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EL ruido de la sirena despertó a Ana, y lo primero que exclamó fue el nombre de su hermano pequeño. Los paramédicos no decían nada, y ella empezó a llorar.

Todo tenía sentido ahora, la fuga de gas, la lumbre de un encendedor siendo arrojado a la casa: alguien había intentado matarla a ella y a sus hermanos.

Dónde estaban Silvia y Paula?

Empezó a gritar llamando uno a uno a sus hermanos, pero los paramédicos no decían nada.

—Mis hermanos! —gritaba—. Dónde están mis hermanos! Silvia! Paula! Sebas!

—Señorita, tranquilícese.

—No puedo! —gritó de nuevo—. Si no veo a mis hermanos, no puedo!

Sintió un ardor en el rostro y los brazos, y descubrió que había sufrido una quemadura, además, tenía un collarín puesto que le impedía mover su cabeza, que empezó a latir fuertemente. Ah, ahora todo el cuerpo le dolía. Si se había quemado ella, qué había pasado con su hermanito?

—Sebastián! —lloraba. La imagen se repetía una y otra vez en su mente. Ella tomó el brazo del niño y tiró de él hacia ella justo en el momento en que las llamas salían de la casa en todas direcciones, y hacia ella y su hermano. Había caído hacia atrás, y ella había visto la ropa de su hermano incendiada, pero tal vez se había golpeado fuertemente y había perdido la consciencia. Olía a chamusquina, su ropa olía a quemado, su cabello olía a quemado. El fuego los había alcanzado, y su hermanito cómo estaría?

El camino hasta el hospital se le hizo eterno, y cuando llegaron, no dejó de llamar y preguntar por sus hermanos. Al final, tuvieron que sedarla.

—Dios mío, Dios mío! —exclamó Ángela, llorando en el hombro de Juan José. Fabián estaba sentado en uno de los sofás de la sala de espera, y tenía apoyadas en un brazo y otro a Silvia y a Paula, que lloraban. Eloísa caminaba de un lado a otro incapaz de estarse quieta.

Juan José ya había hecho las llamadas necesarias, los bomberos habían dado la casa por echada a perder, no había quedado nada por salvar, y ya se había confirmado que había sido un atentado. Claramente, y según el testimonio de las niñas que ya habían declarado, aquello había sido un acto contra los cuatro hermanos Velásquez. La fuga había sido intencionada; habían intentado que pareciera un accidente, pero no habían contado con que Sebastián se despertaría a la madrugada por un vaso de agua, y luego, al estar afuera, todos verían el encendedor siendo arrojado al interior de la casa para que ésta explotara.

Fabián miró a Juan José abrazar a su esposa preguntándose quién podría querer hacerle daño a un grupo de hermanos tan indefensos como lo eran estos que estaban aquí. Juan José le devolvió la mirada haciendo un pequeño movimiento con su cabeza. Esto no se quedaría así, moverían cielo y tierra hasta encontrar al culpable.

Ana abrió sus ojos poco a poco, y lo primero que vio fueron unos ojos azul aguamarina muy preocupados. Intentó moverse, pero él se lo impidió.

—Sebastián? —preguntó—. Paula? Silvia?

—Tus hermanas están bien. Están afuera, Fabián cuida de ellas.

—Y Sebastián? —volvió a preguntar. Cuando Carlos no dijo nada, las lágrimas empezaron a correr de nuevo—. Carlos, ¿mi hermanito? Dime que está bien!

—Ana...

—Dime lo que sea, pero dímelo ya!! —gritó. Carlos respiró profundo.

—Él está bien, dentro de lo que cabe.

—Qué? Cómo así?

—Le salvaste la vida, Ana, pero sufrió quemaduras importantes —Ana no se precipitó a sacar conclusiones, se sentó lentamente en su camilla y sólo lo miró suplicando que por favor completara la información—. Tiene quemaduras en su espalda, algunas en segundo grado. Protegiste su cabeza con tus brazos, por eso te quemaste—. Ella se miró. Tenía la piel un poco tirante, y ardía horriblemente, pero no tenía bolsas de agua formándose, ni estaban desfigurados—. Él estará bien —siguió Carlos, tocando su cabello quemado—, pero será un proceso un poco lento y doloroso.

