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ANA llegó al complejo de edificios que eran la fábrica de telas y las oficinas de Texticol. Tuvo que merodear un buen rato en el taxi ubicando la entrada principal, y luego, para poder llegar hasta donde los ejecutivos tenían sus despachos. La carrera de obstáculos no terminaba aquí, ya que, como no tenía cita programada con el jefe, ninguna de las secretarias o recepcionistas le prestaba mucha atención. Y eso que había ido bien vestida.

Luego de una hora de decir aquí y allí que el señor Soler la estaba esperando muy seguramente a pesar de que no tenía cita, se rindió y tomó su teléfono para llamar a Ángela y utilizar sus influencias.

—Dile que estoy aquí, que autorice mi entrada! —le pidió en cuanto le hubo explicado la situación. Ángela sólo sonreía.

—Está bien, ya lo llamaré. Pero no puedo creer que apenas hayas ido hoy. Hace más de una semana que hablé con él y contigo.

—No tenía ganas, bueno? No tengo por qué ir feliz a la horca.

—Siempre exagerada. Ya lo voy a llamar. Aunque debería, más bien, darte su número para que lo llames tú directamente.

—Ángela, por favor, llámalo, no me hagas suplicarte —Ángela se echó a reír.

—Está bien, está bien. Extraño esos tiempos en que eras tímida y me pedías las cosas diciéndome “señorita”—. Ana sonrió.

—No era tímida, sólo respetuosa; y tú has hecho todo a tu alcance para que esos tiempos no vuelvan, así que no me acuses.

—Vale... —contestó Ángela antes de colgar.

Ana se quedó de pie en el lobby del edificio, viendo a la gente entrar y salir de los ascensores. Cuando pasaron los minutos y nadie vino por ella, se acercó por enésima vez a la recepcionista.

—Señorita, de verdad que es importante. Tengo cita con el Señor Soler...

—Me dice su nombre por favor?

—Pero se lo he dicho diez mil... —Ana se interrumpió, tomó aire y contó hasta tres—. Está bien, Ana Velásquez. Tengo cita con el jefazo, el señor Soler.

—Claro, siga. Tome el elevador, quinto piso —Ana se la quedó mirando un poco anonadada. Había hecho lo mismo cada vez que se había acercado, pero hasta ahora le daban al fin indicaciones de hacia dónde ir y autorización para internarse más en el edificio. Al parecer, el señor había recibido la llamada de Ángela y dado órdenes no para buscarla, sino simplemente para que la dejaran seguir en el caso de que ella insistiera, lo cual confirmaba su arrogancia.

—Muchas gracias —le dijo a la recepcionista con voz sibilante, y sólo el cariño que le tenía a Ángela la convenció de tomar el ascensor hasta el piso quinto.

Cuando estuvo allí, volvió a presentarse, esta vez ante unas muy ocupadas secretarias.

—El señor Soler se encuentra muy ocupado en este momento —le dijo una de ellas—. Tiene cita con él?

—La verdad no, pero él me espera, de todos modos.

—Entonces tendrá que esperarlo un poco; aunque si lo desea, puedo agendarle una cita para otro día.

—No, no creo que tenga el valor para volver.

—Qué dice?

—Que lo esperaré lo que haga falta.

—Está segura?

—Segurísima—. La secretaria la miró por un segundo, pero como también ella parecía estar llena de trabajo, se dio la vuelta ignorándola. Ana vio a personas ir y venir. Nadie le brindó asiento, y nadie se acercó para preguntarle qué buscaba. Se sentó en uno de los muebles de la sala que era a la vez la oficina de dos secretarias que tenían sus escritorios allí mismo y tomó una revista para hacer tiempo. Sin embargo, los minutos pasaron y nada cambió. Miró su reloj. Iban a ser las once de la mañana. Tenía clase hasta bien entrada la tarde, pero tampoco podía estar perdiendo el tiempo.

Cuando pasó una hora, y ella estuvo a punto de darse por vencida, al fin Carlos Soler salió de su oficina. Había otro par de hombres con él. Hablaban otro idioma, y no era el inglés. Vio a Carlos sonreírles y hablarles con naturalidad, y luego, despedirlos con gentileza. Cuando quedó solo, Ana se puso en pie para acercarse, entonces escuchó la conversación con su secretaria.

—Cancela la reservación para almorzar. Ellos ya tenían otra invitación.

