...14...
-ESTO está delicioso —alabó Carlos mirando a Silvia. Ella le sonrió supremamente encantada.
—Exageras —dijo, con modestia—. Estarás acostumbrado a los mejores restaurantes del mundo.
—Tal vez, pero eso no quita que aprecie un buen plato de comida casera.
—Oh, eso sí —siguió Silvia—. Y “amor” es el ingrediente secreto. Me lo enseñó Ana—. Carlos sonrió mirando a su anfitriona, pero esta estaba muy seria ahora. Lo estaba desde que se había sentado a la mesa.
—Cocinar es genial cuando puedes elegir qué preparar —comentó Paula, como si tal cosa, pero sin saber que eso revelaba mucho de sí misma, y de su situación anterior.
—Claro. Ir al supermercado, y saber que puedes comprar muchas cosas... Ana aprendió a hacer muchos platos. Cuando vivíamos con Ángela, ella compró un libro de recetas. Además que Ángela sí estaba acostumbrada a esas comidas raras.
—Pero Ángela no cocina como Ana —comentó Paula—. Aprendió ya grande.
—Pues a Juan José parece no importarle —apuntó Carlos.
—Juan José comería lo mismo todos los días sólo porque es Ángela la que lo prepara —eso los hizo reír. Ana seguía seria.
—Pues sabe más de lo que necesita. Madre no sabe encender una estufa, pero reconoce a una buena cocinera a una legua de distancia.
—Es verdad —dijo Paula—. La señora Judith sí que es una dama de alta sociedad. A veces parece que no quisiera a Ángela porque viene de un pueblo, pero entonces le mira la panza y se derrite.
—Y ni qué decir con Carolina. La sobreprotege!
—Es que madre siempre quiso una niña —explicó Carlos—. Cuando estaba esperando a Juan José pensaba que sería mujer, pero nació varón.
—Oh, pobre.
—Quién, madre?
—No, Juan José —se echaron a reír. Carlos se sorprendió de sí mismo por estar hablando tan normalmente de su familia con un grupo de adolescentes. Nunca había estado rodeado de esa manera, excepto en las reuniones familiares, y ellos siempre guardaban las distancias, tal vez por influencia de Ana.
La cena acabó, y Carlos vio cómo todos levantaban su plato y lo llevaban a la cocina. Nadie vino a retirar la mesa, y fue cuando cayó en cuenta de que Ana no tenía servicio de ayuda en la casa. Ella retiró su plato, y él la miró un poco incómodo, preguntándose si no era descortés dejar que ella hiciera eso.
—Gracias por todo —le dijo—. Parece que estoy en deuda contigo y tus hermanos—. Ella sonrió, al fin.
—Mis hermanos no son exigentes. Llévalos a McDonald’s y te amarán.
—Tal vez yo quiera llevarlos a otro sitio mejor—. Ana lo miró fijamente. Tomó aire, y aprovechando que estaban solos, dijo algo que le venía preocupando desde hacía rato.
—Si tu cariño por ellos es sincero, no me preocupará nada. No quiero que luego se pregunten qué hicieron mal para alejarte, si te vas. Eres como de la familia, gracias a que eres hermano de Juan José, y luego las cosas podrían tornarse incómodas si...
—Por qué asumes tan pronto que me iré corriendo? —Ana lo miró fijamente a los ojos, sin responder. Carlos se puso en pie y la miró desde su altura—. Dame una oportunidad —le pidió.
—Créeme, eso estoy haciendo.
—Dámela de corazón. No asumas la derrota antes de haberlo intentado—. Ella sonrió, pero no había alegría en su mirada.
—Sólo soy realista. Ser realista me salvó la vida en el pasado, tal vez me la salve otra vez ahora—. Carlos frunció el ceño mirándola fijamente, y preguntándose qué clase de vida podía haber llevado alguien tan joven como para decir algo así.
Ana se alejó con los platos en las manos, y por un momento, se encontró solo en el comedor. En cierta forma, ella tenía razón. No sabía nada de ella, pero intuía que no pasaría mucho tiempo antes de enterarse.
Luego de la cena, los niños habían estado con ellos un buen rato en la sala, pero uno a uno, habían ido saliendo hasta quedar solos. Su intención había sido tan obvia que Ana casi sintió ganas de tirarles de las orejas. Presintiendo que no era muy oportuno hacer otro avance, Carlos se puso en pie con ademán de irse.