—La explosión...

—Ya estamos investigando —aseguró él, con voz un poco más dura—. Tus hermanas declararon, y dijeron que alguien arrojó una lumbre al interior de la casa, y fue cuando ésta explotó.

—Sí —confirmó ella—. Quién fue, Carlos?

—No lo sé, amor —contestó él, acercándose para abrazarla—. Pero te juro que lo voy a descubrir y haré que pague—. Ana cerró sus ojos, dejándose envolver con sus brazos fuertes y cuidadosos, pero cuando su rostro tocó el hombro de Carlos sintió que le dolía, así que se separó y se tocó suavemente.

—Te quemaste un poco —ella no dijo nada; Carlos había esperado un poco de pánico, alguna reacción—. Estás bien, no fue nada importante, pero tu piel se lastimó un poco.

—No me mientes con lo de Sebastián? —preguntó ella con voz quebrada—. Vi que el fuego nos alcanzó.

—No, cielo, si les hubiese alcanzado, no habrían sobrevivido para contarlo. Afortunadamente, el gas natural es un combustible que se consume rápido. Te alcanzó la onda de calor, pero no el fuego. Eso te dejó a ti y a Sebastián inconscientes.

—Lo soñé —susurró ella.

—Qué?

—La explosión. Soñé con ella justo antes de que sucediera.

—Ay, amor.

—Vi a Sebastián caminar hacia una bola de fuego. Cuando desperté, estaba a mi lado, con sus ojos claros diciéndome que olía mal. Él había sentido el olor.

—Tal vez eso les salvó la vida, tuvieron tiempo de escapar. Tu hermano estará bien, tal vez le queden cicatrices en la espalda, pero estará bien.

—Gracias a Dios —oró Ana—. Gracias a Dios—. Y sin poder evitarlo, otra vez se echó a llorar, aunque esta vez, de puro alivio.

Silvia y Paula entraron a ver a Ana minutos después, lloraron abrazadas, y Carlos vio una transformación en Ana; había pasado de ser la que necesitaba atención y consuelo, a ser la que atendía y consolaba.

—Sebastián estará bien —les aseguraba—. Él es fuerte, y sano, y se recuperará pronto.

—Cuándo podremos verlo? —preguntó Paula, secándose las mejillas. Ana miró a Carlos.

—En cuanto el médico nos autorice —contestó él—. No se preocupen, será pronto.

—Te arde? —le preguntó Silvia a Ana.

—Un poco.

—Quién pudo ser, Ana? Es como si hubiesen querido incendiar la casa con todos nosotros dentro.

—No se preocupen por eso —pidió Carlos, acercándose—. Nosotros nos encargaremos de descubrirlo.

—Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó Paula—. No tenemos casa, ni ropa, ni nada... todo se quedó dentro... mira, estamos en pijama...

—Se irán conmigo a mi casa —aseguró Carlos nuevamente, y miró a Ana, como pidiendo su aprobación.

Ana pensó rápidamente. Judith no estaría muy feliz, pero en casa de Ángela no había espacio, y en la de Fabián menos, ya que vivía en un apartamento de soltero. Eloísa sólo tenía una habitación más, y Mateo, que era el único que vivía en una mansión como la de Carlos, estaba de viaje. Además, para incomodar a Mateo y su padre, mejor se iban con Carlos, que se estaba ofreciendo. Ana asintió, aceptando.

En el momento, el doctor Landazábal, el médico de la familia Soler, entró, y sin importar que la habitación estuviera un poco abarrotada de gente, examinó a Ana.

—Yo creo que tú ya te puedes ir.

—Podemos ver a Sebastián? —preguntó ella. El médico miró su reloj.

—No ha despertado, pero sí, pueden entrar—. Las niñas exclamaron animadas, pero el doctor levantó una mano haciéndolas callar—. Escúchenme esto primero —dijo—. Una condición para que luego puedan volver a entrar: vean lo que vean, no se echen a llorar.

