...42...
-TÍA BEATRIZ —dijo Sebastián con su iPad en las manos—. Cuál es la contraseña del wi-fi? —Eloísa se echó a reír.
—Pides demasiado, cariño.
—Pero en el jardín hay señal —insistió el niño.
—Dásela, Eli —pidió Beatriz—. A ver si él tiene suerte y logra enchufarse a esa cosa —Sebastián se arrimó a Eloísa y ella digitó la clave que le pedían. Inmediatamente, Sebastián se fue hasta el jardín a cazar la señal de internet como si fuera una mariposa.
—Buenos días —dijo Ana entrando al comedor. En él estaban Ángela, Juan José, Eloísa y su madre tomando el desayuno.
—Buenos días—, contestaron ellos.
—No parece que hubieses dormido —dijo Beatriz señalándole un lugar en la mesa. Ana hizo una mueca, sin querer contarles que anoche fue otra noche de pesadillas. Miró en derredor, y al no hallar a sus hermanos, miró a Ángela.
—Están en el jardín, cazando la señal de internet.
—Ah —se sentó en silencio queriendo hacer más preguntas, como por ejemplo, dónde estaba Carlos, pero temiendo que la respuesta no le iba a gustar nada, se quedó callada—. Y Carolina y Alex? —preguntó en cambio—. Dónde los dejaste?
—Ah, se los dejé a la abuela. Espero que Alex la haya dejado dormir —pero en su rostro había una sonrisa más bien malévola. Juan José sonreía también.
—Madre se opuso rotundamente a que lo trajéramos aquí —dijo él—. Así que se lo dejamos.
—Pero todavía está muy pequeño.
—Claro —agregó Eloísa—. Mírale las tetas. Las tiene a reventar —Ángela hizo una mueca, pues era verdad.
—Deja de mirarle las tetas a mi mujer —rezongó Juan José, pero seguía sonriendo. Beatriz se echó a reír y Ana se sintió más relajada. Este ambiente era sano para ella. Hablar otra vez con adultos le iba devolviendo poco a poco la cordura.
En el momento Carlos entró a la sala del comedor, y Ana sintió que ésta se volvía más fresca y más acogedora. Luego parpadeó recordando que ya no estaban juntos porque ella lo había herido y toda la luminosidad se apagó.
—Buenos días —saludó él, y uno a uno respondió a su saludo. Ella permaneció en silencio y se concentró en comer.
—Dormiste bien? —preguntó Beatriz. Él sonrió y Ana frunció el ceño. Andaba muy coqueto con Beatriz o era cosa suya?
—Sí, gracias.
—Bueno, me alegra.
—Dónde están los chicos? —preguntó él y fue Beatriz quien contestó. Sonreían y charlaban como si nada. Beatriz dio la orden y alguien le trajo el desayuno a Carlos, que empezó a comer prestándole toda la atención a su anfitriona.
Apretó el tenedor en la mano, y Eloísa le puso la suya encima haciendo que aflojase.
Respirando agitada, Ana miró a Carlos sintiendo dolor, añoranza, amor, deseo, ira, impotencia... Ahora quería tenerlo de vuelta, sentir que otra vez era suyo, que todas sus miradas, sonrisas, atenciones y amabilidades iban destinadas sólo a ella, como antes.
Pero tú te fuiste sin decirle a dónde, ni despedirte, dijo su conciencia. Diste por terminada la relación sin consultarle a él. De paso, le diste a entender que no confiabas en la protección que te brindaba, y todos sus esfuerzos por cuidar de ti y tus hermanos fueron como si nada cuando tomaste la maleta.
No pudiendo soportar sus propias verdades, Ana se puso en pie y salió de la sala comedor. Caminó al jardín y entonces se quedó paralizada.
A la distancia, vio a sus hermanos sentados en el prado, abrazados unos a otros, y un hombre, a menos de tres metros de ellos, les apuntaba con un arma.
