Notas sobre la ambivalencia de la pena
SERGIO COTTA
EN un pasado no demasiado lejano, el derecho era considerado, y consecuentemente respetado, como ars boni et aequi, como pars philosophiae, y, por lo tanto, como un sistema normativo y ordenador del comportamiento humano digno de la atención, y aun hasta de la imitación, del moralista y del teólogo. La indiferenciación entre derecho y justicia, y la primacía de ésta sobre las otras virtudes en la antigüedad clásica, así como la casuística al comienzo de los tiempos modernos, nos ofrecen un testimonio notable de la influencia ejercida por el derecho sobre la especulación moral. Pero hoy día, a mi parecer, los filósofos y los teólogos no se hallan demasiado bien dispuestos para con el derecho. Ello se debe a que lo encaran esencialmente como limitación y compulsión: es entonces la fuerza punitiva la que les parece expresar fielmente la naturaleza esencial del derecho.
En el campo de la filosofía política o moral, es sin duda esta imagen punitiva la que ha inspirado a un Proudhon (y, en general, al pensamiento anarquista), a un Marx o a un Tolstoi su bien conocida hostilidad por lo jurídico y sus sueños de un mundo que se librara de ello, de un modo u otro. Pero el caso más notable de la hostilidad actual de los filósofos para con el derecho es el de Heidegger. En efecto, pese a haber reconocido en Sein und Xeit toda la importancia del problema del derecho, pues éste se le aparecía como un modo constitutivo del ser-en-el-mundo, y pese a haber afirmado en Holzwege que las nociones de nomos y diké se ubican en el centro del pensamiento griego primitivo, acaba, sin embargo, en ambos casos, por confinar sin apelación al derecho en el campo de lo inauténtico, de lo insignificante, de lo banal. Es, precisamente, el derecho lo que Heidegger ve como índice tal vez más seguro de la caída en este ámbito.
Esto es sobradamente conocido y no insistiré más sobre ello. Me pregunto más bien si esta concepción pesimista del derecho no es consecuencia, en Heidegger, de que él ha considerado, sobre todo, precisamente el aspecto punitivo del derecho. Es lo que me hace suponer una frase significativa de Holzwege, donde se dice que es necesario explicitar "el lugar desde donde se profieren las palabras derecho, pena". No siendo un especialista en Heidegger, dejó abierta la cuestión, que propuse solamente con la finalidad de hacer sentir qué resonancias filosóficas tiene, o puede tener, una imagen exclusivamente o principalmente punitiva del derecho.
Por otra parte, los filósofos no son enteramente responsables de esta imagen del derecho, a mi juicio incompleta y deformada. Son los propios juristas, sobre todo los juristas contemporáneos, que han hecho lo necesario como para legitimar esta concepción deformante del derecho. Me limitaré a recordar que un gran número de reputados juristas —como Austin, Holmes, Kelsen, Ross, etc.— consideran que el derecho no es, en su esencia, sino una administración de sanciones, o mejor dicho, un sistema de reglas sobre el uso de la fuerza. Las normas que en el lenguaje jurídico tradicional eran denominadas primarias, es decir, las normas que prescriben el comportamiento de los ciudadanos —tales como "todo contrato legal debe ser respetado", "no matarás", etc.— son consideradas como no jurídicas o, por lo menos, como secundarias en relación con las normas que establecen las sanciones.
A causa de la preponderancia de la sanción, se ha operado una verdadera penalización —si me es permitido llamarla así— del derecho en su totalidad, que no lo considera sino desde el punto de vista del bad man —una afortunada fórmula de Holmes—, es decir, desde el punto de vista de aquel que se halla trabado y golpeado por el derecho. Esta es, entre paréntesis, una perspectiva que falsea las cosas, dado que el bad man es precisamente aquel que niega al derecho o, cuando mucho, se sirve de él para eludirlo. Me resulta harto singular que para comprender un fenómeno humano se haya elegido el punto de vista de aquel que lo rechaza o lo niega. Sea como fuere, el hecho es que el bad man, perseguido por los jueces, es elegido por los teóricos del derecho que lo han aceptado como guía para penetrar la naturaleza de lo jurídico.
