CONFESIONES

Ron Goulart

Los relatos de aventuras de Ron Goulart, en exóticos escenarios de otros planetas, recuerdan las mejores novelas de acción de Burroughs, de Laumer o de Van Vogt. Pero Goulart, además, maneja varios temas al mismo tiempo, al estilo de Errol Flynn cuando propina un puntapié al rollizo trasero del burgomaestre sin interrumpir su duelo a espada con tres o cuatro de los guardaespaldas del rufián.

Creemos que Confesiones es uno de sus relatos más divertidos.

El hombre rechoncho golpeó la mesa con el puño. Luego miró a José Silvera con aire esperanzado.

—Así es cómo lo hice.

—Básicamente —dijo Silvera, un hombre muy alto y muy ancho de hombros—, su puñetazo en la mesa es excelente.

Hugo Kohinoor frotó su puño contra su voluminoso estómago.

—Pero podría ser mejor, ¿no es eso, Joe?

Silvera estudió el claro cielo azul. Se rascó la barbilla.

—Cuando sugerí que tenía usted un problema, no me refería a cómo debía golpear la mesa, sino a cuándo. En realidad, la culpa no ha sido de los discursos que escribí para usted.

Un camarero con chaqueta blanca se presentó andando apresuradamente.

—No necesitaba golpear la mesa. Precisamente venía hacia aquí.

—No te hemos llamado —dijo Kohinoor—. Sólo estaba haciendo prácticas.

El camarero se inclinó y miró de cerca al hombre rechoncho.

—¡Ah! —dijo—. Es usted Hugo Kohinoor, director de la Agencia de Vigilancia Cultural para nuestro planeta Murdstone —De un bolsillo de su chaqueta sacó un par de gafas color amarillo limón y se las puso—. En persona, no parece usted tan gordo como sobre la tarima de conferenciante.

—Muchas gracias —dijo el director de la AVC.

—Otra cerveza —encargó Silvera.

Unas gaviotas teñidas de rosa descendían en espiral hasta rozar las tranquilas aguas de la bahía.

—Debo decírselo, Mr. Kohinoor —continuó el camarero—. Me emocionó profundamente su reciente discurso en nuestro Club de Ciudadanos del Territorio Melazo. Normalmente, no presto mucha atención a un colonizador. Sin embargo, usted tenía algo que decir y lo dijo muy bien.

—¿Viste el puñetazo que descargué sobre la mesa? ¿Llamó la atención?

—Fue el día que le oí a usted —respondió el camarero—. Recuerdo que se cargó la jarra del agua —Hizo una leve inclinación—. Voy a atender su encargo. ¿Una cerveza? Bien. Ha hecho usted un buen trabajo, Mr. Kohinoor.

Kohinoor sonrió a Silvera.

—Sus elogios parecen sinceros.

—Los discursos son buenos —dijo Silvera—. De modo que págueme el resto del dinero.

Kohinoor dijo:

—Al principio pensé que 1.500 dólares por tres discursos atacando a los... ¿cómo los llamó usted?

—Amos de la prensa. Me debe usted 750 dólares.

—La libertad de prensa es una espada llameante. Decía así, ¿no? La libertad de prensa es una espada llameante, y yo estoy aquí para deciros que los amos de la prensa han convertido esa espada en una cortadora de césped que está segando de raíz la libre expresión del pensamiento... Sí, está muy bien dicho.

Silvera asintió y cogió la cerveza fresca que el camarero había traído.

—Cuando lo ha recitado, ahora, ha golpeado la mesa en aquí y cortadora de césped.

—¿No es eficaz?

Silvera dijo.

—En espada llameante debió usted agitar la mano en el aire. Luego, después de libre expresión debió dejarla caer con fuerza sobre la mesa. Se hubiera ganado un aplauso.

—Aplaudieron en cortadora de césped, y me preguntaba por qué —admitió Kohinoor—. A veces uno se confunde viajando tanto alrededor del planeta. El Territorio Melazo es esencialmente turístico, y no existe nada que se parezca a una industria de cortadoras de césped. Ahora lo comprendo.