Gritó con todas sus fuerzas y echó a correr hacia ellos.
Escuchó los disparos, incluso sintió un dolor agudo en alguna parte de su cuerpo, pero en su cabeza sólo estaba el ruido del latir de su propio corazón y la desesperación por llegar hasta sus hermanos. Tal como había sucedido en su sueño, ella se tiró sobre los tres, cubriéndolos con su cuerpo. Hubo gritos, más disparos, rugidos de dolor y al final, por fin, silencio.
-Esto debe ser una pesadilla —sollozó Ángela caminando de un lado a otro.
Ahora estaban en el pequeño centro de salud de Trinidad. Todos reunidos en la sala de espera. Carlos había salido con Juan José a la comandancia de policía a declarar. La historia era bastante rara, y absurda.
Cuando Ana se levantó de la mesa, todos se la habían quedado mirando extrañados. Ella tenía una expresión como si quisiera echarse a llorar, y no era para menos. Carlos había entrado y ni siquiera la había mirado, cuando antes jamás sucedía que él entrara en una estancia donde ella se encontrara sin que le dedicara al menos una mirada. Ángela se había puesto en pie tras ella y la había seguido, para de inmediato escuchar su grito y verla correr.
Era una imagen que se repetía una y otra vez en su mente.
Un hombre, algo mayor y que ella no conocía, le apuntaba a Silvia, Paula y Sebastián, que se habían retirado un poco de la casa para poder turnarse el iPad y navegar, pues habían logrado captar la señal de internet. Los tres estaban sentados en el suelo, y Silvia los abrazaba y protegía, pero aquello no sería suficiente; tenían el miedo pintado en el rostro y el hombre estaba demasiado cerca de ellos, un disparo a esa distancia los destrozaría.
Pero lo terrible fue ver a Ana gritar y correr hacia ellos. Llamada su atención, el hombre había movido el brazo, le apuntó a ella y disparó, pero erró el tiro; volvió a disparar, y ésta vez le dio. Ángela gritó, y sintió que Juan José tiraba de ella para ponerla a cubierto, pero Ana, a pesar de estar herida, no se detuvo en su carrera, y consiguió llegar a sus hermanos. Se volvió a escuchar un disparo, pero no salió de su arma. Un segundo después, el hombre yacía en el suelo.
Esta no era cualquier casa, era la casa del ex alcalde de Trinidad, ahora congresista. Violar la seguridad aquí no era fácil, había hombres las veinticuatro horas custodiando a sus habitantes.
El intruso fue abatido, y Ana no se dio cuenta de que estaba herida sino hasta que Silvia la lastimó sin querer. Le había dado en el brazo izquierdo, y estaba perdiendo sangre. Sin embargo, hasta que Ana no comprobó que sus hermanos estaban ilesos, y que la sangre que los cubría era la suya propia, no se dejó atender. Cuando la metieron en el auto para llevarla al centro de salud, se desmayó.
Carlos casi había enloquecido. Al escuchar el primer disparo salió al jardín, vio cómo la herían; cómo ella, sin importarle el impacto que la hizo retroceder, ni el dolor que debió sentir, siguió corriendo. Él trató de detenerla, a pesar de estar en medio del fuego cruzado. Cuando los disparos cesaron, logró al fin llegar hasta ella, la revisó y comprobó que la herida no era seria, aunque estaba perdiendo mucha sangre; y luego se acercó a Antonio Manjarrez, que yacía en el suelo con el arma aún en la mano y los ojos abiertos. La bala que el hombre de seguridad de la casa de los Vega le había metido en el cuerpo, le había causado una muerte instantánea al darle justo en la cabeza.
Se sacó un pañuelo del bolsillo y le cubrió el rostro, no tanto por respeto a él, sino por los chicos. No quería que a todos los horrores que habían tenido que ver y vivir, se sumara la expresión de odio y miedo en la cara de este hombre, que aun después de la muerte, parecía desesperado por recuperar lo que había perdido.