Podría ser posible, por otra parte, que en su momento estos juristas hayan elaborado sus doctrinas bajo la influencia de filosofías de la fuerza. Esto es cierto, al menos, en lo que concierne a Holmes, quien es un darvinista convencido. Pero no es endilgar responsabilidades lo que nos interesa aquí. Nos basta comprobar que la consideración del derecho bajo la perspectiva de la pena parece erigirse hoy en sendero obligado, que es necesario atravesar para llegar a captar en su complejidad el fenómeno jurídico. En mi opinión, es necesario recorrer el camino opuesto: es la comprensión del derecho la que nos permitirá captar la naturaleza jurídica de la pena. Pero sobre esto volveré más adelante. Ahora es necesario que tomemos nota de la importancia primaria reconocida a la pena por los juristas.
Pues, precisamente, es la noción jurídica de pena la que está expuesta a los ataques de filósofos laicos, por un lado, y de teólogos y filósofos cristianos, por el otro. Los filósofos laicos le reprochan el haber sido recargada de significados demasiado elevados y demasiado abrumadores para ella, el haber sido absorbida por la noción religiosa de castigo, acabando así por presentarse como punición, y hasta como purificación, de un pecado y no de un simple delito. En suma, es el equívoco de una pena puramente social que se configura de acuerdo con un modelo religioso (y que, por esto mismo, se sacraliza) lo que denuncian los filósofos. Es ocioso insistir en la parte que le ha tocado a la filosofía de las luces en esta denuncia: baste recordar los nombres de Beccaria o de Voltaire.
Los filósofos cristianos y los teólogos (sobre todo los de hoy) reprochan, por el contrario, al derecho el haber impuesto su visión del mundo y su esquema organizativo a la teología, a la eclesiología y a la moral: Dios concebido como un soberano y legislador temporal, la Iglesia como un orden jurídico, la regla moral como una regla heterónoma que inspira una conducta puramente legalista y formalista. El juridicismo es considerado, así, como el gran responsable de la caducidad de la vida religiosa. En particular, se le reprocha al derecho, en la versión penalizada de la que hablé, el haber contribuido poderosamente a presentar a Dios, el Padre, la Vlenitudo charitatis, como el gran juez, el gran castigador (lo que implica, necesariamente, la presencia sobre la tierra de un "gran inquisidor"...)
Estos reproches no podrían ser, en teoría, ambos verdaderos (aunque ambos podrían ser falsos): si es la religión la que ha deformado al derecho, éste no puede ser tomado como responsable de la deformación de la religión y viceversa, pero la lógica de la incompatibilidad no expresa fielmente el movimiento de la historia, donde las cosas son pérplexae et permixtae, como decía San Agustín. Hay numerosas buenas razones, que se me dispensará de recordar aquí, para afirmar que hubo (y hay) interacción entre religión y derecho. Consecuentemente, el problema no consiste en echarse uno al otro la responsabilidad de esas desviaciones, sino más bien trabajar en conjunto en pro de la necesaria desmitificación.
En efecto, nos encontramos frente a dos mitos, de los que se podría decir que encuentran su origen en un uso arbitrario de la analogía, el cual, al suprimirle prácticamente el lado diferencia, le absolutiza el lado igualdad.
La sacralización de la pena jurídica es la consecuencia de un mito teomórfico: el monarca, la patria, el Estado son concebidos a imitación de Dios y reciben sus atributos: omnipotencia, infalibilidad, soberanía, superiorem nott recognoscens, sacra maiestas. Sin embargo, sería históricamente inexacto creer que, en el marco de la civilización posterior al advenimiento de Cristo (no me propongo remontarme más alto), este mito sea herencia exclusiva de la Edad Media, tal como lo creían, con una buena dosis de ingenuidad y de acritud, los filósofos llamados ilustrados del siglo XVIII. En la Edad Media, indudablemente, la pena jurídica se halla sacralizada, pero sobre todo cuando alcanza el ámbito de lo religioso: herejía, sacrilegio, blasfemia, son los crímenes que dan lugar a las penas más severas, y donde se manifiesta en más alto grado la sacralización de la pena. Pero el soberano medieval, aunque nimbado de un sacro esplendor, aunque considerado a veces episcopus in temporalibiis, siempre permanece, de acuerdo con el derecho, sometido a Dios, por el simple hecho de que se cree en la existencia de Dios, y que el monarca no puede ser considerado su igual.
