ALGUNAS NOTAS SOBRE EL MITO DE LA PENA EN EL JUDAISMO
GERSHOM SCHOLEM
LAS observaciones que haré sobre el tema, concerniendo particularmente al Judaismo, se refieren a tres niveles que corresponden a tres dimensiones del mundo religioso judío: La Biblia hebraica, las fuentes del Judaismo rabínico en el Talmud y la Midrash, y el esoterismo judío —que también podría denominarse Gnosis o Mística judía— tal como ha sido expresada en la literatura de los Cabalistas. Echaré luz sobre algunos puntos significativos para la fenomenología del Judaismo como fenómeno histórico. En este conjunto no tienen lugar las evaluaciones históricas sobre la evolución de esas distintas concepciones, aunque sin duda sean importantes desde otras perspectivas. En particular, no tengo el propósito de participar en las discusiones sobre la relación entre las ideas del Antiguo Testamento acerca del pecado y la pena, y ciertas fases del desarrollo del Judaismo bíblico, o ciertos niveles de fuentes de la literatura bíblica. No puede negarse la importancia histórica de esos análisis, aunque sean siempre más o menos hipotéticos. Pero en el conjunto de consideraciones alrededor de las cuales se desenvuelve nuestra exposición, no es permitido considerar a la Biblia hebrea como un documento en el cual han aparecido, o bien han sido definitivamente formuladas, ciertas ideas sobre este asunto que estarían llamadas a ejercer una de las mayores influencias. Por paradójico que pueda parecer esto desde muchos puntos de vista, estas ideas han actuado en la historia de las religiones y en la teología judía y cristiana como un conjunto único, aunque su origen se encuentre en diferentes partes de la Biblia y sin duda también en diferentes épocas. No obstante, la paradoja ha podido considerarse como sobrepasada en una unidad superior, que contiene, digámoslo así, muchos modelos y paradigmas de comportamientos posibles, precisamente allí donde la Biblia ha sido considerada como un documento de revelación religiosa.
Como consideración genérica, podría decirse que la pena en el Antiguo Testamento oscila entre dos polos, de los cuales uno aparece en el primer capítulo del Génesis y el otro en el Libro de Job. A decir verdad, es extraño que representaciones sintéticas y formulaciones elaboradas en profundidad del problema del pecado y de sus consecuencias, sean tan raras en un conjunto de escritos de la amplitud del Antiguo Testamento, que por el contrario debería abundar en ellos. Sin embargo, aparece en el fondo, en la mayor parte de los libros de la Biblia, una concepción única, es decir que se establece allí una relación directa entre el pecado o falta de un lado, y la pena del otro. Aparecen vinculados por una relación indisoluble, como causa y efecto y como dos aspectos de un proceso único y cerrado. Y es justamente esta dependencia recíproca e ininterrumpida de los procesos (nunca cuestionada, sino más bien subrayada drásticamente) la que se ha expresado en casos ejemplares y místicos. En libros que se califican como "teología del Antiguo Testamento", no faltan ciertamente las tentativas de contradecir el carácter mítico de estos casos ejemplares; lo que es bastante comprensible, ya que la ruptura con el mundo del politeísmo mítico es de una importancia a tal punto fundamental para la religión de la Biblia, que una exposición sobre los mitos del monoteísmo no podía más que asustar a los teólogos. Pero yo pienso que debemos colocarnos fuera de esta contradicción, que desde el punto de Vista filosófico no tiene fundamentos suficientemente sólidos, y considerar la espiritualidad clara y transparente de estos mitos como una instancia contraria a su carácter mítico.
La representación más rica de significados, y cuyos efectos no sería posible negar, la encontramos, naturalmente, a propósito de nuestro tema, en los capítulos 1 a 11 del Génesis; nada en los otros escritos bíblicos puede igualarla en profundidad y eficacia. Hasta nuestros días es el "mito de la pena" más significativo entre los que los teólogos del Judaismo y del Cristianismo se han ocupado de interpretar.