—Qué? —preguntó Ana, sintiendo cómo el corazón se le iba al suelo. Tan mal iban a encontrar a su hermano?

—Es mi condición.

—Está muy mal? —preguntó Paula.

—No importa cómo esté, se recuperará. Pero si él las ve llorar y espantadas, se deprimirá. Algo más necesario aún que la medicina en pacientes quemados, es la calma. Él debe permanecer en calma. De acuerdo?

—De acuerdo —aseguraron todas, pero ya estaban llorando.

—Vamos, vamos —las regañó el doctor—. Sebastián las necesita fuertes. Si no se calman, no las dejaré entrar.

—Está bien —dijo Silvia, secándose las lágrimas. Carlos se acercó a Ana para ayudarla a bajar de la camilla, recogió sus cabellos y los acomodó en su espalda. Ella ni siquiera había pedido verse en un espejo; como siempre, se preocupaba más por sus hermanos que por sí misma. Bueno, ya habría tiempo para eso.

Ana caminó por el pasillo y vio a Ángela y a Juan José ponerse de pie al verla.

—Ana! —exclamó Ángela corriendo a abrazarla, pero cuando estuvo a solo un paso se detuvo, dudosa de si le haría daño.

—Estoy bien, sólo me lastimé un poco los brazos, y mi cara estará bien—. Por las mejillas de Ángela empezaron a correr lágrimas.

—Tuve tanto miedo! —exclamó echándose a sus brazos. Juan José sonrió por lo incongruente de la situación, en vez de Ángela consolar a Ana, era al revés.

—Amor, deja a Ana, quiere ver a su hermano.

—Sí, sí —dijo ella soltándola—. Te conseguiremos una nueva casa. Y la ropa, y los libros, y todo lo demás lo recuperaremos.

—Lo sé.

—Y mi marido y Fabián y Carlos atraparán al maldito que nos hizo esto.

—Lo sé, Ángela—. Volvió a abrazarla, pero ya estaba más calmada.

—Ve a ver a tu hermano, y me dices cómo está—. Ana asintió, y siguió caminando a paso lento hasta la habitación de Sebastián. Silvia y Paula ya estaban allí, pero se abrazaban la una a la otra llorando en silencio sin dejarse ver de él.

El niño estaba acostado boca abajo en una camilla totalmente plana. Estaba desnudo de la cintura para arriba, y sus piernas cubiertas por una sábana blanca. La piel se veía blanca y enrojecida por partes. Se veía tirante, húmeda y brillante. Pensaba que la cubrirían con gasas o algo así, pero al parecer, no lo harían.

Ana sintió que las rodillas se le doblaban, sólo verlo ya producía angustia, no quería ni imaginarse lo que estaba sufriendo su pequeño hermano. Quería hacer algo con sus manos y borrar todo ese espanto dibujado con crueldad en su espalda, o devolver el tiempo y evitar... evitar qué? Había hecho todo lo que había podido, y aun así, su hermano había salido herido.

El niño sintió sus pasos, movió la cabeza, y al instante soltó un quejido.

—Ana? —llamó, y ella corrió a él.

—Aquí estoy, mi amor.

—Me arde —susurró él.

—Lo sé —con ojos parpadeantes para ahuyentar las lágrimas, Ana extendió su mano y tocó su cabello negro, antes tan suave, y ahora áspero—, pero te mejorarás, te lo prometo.

—Lo siento —susurró el niño, y Ana vio que una lágrima rodaba por su pequeña nariz hasta caer en la sábana de la camilla en la cual estaba. Ana la limpió con delicadeza, aunque su rostro estaba intacto, sentía que si lo tocaba, le haría mucho daño.

—Por qué lo sientes, mi vida?

—No debí salir a mirar...

—No seas tonto. Por ti estamos vivos. Nos salvaste la vida—. Sebastián abrió sus ojos, que se veían más claros ahora. Ana siempre se había preguntado a quién le había heredado esos ojos casi amarillos, si nadie en su familia los tenía.

—Sentí el olor... no sabía qué hacer... por eso te llamé.

—Afortunadamente, estás acostumbrado a deambular por la casa a oscuras. Si hubieses encendido alguna luz o un aparato...