—Oh, vaya. Qué lástima. Eso significa malas noticias?

—Espero que no. Quieren volver mañana para un recorrido... —se quedó en silencio, pues al fin la vio. Fue un poco curiosa su manera de reaccionar, pues pareció atragantado con sus palabras—. Ana— la saludó.

—Señor Soler —correspondió ella.

—No te esperaba hoy...

—Y cuándo me esperabas?

—Los cinco días pasados? —Ana meneó su cabeza negando, y se acomodó mejor el bolso en su hombro.

—Te he esperado por más de una hora.

—Ah, pero ya es hora de almorzar... —contestó él mirando su reloj.

—Cumplí con mi deber de venir, de todos modos —iba a dar la media vuelta, pero entonces él le habló a su secretaria.

—No canceles la reservación —le dijo—, iré con esta señorita.

—No! —protestó Ana.

—No? Podemos hacer la entrevista allí, no?

—No quiero almorzar contigo!

—Bueno... no tengo otro momento en el día. Si hubieses llamado para pedir una cita como la gente normal...

—La gente normal no te quiere cerca, por qué iba a pedir una cita?

—Aunque le parezca increíble, señorita Velásquez, sé tratar a una dama. No tiene nada que temer de mí. Mabel, avisa a Edwin que voy de salida.

—Sí, señor —contestó Mabel mirando a uno y a otro con curiosidad. Nunca había visto que alguien le hablara así a su jefe.

—Vienes? —le preguntó Carlos a Ana, que se mordía los labios indecisa—. O puedo llamar a Ángela, y decirle que al fin y al cabo tú...

—Iré! Tampoco tienes que chantajearme para que acepte.

—No pensaba hacerlo —contestó él, y en sus ojos vio el brillo de una sonrisa—. Yo nunca chantajeo.

—Sí, claro.

Lo vio internarse de nuevo en su oficina, aunque no cerró la puerta, y luego salir de nuevo poniéndose un abrigo bastante fino. La miró significativamente, y ella lo siguió hasta el elevador. Ya dentro, el silencio era tenso e incómodo. Ella esperaba a que él hablara, pero al parecer, no tenía ganas. Sacó su teléfono móvil y le envió un mensaje de texto a Ángela: “Me estás haciendo pasar un infierno”.

Segundos después recibió uno de vuelta: “Algún día me lo agradecerás, y yo me haré la digna”. Eso la hizo reír, y Carlos se giró a mirarla, sin embargo, no dijo nada.

El elevador se abrió y ambos salieron del conglomerado. Edwin los esperaba con la puerta trasera del auto abierta y Carlos le dio la vuelta para entrar por la otra y cederle ésta a Ana. Ya dentro, Ana se permitió mirar el lujo interior. Era un auto espacioso, y sencillo, nada llamativo. Cuando el chofer puso el auto en marcha, Ana no pudo resistir una sonrisa irónica. Era obvio que alguien como Carlos tendría chofer, no había visto nada más esnob.

—Qué —preguntó él sacando de un portafolio unos papeles.

—Nada.

—Nada —repitió él—, te subes a mi carro por primera vez, sueltas una risita y dices que nada.

—Bueno, es sólo que debí imaginarme que alguien como tú tendría chofer y no se tomaría las molestias de conducir, como la gente normal. También te molesta abrir las puertas y este señor lo hace por ti? —el conductor les echó una breve mirada por el retrovisor. Carlos respiró profundo.

—No me molesta conducir, de hecho, lo hago de vez en cuando para relajarme, pero en horarios de trabajo intento evitarlo. Me quita mucho tiempo —cuando ella miró el techo del auto sin creérselo, Carlos continuó—: De la casa a la oficina me toma más o menos una hora de camino, luego tengo que pensar en el almuerzo, y el regreso a casa por la noche, serían más de dos horas de mi tiempo perdidas conduciendo. En cambio, le pago a Edwin un honesto salario y yo ocupo esas horas siendo productivo —dijo, señalando los papeles que tenía en la mano, que aún no había mirado.

—Ah, claro... —como ella aún seguía incrédula, Carlos la miró en silencio por un momento y siguió:

—No quiero alardear ante una mujer que se muestra abiertamente reacia a aceptar cualquier cosa que yo le diga, pero una hora de mi tiempo vale casi lo que una semana de trabajo de Edwin, así que tener chofer no es un lujo, sino una buena inversión. Si estudias negocios, sabrás que cada centavo ahorrado y ganado cuenta.