Ahora la preocupación de todos era Ana, que no despertaba. Según el médico, la pérdida de sangre había sido poco importante. Ella estaba en shock, y tendría que tomarse todo el tiempo que necesitara para volver.
Ver a Silvia, a Paula y a Sebastián como tres polluelos desamparados, sentados uno cerca del otro y esperando que su hermana despertara, rompía el corazón.
No valían las palabras; decir “ella va a estar bien” sobraba. El peor miedo de Ana se había cumplido, la imagen de su sueño se había trasladado a la realidad. Afortunadamente, todos estaban bien. Al menos, físicamente.
—Ningún progreso? —preguntó Juan José entrando a la sala. Tras él, entró Carlos.
—Nada. Hicieron la declaración? —Juan José asintió, y caminó hasta ella para abrazarla y besar su frente—. Eh, Carlos —llamó él, pues su hermano había seguido derecho por los pasillos. Él se detuvo y se giró a mirarlo, en su rostro había una advertencia. Él iba a ver a Ana, no importaba si los médicos aún no lo permitían. Juan José respiró profundo y lo dejó en paz. Miró a su mujer y sonrió, aunque no había humor en sus ojos—. Antonio estaba aquí en Trinidad desde ayer —dijo—. Se hospedaba en el mismo hotel en que se hospedó Carlos anoche. Llevaba buscando a Ana y sus hermanos desde entonces, pero tal vez no le era fácil hallarlos porque ella no salía, ni los dejaba salir a ellos.
—Pero cómo los encontró? Ni nosotros pudimos imaginar que estaban aquí!
—Nos gustaría saberlo, lo cierto es que esta mañana vio a Carlos salir del hotel para venir aquí y lo siguió.
—Ay, Dios, no.
—Sí —confirmó Juan José—. Así que te imaginarás cómo se siente él ahora—. Ángela enterró su rostro en el pecho de su marido sin decir nada.
Ana flotaba en una nebulosa. Se estaba bien aquí; en este lugar no había miedos. Abrió los ojos y se vio a sí misma adolescente, era una niña otra vez; inocente, pura, con ilusiones un poco vagas, pero suyas.
—En serio quieres dejar de seguir soñando? —escuchó que le decían. A su lado estaba Alberto Velásquez, su papá. Ella se emocionó al verlo, tal como una niña, y lo abrazó, y lo besó, y lloró, pero no le reprochó nada. Él también había sufrido bastante, no? —Entonces dime —insistió él con una sonrisa. Quieres dejar de soñar? —Ana hizo una mueca.
—De qué me sirve soñar? Si son sueños malos, no podré cambiarlos; haga lo que haga, se harán realidad.
—No te gusta entonces la ventaja que tienes sobre los demás al saber lo que sucederá en el futuro?
—Eso no es una ventaja, es un castigo. Todas estas semanas no hice sino angustiarme porque sabía que le harían daño a mis hermanos.
—Pero ellos están bien —dijo Alberto—. Ellos están bien—. Ana guardó silencio y lo miró. Quería preguntarle acerca de Sebastián, pero al parecer, no fue necesario—. No, no es hijo mío —dijo—. Pero no lo quieras menos por eso.
—No lo hago. Sabes quién...
—No necesitas saberlo. Cuida de él como has hecho hasta ahora, su alma es un alma vieja. Me sorprende que nadie alrededor se haya dado cuenta, en especial, Juan José.
—De qué hablas? —El Alberto de su ensoñación sonrió —Los incendios persiguen a ese niño. Que no se le ocurra hacerse bombero.
—No... no te entiendo.
—No importa —él suspiró y puso una mano en el rostro de su hija—. No eres como yo, tú eres fuerte, tú saldrás adelante. A ti una decepción amorosa no te cortará la vida, así que regresa con tus hermanos.