Estos capítulos nos presentan una historia primordial del género humano, dominada de punta a punta por una idea, una teología de la historia siempre coherente: toda adversidad que los hombres encuentren en su camino es un castigo que actúa en todos los niveles del devenir natural e histórico. En una serie de grandes cuadros míticos, esta historia se desenvuelve de una forma casi dramática. Cada falta es acompañada o seguida por su género particular de pena.
Adán y Eva se apartan de la prohibición divina y prueban el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal: el primero y al mismo tiempo el más profundo de los mitos en que la Biblia ha problematizado la relación de los hombres con Dios. La Biblia no explica exactamente cuál es este conocimiento del bien y del mal que el hombre en su estado paradisíaco no posee. Es un conocimiento que entraña como castigo la pérdida del estado paradisíaco, y podría preguntarse si no es, en el espíritu del autor, idéntico a su pena, ya que el conocimiento del bien y del mal es algo que destruye desde dentro ese estado. No puede permanecer en el ámbito del Paraíso, de la relación bienaventurada y sin obstáculos entre el Creador y su criatura, porque el saber del bien y del mal trastorna y destruye tal integridad. Desde el punto de vista de la pena, las consecuencias del consejo de la Serpiente son notables, por no decir extrañas. En efecto, si la muerte amenazada es bien comprensible como mal, no podría decirse lo mismo a propósito del conocimiento moral, ni del pudor, que, en la intención del autor son valores positivos.
Además, el conocimiento de la desnudez es la única forma bajo la cual el relato pone en evidencia ese conocimiento del bien y del nial recién conquistado. Pero podemos decir que ese saber no pertenece propia y efectivamente a la pena allí amenazada. Es adquirido al precio de un castigo que comprende la muerte, el trabajo, los sufrimientos del parto y la maldición de la tierra. Pero lo adquirido a este precio es en sí un bien que el hombre no abandonará jamás. El hombre que antes, en el Paraíso, se encontraba frente a Dios en una situación no problemática, se yergue ahora ante él: este conocimiento del bien y del mal que acaba de adquirir, junto con la distinción y la posibilidad de elección entre los dos, coincide con su responsabilidad hacia Dios. Aparte de las consecuencias naturales y biológicas, esta responsabilidad es el efecto, en un plano más elevado, de la acción de Adán. Este mito nada sabe de un pecado original, en el sentido de una corrupción irreparable de la naturaleza moral del hombre como consecuencia de él. Pero el relato del Génesis reconoce un alejamiento progresivo del hombre con respecto a Dios, cuyo bosquejo a grandes rasgos tenemos aquí por primera vez, como un conjunto de penas que, luego de puntos dramáticos, no introduce a una nueva fase de la historia sagrada más que convocación de Abraham y de los Patriarcas- El pecado de Adán y Eva es seguido por otras acciones en las que el pecado y la pena se entrecruzan. Encontramos el primer homicidio que no nace, como el pecado de Adán, de la desobediencia, sino de la envidia. Pero, precisamente, el primer homicidio no es castigado con la pena de muerte, sino con el impedimento para el asesino de toda relación humana estable. Y he aquí que un signo divino protege a Caín justamente de aquellos que pudieran matarlo. La espada, instrumento de muerte, de asesinato y de venganza, aparece por primera vez como invención de los descendientes del primer homicida, lo que no carece de una notable significación dialéctica. Sigue el mito de la perversión del género humano, perversión que no nace exclusivamente de éste, sino que existe, entre otros motivos, el de la intervención de una esfera superior. Los "hijos de Elohim", efectivamente, son seres que pertenecen a un orden más elevado que el humano, y su unión con los hijos de los hombres es la causa del extravío ulterior de la humanidad. Los seres humanos no piensan sino en hacer el mal, la tierra se ha corrompido, y la opresión y la violencia reinan en ella. Y como último mito de la pena en esta serie, aparece ahora la historia de la Torre de Babel y de la confusión de las lenguas. Allí Dios mismo elimina en una acción preventiva totalmente fuera de lo común, la unidad de las lenguas humanas, y les quita la posibilidad de comprenderse mutuamente, para impedirles la finalización de la construcción de la Torre. El relato bíblico no explica por qué, en el fondo, sería una falta de parte de los hombres la construcción de una torre alta hasta el cielo, en lugar de expandirse sobre la tierra; y este silencio ha provocado las especulaciones más profundas y paradójicas, tal como sucedió con el pecado de Adán.