—Quién te dijo que estudio negocios?

—Ah... Ángela.

—Ya—. Ana no dijo nada más, y entonces lo vio sacar unos lentes sin montura y ponerse a estudiar los papeles. No se imaginó nunca que usara gafas.

El resto del camino lo hicieron en silencio. Él parecía bastante concentrado, y ella simplemente miraba por la ventanilla. Cuando llegaron al Saint Isidro, un restaurante francés a las afueras de la ciudad, Ana fue diligentemente conducida a una mesa para dos, y vio que trataban a Carlos con mucha deferencia, se encargaron de su abrigo y su maletín, y les trajeron vino.

—Para ser alguien que dice que cada centavo cuenta, debiste entrevistarme en el camino, y no aquí. No creo que alguien como yo merezca este almuerzo —él frunció el ceño mirándola. Ana notó que realmente tenía las cejas pobladas, y la mirada de ahora incluso parecía un poco ominosa.

—No agregaré nada acerca de ese “alguien como yo”, pero me insultas si crees que soy capaz de hacer algo como entrevistar a un posible empleado en un auto andando.

—Claro.

—Algún día entenderé qué de mí te molesta tanto. Podría ahora mismo salvarte la vida, pero me temo que tú me seguirás odiando —ella lo miró con sus oscuros ojos entrecerrados sin poderse creer que él hubiese olvidado que en una ocasión la llamó “india”. Si bien no lo hizo delante de ella, eso demostraba lo que pensaba. Tenía la firme creencia de que por la boca salía lo que en el corazón había.

El maître llegó y, mientras servía el vino, describía de qué casa y qué cosecha eran. Ana no entendió ni pío, ni por qué lo hacía, pero igual sonrió y bebió un sorbo con mucho cuidado. Sentía la mirada de Carlos, pero ella se concentró en estudiar el lugar. Olía bien, se veía bien, incluso no había ruidos molestos de cuchillos o tenedores rozando la porcelana de los platos, la música era suave, y seguro que la tela de los manteles era más fina que la de la ropa que ahora llevaba puesta.

El maître llegó con las cartas, y Ana se dio cuenta de que la suya no tenía los precios. Miró a Carlos, pero primero muerta que preguntarle el porqué. Todo estaba en otro idioma... o eso parecía. Por Dios, había cambiado, había aprendido mucho en los últimos dos años, pero las palabras Bife Stróganoff, o Boeuf bourguignon definitivamente no las había leído jamás, ni oído pronunciar, o sí?

Maldición, lo que ella menos quería estaba sucediendo, quedar como una tonta frente a este hombre.

Cuando el maître volvió y le preguntó qué había elegido, tuvo que admitirle que no había decidido nada.

—Puedo sugerirle como plato fuerte nuestras Paupiettes —dijo el maître con voz suave—, de entrada estaría bien una crème de champignons, y como postre, un Saint Honoré—. Ana se quedó mirando al hombre con la boca abierta, asintiendo como si supiera de qué se trataba todo, pero la verdad es que no tenía ni idea de nada.

—Es una excelente elección, te gusta la ternera —dijo Carlos, y Ana no se detuvo a pensar cómo él sabía eso—, pero me temo que para ti, con el plato fuerte y el postre estará bien, ya que eres de poco comer. Las Paupiettes y el Saint Honoré estarán bien para la dama —le dijo al maître—, para mí, por favor... —Ana lo miró mientras pronunciaba en perfecto francés los nombres de los platos, y no pudo más que apretar la mandíbula. Relájate, se dijo, si haces una escena, la que quedará mal serás tú.

Cuando el hombre se fue, y quedó de nuevo a solas con él, esquivó todo lo que pudo su mirada, sentía las mejillas coloreadas, aunque no sabía si debía o no sentir vergüenza por no conocer los platos de un restaurante francés. Sospechaba que no.

—Te va a gustar.

—No es eso lo que me preocupa.

—No? Entonces?

—Ni siquiera sé cuánto valen esos platos. Seguro que no los puedo pagar.