—No estoy triste por Carlos.
—Eso dices. Sé valiente, hija —le dijo, poniendo ambas manos sobre sus hombros—. Y gracias por haber cuidado de los niños hasta hoy. Gracias por hacer el papel de madre y padre cuando tú misma necesitabas unos. La vida te compensará todo aquello que sacrificaste por el bien de ellos.
—Te volveré a ver?
—Pero dijiste que no quieres soñar.
—Te veré en mis sueños?
—No, pero cada vez que tengas uno, pensarás en mí.
—Eres tan ambiguo...
—Quieres dejar de soñar? —volvió a preguntar. Ana respiró profundo y meditó la respuesta. Miró a su padre, con sus arrugas y sus canas prematuras por la pobreza, el trabajo duro y el sufrimiento. Quería una historia diferente para sí misma.
—Si es un don, no lo puedo despreciar. Pero si se convierte en mi maldición, lo rechazaré.
—Está bien.
—Te amo, papá.
—Vaya, nunca hubo palabras así entre nosotros.
—Aprendí a decir “te amo”.
—Pero no las dijiste cuando debiste —ella hizo una mueca, recordando la nota que le dejara a Carlos antes de huir.
—Tendré que decirlas más a menudo ahora—. Él sonrió.
—Ve, regresa. Olvida los horrores. No te ates a tus miedos. Recuerda que el miedo a sufrir es peor que el propio sufrimiento—. Tras decir esto, se acercó para besarle la frente, y ella lo vio desvanecerse.
La frase quedó flotando en su mente, y poco a poco, el sueño la fue invadiendo. Se sentía cansada, terriblemente cansada, como si no hubiera dormido bien durante meses, y tal vez así era. Se acomodó en alguna parte y se sumió en un sueño profundo y reparador. Ya Orlando Riveros no estaba allí apuntando con un arma, sus hermanos no tenían el terror dibujado en el rostro, ella ya no gritaba, ni corría.
Ya todo estaba bien.
O casi todo.
Carlos miró a Ana dormir. Se acercó a ella en su cama y tocó su mano, con cuidado de no moverla y lastimar su brazo herido.
Qué iba a hacer ahora? Qué le podía decir? Dios, estaba tan enojado con ella, y a la vez tan en deuda. Cómo podría justificarse a sí mismo por haber traído al asesino hasta sus hermanos? Pero, cómo iba a saberlo?
Por haber rechazado la cama en la que había dormido ella anoche, por estar enojado.
Y el maldito enojo no se le pasaba, sólo se mezclaba con culpa y frustración.
Ana parpadeó, y Carlos se enderezó, soltó su mano y se alejó de su cama. Ella movió los ojos hasta él y sonrió.
—Eres tú —fue lo que dijo, y a él le dolió el corazón. No pudo ser duro con ella, no cuando estaba tan débil y en una cama, no cuando había sido herida y había tenido que ver cómo intentaban matar a sus hermanos. Todavía tenía mucho que hablar con ella, pero no era el momento ni el lugar.
—Tus hermanos están bien —dijo, antes de que ella preguntara, pues estaba seguro de que lo haría. Ella sólo lo miró—. Antonio está muerto, Lucrecia en la cárcel. No podrán hacerte daño ya. Ninguno de los dos. Ya puedes estar en paz.
La voz de él era un tanto cortante, y Ana giró su cabeza para mirar a otro lado.
—Quiero ver a mis hermanos —dijo, y Carlos asintió, sintiendo otra vez dolor en su corazón. Ella no lo amaba, se dijo. Ella no lo anhelaba como él la anhelaba a ella. Salió de la habitación y llamó a Silvia y los demás para que entraran a ver a su hermana. Se hubiese ido a Bogotá de inmediato si no fuera porque eso era huir, y si bien quería estar todo lo lejos que pudiese de ella para lamerse sus heridas, él era necesario aquí, y tenía que estar.
