REPARACION Y TRAGEDIA
DONALD M. MACKINNON
EN el debate crítico de la teología de Anselmo, el hecho de que éste dependía inconscientemente de las ideas éticas sugeridas por el orden social de su época es ya considerado como un lugar común. Sin embargo, los que están prontos a declarar cuán importantes son sus restricciones a esta perspectiva, muchas veces no lo están tanto si se trata de adoptar los mismos criterios para el análisis de sus propias ideas. Y no obstante, la teología fundamental es siempre el reflejo, ya de prejuicios personales no reconocidos, ya de presupuestos morales que constituyen el patrimonio del teólogo. En una teología digna de este nombre, nos encontramos siempre en presencia de una fe que persigue la comprensión de sí misma; comprensión que continuamente torna precaria el relativismo, que no puede dejar de afectar aun al más disciplinado esfuerzo de quien la investiga. En ningún otro dominio estas consideraciones son más apremiantes y urgentes para el pensador que en el de la doctrina de la obra de reparación de Cristo.
Es quizá, en parte, por esta razón que vemos, entre los autores que practican el arte de la desmitologización, una tendencia a recoger la así llamada concepción "clásica" de la obra de Cristo, que el obispo Gustaf Aulén revitaliza basándose en que es, en su forma y contenido, mitológica de una manera a tal punto desembozada que se la puede traducir en todos los términos que se hallen en proporción de satisfacer al traductor. Hablar de la Cruz como de "la victoria sobre las potencias de las tinieblas", es hacer uso de una variable mitológica a la cual se le puede adjudicar un valor casi a voluntad. La esfera de opciones dentro de la cual pueden hallarse estos valores se encuentra naturalmente ampliada por la incertidumbre de moda, hoy día bien fundamentada, predominante entre los sabios especializados en el estudio del Nuevo Testamento, a propósito de las intenciones de Jesús al encaminarse hacia su Pasión. En la doctrina mitológica, su padecimiento es caracterizado como "una victoria sobre las potencias de las tinieblas", con lo que viene a resultar dotado de una significación profundamente terapéutica cuando se trata, por ejemplo, de nuestros temores ante la perspectiva de un futuro enteramente desconocido, pero no obstante cargado de amenazas.
Esta forma de expresarnos podría hacer pensar en una intención caricaturesca bastante poco caritativa; pero, al menos, esto nos pone en condiciones de reconocer en qué medida algunos, entre los que emplearon la noción de desmitologización en este terreno, han renunciado deliberadamente a la tarea de evaluar la obra de Cristo en términos éticos; han evitado los riesgos que esta tarea implica; los riesgos que Anselmo y Abelardo, en términos de debate medieval, han corrido, por cierto, y que también los contemporáneos que se esfuercen en seguirlos deberán correr. Aquel que, como nosotros, se enrola en el estudio de la teología desde el punto de vista del filósofo de la moral, es consciente de cuán numerosos han sido los esfuerzos, a partir del período del Nuevo Testamento en adelante, tendientes a presentar el sentido de la obra de Cristo en términos moralmente significativos. Esta tentativa comprende, por supuesto, innumerables ejemplos de teologías moralmente espantosas en sus implicaciones, a tal punto que su estudio nos impulsa a rechazarlas o, aún más, a decir que, si poseen una cierta verdad teológica, los hombres están moralmente justificados si se rebelan contra la monstruosa divinidad cuyos caminos muestran estas teologías. Por otra parte, una vez admitido este hecho de historia intelectual, es necesario convenir que es en el contexto de la teología de la reparación donde se han efectuado determinadas exploraciones, y de las más profundas, de la situación humana; y que esto fue posible únicamente cuando se consideró la obra de Cristo como algo moralmente significativo. Al decir esto, de ningún modo se pretende negar que frecuentemente se ha descubierto que ella constituía por sí misma una fuente, una fuente última y definitiva de significación moral. No cabe duda que hombres y mujeres encontraron los horizontes de su comprensión moral ampliados y transformados por su contemplación. Sin embargo, estos horizontes continúan siendo horizontes de la comprensión moral. Su ampliación fue conquistada sólo al precio terrible de reducir lo definitivo y último al nivel de lo relativo, de omitir reconocer la inevitable pobreza de las imágenes y analogías empleadas. Pero el presupuesto era, naturalmente, que aquí estábamos comprometidos en una realidad que atañía a la substancia de nuestra vida moral.