No es sino con el nacimiento del Estado moderno cuando este mito triunfa plenamente, al pasar por las tres etapas de la monarquía absoluta, del Estado nacional y del Estado totalitario. Es la monarquía absoluta la que iguala el crimen contra el soberano (¡y contra su fisco!) a los crímenes contra Dios. Es el Estado nacional el que sacraliza la patria y, consecuentemente, los deberes hacia ella y las penas que los garantizan. Idéntica cosa hará el Estado totalitario en beneficio del régimen. En suma, con la laicización del Estado no asistimos a una desmitificación de la pena, sino más bien a su mitificación en otra dirección. Lo que es paradójico sólo en apariencia.
La juridización de lo religioso es, por el contrario, consecuencia del mito antropomórfico: el mito de la reducción de Dios y de su palabra al nivel del hombre, de su actividad legislativa y punitiva, aunque se trate de un hombre elevado al más alto poder. No necesito insistir sobre este mito, suficientemente conocido. Señalaré solamente que la juridización de lo religioso es más peligrosa cuando se tiene una imagen falsa o, al menos, incompleta del derecho.
Para liberarse de estos dos mitos, que de una manera u otra falsean nuestra visión del derecho, pienso que es necesario captar lo que es el Urphänomen del derecho (en el sentido que le da Kerényi): es decir, no el "fenómeno jurídico original", sino aquello que constituye lo "simple" jurídico. Me parece, en efecto, que, visto en su simplicidad constitutiva, el derecho tiene el gran mérito —que sus detractores no ven— de develarnos la existencia en sus caracteres propios y reales. Es lo que intentaré demostrar.
Examinado en un primer nivel de profundidad, el derecho nos ofrece efectivamente el testimonio, tal vez el más evidente y el más irrefutable, de la verdad de la proposición tan sorprendente de Castelli: "la pena de la inocencia perdida es la pérdida del sentido mismo de la inocencia".
Todo en el derecho es testimonio de la pérdida de la inocencia. Por cierto, nos es difícil definir exactamente a la inocencia pues, habiéndola perdido, hemos perdido también su sentido pleno y exhaustivo. Nos queda, sin embargo, (para servirme de una expresión célebre de San Agustín) umbra et imago quaedam, que nos permite darnos, per speculum in aenigmate, una representación o, mejor, una "figura" de ella. La "buena fe", de la que hablara en términos tan penetrantes el profesor Panikkar, esta buena fe que no se interroga, que no se defiende o se defiende sólo por su debilidad, es muy probablemente la sombra más fiel que la existencia conserva de la inocencia. No pretendo entonces captar la inocencia en su plenitud: me basta evocar su imagen atribuyéndole las características de la buena fe que acabo de recordar (no interrogarse, no ser capaz de defenderse o defenderse solamente por su debilidad), y añadiéndole las características siguientes:
La inocencia es, en primer lugar, "fianza" (permítaseme hacer uso de este neologismo a fin de evitar las palabras fe y confianza, que no expresan enteramente mi idea), y lo es bajo dos aspectos interdependientes: pues la inocencia se fía en los otros (es decir que presta fe a los otros, praestat fidem) y se confía en los otros (es decir que se da cum fide en los otros). Es un doble movimiento inescindible que liga entre sí al sujeto y los otros: en la situación de inocencia el sujeto se fía en los otros porque los considera inocentes; se confía en los otros porque su inocencia le es suficiente (sola fides sufficit). Siendo "fianza" en el sentido complejo que acabo de indicar, la inocencia no teme a nada ni a nadie, y, por lo tanto, no se precave, la misma idea de precaución le es extraña.