Sintió la mano de Juan José en su hombro y los dos se quedaron allí en la sala de espera un buen rato, hasta que un médico anunció que ya podían llevarse a la paciente a su casa.
Y he aquí otro asunto. La paciente no tenía casa.
-Yo no tengo ningún problema en que se queden aquí —dijo Beatriz, recostándose al espaldar de un sofá de su sala—. Al contrario, me haría muy feliz.
Estaban todos de vuelta en su casa, con Ana sentada muy cómodamente en uno de los sofás y el brazo en cabestrillo. Iba oscureciendo y entre todos, discutían acerca de qué hacer ahora.
—No mamá. Los chicos no pueden seguir perdiendo clases.
—Pero Ana no está bien!
—Se recuperará, eso no es problema. El médico dijo que puede viajar.
—Yo pagaré un hotel para que estén allí el tiempo que necesiten —dijo Carlos—. Mientras consiguen una casa en la que vivir.
—Cómo así, no nos llevarás a la tuya? —preguntó Sebastián con toda inocencia. Ana miró a Carlos esperando su respuesta, pero no fue él quien habló, sino Paula, que al igual que todos, estaba pendiente de lo que se decidiría allí.
—Pero Sebastián, no puedes abusar de la hospitalidad de Carlos —dijo la adolescente, con su usual sinceridad—. Nosotros estábamos allí de paso. La verdad es que nunca hemos tenido un lugar al que pudiéramos llamar “ésta es nuestra casa”, excepto la que dejamos anoche, y ya ves que no podemos volver.
Eso a Carlos le dolió, y a Ángela, y a Eloísa. Ana bajó la mirada reconociendo aquello como la pura verdad. Cuando estaban con Ángela, esa no era su casa, luego en la de Carlos fue lo mismo. Ahora se los estaban rifando para ver a dónde los enviaban y ella no podía decir nada, porque si decía que era su deber cuidar de sus hermanos, todos la atacarían por su autosuficiencia, y tal como estaba, no podía cuidar siquiera de sí misma, mucho menos de otros. Pero era esto lo que ella no quería, que sus hermanos se sintieran desarraigados, sin un lugar al que llamar hogar.
Vio a Carlos sonreír y sacudir su cabeza.
—Quién puede contra ese argumento? —respiró profundo, y sin mirarla, como había sido toda la noche, dijo—: Mi casa es su casa, chicos. Sus habitaciones los esperan, están intactas. Vuelvan allí, y quédense todo el tiempo que sea necesario.
—Yay!! —exclamó Sebastián, y Paula lo abrazó.
—No tienes que hacerlo, Carlos —susurró Ana, para recibir como respuesta una mirada dura que la hizo callar.
—Entonces, no se diga más. Mañana a primera hora viajaremos.
—Por mí, viajemos ya mismo —sugirió Ángela—. Alex debe estar desesperado, y si me tardo más de lo necesario, tendré que destetarlo.
—No queremos privar a Alex de su comida favorita —dijo Carlos sonriendo y poniéndose en pie—. Beatriz, fue un placer estar aquí en tu casa y conocerte —le tomó la mano y le besó el dorso de los dedos. Ana sólo los miraba. Beatriz sonrió halagada.
—Dios querido, qué tipo más buen mozo eres. Deberíamos tener una aventura.
—Llámame cuando quieras.
—Quieres que Ana te mate, verdad? —dijo Silvia en voz un poco alta, y sin esperar respuesta, subió a las habitaciones a recoger sus cosas.
—Creo que tenemos que ir a la casa vieja por algunas cosas —dijo Ana en voz baja y a nadie en particular.
—Te llevo —dijo Juan José, y juntos salieron y subieron a su auto. Todos en la casa se pusieron en movimiento para prepararse para el viaje. Llegarían a Bogotá en la noche, pero era lo mejor. Entre más pronto salieran de aquí, más lejos quedaría la pesadilla.