—En efectivo, si es posible.

Kohinoor sacó su cartera.

—Lamento haber censurado los discursos, Joe. En realidad, hizo usted un buen trabajo. ¿Le va bien uno de cincuenta y siete de cien?

—Sí.

Silvera cogió los billetes. Estaba a punto de guardarlos en su cartera cuando una casa de madera de tres pisos pasó volando por encima de sus cabezas. Silvera se puso en pie de un salto y corrió hacia la barandilla de mármol del patio del hotel. La casa negra volaba a una altura de setenta metros, aproximadamente. Silvera sacudió la cabeza y regresó a la mesa.

—Esos bastardos... —murmuró, volviendo a sentarse.

—¿Se refiere al Grupo Halcón Negro?

—Sí. ¿Les conoce?

—Soy amigo íntimo del Profesor Burton Prester-Johns —dijo Kohinoor—. Y he tenido algunos conflictos con McLew Scribbeley, que según creo es el propietario legal de la Hacienda Halcón Negro. A causa de esa Prensa Scribbeley de su propiedad. Aunque, básicamente, aprecio a todos los escritores del Grupo Halcón Negro.

Silvera dijo:

—McLew Scribbeley me debe 2.000 dólares.

—Creí que en su calidad de escritor a sueldo cobraba usted siempre al contado...

—Normalmente es así —dijo Silvera—. Pero esos individuos viajan continuamente con su casa.

—Una deliciosa novedad. Hogares volantes... Algún día me compraré uno.

—He estado siguiendo a McLew Scribbeley a tres territorios distintos de Murdstone —dijo Silvera.

—¿Escribió usted algo para esa nefanda Prensa Scribbeley?

—Sí, tres confesiones —dijo Silvera—. Confesiones de un Hombre Robusto, Mi Repugnante Vida Sexual y Yo, un Granuja.

Kohinoor frunció sus ojillos azules.

—¿Quiere usted decir que es Un Hombre de Altura, el Doctor X y Anónimo? Los tengo a los tres en mis archivos de la Vigilancia Cultural como autores distintos.

—Puedo escribir en diferentes estilos.

—Esa de Mi Repugnante Vida Sexual —dijo Kohinoor— me pareció... repugnante.

Silvera inquirió:

—¿Sabe usted dónde va a aterrizar esta vez esa maldita casa?

—Sí, en Post Road Hill —dijo Kohinoor—. En realidad, estoy invitado a cenar allí esta noche.

Silvera frunció el ceño.

—Le acompañaré.

Doscientas bicicletas descendían por la ladera de la colina, cada una de ellas conducida por un vociferante adolescente. Silvera agarró al rechoncho Kohinoor por el cuello de piel de su jubón y tiró de él, sin poder evitar que uno de los manillares que pasaban le golpeara en el codo.

—¡Larga vida a Prester-Johns! —gritaban los jóvenes ciclistas.

Kohinoor dijo:

—Los jóvenes de Murdstone están afectados de ciclo-manía.

—Sí, anoche vi a su amigo Prester-Johns hablando de ello en la televisión.

—El viejo P-J se relaciona con la juventud de un modo que a la mayoría de nosotros nos está vedado, a pesar de que P-J tiene casi sesenta años —dijo Kohinoor—. Desde luego, es un hombre alto. Y cuando se posee una buena estatura resulta más fácil irradiar carisma.

Después de que hubo pasado el último ciclista, Silvera y Kohinoor cruzaron la ancha y sucia carretera y se encaminaron hacia la verja de hierro que se erguía alrededor del terreno cubierto de árboles en el cual se encontraba ahora la mansión Halcón Negro. Un hombre flaco que llevaba la túnica de los ferreteros asomó la cabeza por encima de un seto.

—No utilicen el portillo todavía, caballeros.

—¿Por qué?

—No está atornillado a la verja —explicó el obrero—. Ahora mismo acabo de desembalarlo.

—Gracias —dijo el obeso Kohinoor.