En segundo lugar, la inocencia es libertad. Esta afirmación, banal en sí misma, nos sirve sin embargo para comprender todo lo que hay de falso en nuestro uso, cotidiano de la palabra inocencia: en efecto, son los niños pequeños a quienes, habitualmente, consideramos inocentes por excelencia, cuando de ellos debería decirse que son no-acriminables. ¡Nada es más determinado que el niño!, y precisamente en el sentido que el psicoanálisis nos ha develado y que San Agustín había comprendido tan bien cuando denunciaba la presencia y la obra del mal en el niño. La libertad de la inocencia (que los "inocentes" existenciales nos ocultan) se nos muestra en su plenitud, y en su imposibilidad existencial, por la meditación de la célebre frase agustiniana: ama et quod vis fac. Es el amor el que hace posible la libertad.
En tercer lugar, la inocencia es un obrar con facilidad, sin esfuerzo, precisamente porque es libertad y "fianza", porque no se interroga. La facilidad excluye el esfuerzo, el empeño, la concentración de la atención; no quiere decir esto que los condene, sino que no tiene necesidad de ellos, que los ignora, al ser siempre y en todo lugar lo que ella debe ser.
Sin duda, se podría llevar mucho más lejos el esfuerzo de representarnos la inocencia. Pero estos pocos rasgos me parecen suficientes para mi propósito, que es el de confrontarla con el derecho para captar a éste/ en su simplicidad.
Me parece la evidencia misma que el derecho se sitúe en un plano por completo diferente. Aunque se me podría objetar que no he construido la imagen de la inocencia sino a partir del derecho, componiéndola de todo lo que el derecho no es. No tendría dificultad alguna en aceptar esta objeción, porque me parece probable que el movimiento por el cual nos aproximamos a lo "perdido" (y si hay algo seguramente perdido en la existencia es la inocencia) o a lo trascendente, es un movimiento que va de lo negativo a lo positivo, si es que no se detiene en lo negativo.
Pero volvamos al derecho. Para mejor hacer sentir la distancia que hay entre derecho e inocencia, quisiera, en primer término, recordar una singularidad del lenguaje jurídico en relación con el lenguaje común: en él, el sustantivo predomina sobre el verbo. Se dice, en efecto: hacer una cesión, y no ceder; contraer una deuda, y no endeudarse; presentar una prueba, y no probar, etc. Evidentemente, el lenguaje jurídico emplea también verbos, pero éstos toman su exacto significado técnico del sustantivo; del verbo se vuelve siempre al sustantivo.
Eso se debe, me parece, al hecho de que el sustantivo tiene una capacidad de cristalizar la tipicidad de la acción que el verbo no tiene, ya que éste expresa una pluralidad más vasta de posibilidades. El sustantivo es netamente definido, el verbo es polisignificante; el sustantivo es (más) cerrado, el verbo (más) abierto. Esto no es más que un pequeño signo, pero bastante elocuente, de que el derecho exige que se defina la acción al máximo, que se la vuelva típica, sin excepciones que no sean, en su momento, previstas y tipificadas, que se estreche la acción en tal forma que la voluntad que la inspira deba amoldarse a ella.
Nítidamente, entonces, el derecho se inclina hacia el campo de lo cerrado, es el ámbito de la intención, de la voluntad, de la acción formalizada. He aquí dos proposiciones que pueden chocar a los filósofos de lo abierto y de la libertad, a los teólogos del amor, pero que todos los juristas, aun los más antiformalistas (entre los cuales me encuentro), no cuestionarían de ningún modo, porque expresan la manera de ser específica del derecho. En seguida veremos la razón de ello.
Prosigamos aún nuestro análisis aproximando muy rápidamente inocencia y derecho. Por cierto, éste no es "fianza": en la actividad jurídica, en efecto, jamás se fía en los otros ni se confía en los otros; por el contrario, se toman precauciones, se aseguran garantías en relación con los otros, para evitar ser perjudicado por ellos o perjudicarlos, provocando así su reacción. Lejos de no defenderse o de defenderse por la sola debilidad, el derecho se defiende y, lo que es más, se defiende por la fuerza. Evidentemente, puede tolerar episódicos renunciamientos a la defensa, pero no podría tolerar, sin ser golpeado de muerte, que se generalizaran hasta llegar a ser la regla, la normalidad.