—Te vas? —preguntó ella.
—Bueno... No quiero abusar de tu hospitalidad.
—Y yo que creía que sólo querías este rato a solas conmigo —él cerró sus ojos.
—Ana, sabes que sí, pero...
—Tengo vino —interrumpió ella—. Tal vez no sea muy fino, pero es pasable —él sonrió, resignado, o tal vez encantado. Ella tomó el descorchador, dispuesta a demostrar lo mucho que había aprendido, pero entonces Carlos se lo quitó de las manos y lo hizo por ella. Había olvidado que había tareas que un caballero no debía dejar que una dama hiciese en su presencia. Sonrió.
Carlos sirvió las copas de vino, y le echó una mirada a la etiqueta de la botella.
—Es de los buenos.
—Ah, bien. Está aquí desde la época en que Ángela vivía en esta casa.
—Tienes suerte, porque es de los que se pueden añejar en la botella —Ana sonrió.
—Judith debió esmerarse mucho en tu educación —él hizo una mueca.
—No tuve tiempo libre para ver pornografía —ella se echó a reír en voz tan alta, que se sorprendió de sí misma—. Es verdad —siguió él—. Equitación, tenis, campamentos de verano, cinco idiomas... a qué edad un adolescente iba a vivir?
—No tuviste noviecitas?
—No. Las niñas preferían a Juan José.
—De verdad? Pero si tú eres más guapo —él la miró sorprendido, y Ana se puso una mano en la boca. Por unos segundos ninguno de los dos dijo nada, hasta que él al fin carraspeó.
—Eso es muy relativo —dijo, sin dejar de mirarla—. Ángela te retaría a duelo por eso.
—Está bien —admitió ella, y dio el primer trago a su copa—. Pero no me creo que las chicas no se interesaran en ti.
—Bueno, yo era un espécimen muy aburrido. Para qué quiere una niña un novio en la adolescencia? Para ir a cine, salir de compras, tomarse fotografías y presumir. Yo no servía para la mayoría de esas cosas; siempre estaba ocupado. Tenía una exigencia por parte de mi padre: ser el número uno en todo. Y por parte de mi madre: convertirme en inalcanzable para cualquiera que no estuviera a mi altura.
—Te lo decían así, abiertamente? —Carlos respiró profundo.
—Digamos que si Juan José sacaba una mala nota, madre lo regañaba hasta hacerle arder las orejas; si yo sacaba una nota dos décimas por debajo de la excelencia, llamaban a tres tutores para arreglar mi problema.
—Eso es horrible... para ambos—. Carlos elevó su copa y la miró a través del cristal.
—Sí, compadéceme. Yo era un auténtico pobre niño rico —ella volvió a reír. Carlos quiso acercarla y apretarla contra su cuerpo; el vino lo había relajado un poco, y lo que quería era sentirla. Pero si hacía un movimiento ahora, lo echaría a perder. Pero ay, Dios, cómo costaba.
—Gracias por la velada —le dijo.
—De nada.
—La cena ha estado deliciosa. La compañía, insuperable...
—He descubierto que hablar contigo es fácil. Esas tontas niñas ricas se lo perdieron —él sonrió, y ella vio toda su blanca y pareja dentadura.
—Mi yo adolescente te da las gracias por esas palabras—. Ella bajó la mirada.
—A veces... no quisieras viajar al pasado, y decirle a ese niño asustado que fuiste que al final todo resultará bien? Que no desespere, que tenga fe—. Él la miró con tanta ternura, que Ana sintió algo muy fuerte agitarse en su pecho.
—Hey, Ana adolescente —dijo él dando un paso más cerca—, no te desanimes; todo va a salir bien. Aunque, ten cuidado con un tipo guapo y rico que te va a acosar por un buen tiempo —ella volvió a reír.
—Guapo y rico?
—Tú dijiste que soy más guapo que Juan José.
—Nunca debí decir eso —ahora estaban mucho más cerca. Él guardó silencio por unos instantes, instantes en que no dejó de mirarla.