Silvera le ayudó a pasar al otro lado del seto.

—¡Oh! ¡Caballeros! —gritó el ferretero mientras echaban a andar por el sendero cubierto de grava que conducía a la casa—. Son ustedes los últimos huéspedes de esta noche. De modo que pueden decirles que suelten los perros guardianes dentro de quince minutos. Para entonces ya habré terminado.

—Scribbeley y P-J tienen una docena de sabuesos robots —dijo Kohinoor.

—Ya me he encontrado con ellos —dijo Silvera.

—¿Se ha dado cuenta de que algunas de esas chicas que iban en bicicleta llevaban muy poca ropa? —inquirió Kohinoor.

—Algunas iban completamente desnudas.

—Me pregunto si debo ir a favor o en contra de eso —reflexionó Kohinoor—. Los chicos celebrarán su concentración anual esta semana, a tres millas de aquí. Tal vez debería definir mi posición en un documento. Usted podría redactarlo. ¿Sabe algo acerca de ir desnudo en bicicleta?

—Yo lo he hecho.

Subieron los peldaños de piedra roja de la mansión de madera.

—¡Oh! ¿De veras? Creía que los escritores a sueldo no disponían de tiempo para pasear por ahí...

Kohinoor utilizó el llamador de la puerta, en forma de dorada cabeza de halcón.

El mayordomo era un hombre pálido, vestido de gris.

—Buenos días, Mr. Kohinoor —Luego miró a Silvera—. ¿Otra vez?

Dio media vuelta y echó a andar por el alfombrado vestíbulo.

—También me había encontrado con él —dijo Silvera.

En una amplia estancia que se abría al final del vestíbulo estaban reunidas varias personas. El mayordomo no entró allí, sino que subió por una escalera que conducía al segundo piso. En la estancia, un piano dejó de sonar y luego un hombre musculoso, que llevaba una chaqueta a cuadros, salió al vestíbulo. Tenía una mandíbula agresiva, una dentadura muy fuerte y unos cabellos enmarañados y rubios.

—Bueno, bueno, Kohinoor, viejo bastardo. ¿Cómo te van las cosas?

—Regular, nada más —dijo Kohinoor. Señaló a Silvera con un gesto de la cabeza—: Éste es mi amigo José Silvera.

—Silvera... Silvera... —meditó el hombre de la chaqueta a cuadros—. Se dedica usted a escribir, ¿no es cierto?

—Es cierto, Dobbs.

Henry Verner Dobbs enarcó las cejas.

—¿Me conoce usted? Lo más probable es que conozca mis obras, ¿verdad? Soy Henry Verner Dobbs, escritor. Mi especialidad son los volúmenes de lujo sobre temas bélicos. Posiblemente haya visto usted mi fotografía en la sobrecubierta de mi último éxito, Historia de las Bombas de Mano. Un tomo fabuloso, que pesa más de cinco kilos. Lo hicimos imprimir, mis impresores y yo, en el planeta Tarragon. Los indígenas de aquel planeta hacen unas maravillosas láminas en color y a muy buen precio.

Silvera pasó por detrás de Dobbs y entró en el salón. Scribbeley, el editor que le debía 2.000 dólares, no estaba allí. Sentada ante el enorme piano había una encantadora muchacha de veintiséis años, alta y morena, con la piel muy bronceada y un leve enrojecimiento febril.

—¡Vaya! ¡Si es José Silvera! —exclamó aquella joven. Su voz tenía un suave acento gutural—. He sido una admiradora suya desde mi época de colegiala.

—¿Has leído las obras de ese individuo? —preguntó el hombre delgado, de pelo canoso, que estaba junto al piano.

—No, nunca he leído sus libros —respondió la joven—. Nunca leo a otros escritores. Pero vi una fotografía de Mr. Silvera en la sobrecubierta de un libro y la arranqué. Pegué la foto en la contraportada de mi breviario. La mayoría de los autores tienen un aspecto poco interesante. Mr. Silvera, en cambio, es alto y moreno. Soy Willa de Aragón, Mr. Silvera.