Hay algo infinitamente sugestivo en estos primeros mitos de la pena, tal como los presenta el relato de la Biblia: todos se hallan enriquecidos por un elemento de impenetrabilidad: interrupción de lo no acabado grávido de interrogantes. Excitan el asombro y la reflexión individual del lector de una manera en todo diferente de lo que lo hacen las otras historias bíblicas del pecado, de la falta y de la pena. La fuerza de su imagen y la potencia de sus símbolos en modo alguno es menoscabada (¡al contrario!) por el hecho de que se presten menos que todos los otros a la racionalización, que opongan una de las resistencias más vivas a la desmitologización.
Sólo hay en la Biblia otros dos mitos de la pena que posean una fuerza semejante. Uno de ellos se refiere al conjunto de la revelación sinaítica y a la historia del becerro de oro y sus consecuencias; el otro, a la rebelión de Israel, que es castigada con la peregrinación a través del desierto durante cuarenta años. Pero en estos mitos, si se nos permite denominarlos así, la relación entre revelación, caída y pena está ya casi completamente racionalizada. Es una relación inmediata, aun cuando la pena se halle muy distante en el tiempo. Este último elemento adquiere todavía más fuerza en la concepción histórica según la cual cada desgracia en el pueblo de Israel no es sino el efecto de un retorno a la idolatría, hasta la destrucción del primer templo y el exilio. Aquí la pena es, diríamos, difusa, se encuentra fundida en un largo proceso histórico, cobrando una fuerza siempre nueva a medida que las infidelidades se repiten.
Si la historia primordial ha sido expresada por estos sugestivos mitos, plenos de una significación sin límites, la descripción del vínculo entre pecado y pena en la historia del pueblo de Israel se desenvuelve todavía con mayor exactitud, casi, diría, con una entonación retórica. Sus documentos más importantes son los grandes anuncios de castigo del Levítico 26 y del Deuteronomio 28, en los que se explican las consecuencias del rechazo opuesto por Israel a la palabra de Dios, a la orden que exige obediencia. Los autores de estos discursos del castigo, tan sorprendente y que ha jugado un papel tan importante en la conciencia del Judaismo posterior, no retroceden ante ninguna especie de radicalismo. Las catástrofes de la historia y los embates de la naturaleza —que entonces eran vaticinia ex eventu como proyectos proféticos— son representados en estos discursos como un gran procedimiento penal provocado por la desobediencia y decadencia del pueblo. Pero la pena no es presentada aquí como algo espontáneamente consecuente, un resultado inmediato: aparece más que nada en una extrema tensión con relación a la falta originaria. Es ya un mito de la pena que ha alcanzado la dimensión histórica del cosmos. Es uno de los fenómenos más sorprendentes de toda la historia de las religiones el hecho que un pueblo haya recogido en sus escritos sagrados un discurso como el del Deuteronomio 28, 15 y ss., que lo haya leído en voz alta todos los años y que haya encontrado y reconocido durante siglos la predicación de su propio ser y su destino. En lugar de una simple vinculación entre la desobediencia a Dios y una pena específica, como es el caso de antiguos mitos y relatos, aquí nos encontramos con un verdadero paroxismo de la pena, donde no se omite ninguna, absolutamente ninguna de las desgracias cuya experiencia podía tener un hombre de la antigüedad; donde todo se rebela en un paroxismo de desesperación. Este mundo religioso que aún no ha desarrollado la idea del Juicio Final y para el que la relación entre el pecado y la pena es una relación inmanente al devenir terrestre, alcanza un máximum de la escatología que estaba a punto de nacer en aquel momento. De hecho, lo que antes no era otra cosa que una pena, se transforma ahora, en un sentido siniestro, en procedimiento de Dios, "cólera", donde la justicia del castigo se expresa como un aspecto de la propia naturaleza divina, cristalizándose en un antropomorfismo del monoteísmo, más rico en consecuencias que cualquier otro. La cólera de Dios constituye por sí misma el castigo a través del cual Dios se muestra y manifiesta. En cierto sentido, me parece dudoso que este momento del castigo, en que se encona la cólera de Dios, sea verdaderamente una fase de la educación que Israel recibe de Dios, o de la pedagogía divina, como se expresa a menudo. Sería, en todo caso, una pedagogía desesperada.