—Apenas alcancé a bajar las escaleras —explicó él—, no soporté el olor y volví a subir a llamarte.

—Hiciste bien —susurró ella, conteniendo las lágrimas—. Mi héroe—. Sebastián sonrió, pero al instante hizo una mueca de dolor. Cuánto debía estar sufriendo su hermanito! Apenas tenía once años, quién querría hacerle daño? Y a Paula, por Dios, era una quinceañera! Ellos no le habían hecho daño a nadie en toda su vida, por el contrario. Por qué alguien querría matarlos? No querían dejar de ellos ni la evidencia! Esto era insano!

Pero había alguien por allí que los odiaba a muerte y quería borrar todo rastro de su existencia. Alguien que podía volver a intentarlo.

Se acercó a Sebastián y besó su cabeza.

—Vas a estar bien, Sebas —le prometió—. Haz todo lo que los médicos te digan, intenta no moverte.

—Estoy horrible, verdad?

—No, claro que no —él abrió de nuevo sus ojos y sonrió.

—Mentirosa —Ana tuvo que capitular.

—Te quedará una cicatriz en la espalda, pero no será gran cosa—. El niño volvió a sonreír.

—También huelo horrible. Huelo a Silvia cuando cocina.

—Qué? —exclamó ésta desde el rincón en el que había estado, con voz nasal por el llanto.

Sebastián sonrió de nuevo y volvió a cerrar los ojos. Pero era verdad, la piel quemada de su espalda olía, y era lo que más enardecía el alma de Ana. Quería matar a alguien, al que le había hecho esto a su bebé, a su hermanito menor.

—Ahora tengo que irme, Sebas —le dijo.

—No, no me dejes solo.

—No te quedarás solo. Aquí están Ángela y Juan José, y Fabián. Te prometo que volveré enseguida, ni notarás que me fui. Espérame aquí tranquilo—. Casi a regañadientes, Sebastián asintió, pero lo vio agitarse. El dolor que estaba sufriendo debía ser terrible. Ella nunca había visto a Sebastián llorar, no después de que cumplió los tres años.

Salió de la habitación sin poder resistirlo más, y en cuanto estuvo afuera abrazó a Carlos y lloró y lloró. Éste la abrazó y la retuvo allí todo el tiempo que ella necesitó. En la habitación, Sebastián volvió a sonreír.

—Mi hermana es tonta —dijo en voz baja—. Cree que no sé que está llorando.

Judith vio el auto llegar desde la ventana de su habitación. Se acababa de despertar, y apenas estaba descorriendo las cortinas. Era Carlos, y del auto bajaron Ana y dos de sus hermanos. Silvia y Paula, recordó que se llamaban. Pero, por qué estaban todas en pijama? Se puso una bata levantadora y bajó al vestíbulo, donde las encontró mirando todo en derredor, juntas como pollitos abandonados, y oliendo a... huevo podrido?

—Qué pasó? Qué significa esto?

—Madre, Ana y sus hermanas se quedarán aquí un tiempo.

—Qué sucedió? Por qué están así? —Ana vio a Judith caminar hacia las niñas y tocarles el rostro limpiando suciedad de sus mejillas.

—La casa de Ana se incendió —contestó Carlos, conciso—. No tienen donde quedarse, así que se quedarán aquí.

—Oh, por Dios! No puede ser! —exclamó Judith, mirándolas con ojos grandes de espanto—. Pero están bien, verdad? Les pasó algo?

—Ana tiene quemaduras—. Dijo Silvia, y Judith se giró a ella de inmediato.

—No es nada.

—Y el niño? Sebastián? —cuando vio que los ojos de Ana se ensombrecían se llevó ambas manos a la boca—. Oh, Dios, qué le pasó?

—Estará bien —dijo Carlos—. Está en el hospital; tiene quemaduras un poco más graves, pero se recuperará.

—Gracias a Dios!

—Se quedarán aquí, madre. Podrías ayudarme a instalarlas?

—Claro que sí, claro que sí. Vengan —tomó a Silvia y a Paula y las guió escaleras arriba. Carlos miró a Ana, y no pudo evitar sonreír.

