un poco el labial que se había aplicado y dijo:

—Estoy en un dilema. Quisiera preguntarte si averiguaste algo, y si lo hiciste... —Ana alzó ambas cejas, y trató de mantener la postura recta en su silla, pero no pudo evitar poner ambos codos en la mesa y mirarla fijamente.

—Sí, averigüé.

—Y?

—Encontré algunos documentos, y los leí, no entendí a fondo lo que sucedía, y tuve que preguntar.

—Qué hiciste? Eso era confidencial!

—Lo sé, pero la persona a la que le pregunté es de confianza.

—A quién le preguntaste?

—A una amiga. Me explicó por qué la empresa tiene la prenda sobre las tiendas de Jakob. Según lo que me explicó, creo que te conviene que Carlos siga al mando de tus tiendas, si te las devolviera a ti, a tu abuelo, o a tu padre, los bancos los despedazarían.

—No me interesa que me las devuelva, soy consciente de eso.

—Entonces por qué dijiste esa vez que Carlos es un ladrón?

—Vaya, lo estás defendiendo?

—Claro que no.

—Te conté esto a ti porque pensé que tú me entenderías, que lo odiabas al igual que yo.

—No lo odio —y al decirlo, Ana se sorprendió de sí misma. Claro que lo odiaba, a muerte! Llevaba años odiándolo! Pero tuvo que detenerse y analizar.

No, no lo odiaba, al menos, ya no. Por qué? ¿Porque había descubierto que a pesar de ser un hombre que calculaba el valor de su hora de trabajo y la comparaba con la de un empleado, sacaba tiempo un sábado por la tarde para ayudar a un niño en sus clases de matemáticas? ¿O porque era tan bien considerado entre otros hombres de negocios que le confiaban sus empresas para ser salvadas de los bancos? ¿O porque había visto que era capaz de un sentimiento tan fuerte y profundo como el amor? Cualquiera que fuera capaz de amar a otra persona que no era ni parecida a sí misma, ni en estrato ni en educación, y que tal vez en el futuro fuera rechazado o marginado por sus iguales por ello, era digno de admiración. Y algo que ya no dudaba, era que Carlos estaba enamorado de ella. Tal vez estaba siendo demasiado creída al pensar que Carlos lucharía por ella hasta ese punto, tal vez sólo estaba poniendo demasiada fe en un sentimiento del que apenas era consciente, pero en el fondo de su ser, había seguridad. Era amada por él.

Cerró por un momento sus ojos, sintiéndose al fin liberada. Odiar a una persona desgastaba, así que en su lista ya podía borrar a uno. En cambio, Carlos se estaba volviendo alguien digno de su admiración, no por amarla, sino por todos esos comportamientos que había ido descubriendo y que cambiaban por completo el concepto que tenía de él. Carlos no era prepotente, no, era sencillo; Carlos no se imponía, él pedía; Carlos, a pesar de haberse educado en una mansión, rodeado de lujos, sentía respeto por el trabajo, el esfuerzo, y le daba el valor que merecía.

—No —repitió—, no lo odio. En un tiempo lo odié, pero era porque desconocía muchas cosas de él. En cierta forma, tengo que agradecerte a ti el haberme quitado este peso de encima.

—Qué?

—Deberías hacer lo mismo —sonrió Ana, aunque sin mucha convicción—. Confía un poco en él. A su tiempo, te devolverá las tiendas Jakob.

—Las malditas tiendas no me importan!!! —gritó Isabella, y alrededor todos se giraron a mirarlas, Ana pestañeó, un poco sorprendida. Se suponía que aquí la ignorante y pueblerina era ella, pero era la señorita la que estaba haciendo un espectáculo—. Lo odio a él, quiero... quiero...

—Por qué? A mí me parece que lo que pasa es que sí, lo odias, pero al mismo tiempo, lo quieres para ti. Es eso?

—Claro que no!

—Porque si es eso, vamos! Ve y lucha por él, está soltero, tienes opción!

—No mientras siga enamorado de ti!! —le volvió a gritar. Ana la miró fijamente.

—Cómo lo sabes?

—Por qué crees que lo odio? —de los ojos de Isabella salieron lágrimas. Ana le ofreció un pañuelo de papel que traía en su bolso, pero Isabella lo rechazó. Se puso en pie y salió del restaurante. Ana salió detrás, pero no alcanzó a llegar hasta ella, que simplemente subió a su automóvil y salió de allí. Cuando volvió por su bolso, el mesero se acercó para decirle que los alimentos ya estaban siendo preparados. Al parecer, era su obligación pagarlos los consumiera o no. Ana no tenía dinero para eso, y aunque lo tuviera, no era justo privar a sus hermanos de su bienestar por pagar una cuenta en un restaurante de lujo. Qué podía hacer?

Esto era culpa de Carlos, en cierta forma, no?