Por otra parte, se ha señalado con razón (por ejemplo, por Edouard Kónig) que el grueso de los males terrestres no ha sido puesto en juego de entrada, en el momento de castigar los pecados de los hombres. Desde el origen, las fuerzas destructoras de los elementos estaban contenidas en la organización de la naturaleza. El problema que queda planteado es el siguiente: ¿en qué momento entran en acción, según la concepción del Antiguo Testamento, a consecuencia del pecado de los hombres? La teología posterior ha proyectado hacia atrás, al estado paradisíaco, muchas representaciones que pertenecen al mundo recuperado de la era mesiánica, y es muy difícil decidir cuántas de esas representaciones se encontraban ya implícitas en los relatos de la Biblia. La fantasía mítica que perseguía su objeto, encontraba un material inagotable en el paralelo entre tiempo primordial y tiempo final, antes que en el contraste de estos dos tiempos y de todo lo que existía entre uno y otro. Así, por ejemplo, la profecía de Isaías sobre la abolición de la muerte (Is. XXV, 8) en un mundo liberado, comparada con el mito del pecado original, tuvo consecuencias enormes en el Judaismo post-bíblico. Pero la religión bíblica, aun a nivel práctico, estaba todavía muy alejada de la idea de un paralelo semejante. La liberación de la que se habla aquí no excluye en modo alguno y en principio el pecado y la pena como fenómenos que continúan produciéndose. Pero, sin duda, pena y maldición no son ya correlativos: la pena no será maldición como lo es evidentemente en esos importantes pasajes de la Tora que acabo de citar.
Resumiendo, podría decirse también que la religión bíblica concibe el dolor, en todas sus formas, como castigo. Puede admitirse sin dificultad que la instancia de la inocencia perdida del hombre, y quizá también de la naturaleza, juega aquí un papel a mi parecer hipotético, a pesar de sus probabilidades; y es la admisión que el estado de pureza o impureza sea respectivamente idéntico al estado de inocencia, de integridad (en hebreo tmimuth) o al estado de culpabilidad. El lenguaje bíblico emplea con una amplitud extraordinaria, a propósito de la consecuencia de los pecados, metáforas que se refieren habitualmente al estado de impureza; pero no se trata exactamente de una relación con la pureza propiamente ritual (Levítico), sino más bien de una relación con una impureza espiritual, que viene de la pérdida de la inocencia y de la integridad originarias del hombre y de la nación. Todas estas metáforas revelan que existe en el pecador algo parecido ft una degradación, a una desafectación en relación con su estado primitivo. Sobre esto se fundan las alocuciones de los profetas acerca de la necesidad de una purificación de los pecadores, y también todos esos largos pasajes de la Tora a propósito de la desafectación e impureza de la nación como consecuencia de los pecados del pueblo de Israel. De aquí arranca la importancia que el discurso sobre la restauración del estado perdido, sobre la reconciliación como reconstitución de la pureza mancillada, adquiere en el texto bíblico. Quizá tenemos aún aquí un discurso mítico de la pena, pero es un discurso mítico que ya se ha hecho metafórico, y que adquiere con ello una fuerza extraordinaria.