Se levantó del taburete almohadillado y se acercó a Silvera, tocando su mano con sus dedos, muy calientes, sonriendo.

—¿Tiene usted fiebre? —preguntó Silvera.

—No. Lo que pasa es que soy muy apasionada por naturaleza y eso parece calentar mi cuerpo —respondió la joven—. ¿Qué le trae a la Mansión Halcón Negro, Mr. Silvera? Mi invitación no le mencionaba a usted...

—¿No está usted invitado? —inquirió el hombre delgado.

Kohinoor acudió rápidamente en su ayuda.

—Éste es José Silvera, P-J, éste es Burton Prester-Johns, uno de nuestros filósofos más insignes.

—¿No es usted el tipo que tiró a Dwiggins fuera del invernadero?

—Dentro —rectificó Silvera.

—La dirección es lo de menos. Lo cierto es que destrozó las vidrieras. Tuvimos que renunciar al invernadero, de todos modos. Hay que arraigarlo en el suelo y no vuela. Sí, es usted aquel tipo.

—Joe es una persona muy inteligente y muy amable —Kohinoor se acercó al piano y golpeó la tapa—. Le he traído aquí esta noche, P-J, para que McLew Scribbeley y él puedan zanjar sus diferencias de una vez para siempre.

—El individuo que lanza a los mayordomos a través de las vidrieras de un invernadero no es un tipo en el que se pueda confiar... —dijo Prester-Johns—. Sí, resulta lógico que nuestros jóvenes tengan más fe en sus bicicletas que en sus mayores. Tal como he resumido la situación en Bikocracy, la responsabilidad de...

—¿Quieres que le eche? —inquirió Dobbs, que se había acercado a ellos.

—Bueno, no es la clase de individuo que le hace a uno sentirse cómodo, precisamente...

Kohinoor volvió a golpear el piano.

—Tienes que ser menos suspicaz, P-J. No debes mostrarte tan cauteloso, sólo porque el Comando Asesino ande todavía suelto.

Prester-Johns aspiró una gran bocanada de aire y lo expulsó lentamente. Luego se frotó la arrugada mejilla con una mano huesuda.

Dobbs dijo:

—¡Uh!

Willa susurró al oído de Silvera:

—Tienen por norma no hablar nunca del Comando Asesino dentro de esta casa.

—¿Por qué?

—Al parecer, Mr. Silvera, ese malvado que lleva un año recorriendo Murdstone en busca de nuevas víctimas ha atacado varias veces en las proximidades de la Mansión Halcón Negro. Si tiene usted en cuenta lo que viaja la Mansión, comprenderá que esas proximidades han sido diversas.

En aquel momento entró en el salón un hombre gordo que llevaba un traje blanco. Lucía un erizado bigote rojizo y una calva casi total.

—Echad de aquí a este granuja —dijo, señalando a Silvera—. Hola, granuja —Dejó oír una risita—: Es broma, Joe. Lo de echarte va en serio. Dwiggins ha ido en busca de un par de mis robustos criados. Es broma —Súbitamente, su mano salió disparada y pellizcó las nalgas de Willa—. ¿Estás aquí, cachonda? Es broma, Willa.

Silvera se dio cuenta de que el traje de Scribbeley tenía unas solapas muy grandes, de acuerdo con la moda. Las agarró y levantó al editor del suelo.

—Dos mil dólares.

—Joe, ¿qué le dije a su agente, aquella pequeña y simpática Jenny Jennings?

—Nada. Le pellizcó una nalga y eso fue todo.

—Sólo quería pellizcarle el muslo —dijo el gordo editor—. Mire, Joe, confieso que siento un deseo irresistible de pellizcar a las muchachas. Es mi único defecto. Le dije a su agente, y ahora se lo digo a usted, que no he recibido un solo centavo de mi distribuidor. Tomemos uno de sus libros, Mi Repugnante Vida Sexual, por ejemplo. Hemos recibido un montón de cartas de personas que protestaban porque no la habían encontrado repugnante. Incidentes como ese pueden dar lugar a que la gente pierda su confianza en las Ediciones Scribbeley.