—A veces adoro las rarezas de madre.

—Esa rara me cae bien ahora —sonrió ella—. Deberías enseñarme dónde me quedaré yo.

Él asintió tomándola de la mano. Caminó así con ella hasta llegar a una de las habitaciones. Abrió la puerta y la hizo pasar. Ana se giró a mirarlo al instante.

—Es tu habitación —él se alzó de hombros.

—Dará lo mismo, Ana. Si escoges la cocina, me iré a dormir allá contigo—. Ana se echó a reír.

—Estoy por pensar que eres un aprovechado.

—Y yo estoy feliz de que al fin sonrías —ella se fue quedando seria poco a poco—. No, no lo dije para que dejaras de sonreír.

—Quién pudo ser, Carlos? —él hizo una mueca.

—Ya lo descubriré. Te juro que lo pagará diez veces más caro. Nadie toca lo que amo y se queda tan campante—. Ana se abrazó a él suspirando. Cerró sus ojos sintiéndose, en medio de toda aquella tempestad, en calma. Carlos le daba calma. Estaban sin casa, sin qué ponerse, su hermano tenía quemaduras y estaba en el hospital; pero de alguna manera, ella estaba tranquila. Todo esto pasaría, no estaba sola, había gente a su alrededor que la amaba y buscarían hasta debajo de las piedras con tal de encontrar al culpable. En el pasado no se había sentido así, todo lo contrario, y por eso, aun en medio de esta tragedia, estaba agradecida.

—Está bien —susurró—, me quedaré aquí contigo.

—Bien. Te traeré algo de ropa a ti y tus hermanas. Necesito sus tallas—. Ana asintió, y Carlos le dio su teléfono para que ella creara una nota con toda la información. Ana aprovechó y encargó también para Sebastián, que estaba tan desnudo como ellas.

Aun sin ducharse siquiera, él volvió a salir, y Ana se quedó sola en la habitación reconociéndola, era la habitación de su sueño. Sonrió.

Sus sueños se realizaban. Siempre se realizaban. Aunque fueran horribles como el de anoche, o hermosos como los de esta habitación.

—No me puedo duchar —dijo Silvia entrando, detrás apareció Paula, con el mismo rostro consternado—. Ni siquiera tengo ropa interior.

—Carlos ya fue por ella.

—Dios! Apenas anoche estábamos todos felices y riendo en la fiesta, cómo pudo pasarnos algo así? —sintiéndolas como pajarillos desamparados, Ana caminó a ellas y las abrazó. Cómo, se preguntó por enésima vez a lo largo de su vida, cómo había podido su madre abandonarlos? Cómo había preferido perderlos? En momentos como estos, el consuelo de una madre habría sido el mejor bálsamo. Sus hermanos habían tenido que conformarse con ella.

—Estaremos bien —aseguró—. Esto también pasará—. Silvia y Paula la abrazaron fuertemente, y aunque esta vez no lloraron, el abrazo fue largo y sentido.

Judith entró a la habitación y las encontró allí, como un ovillo de lana bien apretado, donde nada entraba y nada salía. Eran hermanas, y se amaban entre sí. Y esto era fruto de la crianza de Ana, pues había sido ella quien las levantara.

Sintiendo un peso en el corazón, salió nuevamente respetando su privacidad.

-Entonces, sospechas de alguien? —le preguntó Juan José a Carlos, cruzándose de brazos.

—Sí, pero no puedo denunciarla hasta tener pruebas.

—“Denunciarla”? es una mujer? —Carlos hizo una mueca mirando a su hermano. Fabián lo miraba atento esperando también una respuesta. Estaban en la cafetería del hospital, el mismo en el que habían atendido a Juan José cuando tuvo el accidente en Trinidad. Ana y Ángela estaban en la habitación de Sebastián haciéndole compañía.