Estas ideas de un lazo directo y lineal entre pecado y pena —cualesquiera sean las formas míticas que puedan haber asumido— hallan una de las más sorprendentes contradicciones en el libro de Job, que es considerado precisamente, y a causa de ello y con razón, como el texto de la Biblia que caía más profundamente y produce aún hoy una enorme impresión. De hecho, sin ese libro el Judaismo no sería lo que es en la historia de las religiones. Lo que existe de no-dialéctico en ese lazo, es cuestionado aquí radicalmente. Job suscita un problema que, una vez planteado, es insoluble. Job se sabe inocente, nadie puede negar esa inocencia; y he aquí que, en cuanto plantea el problema de la causa de su sufrimiento, que él concibe como castigo, y por lo tanto como castigo injusto, rompe ese lazo no-dialéctico entre falta y expiación. Para colmo, la justicia de sus quejas es Reconocida por Dios de una manera irónica, pues ninguna de las respuestas que Dios da a Job corresponde a la cuestión planteada, vale decir a los sufrimientos del inocente y del justo. En cambio, Dios le responde con una pregunta que, para decir las cosas como son, no es pertinente: Dios le pregunta si estuvo presente en el momento de la creación del mundo. Esta respuesta impertinente es soportable, me parece, sólo si se admite que tiene por finalidad poner de relieve, de manera irónica, cuan impertinente era también la pregunta de Job. Pero eso no se manifiesta de manera alguna, mientras que la pregunta de Job y la insuficiencia de las respuestas de sus amigos están instrumentalizadas al máximo. El colmo de la ironía, en este libro tan rico en ironía, es que Job se declara satisfecho cuando la pregunta de Dios sobre la cosmogonía, lejos de salir a su encuentro, le impone el silencio. Es como si Job, luego de haber demolido, aniquilado el mito corriente de la pena, lo acepte nuevamente, digamos así, encogiéndose de hombros; a menos que este mito se vea repelido hacia atrás: del campo de la historia y la prehistoria al campo de una cosmogonía absolutamente impenetrable, a propósito de la cual no se ofrece aquí ninguna respuesta útil. De este modo, el libro de Job nos deja con este problema sin respuesta, que resuena a lo largo de los siglos, hasta nuestros días.
En el Judaismo rabínico, aunque también ya en gran parte del Judaismo tal como se nos presenta en los Apócrifos y los Apocalipsis, los puntos que he procurado aclarar en sus rasgos fundamentales han conservado intacta su vitalidad y han adquirido un relieve quizá todavía más neto. Pero a éstos se añaden nuevos motivos. Tres son los puntos, a mi juicio, de una formulación particularmente penetrante, capaz de transformar las ideas bíblicas de pecado y de pena, si bien no pretendo afirmar que todos los aspectos importantes de este problema queden agotados en ellos.
Tenemos en primer lugar el notable desarrollo del concepto del poder de Dios, que es juez y que castiga, middath hadin, uno de los dos aspectos principales de la naturaleza divina, complementario del otro, middath harahamin, la gracia y la misericordia. Es un concepto muy antiguo del Judaismo palestino, pues lo encontramos aceptado ya por Filón, quien debía haber oído a los maestros de Palestina hablar de él. Y estas dos cualidades (middoth) son de una importancia decisiva para la representación rabínica de Dios. La religión de los Agadas judíos, que combina y alía en Palestina la religión de la sinagoga y la del pueblo, está inmejorablemente representada por el contraste (a menudo dramatizado de manera mítica) o por el equilibrio de esos dos elementos. El poder de juzgar es también el poder de castigar (en hebreo middath pur'muth). La acción de un hombre que comete un pecado provoca la acción de Dios que castiga. Este vínculo entre pecado y castigo no es, por supuesto, indisoluble y necesario, especialmente luego del grave cuestionamiento que implica el libro de. Job. La intervención del poder que castiga a veces es desviada, permanece en suspenso, y en algunos casos, su indignación sólo se manifiesta después de la muerte del pecador. Esta middath hadin a menudo es personificada míticamente, y la fuerza divina equivale aproximadamente a la de un ángel castigador o vengador que viene a buscar al culpable para exigirle su cuenta. Toda acción moral del hombre despierta uno de estos aspectos de Dios, y los teólogos judíos leían la Biblia como el relato del perpetuo actuar de uno sobre el otro y de uno en el otro. Permítasenos señalar aquí, al pasar, que los documentos clásicos de la teología rabínica en el Talmud y la Midrash desconocían todo amor de Dios cuasi hipostasiado, que fuera paralelo a esos dos aspectos. No es que estos textos no hablen del amor de Dios, sino que este amor tiene una importancia secundaria en comparación con la misericordia y la gracia (rahamin y hesed). Sólo las generaciones siguientes darán nuevamente al amor una ubicación central en la doctrina de Dios, remitiéndose a la Biblia.