—Dos mil dólares —repitió Silvera, soltando a Scribbeley.

—Podría darle ochenta y seis mil ejemplares sin encuadernar de Yo, un Granuja, Joe. Usted podría ponerles una cubierta atractiva y erótica y ganar una fortuna vendiéndolos por correo.

—En efectivo, y ahora mismo —dijo Silvera.

Algo se estrelló contra su cabeza.

Silvera despertó en el aire. Cayó de costado entre unos montones de arbustos recién cortados, a unos centenares de metros de la Mansión Halcón Negro. Vio, a través de las ramas y de las hojas que rodeaban su cabeza, a tres de los esbirros de Scribbeley que regresaban a la Mansión.

Con grandes esfuerzos, logró liberarse de la maleza que le aprisionaba. En el mismo instante en que consiguió ponerse en pie, un perro negro saltó sobre él y le mordió en una pierna. Sus dientes eran de acero inoxidable y penetraban profundamente. Silvera sacó un pequeño estuche de herramientas de un bolsillo interior, y recordando un diagrama que había consultado aquella tarde en la Biblioteca del Territorio Melazo desactivó y luego desmontó el perro mecánico.

Dejó caer las piezas del perro entre la maleza que había sido amontonada allí después de limpiar el suelo para que la Mansión Halcón Negro pudiera aterrizar. Acababa de salir la luna y a su claridad Silvera se orientó entre los pinos que rodeaban la Mansión. Avanzó silenciosamente hacia la casa, arrastrando su pierna herida.

Desembocó en la parte trasera de la Mansión. A través de las iluminadas ventanas de la cocina vio a un robot-pastelero que rellenaba unos buñuelos de crema. Agachándose, Silvera se acercó a los veinte peldaños de madera que conducían a la puerta de la despensa.

Otros tres perros mecánicos aparecieron por una de las esquinas de la casa. En vez de ladrar, emitían un aullido semejante al de una sirena. Silvera corrió, aunque sus posibilidades de escapar a los perros eran prácticamente nulas.

De pronto, una voz suave susurró:

—Entre, Mr. Silvera.

Al mismo tiempo, se abrió una puerta debajo de la escalera de la despensa.

Silvera entró rápidamente y Willa de Aragón cerró la pesada puerta contra el hocico de vinilo de uno de los sabuesos.

—Gracias —murmuró Silvera.

La esbelta muchacha proyectó la luz de su linterna sobre la pierna herida de Silvera.

—Le ha mordido un perro, ¿verdad? Ha estado usted de suerte, después de todo, porque no han tenido tiempo de desembalar la rabia y otros venenos para los colmillos de los sabuesos.

—¿Salía usted a buscarme?

—Estaba preocupada, y pensé que tal vez podría ayudarle. Creo que su amigo, Mr. Kohinoor, estaba hablando de ir a buscarle, pero no lo ha hecho aún. Siempre que soy huésped de la Mansión Halcón Negro, insisto en tener una habitación con un pasadizo secreto —Cruzó la enmohecida habitación y señaló una angosta abertura en la pared de madera—. Aquí hay una escalera que da acceso a mi dormitorio. Dispongo también de un cuarto de baño, y allí podré curar sus heridas.

—De acuerdo —dijo Silvera.

La muchacha sonrió y se adentró en el negro agujero.

—¿No la echarán de menos? —preguntó él, siguiéndola.

—Tal vez me reúna con ellos más tarde, a la hora de la cena.

El dormitorio era amplio, con un florido empapelado en las paredes y una escena pastoril pintada en el techo, ligeramente abovedado. Había gruesas alfombras, gruesos tapices, pesados cortinajes y un enorme lecho con artísticos tallados a mano. Sobre una mesilla de mármol, junto a la cama, había un candelabro de seis brazos.