—Me insultas. Obviamente yo pagaré —ella elevó su mirada hacia él. Sí, que pague, se dijo. Ojalá el plato que pedí sea el más caro del mundo—. Tienes allí tu currículum? —preguntó Carlos, interrumpiendo sus pensamientos—. Podría echarle un vistazo mientras llega la comida, ya que tardará un poco —ella abrió su bolso y extrajo una carpeta y se la pasó. Carlos la hojeó con lentitud, deteniéndose a leer los datos que ella ponía. Mientras, ella miraba en derredor, aunque con mucho disimulo—. ¿Podría pedirte las notas de tus asignaturas en la universidad? —volvió a preguntar él luego de unos minutos.

—Mis notas? Por qué?

—No te has graduado. La única manera que tengo de saber si de verdad sabes lo que dices que sabes, es viendo tus calificaciones—. Ella hizo una mueca, pero antes de que él dijera nada, ella contestó:

—No han sido las mejores —el tono de voz de ella no era retador, todo lo contrario, y eso picó su curiosidad. Se mantuvo en silencio esperando a que ella siguiera—. Mi bachillerato fue un poco... accidentado. No tuve las mejores bases, así que en la universidad me ha costado un poco de trabajo estar al nivel de los demás. He necesitado ayuda.

—Ah... —ella elevó a él su mirada, pero Carlos seguía estudiando el currículum. Roja de vergüenza por haber tenido que admitir algo así, apretó la sentadera de su silla entre sus manos deseando que se la tragara la tierra. Bueno, a lo mejor eso le hacía tener una buena razón para no contratarla, y así se libraría de tener que trabajar con él, pero por otro lado, Ángela la estaba ayudando a conseguir lo que era justo su sueño: encontrar un buen empleo y mantener por sí misma a sus hermanos. Si ni con ayuda e influencias podía conseguirlo, sospechaba que de su cuenta eso jamás sucedería—. Conoces Texticol? Al menos un poco? —Ana asintió.

—He ayudado a Ángela en uno que otro contrato. Sé que se trata de una de las fábricas de tela más importante del país, que importan productos como la seda y el algodón, y exportan tejidos de primera calidad. Sé que hasta hace muy poco estuvo en crisis económica, pero que ha salido adelante, expandiendo no sólo su portafolio de productos, sino su mercado y empleados —Ana hizo una mueca mirando lejos, tratando de recordar más datos—. Sé que eres el presidente, que Ángela es una de las socias mayoritarias, pero que hay otros socios minoritarios que hacen parte de la mesa directiva; que además de eso tiene pequeñas tiendas de moda, lo cual es una nueva alternativa de expansión... —Se detuvo cuando vio que él miraba con gesto molesto la carpeta. Debía estar molesto, pues eso era lo que demostraba su expresión, pero no atinaba a saber por qué. Se suponía que era bueno que ella supiera cosas de la empresa, ya que pretendía un puesto allí. Había visto películas donde se le felicitaba al optante por haberse documentado acerca de la empresa a la que aspiraba entrar. Definitivamente no entendía a este hombre, la odiaba, y ella todavía no sabía por qué.

En el momento, el maître llegó con los platos y los sirvió, interrumpiendo el tenso momento. Ana se sentía agitada, entre molesta y triste. Algo había salido mal y no sabía qué. Miró el plato delante y se preguntó qué podría decirle a Ángela. Ni siquiera con influencias había podido encontrar un buen empleo.

Tomó los tenedores y empezó a comer. Afortunadamente, todo estaba delicioso, así que su humor mejoró un poco; ya debería estar acostumbrada a ser odiada por este hombre, así que eso no debía impedir que disfrutara de ese rico plato.

Llegaron al postre sin pronunciar una sola palabra. Para Ana, aquello había sido lo más rico que había comido jamás. Lo que le daba pesar era haber comido sola; sus hermanos no habían podido disfrutar de esos deliciosos platos. Pero bueno, algún día podría traerlos a todos aquí y degustar las Paupiettes y el Stróganoff, fuera lo que fuera.

—Parece que te gustó.

—Sí, estaba muy bueno todo.

—Me alegra—. No parecía. Él seguía con su expresión huraña.

—Bueno, siento todo este gasto por nada. Yo me encargaré de explicarle a Ángela...

—De qué estás hablando?

—Vamos, Carlos. Ambos sabemos que nunca pensaste en contratarme —él la miró con el ceño fruncido. Las cejas estaban casi juntas sobre el puente de su nariz y en sus ojos ella detectó un fuego nunca antes visto.