Hablar en estos términos presuponía, necesariamente, no estar condenados a un agnosticismo integral frente a la consideración de la manera y circunstancias de la vida humana de Cristo. En cierto sentido, aquello implicaba el adecuado acceso de ciertos elementos profundamente presentes en la moderna desvalorización de lo mitológico. Había un elemento de atención (que, se decía, correspondía al estilo de la narración evangélica) a partir de la milagrosa apertura a la profundidad humana y de estas acciones imponentes de autoridad que entrañaban los testimonios del asombro y de una especie de semi-fe (peligrosa tanto para ellos mismos como para lo que profesaban) hasta un acto supremo que podía presentarse con una abstención más o menos completa de ornamentaciones apocalípticas y milagrosas, pero que presentaba sólo lo trascendente, mediante una ironía sutil y estimulante. Pero el género de moralización del cual yo hablo presuponía que este elemento pertenecía a la realidad de las cosas. El movimiento que va de lo milagroso a lo moral fue adoptado (según una útil definición de Wittgenstein) como un "sistema de proyección", pues más que ningún otro permitía a hombres y mujeres captar la interioridad de la Revelación; y esto porque la obra cumplida y la prueba sostenida en carne y en sangre humanas era algo cuyos contornos podemos dibujar verdaderamente. Lo que dijimos y escribimos era lógicamente contingente, y epistemológicamente materia de percepción y memoria. Mas todo ello era el significado inevitable de la Encarnación, hasta su reflexión al nivel de la conciencia humana.
Un estudio de la historia de la teología nos recordará constantemente, como dije, la profunda perversión que ha alcanzado este esfuerzo de captar la interioridad de la obra de Cristo en términos éticos, y podemos comprender cómo los que quisieron afirmar que una evaluación más adecuada del material histórico muestra que tal cosa es imposible, hayan considerado este reconocimiento como una liberación.
Sin duda se ha señalado con frecuencia que la visión del mundo presentada por el drama trágico es, en su mayor parte, irreconciliable con la concepción cristiana de la existencia. Y se arguye que en Sófocles, en Shakespeare, en Racine, percibimos un elemento oculto e indócil en el esquema de las cosas: un destino que conforma la historia de una Electra, de un Hamlet, de una Fedra, y que constituye su patrimonio impenetrable. Aun considerando las exploraciones que Racine hace de todo tipo de desórdenes y extravíos, es imposible no advertir en su obra —como en la de los otros autores mencionados— una paradójica afirmación de la libertad humana y al mismo tiempo de un elemento irreductible en el esquema de las cosas, que niega igualmente la fidelidad moral más firme. Un determinista jamás podría escribir una tragedia verdadera ni acertar en este tipo de exploración en profundidad de la responsabilidad, de la justicia, de la culpabilidad, que hallamos, por ejemplo, en Electra o Hamlet. Sófocles y Shakespeare presuponían, aun sin admitirlo explícitamente, la realidad de una "libertad de posibilidades abiertas". Electra hubiera podido seguir el camino de su hermana, mucho más complaciente, y evitar con ello esa separación que fue el precio de su rechazo al compromiso con la realidad de la situación en la que ella se encontraba. Fue su firmeza la que la traicionó, fue su rechazo a pretender que las cosas fueran diferentes de lo que eran, lo que la transformó en un ser humano obsesionado por una decisión de venganza; venganza que no podía ser considerada, al ejecutarse, más que como un simulacro de justicia. Y aun, en lo que concierne a Hamlet, es una instancia parecida (la verdad sobre la muerte de su padre revelada en un acto que da libre curso a las emociones) la que destruye a Ofelia.
En tales obras, la presencia de la realidad del mal moral, de las formas por las cuales se experimenta su poder como fuerza destructora, vuelve insignificantes y fútiles los escritos de la mayor parte de los filósofos y teólogos. Y eso porque las obras que he mencionado se hallan más próximas, más en consonancia con las características de la situación humana. Aunque se pretendiera dejarlas de lado como obras de imaginación, la imaginación desplegada en ellas es una imaginación poderosa en la representación de lo que es; no es sirviente de una fantasía idealista, como al contrario sucede muy a menudo —hay que decirlo— en las confortables meditaciones de los teólogos y los metafísicos.
¿Qué decir entonces a propósito de los relatos del Evangelio? Es casi una convención de la práctica cristiana leerlos como si estuvieran orientados hacia un happy ending, como si la fe en la Resurrección que los hizo nacer tuviera el poder de obliterar el recuerdo de los sombríos acontecimientos que describen. Es un lugar común sin duda importante recordar que, tal como nos han llegado, son expresión de la fe cuyos orígenes, en cierto modo, presentan. Pero si su composición pertenece a la historia de la conciencia cristiana, es justificable que, en una evaluación crítica de sus contenidos, veamos a sus autores procurando ponerse de acuerdo con una revelación de las relaciones de Dios con los hombres, demasiado extraña como para admitir una comprensión decisiva o una representación.
Si gran parte de la discusión teológica moderna parece demasiado débil a un filósofo interesado particularmente en los problemas de la epistemología, depende de su insuficiencia para explorar en profundidad los numerosos problemas relativos a la memoria. Aunque los elementos apologéticos en los Evangelios, tal como nos han llegado, y el material del que se componen requieren una acentuación ininterrumpida, es necesario tener presente también en qué medida, así en los libros como en sus fuentes, existe una tendencia a referirse al pasado, a aproximarse a él. Evidentemente, no basta decir que se cree que el secreto de todo el problema está en el pasado; decir algo por el estilo sería un verdadero error. Pero es allí, en el pasado, donde debe encontrarse la presencia del Hijo del Hombre en el elemento inmanejable de la existencia humana; es allí, en el pasado, donde fue traicionado, y por esa traición, con todo lo que entrañaba para quien la había operado, siguió el camino para el que había sido llamado. En carne y sangre reveló la profundidad de la naturaleza humana; pero en el momento y lugar en que se manifestó como juez del mundo entero, fue también identificado, sin equívoco posible, con el condenado. Efectivamente, las doctrinas de la reparación, subjetivas u objetivas, han surgido del reconocimiento de lo paradójico de su situación, en ese aspecto.