En segundo lugar, habría que subrayar el concepto de pecado como destrucción de la unión con Dios, tal como ha sido evidenciado por E. Sjóberg en su libro Dios y los pecadores en el Judaismo palestino. El pecado rechaza la presencia de Dios, lo aleja cada vez más de nosotros, renueva la imposibilidad de esperarlo. Y allí donde el pecado no anula esta presencia, la convierte precisamente en una manifestación particularmente peligrosa del poder de castigo del juez. No es sino por el pecado que Dios viene a quedar propiamente separado del hombre; y en un pasaje célebre de la Midrash se afirma que el pecado es causa del alejamiento progresivo de la inmanencia de Dios en el mundo, hasta convertirlo en un Dios trascendente. Naturalmente, estos pensamientos se hallan siempre acompañados de citas de los versículos de la Escritura, pero las afirmaciones de los rabinos adquieren su peso y su fisonomía particular precisamente de este tipo específico y a menudo extravagante de exégesis, de la manera de desplazar los acentos. Citemos aquí, a propósito de nuestro argumento, un ejemplo de esta exégesis mítica. El Génesis habla (III, 1) de vestimentas de piel o cuero de animales que Dios hizo a la primera pareja humana luego de su expulsión del Paraíso. Una antigua exégesis rabínica, adoptada también por algunos Padres de la Iglesia y ciertos gnósticos, deduce que el hombre había sido provisto en su origen de un cuerpo de luz, con vestimentas de luz (en hebreo kutnoth or) y que a causa del pecado recibió un cuerpo de materia, de piel. Es evidente que con su cuerpo de luz estaba todavía unido con Dios mediante un vínculo inmediato. Es evidente asimismo que "las vestimentas de piel" que los hombres hicieron luego del pecado, representan el cercenamiento de esa unión con Dios.
En tercer lugar, la exégesis del Talmud tiende a subrayar con lujo de detalles el vínculo que en el interior del mundo existe entre el pecado" y la pena, aunque esta exégesis conoce ya una relación de este tipo, es decir la pena del más allá y el Juicio Final. La subdivisión de la relación pecado-pena representa, al menos en estas fuentes de la literatura rabínica, una tendencia muy clara que ha dado lugar, por ejemplo, a un análisis muy minucioso (y en el que han participado numerosas e importantes autoridades talmudistas) de las penas específicas que serían consecuencia de la transgresión de una larga lista de órdenes específicas (ver el tratado Sabbat, 32b del Talmud babilónico). A cada transgresión o pecado corresponde una desgracia particular, e inversamente una desgracia denuncia una acción particular cometida por aquel que la padece. Es en este marco que la máxima "medida contra medida" cobró gran importancia, tal como es formulada en el Talmud. Por cierto, la medida de la pena que debiera corresponder a la medida del pecado no siempre es discernible con facilidad por el hombre; y es a causa de ello que las reservas con respecto a una casuística tan radical se mantienen siempre vivas y actuales. Los dos grandes motivos fundamentales de un concepto religioso de pena entran aquí en conflicto; además, no se advierte de qué otra manera podría plantearse el problema: una idea de la pena como consecuencia intencional y definible de los pecados, en contradicción con una idea que hace resaltar precisamente la falta de intencionalidad de la pena y la imposibilidad de evaluarla como dato moral. Contrariamente, el principio acerca del cual la teología de los rabinos no tiene dudas —como resulta también de su interpretación de la historia del pecado original— es que la muerte ha ingresado en este mundo a causa de los pecados, y que desde entonces hasta la plena realización de la redención será continuamente atraída por los pecados. A la exégesis agádica de la Midrash no le es menos extraña la ampliación del mito del pecado original hasta alcanzar dimensiones cósmicas; lo que equivale a un engrandecimiento mítico del pecado de Adán. Entendemos que seis son las cosas que le han sido sustraídas a Adán: su esplendor luminoso original, la imponente grandeza original de su persona, la vida, la fecundidad de la tierra y de los árboles, y la claridad de las luces del cielo que desde entonces permanecen oscurecidas. Una formulación que aún va más lejos y que ha jugado un notable papel en la tradición judía, habla de una consecuencia universal, cósmica, del pecado de Adán. Aunque todas las cosas del mundo hayan sido creadas en una plenitud originaria, en la que su naturaleza se expresa naturalmente sin ninguna disminución, han sido disminuidas y trastornadas por el pecado de Adán, y no recobrarán su estado original más que con la venida del Mesías. Encontramos entonces, dentro del pensamiento religioso judío, un estado de decadencia de la naturaleza misma; una idea que no podía despertar simpatía alguna en los apologistas posteriores, que se tomaron la tarea de defender racionalmente al Judaismo contra las pretensiones y postulados del dogma cristiano. Esta idea fue, en efecto, ignorada voluntariamente o bien modificada y reducida a una metáfora, para no perturbar a nadie; y eso se produjo, a pesar de todo, con excepción de los círculos de la Cábala.