—Te dije que las cosas irían a tu ritmo —susurró él—, pero en momentos como estos me queda tan difícil no aprovecharme de la cercanía y... —no terminó la frase porque Ana lo besó, dejó la copa a un lado y rodeó su amplio pecho con sus brazos. Dejó que él introdujera su lengua en su boca y la enlazó con la suya propia. Carlos gimió, y ella se sintió tan poderosa y tan femenina que los ojos se le humedecieron. Metió ambas manos debajo de su saco y las paseó por sus costados, sintiendo su calor, los latidos de su corazón, el aroma ahora encendido de su cuerpo.
—Ana, Ana... —susurró él con los ojos cerrados entre beso y beso. Él apenas la tocaba, tenía ambas manos en su espalda y la apretaba contra sí—. Te quiero tanto, mujer... —ella sonrió.
—Por qué? —él la miró interrogante—. Por qué me quieres? Yo no he sido nada linda contigo. Todo lo contrario.
—No se necesitan razones para amar. Pero ya que las pides, Dios, Ana... fue verte y enamorarme. Eras algo que estaba buscando para mí, un rayo de luz, una brisa refrescante... —Ahora, sus manos se habían vuelto un poco más atrevidas; estaban posadas en su cintura, y poco a poco ganaban terreno hacia abajo—, algo que sacudía mi mundo y me hacía consciente al fin de que estoy vivo... —ella apoyó su cabeza en su pecho, escuchando todo lo que él tenía para decirle. Cerró sus ojos y respiró profundo.
Carlos le gustaba. Había descubierto que hablar con él era fácil; reír, discutir, sumamente agradable. Y estar entre sus brazos se sentía correcto y natural, beber una copa de vino y besarse, desear que sus manos tomaran confianza y bajaran mucho más... se había vuelto todo tan sencillo y agradable, que se sorprendía de no estar asustada.
Había pasos que él no daba por estarla esperando a ella, y eso le daba confianza. Él, en cierta manera, respetaba la promesa de permitir que fuera ella quien dictara el ritmo de su relación.
Tenían una relación, se dio cuenta. Sonrió.
Se separó un poco de él y lo miró a los ojos.
—Qué diría tu madre si nos viera así?
—Espero, para ese momento, tener a Landazábal cerca, por si algo.
—Landazábal?
—El médico de la familia.
—Ah... tanto crees que le afecte?
—Oh, hará un berrinche de pagar y ver. Pero... quieres que se lo diga? —ella se detuvo a pensar. Él casi le estaba preguntando si lo que tenían valía tanto como para decirlo ante otro en voz alta, sobre todo, ante Judith. Decírselo a ella lo hacía oficial, no? Y con eso venía otra pregunta: tenían una relación, o no la tenían? Él la miraba esperando, como dispuesto a asumir lo que ella tuviera que decir respecto a eso, pero en el fondo, con la esperanza de que ella se decantara por el sí.
Ana suspiró. Estaba cansada de luchar contra esto, este sentimiento, esta sensación de cobijo y bienestar que le daba el estar abrazada a Carlos, se sentía mil veces mejor que los pocos besos que se había dado con Fabián, un hombre al que quería mucho y que había sido un gran amigo. Con Carlos las cosas iban mucho más allá. Sabía que podía confiar en él, contarle sus cosas... sabía que desnudarse ante él sería maravilloso, no incómodo, y aunque temía un poco el momento en que tuviera que develarle sus secretos, sabía que él la escucharía, y la comprendería. No la juzgaría.
Quería esto, se dio cuenta, quería no sólo ser cuidada por él, sino también cuidar de él, así que hizo lo que su corazón venía gritando desde hacía unas horas: dar el salto de fe.
Se empinó sobre sus pies, elevó sus manos hasta su cuello, lo atrajo y besó de nuevo sus labios en respuesta a su silenciosa pregunta. Sí, tenían una relación. Sí, que los demás lo supieran. Ya era hora de asumirlo, ante sí misma y los demás.
Ay, Dios. La que les esperaba.
Carlos dejó la casa de Ana y entró a su automóvil como sonámbulo. Había besado a Ana, varias veces, y, si no estaba mal, ahora podía llamarla, salir con ella, y volver a besarla de vez en cuando.
Esto iba mucho más allá de lo que había soñado, así que estaba un poco incrédulo aún.
Su teléfono sonó. Era un mensaje de Ana. “Tienes que encender el auto para poder irte”, decía. Miró por la ventanilla, y la encontró asomada a una de las ventanas, viéndolo mientras se marchaba. Él sonrió y tecleó en su teléfono: “Tus besos tienen un efecto atontador sobre mí”.