El derecho no es libertad; por el contrario, nos sujeta, aunque más no sea que obligándonos a colar nuestra voluntad en el molde de una forma dada. No necesito insistir sobre este punto.
Finalmente, el derecho no es facilidad, ausencia de esfuerzo; exige una atención continua y fatigosa, una asidua presencia del espíritu en todo lo que se hace: una palabra, un gesto, o una decisión espontánea pueden despojarnos del abrigo de esta forma que, como una armadura, nos protegía contra los golpes ajenos.
En síntesis, considerado globalmente, el derecho es producto de un ejercicio de la razón, en tanto cálculo, previsión, organización. Si queremos emplear un lenguaje clásico, la virtud que mejor le conviene es la virtud de la prudencia. Aún podría agregarse que, en el campo de la praxis, representa el más prolongado esfuerzo de este tipo de razón y este tipo de virtud.
¿Es necesario, entonces, concluir que el derecho es desconfianza, servidumbre, esfuerzo? Estoy dispuesto a aceptar que, efectivamente, es todo eso —reservándome, no obstante, la posibilidad de mostrar, de inmediato, que también es algo distinto. Desde ya podemos llevar nuestro análisis a un segundo nivel de profundidad. En efecto, si el derecho es desconfianza, esta desconfianza no se dirige solamente a los otros, sino también a nosotros mismos. Recordemos la célebre definición romana de la justicia: constans et perpetua voluntas tus suum cuique tribuendi. Y bien, esta voluntad constante, si no perpetua, el derecho la exige no solamente de los otros, sino también de mí mismo, porque no desconfía de los otros, sino del hombre. Cuando inscribo bienes a nombre de mi esposa o de mis hijos, cuando les reconozco formalmente derechos, no hago otra cosa que poner mi voluntad actual de amor, de caridad, al abrigo de mi inconstancia existencial, admito desde el comienzo que todo lo que hay de más hermoso y más puro en mi vida puede decaer. Es siempre la desconfianza, pero una desconfianza saludable porque no me perdona.
De igual modo, la servidumbre y el esfuerzo en los que el derecho se expresa, no son la triste suerte que me toca exclusivamente a mí, sino la suerte común que hace a todos los hombres iguales entre sí. Siempre es servidumbre y esfuerzo —de acuerdo—, pero una servidumbre y un esfuerzo comunes que no dan lugar al privilegio, y que testimonian la plena participación de todos en el mismo destino. Es precisamente gracias a esta generalización de la desconfianza, de la servidumbre y del esfuerzo, operada por el derecho, que éste nos proporciona el sorprendente testimonio de un aspecto primero y fundamental de la existencia: su falta de inocencia.
En este marco podemos ahora tomar consciencia de lo que constituye lo "simple" del derecho. Una humanidad privada de inocencia, es decir, una humanidad que no puede fiarse, amar en completa libertad, obrar sin esfuerzo y sin atención, exige, para poder existir, la coordinación de las acciones. He aquí, a mi juicio, el Urphänomen del derecho. Pues coordinación implica reglas, tipificación, formalización de la voluntad, que no son sino medios de protegerla y garantizarla. Pero estas garantías exigen a su vez ser garantizadas: la pena es la garantía suprema del sistema jurídico entero, privado de la cual se derrumba.
La pena no es, entonces, la piedra de escándalo del derecho, sino, bien por el contrario, la piedra angular, oculta bajo tierra, sobre la cual se asienta el edificio de garantías que una humanidad privada de la inocencia está obligada a construirse. La pena existe porque existe el pecado. Lejos de representar el símbolo de la sacra maiestas del hombre, le recuerda a cada instante su condición de caído.
Es ella, en efecto, la que permite ver, de la manera más clara, que el derecho se inscribe totalmente en el horizonte de la pena del pecado, porque pone en evidencia el golpe quizá más grave de la existencia: la imposibilidad de fiarse en aquéllos (los otros y sí mismo), o de confiarse en aquellos (los otros y sí mismo) a los que sin embargo se querría amar; la imposibilidad de esperar de su movimiento autónomo la acción justa o el arrepentimiento por la acción injusta.