En el devenir de este mundo, no existe peña, por espantosa y enorme que sea, que no encuentre en un momento dado su fin. De hecho, la tradición judía siempre ha puesto en evidencia y subrayado que el odio irrazonable entre los ciudadanos de Jerusalén había provocado como consecuencia punitiva la destrucción de la ciudad. Pero junto a esta relación inmanente entre falta y pena, encontramos en el Judaismo postbíblico la idea, proveniente de Irán, de una recompensa en el más allá, luego de la muerte, y la del Juicio Final. Es lo que origina inmediatamente la formación de los mitos del Paraíso y del Infierno. Está claro que en esto concurren dos concepciones totalmente distintas. En consecuencia, ha sido muy difícil para los teólogos r el límite entre las penas intramundanas y las extramundanas, problema que a menudo encuentra soluciones de compromiso. Al admitir la existencia de penas en el más allá, y particularmente la condena en el Juicio Final, se da satisfacción a un sentimiento religioso según el cual la enormidad de ciertos crímenes sobrepasaba la medida de toda pena en este mundo. De ahí una problemática que ha adquirido tonos amargos, por decir así, tanto en el Judaismo como en el Cristianismo, aunque el Judaismo no haya conocido la dura rigidez del dogma de la Iglesia católica: la cuestión de la posibilidad, o aun de la certidumbre absoluta del castigo y las penas eternas. Las declaraciones de las fuentes judías dejaban en este caso una apertura para respuestas divergentes, y la cuestión efectivamente ha permanecido abierta mientras la idea del Infierno y de todo lo que con él se relaciona continuó siendo actual en la conciencia religiosa de los Judíos. Como las ideas escatológicas resultaron para el Judaismo mucho más fluidas y capaces de variaciones más amplias que para el Cristianismo, el mismo fenómeno se verifica en lo que concierne a las representaciones de la naturaleza de las penas en el más allá y de la duración, temporaria o infinita de los juicios del Ultimo Día. Es claro que en este contexto, la cuestión de Job acerca del goce de los malhechores y el sufrimiento de los justos en este mundo, podría recibir también una especie de respuesta, que el autor del libro de Job probablemente no hubiera podido aceptar.
Como conclusión, añadiré algunas palabras sobre las ideas de los cabalistas judíos, los esotéricos del Judaismo rabínico.