“Esa palabra no existe”, respondió ella, y Carlos, con una sonrisa de oreja a oreja, encendió el motor del auto y salió al fin del jardín de la casa de Ana. Estaba feliz.
-Ahora sí, cuéntamelo todo —dijo Silvia en cuanto Ana hubo entrado a su habitación. Un poco sorprendida, pues venía con la cabeza en las nubes, Ana puso una mano en su pecho y ahogó a tiempo una exclamación. Al parecer, su hermana la había estado esperando todo ese rato para cotillear.
—Silvia! No hagas eso!
—Sí, sí, sí —rezongó Silvia—. Dime, tenemos novio?
—“Tenemos”? —preguntó Ana haciendo énfasis y alzando una ceja.
—Tenemos? —repitió Silvia, insistente. Ana hizo una mueca, pero no pudo disimular la sonrisa.
—Digamos que... puede que sí—. Silvia miró al techo exasperada.
—Espero, por lo menos, que le hayas dado un beso al pobre.
—Silvia!
—Le diste un beso, aunque sea?
—Es mi vida privada, no? No te metas!
—Está bien, somos novios, le dimos un beso... pasó algo más?
—Silvia!
—Vas a desgastar mi nombre y no has contestado ninguna de mis preguntas! —protestó la adolescente, y vio a Ana sacudir su cabeza mientras buscaba entre su ropa su pijama.
Ana sabía que en algún momento debía decirlo, ponerlo en voz alta, pero aquello era tan nuevo para ella, tan reciente, que apenas estaba interiorizando la información. Sentía que contarlo era casi profanarlo. Pero su hermana no le quitaba el ojo de encima, y esperaba ansiosa.
—Digamos que he aceptado que me quiere.
—Hurra!!
—Cállate, vas a despertar a tus hermanos!
—Y qué más? Cuenta, cuenta!
—Bueno, que él... ha empezado a gustarme. No sé a dónde nos llevará esto, pero...
—Nos vamos a casar!!! —exclamó Silvia tirándose de espaldas a la cama y con los brazos extendidos. Ana abrió bien sus ojos. Ella casada con Carlos?
—Tú tienes demasiada imaginación. Ni siquiera sabemos si esto funcionará. Y ahora te pediré por favor que no se lo cuentes a nadie.
—Por qué no?
—Porque es asunto mío y de Carlos.
—“Mío y de Carlos”, eso suena taaaan romántico!
—Te estás volviendo loca! —Silvia se echó a reír en voz alta, y de repente se puso en pie y empezó a bailar y a tararear el Danubio Azul. Ana le lanzó una almohada, pero la adolescente ni se inmutó. Salió de la habitación riendo.
Ana se sentó en su cama aún meneando la cabeza. Alrededor todos parecían intuir lo que sucedería entre Carlos y ella, menos ella misma.
Se desnudó para ponerse la pijama pensando en que al día siguiente se vería con él en el trabajo, y al ser la primera vez que se encontraba en una situación de estas, no sabía qué esperar, ni de sí misma ni de él.
Llegó temprano a las oficinas, pero no lo vio. Como no había nadie, se tomó la libertad de acercarse a su despacho y entró, tal vez le sonriera y ella podría mirar entonces esa mirada luminosa que tenía temprano por la mañana.
Estaba vacía.
Un poco desinflada, se encaminó al cuarto de archivo, pensando en que tal vez hoy él iba a llegar a la hora en que se suponía todos debían llegar, a las ocho, y apenas eran las siete y media. Cuando abrió la puerta, lo encontró dentro del cuarto de archivo mirando en derredor, aún llevaba puesto su abrigo y llevaba en su mano el maletín. Al verla, su actitud cambió. Primero, parecía estudiar seriamente el lugar, y luego, nervioso.
—Buenos días —saludó ella sonriendo. Vio que él escondía la otra mano en su espalda.
—Buenos días —le contestó. Ella se acercó mirándolo analítica.
—Qué haces aquí?
—Ah... Quería... —Ana se acercó aún más. Rápidamente miró tras su espalda, y lo que vio la conmovió sobremanera. Carlos escondía una rosa.
—Es para mí? —resignado, él la sacó.
—Era para ti —contestó él—. De todos modos, creo que fue una mala idea; no tienes un escritorio donde ponerla, y mucho menos un florero...