Tomó su teléfono, y llamó a Ángela. Cuando Ana le pidió el número privado de Carlos, ésta se sorprendió, pero no dijo nada e igualmente se lo dio.

Carlos miraba al anciano que respiraba a través de un tanque de oxígeno. Llevaba los últimos minutos en aquella habitación de hospital visitando a Luis Manuel Manjarrez, el dueño de las tiendas Jakob, pero el hombre no despertaba. Luego de unos minutos vio que sus párpados al fin se movían.

—Eh, eres tú —sonrió el hombre. Llevaba ya mucho tiempo allí; un cáncer lo aquejaba. Iba a morir pronto. Carlos le sonrió y se acercó más.

—Aún es Navidad.

—Ah, sí? Vaya, no me enteré —Carlos frunció el ceño y miró en derredor. Sólo estaba la pequeña planta que él le había enviado varias semanas atrás. No había nada que confirmara la visita de nadie más.

—No han venido a visitarlo su hijo o su nieta?

—Lo harán luego, supongo—. Carlos hizo una mueca, indignado—. No me digas que has venido a decirme... que me devuelves Jakob. O peor, que se lo devuelves al idiota de mi hijo.

—No. Nada de eso.

—Entonces?

—Es sólo... Vine a decirle que a pesar de que lo intenté, y lo volví a considerar tal como lo pidió, no puedo casarme con su nieta —el anciano cerró sus ojos otra vez, y Carlos lo vio tragar saliva y respirar pausado. Su cáncer lo había consumido totalmente, y ahora, notaba, despedía un olor muy poco grato. Pero no hizo ademán de cubrirse la nariz; este que estaba aquí, era un ser humano de alta calidad.

—Ya veo... entonces no me dejas otra opción.

—Qué.

—Cómprame Jakob—. Carlos sonrió.

—No puedo. No tengo el dinero.

—No vale gran cosa. Puedes negociar con los bancos. Ellos te darán un buen precio, y el resto, dáselo a ese hijo mío para que lo malgaste. Me duele por mi nieta, que quedará desamparada, pero si no te pudiste enamorar de ella, no puedo hacer nada más. Ya hice bastante con conseguirle un buen hombre y ponérselo en los brazos.

—Está seguro? Jakob es el trabajo de toda su vida.

—Estoy seguro. Mejor que quede en las manos de alguien que aprecio, y no que desaparezca... Voy a morir, y no me llevo nada a la tumba, pero hay cientos de personas que aún dependen de mí, y de mi decisión.

—Los empleados —comprendió Carlos. Lo entendía perfectamente. Algunos creían que ser el jefazo era gozar de todos los privilegios, pero por el contrario, era llevar la más terrible responsabilidad: cientos de familias, y su bienestar, que dependían de sus decisiones. Eso era algo que su padre, Carlos Soler sénior, no había entendido, y tampoco Antonio Manjarrez, el padre de Isabella. He aquí dos víctimas, sonrió Carlos mirando al hombre.

—Está bien. Haré los trámites para comprar Jakob.

—Te lo agradezco. Por favor, búscame tres psiquiatras.

—Señor? —se alarmó Carlos, pensando en que de repente el viejo había perdido la chaveta. Luis Manuel sonrió.

—Los necesitarás cuando mi hijo intente impugnar mi testamento y las decisiones que estoy tomando ahora. Dirá que estaba senil, enfermo y quién sabe qué más, así que necesitaremos el testimonio de alguien calificado para que diga lo contrario.

—Lo entiendo. Pero, tres?

—Es un número decente. De diferentes universidades, si te es posible.

—Está bien.

—Y dime, a quién tengo que felicitar? —Carlos otra vez lo miró confundido. El anciano cerró de nuevo sus ojos, pero igual siguió hablando con una leve sonrisa en el rostro— Debes estar enamorado ya, un corazón no puede estar vacío mucho tiempo. Quién es? —Carlos sonrió triste.

—No importa, de todos modos, no me corresponde.

—Ah, no pierdas la fe. Los milagros existen.

—No para mí. Todo me ha tocado conseguirlo por mí mismo.

—Entonces lucha—. Carlos quiso decir algo más, pero entonces notó que el anciano se había quedado dormido. Salió de la habitación sonriendo triste. Esperaba que esta no fuera la última vez que lo viera con vida.

Su teléfono sonó en el momento. Era un número desconocido, pero igual tomó la llamada.

—Diga?

—Carlos? —saludó la voz de Ana al otro lado de la línea, y Carlos se detuvo como paralizado por un rayo. Miró su teléfono sin hacer ni decir nada por varios segundos, pasados los cuales se lo volvió a pegar al oído.

—Ana?

—Sí, soy yo. Te invito a almorzar. Si ya lo hiciste, lo siento, almorzarás dos veces. Aceptas?

Los milagros existen, dijo una voz retumbando en su cabeza, o tal vez lo que retumbaba era su corazón dentro de su pecho por su afán de salir a través de su garganta.