—Es decir, tú viniste a esta entrevista aun sabiéndolo.

—Tenía que cumplir con la promesa que le hice a mi amiga, lo mismo que tú.

—Contratar personal es algo muy serio para mí, no algo que me tome a la ligera...

—Lo entiendo, no te preocupes, no te estoy juzgando...

—...Y yo en ningún momento dije que no te contrataría. Sólo no sabía en qué área ubicarte. Cuando doy mi palabra la cumplo, señorita Velásquez, y yo le prometí a Ángela darte un empleo y así será—. Ana se lo quedó mirando en silencio.

—Entonces... —Él sacudió su cabeza y llamó al maitre, que muy solícito trajo la cuenta.

Cuando estuvieron fuera, Edwin nuevamente les abrió la puerta, y Ana vio que de nuevo Carlos rodeaba el auto para entrar por la otra. Ella no tuvo que deslizarse hasta el otro asiento para que él entrara. Confundida, miró por la ventana. Este hombre era raro. No sabía raro en qué sentido, pero era incómodo estar con él. Se sentía a toda hora puesta a prueba, y eso era agotador.

—Tal vez no tenga para ti un puesto muy... elevado. De hecho, es bastante elemental, espero que con eso no te molestes.

—No lo haré. Entiendo la situación.

—Se necesita un archivador, pero no es un oficio que demande mucho tiempo, lo que es perfecto para ti, porque a la vez podrás desempeñar diversas tareas que te ayudarán a poner en práctica tus conocimientos. Texticol tiene el personal justo, quiero que entiendas que tú eres un nuevo cargo, un nuevo código en nuestra plantilla. Puedes dignificarlo volviéndote indispensable para el personal o no. Ya lo veremos.

Ana respiró profundo.

—Bien. Cuándo empiezo?

—Te espero el lunes a primera hora en...

—Tengo clases. Me temo que mientras no arregle mi horario no podré...

—El lunes a la primera hora que tengas libre, entonces. También tenemos que discutir tu horario, tu salario, y demás detalles.

—Bien.

—Ven preparada para quedarte lo que queda del día inmediatamente.

—De acuerdo—. Los dos se quedaron en silencio, mirando cada uno por su ventanilla. Hasta que Ana se dio cuenta de que no iban hacia Texticol, sino hacia su Universidad.

—Por qué me llevas?

—Tienes clase, no?

—Cómo lo supiste?

—Sólo lo imaginé

—Y a qué horas se lo dijiste a tu chofer?

—Se llama Edwin, Ana —ella sonrió por la respuesta, pero Carlos no la vio, sólo mantuvo su expresión huraña.

Cuando llegaron, esta bajó antes de que Edwin pudiera abrirle la puerta, no quería que ningún conocido la viera descendiendo de un auto tan caro, y además con chofer; eso podría dar una imagen muy errada acerca de con quién estaba, qué estaba haciendo, y por ende, qué era ella. Tenía compañeras que se dedicaban a pasarla con hombres mayores y ricos a cambio de mucho dinero, y con eso pagaban sus carreras, o se daban gusto comprando cosas caras. Una de ellas, al ver su ropa y sus costumbres económicas, incluso llegó a hablarle acerca del tema, para introducirla en ese mundo. Ana se había echado a reír al escucharla decir que eran hombres gentiles que sólo estaban aburridos de sus esposas. Ella ya había tenido su cuota de ese tipo de hombres en su vida, y no quería tener nada que ver con ellos desde entonces. Ni por asomo, le sobaría la panza a un viejo de esos por dinero. Se dio la vuelta justo para ver el auto marcharse. Miró en derredor de nuevo y no vio a nadie conocido y se permitió respirar profundo. Hasta ahora, estaba siendo un día asqueroso.

Cuando Edwin cerró la puerta, Carlos se permitió relajarse y recostó su cabeza en el espaldar de la silla. Incluso soltó un suspiro, muy ajeno en él.

Edwin lo vio hacer el mismo gesto que unas noches atrás: masajearse el puente de su nariz, pero ahora sus dedos masajearon también los ojos por encima de los párpados. Recordó que la noche de aquella cena en casa del señor Juan José esa misma mujer había estado allí. Quiso soltar un silbido, pero se contuvo, en cambio, sólo sonrió.