A pesar de la repulsión instintiva y sentimental que la pena nos pueda inspirar, será necesario al mismo tiempo agradecerle la luz despiadada y desmitificadora que arroja sobre la existencia. Por otra parte, ¿no es la piedad la que nos desvía cuando se trata, no de obrar, sino de vernos, de volvernos enteramente transparentes a nosotros mismos, de conocernos? No hay una técnica de la amabilidad, nos advirtió Castelli; estoy de acuerdo con él: el derecho de ningún modo es una de ellas. Pero le reconocería gustoso el mérito de ser una técnica del desencantamiento.
Todo lo que acabo de decir parece guiarnos a concluir que el derecho es la antítesis más radical de la inocencia. De ningún modo pienso así. A mi juicio, si el derecho se inscribe en el horizonte de la pena del pecado, no necesariamente lleva sobre sí la marca del pecado de la pena. Sin duda, el hombre tiene la posibilidad de imprimírsela, y en el curso de la historia lo ha hecho muy a menudo, toda vez que erigió la pena en expresión terrible de su mítica sacra maiestas. Pero el pecado de la pena no pertenece a la esencia, a la simplicidad constitutiva del derecho.
Es que la inocencia, perdida como status, permanece sin embargo presente en la existencia como imagen inquietante, como aspiración inevitable, aun antes de que se la pueda advertir como deber. Es precisamente lo que nos muestra el derecho en su estructura, si, haciendo un esfuerzo ulterior para comprenderlo mejor, lo examinamos en un tercer nivel de profundidad. Todo este sistema grave y complicado de reglas, de formas y, finalmente, de sanciones y de penas, todo este ámbito cerrado, ¿para qué sirve sino para permitir que sea abierto? Toda esta desconfianza, esta servidumbre, esta atención fatigosa, ¿pan qué sirven sino para restablecer, tanto como sea posible, la "fianza", la libertad, la facilidad, de los que la imagen de la inocencia presente en nosotros pese a todo, nos hizo sentir todo su valor? Una vez que hemos establecido perfectamente nuestros derechos y deberes recíprocos, reencontramos un cierto grado de fianza; al amparo de las leyes y las penas, reencontramos un cierto grado de libertad y facilidad.
Es entonces por la desconfianza que el derecho asegura la fianza, por la servidumbre la libertad, por el esfuerzo la facilidad, demostrando así que se halla al servicio de la inocencia, que ésta es su fin. Si no es una (imposible) técnica de la amabilidad, es, sin embargo, una técnica para la amabilidad, porque el desencantamiento que el derecho opera no es un fin en sí mismo, sino el medio gracias al cual se recobra la inocencia posible.
Pero el derecho no sólo está al servicio de la inocencia, testimonia además que sin un cierto grado de inocencia la coordinación de las acciones, y por lo tanto la existencia, no es posible. La buena fe es necesaria, aunque no suficiente, para hacer negocios; para poder comprometerse y comprometer a los demás es necesario ser libre, no impedido. Buena fe, buen padre de familia, buen administrador, libre voluntad, todas estas fórmulas no son, como a menudo se piensa, incrustaciones heterogéneas al derecho que un lenguaje jurídico más preciso podría eliminar. Opuestamente, expresan el lazo profundo e inevitable que une al derecho con la inocencia. Sea sirviéndola, sea exigiéndola, el derecho reconoce siempre a la inocencia como superior a sí mismo.
Ya estamos en condiciones de comprender en su plenitud el testimonio que el derecho nos ofrece de la existencia tal como es: de un lado, inocencia perdida; del otro, presencia de la inocencia como fin y como criterio para la acción. Es este dualismo de ausencia-presencia de la inocencia lo que caracteriza tanto a la existencia como al derecho.
Respetando fielmente este dualismo —es decir, evitando caer ya en el angelismo, ya en la pura desconfianza—, el derecho no hace sino respetar su propia esencia profunda. Para que esto sea posible, es necesario que la pena jurídica no se configure a imagen del juicio de Dios, sino que permanezca al servicio de la inocencia, sirviente humilde y dolorosa que busca asegurarla y permitirle que se manifieste, y que se ofrece a los hombres como una ocasión, una posibilidad (y no una imposición) de protección de la inocencia en la existencia caída.