Había sido un día largo, había ido a comprar ropa para Ana y sus hermanas, y había tenido que esperar a que abrieran las tiendas. Luego las había esperado a que se ducharan y vistieran para llevarlas al hospital a ver a Sebastián. Habían tenido que esperar, pues le estaban haciendo curaciones, y Ana había tenido que escuchar el llanto de su hermano desde afuera. Había sido terrible. Él había reclamado, por qué no lo sedaban? Pero sedar tan a menudo a un niño de su edad no era recomendable, y los calmantes para el dolor no lo mitigaban lo suficiente. En cuanto las curaciones habían terminado, Ana había entrado como un suspiro aunque sólo fuera para limpiar sus lágrimas y sostener su manito. No podía hacer más.

La policía había venido y había vuelto a hacer preguntas. Habían encontrado las válvulas de gas abiertas a tope, y los bomberos habían tenido bastante dificultad a la hora de cerrarla y salvar así al vecindario, pues el fuego había amenazado con propagarse, a pesar de que había jardines entre casa y casa.

—Sí, es una mujer —susurró Carlos, contestando a la pregunta de su hermano—. La madre de los cuatro.

Eso dejó mudos a Fabián y a Juan José, que lo miraron espantados por largos segundos. Fabián fue el primero en reaccionar.

—No es posible. Esa mujer desapareció de sus vidas hace muchísimo tiempo. Ni siquiera sabrá cómo encontrarlos, pues los dejó en Trinidad...

—Está aquí, en Bogotá. Y todos la conocemos.

—Quién es —preguntó Juan José con voz dura. Carlos sonrió irónico.

—Lucrecia, la madre de Isabella Manjarrez—. Fabián elevó una ceja.

—Las conozco—. En un instante, Carlos vio a su hermano y a Fabián atar cabos. Todos sabían de Lucrecia que antes había sido la sirvienta, y que ahora era la esposa del señor, pero que nunca había logrado borrarse el estigma que llevaba. También encontraron obvios parecidos entre Lucrecia, Ana, Silvia, Paula y Sebastián. El color de la piel, la forma de los ojos... excepto por Sebastián, que si bien tenía rasgos de ella, era diferente a sus hermanas.

—Esto es increíble —rió Fabián.

—Por qué querría ella hacerle daño a sus propios hijos? —preguntó Juan José, que al ser padre, no concebía la idea.

—Piénsalo, Juanjo. Esa mujer tiene ahora una posición. La aparición de los cuatro revelará muchas cosas de sí misma.

—Y no sólo eso —agregó Carlos—. Ella querrá que Isabella se case conmigo para recuperar Jakob—. Fabián frunció el ceño, pues no estaba al corriente de los eventos de las empresas de Carlos, pero Juan José sí.

—Pero no le es mejor para sus ambiciones que su verdadera hija se case contigo?

—Debe conocer a Ana, y su carácter. Sabe que nunca la perdonará. No le conviene que sea Ana.

—Qué mujer más maldita. Tenemos que denunciarla.

—No tengo pruebas, Juan José.

—Y si revelamos que ella es la madre? Así por lo menos los ponemos sobre aviso.

—Eso tendré que consultarlo con Ana. Tal vez ella no quiera que la vinculen con esa mujer.

—Y tendrá toda la razón —masculló Fabián—. Para tener una madre así, mejor ser huérfano—. Juan José puso una mano sobre el hombro de su amigo, pues él sabía de lo que hablaba cuando decía eso.

—Ahora lo importante es la recuperación de Sebastián.

—Te juro que quedé con ganas de matar a alguien cuando lo vi— susurró Juan José—. Dios, de imaginarme a mi hijo en esa situación, yo...

—Se recuperará —dijo Fabián—. Es un niño fuerte y valiente.

—Pero es sólo un niño. Sólo un niño!

Los tres guardaron silencio por largo rato, incapaces de agregar nada más. Carlos apretaba los dientes mirando la actividad en derredor. Ahora tenía que hablar con Ana y contarle que él sabía quién era su madre, y que la tenía localizada desde hacía ya un tiempo, pero que no le había dicho nada y que tal vez eso había provocado toda esta situación. Ella se enojaría, estaba seguro, pero esperaba poder explicarle las razones que tuvo para guardarlo en secreto.

Pero entonces pensaba en Sebastián y no encontraba razones que pudieran justificar su silencio.