La originalidad de las respuestas que los cabalistas han dado a la problemática que nos ocupa, se desenvuelve en dos direcciones diferentes. De un lado encontramos una ampliación de la significación del pecado y de sus consecuencias, que va mucho más allá de lo que sostienen las fuentes esotéricas del Judaismo histórico. La esencia del pecado es vista aquí como ruptura de la armonía del cosmos, destrucción de una unidad original en la que no sólo la severidad y la gracia de Dios actuaba en un equilibrio armonioso, sino que todos los reinos de la creación estaban, ellos también, penetrados de la misma armonía, y el hombre permanecía en comunicación ininterrumpida con la Divinidad; una comunicación que consistía en la contemplación de lo Divino y de los misterios de Dios vivo manifestándose en su potencia creadora. La desobediencia de Adán al mandamiento divino originó una división que destruyó dicha comunicación y tuvo consecuencias desastrosas para todo lo creado. El pecado lleva la división allí donde debían reinar la armonía y la unidad: allí reside precisamente su esencia secreta. La "pena" es, en el espíritu de los cabalistas, el aislamiento de las cosas y del hombre con relación a Dios. El hombre que acepta en su ser y en su actuar tal aislamiento, crea una realidad falsa, inauténtica; y esta visión fundamental de la naturaleza del pecado comprende todas las consecuencias de la caída de Adán y de los pecados del género humano. Los cabalistas desarrollan todo eso en sus exégesis místicas de la falta de Adán. El árbol de la vida y el árbol del conocimiento son en su esencia profunda una sola cosa, nacen de una raíz común, porque representan la polaridad de la potencia creadora divina, cuya oposición es separada en una unidad superior. Lo que crea y lo que reflexiona, lo que da y lo que recibe, surgen del mismo terreno. La tarea de Adán era captar su unidad, pues la vida y el conocimiento no deben estar separados, sino que, por el contrario, es necesario comprenderlos y actualizarlos en su unidad. Pero Adán separa los dos "árboles", aislando así la fuerza del árbol del conocimiento del bien y del mal, vale decir el principio de la severidad divina, y dejándola actuar aislada sobre sí mismo. La pena no es sino la consecuencia de la separación de los dos árboles. El fruto que toma arrancándolo del árbol del conocimiento, es el símbolo de la acción que ha destruido la unidad. La severidad de Dios, su justicia punitiva, ya no es atenuada por su vínculo intacto con la gracia; se ha vuelto, por decir así, independiente y actúa como fuerza independiente. La tarea mística de Israel, que se realizará únicamente con la redención, es precisamente abolir la separación de la que derivan las desgracias y las faltas llanas, como violación del estado originario y mito de la caída del hombre y de sus fatales consecuencias se ha tornado en algo completamente interior.
Pero la Cábala posterior ha dado todavía un paso adelante: el mito de la caída de Adán, que ha traído el desorden al mundo, es traspuesto a una época y a un acontecimiento mucho más antiguo. En el despliegue de la potencia creadora divina existe algo que ha causado la desarmonía, el desorden y la preponderancia de la severidad divina, ya antes de la creación del Adán terrestre. En estas especulaciones teosóficas de los cabalistas sobre "la ruptura de los vasos" de los que Dios quería servirse para la creación, no encontramos, por supuesto, lo que llamamos un mito de la pena, pero sí encontramos un mito del origen de la acción aislada de una justicia que castiga, de la severidad de un Dios que castiga. Es un proceso que se realiza, como dicen los cabalistas, en Adán Kadmon, no en el primer hombre creado, sino en una emanación de los poderes divinos, un hombre originario espiritual, cuya forma resume y representa todas las formas, y cuya imagen creada fue el Adán terrestre. Estamos en presencia aquí de un mito de la caída y no propiamente de un mito de la pena. De hecho, esta caída ha sido, según los cabalistas, una necesidad profunda de la acción divina, que ha debido abandonar su infinitud original para hacerse operativa en lo finito. Lo infinito no podría desplegarse sin conflictos y sin interrupciones sino en el propio infinito. Es la naturaleza de la decisión de crear lo que hace imposible una acción semejante sin conflictos: no puede provocar la confusión y desarmonía en lo finito precisamente porque es algo finito. Pero temo alejarme con esto del tema central de este trabajo.
Los cabalistas han adoptado otra respuesta, más ingenua, al problema del pecado y de la pena, aceptando la doctrina de la transmigración de las almas, que implica naturalmente una teoría inmanentista de la pena y su cumplimiento en el interior del devenir del mundo. No hay en esto ninguna contribución judía original a nuestra problemática, aunque la importancia de esta idea haya sido grande en el Judaismo cabalista. La trasmigración de las almas fue comprendida como un exilio lejos de su propio reino. Así como el exilio de los cuerpos, del cual la historia de Israel ofrece ejemplos simbólicos, era una pena de los pecados, el exilio de las almas es también una pena: deben purificarse de las faltas cometidas durante su existencia terrena, mediante largas peregrinaciones a través de esferas humanas, y aun no humanas.