Silvera oyó un extraño ruido en el exterior. Apartando una cortina color vino, se asomó a una ventana. Un joven alto se acercaba a través de los pinos montado en una bicicleta. Unos instantes después, sin la bicicleta, se acercó a la casa y desapareció del campo visual de Silvera. Los perros no le molestaron.

—¿Le importaría quitarse los pantalones? —inquirió Willa—. Antes de convertirme en escritora trabajaba como enfermera en un casino en órbita alrededor de Tarragon. Puedo atender sus heridas de un modo absolutamente profesional, Mr. Silvera.

Silvera se apartó de la ventana y se dirigió hacia el cuarto de baño en el cual acababa de entrar la joven. Se detuvo en el umbral, se desabotonó los pantalones y, después de quitarse los zapatos, los dejó caer al suelo.

—¿Qué clase de obras escribe usted, Willa?

La joven empujó un taburete hacia él.

—Siéntese ahí —dijo—. Bueno, Mr. Silvera, hay un género de novelas muy populares en Mordstone en estos momentos. Se les da el nombre de Bárbaras, ignoro por qué. Tratan de muchachas sensibles raptadas por hombres siniestros y encerradas en mansiones aisladas y misteriosas.

—Sí, conozco el género. Yo escribí una docena de esas novelas cuando las Bárbaras hacían furor en Barnum, hace cinco años —dijo Silvera, sentándose—. La mordedura del perro mecánico no tiene tan mal aspecto como suponía.

—¿Bajo su propio nombre? —inquirió Willa, limpiando la herida.

—No. Yo era Anna Mary Windmille.

Willa se interrumpió a medio aplicar un vendaje.

—Mi diosa, Mr. Silvera. No me estará usted diciendo que era Anna Mary Windmiller...

—Lo fui una docena de veces —dijo Silvera—. Me pagaban 1.500 dólares por volumen.

—Ha sido usted una fuente de inspiración para mí —dijo Willa—. Todavía conservo algunos ejemplares que he leído varias veces. Me gustó de un modo especial El Castillo Solitario, aunque El Retomo al Castillo Solitario no le va a la zaga. Me conformaría con que mis novelas tuvieran la mitad del interés y de la emoción de las suyas —Terminó de vendar la pierna y se incorporó—. ¿Está usted ansioso por correr en busca de su dinero?

—Ansioso, precisamente, no. Aunque pienso obligar a Scribbeley a que me pague los 2.000 dólares. ¿Por qué?

—Me parece una lástima, ahora que se ha quitado ya los pantalones, que no nos acostemos juntos. ¿Qué opina usted?

Silvera se puso en pie.

—Tratándose una autora de novelas destinadas especialmente a un público femenino, creo que eres muy agresiva.

—Sí —admitió Willa—, y temo que a veces se refleja en mis obras.

Silvera no se separó de Willa hasta la mañana siguiente. Cuando bajaba por la escalera que conducía al vestíbulo, fue parado por un uniformado capitán de la policía.

—Lo siento, pero debo retenerle en calidad de sospechoso. ¿Sabe por casualidad dónde se encuentra Miss Aragón en este momento?

—Poniéndose los zapatos —dijo Silvera—. ¿De qué soy sospechoso?

—De asesinato —dijo el hombre del uniforme color verde mar—. El inspector está esperando en el salón. Y, a propósito, no trate de escapar: la casa está vigilada por perros de presa.

—Ya conozco a los perros.

—No me refiero a esos estúpidos robots. Hemos traído nuestros propios sabuesos.

Silvera se encogió de hombros.

Cuando entró en el salón, McLew Scribbeley le saludó:

—Hola, asesino.

Silvera se detuvo junto a la estatua de mármol de un fauno.

—El hombre que salta a conclusiones aterriza a menudo sobre un suelo movedizo —dijo un hombre de cabeza redonda embutido en un abrigo de uniforme.

—Era una broma —dijo Scribbeley.

—Soy el Inspector Ludd —dijo el hombre de la cabeza redonda—. Me gustaría saber quién es usted.

—Es el individuo que trajo a la víctima —intervino Prester-Johns.