Tal vez debamos señalar que cuando hablamos de estas doctrinas como doctrinas, tomamos esta palabra en un sentido diferente del que le damos cuando hablamos de las doctrinas de la Trinidad, o aun de la Encarnación. En efecto, aquello de lo que hablamos es esencialmente un hecho en la historia (no deberíamos olvidar nunca en qué medida los descubrimientos arqueológicos del período de posguerra han reactivado la conciencia general del contexto histórico del cristianismo primitivo). Una doctrina de la reparación es la proyección de un fragmento en bruto de la historia humana de manera calculada para que el hombre que lo estudie alcance una cierta percepción de la interioridad y de la significación universal que poseen esos acontecimientos, una cierta visión de la manera en que expresan y trasmiten la voluntad de Dios para con su creación. Pero una doctrina semejante fracasa inevitablemente si alienta al creyente a desviar su atención del elemento de desolación pura, la realidad del Cristo que sucumbe. Hablar de la disposición de Cristo para aceptar la quiebra y la derrota es común en el lenguaje casi casual de la piedad tradicional. En consecuencia, se olvida con facilidad que las palabras debieran ser empleadas y debieran ser comprendidas tal como son empleadas para designar un hecho simple. Y aún, debemos simplemente recordar las actualidades históricas y reflexionar un momento sobre el elemento de abdicación de la responsabilidad por la salvación de su pueblo, implícito en el camino seguido por Jesús. Es admisible preguntarse si por otros métodos hubiera podido ayudar a desviar la catástrofe que iba a sorprender al pueblo judío a menos de cuarenta años de la crucifixión. Puede argumentarse, al menos, que tenía influencia suficiente para obtener cualquier resultado; pero parece que hubiera preferido un camino que, si bien conduce a desenmascarar los motivos humanos, envuelve también a muchos de sus contemporáneos en un crimen terrible y provee inevitablemente de un pretexto a sus discípulos para cargar con la responsabilidad de la crucifixión al pueblo judío y sus descendientes. Si para el cristiano es en los acontecimientos del primer Viernes Santo donde debe captarse el sentido del juicio final del mundo, tanto como los fundamentos de su esperanza, debe recordar también que una parte del precio pagado por la realización de esas cosas en la historia humana fue el indecible horror de un antisemitismo, cuyos orígenes pueden hallarse tal vez en el propio Nuevo Testamento, y cuya última manifestación en nuestra época fue la aquiescencia cristiana a la "solución final". Decir esto puede parecer una exageración intencional. Pero debemos tener en cuenta no solamente la obra de Cristo, sino también las formas según las cuales la Iglesia cristiana la ha considerado desde los primeros tiempos. Siempre se ha estado asediado por la tentación de convertir el hecho en idea, de dejar de hacer propiamente justicia a lo que está implícito en el hecho, de encontrar el verdadero fundamento de la existencia humana en un trozo bruto de historia. De esta forma, el lado espinoso de la doctrina es suavizado mediante el rechazo a remitirse a los detalles concretos de los acontecimientos de los que se ocupa. Así, el misterio de la presencia de Dios en la existencia humana es empequeñecido por el olvido del abismo en el que desciende.
Y este abismo es, por lo menos, tan profundo como los abismos de las situaciones humanas que encontramos exploradas en la alta literatura. Una lección que debe aprenderse de la tragedia es que no existe solución al problema del mal; una lección que la fe cristiana confirma plenamente, aunque al mismo tiempo reemplace la enseñanza por la indicación de su misterio central. En la Cruz, los derechos contradictorios de la verdad y de la gracia se reconcilian mediante la acción, no mediante la palabra. La forma de su reconciliación es algo que permanece más allá de nuestra comprensión; únicamente podemos describir y redescribir. Pero debemos siempre cuidarnos de creer que mediante una fórmula podemos exorcizar la realidad, de la cual la memoria cristiana manifiesta ser bien consciente en sus comienzos, revelando además un gran temor de que todo recurso fuera invocado para suavizar su amargura. Por otra parte, y con relación a esto, el principio lex orandi lex credendi siempre ha prevalecido a través de los siglos, y aunque el pueblo cristiano se ha frustrado en la esperanza de encontrar una doctrina de la reparación apta para captar el sentido de la Cruz, siempre ha encontrado en su memoria la afirmación de la presencia y de la gracia divina. Es, en efecto, con relación a este hecho histórico que la oscilación entre concepciones subjetivas y objetivas, entre esquemas abelardianos y anselmistas, encontró sus defensores. Es allí donde se manifiesta la revelación de Dios; pero también allí se muestra la acción humana donde se sondean los abismos de la existencia y se exploran las contradicciones últimas de la vida.