—Pero es mía, dámela —él alargó su mano, y Ana casi la arrebató—. Si le compras una flor a una mujer, lo que sigue es dársela —sentenció.
—Sólo vi a una vendedora que las ofrecía en un semáforo. Ni siquiera me detuve a pensar, sólo la compré.
—Entonces, le compras flores a todas las vendedoras de los semáforos? —preguntó ella sonriendo y apoyando la flor en su pecho. Él la miró, deseando estar en lugar de la rosa.
—Sólo cuando me hacen pensar en ti.
—Tal vez a los floricultores les guste eso —él sonrió, y Ana se acercó a él sintiendo que debía agradecerle debidamente el gesto.
—Es una flor barata —dijo él, disculpándose.
—Es mi flor. No hables así de ella.
—Está bien, está bien —se inclinó a ella e hizo lo que desde la noche anterior, cuando se separaran, quería hacer: besarla. Ana elevó hasta su cuello sus brazos y lo rodeó, aún con la rosa en su mano, y le devolvió el beso. Ah, besarlo se sentía tan genial, y había tomado tanta confianza en esa materia que ya no le sorprendió cuando él la tomó de la cintura y la alzó. Carlos la apoyó contra la pared, y siguió besándola. Ahora estaba a su misma altura, y tuvo que rodearlo con sus rodillas para no resbalar, Ana se apretó contra su cuerpo, y se asombró de la ansiedad que ella misma estaba mostrando. Lo besaba profundo, lo abrazaba fuerte, sentía su aroma tan característico, la suavidad de su cabello en sus dedos, la firmeza de su cuerpo contra el suyo...
Ana abrió sus ojos. Él se estaba apretando contra ella, y pudo sentirlo. A pesar de que su cuerpo estaba reaccionando de la manera correcta, pues lo deseaba, quería tocar su piel; no dejó de sentir cierta alarma. Pero claro, él era un hombre, un hombre saludable sexualmente. Luego de besos y abrazos como estos, era lo más normal... y aun así...
Poco a poco fue aflojando el beso, y él se dio cuenta. Ella apoyó de nuevo sus pies en el suelo, y él la miró con ojos casi nublados de deseo, pero cuando esa niebla se fue disipando, lo vio morderse los labios.
—Lo... lo siento.
—No, no te disculpes. Yo inicié todo —y quería continuar, se dio cuenta; quería seguir besándolo, y estaba segura de que si volvía a hacer ademán de besarlo, él volvería a sus labios feliz, pero otra vez tendría que detenerlo, y no era justo con él. Se miraron a los ojos, y fue increíble cómo sus miradas dialogaron aun sin pronunciar palabras.
Es demasiado pronto, decía el uno.
Es inevitable.
Es fuerte, me asusta.
Pero, de dejarse llevar, sería el paraíso.
Los ojos de ambos estuvieron allí, conectados, diciéndose mil cosas que en voz alta habrían roto la magia, pero la magia se rompió; Ramiro entró al cuarto de archivos, y aunque no estaban besándose, ella estaba contra la pared, atrapada por él, demasiado juntos, mirándose largamente, y con la ropa un poco fuera de lugar.
—Oh... lo siento, no pensé... —dijo el hombre, y Ana y Carlos se separaron al instante. Ramiro salió del cuarto, y Carlos se masajeó los ojos con sus dedos.
—Esto es malo —se sorprendió cuando sintió la risa de Ana. La miró entonces— No te molesta?
—Anoche decidimos que no lo esconderíamos. No me hace feliz que Ramiro nos viera, pero tampoco me molesta sobremanera—. Él dejó caer sus hombros, aliviado. La miró sonriente y orgulloso—. Alto ahí —advirtió ella.
—Qué.
—Te veo con la intención de besarme de nuevo.
—Oh, sí.
—No, ya no se puede.
—Qué mala eres —ella se echó a reír—. Te veo al medio día? —preguntó él.
—Si no tienes otro compromiso...
—No, no lo tengo. Nos vemos entonces —esta vez el beso que le dio fue más bien fugaz, y rápidamente se fue del cuarto de archivo hacia su propia oficina. Qué buena manera de empezar el día, pensó Ana sonriente. Ahora, tenía muchas ganas de trabajar, y si Ramiro la miraba diferente, pues que se fuera al diablo, hoy nada podía dañar su humor.