—Me llamo José Silvera. ¿Ha sido asesinado Kohinoor?

—La muerte es como una roca desprendida de un acantilado que aplasta al que pasa por debajo —dijo el Inspector—. Sí, Hugo Kohinoor ha muerto, víctima al parecer del Comando Asesino —Contempló a Silvera con aire pensativo—. A veces, la memoria es como un cubo de basura con algún objeto valioso tirado por error y perdido entre zurrapa de café y pieles de naranja. Perdóneme por no haberle reconocido antes, Silvera.

—Puesto que nunca nos habíamos visto, no es de extrañar.

—¿Es usted el mismo José Silvera que escribió unos artículos excelentes para la revista Crimen ínter planetario?

—No sé si eran excelentes, pero escribí una serie de artículos para esa revista, en efecto.

—La modestia es tan útil aquí como un racimo de plátanos en la madriguera de un león —dijo el inspector Ludd—. Le agradecería su ayuda en esta investigación, Silvera.

Dobbs intervino:

—Probablemente es el asesino —dijo.

—Acompáñeme al escenario del crimen, Silvera —sugirió el inspector—. Más tarde continuaré interrogando a estos caballeros.

—Este mediodía he de ir a una librería a firmar cien ejemplares de mi obra Historia Ilustrada de los Gases Tóxicos —dijo Dobbs.

—El asesino, aunque a menudo llega tarde, ocupa el mejor asiento de la casa —dijo el Inspector Ludd, con una amplia sonrisa.

—¿Qué significa eso?

—Significa, Mr. Dobbs, que nadie puede salir de aquí hasta que haya terminado esta investigación —dijo el Inspector. Luego se volvió hacia Scribbeley—: Significa, también, que el escenario del crimen no puede marcharse, tampoco.

—Hemos alquilado este terreno por un mes —dijo Prester-Johns—. Supongo que la investigación no durará tanto.

—Es posible —dijo el Inspector.

De pie sobre la tierra recién removida en el lindero del bosque, el inspector Ludd dijo:

—¿Ve por qué han relacionado este asesinato con el nombre de Comando Asesino? Han utilizado una bayoneta, y luego un garrote. ¿Ha estado usted aquí toda la noche, Silvera?

—Sí. ¿Cuándo mataron a Kohinoor?

—Probablemente, entre las tres de la mañana y el amanecer —dijo Ludd—. ¿Observó usted algo anormal?

—Estaba dormido como un tronco a esa hora —Silvera se arrodilló junto al cadáver de Kohinoor—. Tiene un trocito de papel entre el pulgar y el índice.

—Sí, es la esquina de un billete de 100 dólares: confiamos en encontrar el resto.

—¿Qué dicen en la casa? —inquirió Silvera, incorporándose.

—Kohinoor se quedó a cenar, aunque estaba furioso por lo mal que le habían tratado a usted —dijo el Inspector—. Todo el mundo se retiró a descansar alrededor de medianoche. Nadie admite haber estado aquí. Kohinoor no se había quedado a dormir. Uno de los obreros encontró el cadáver cuando venía hacia aquí, antes del desayuno. ¿Ha pasado usted la noche con Miss de Aragón?

—Sí.

—Lo he deducido por la ausencia de ella a la hora de la cena y por lo que me habían contado de usted —dijo el Inspector Ludd—. Y por su presencia en la casa tantas horas después de haber sido expulsado de ella. Aunque no creo que hubiese usted asesinado a Kohinoor porque le debiera dinero.

—Mis cuentas con él estaban saldadas —dijo Silvera—. Y nunca las saldo utilizando esos métodos.

—La vida de un escritor a sueldo —suspiró el Inspector—. Prefiero la seguridad de un empleo oficial. Tal vez haya notado usted que utilizo muchos aforismos...

—Sí, me he dado cuenta.

—Residuos de la ambición de convertirme en un poeta lírico —dijo el Inspector Ludd—. ¿Sabía usted que cuando el Comando Asesino operó hace dos meses en el Territorio Esfola alguien le vio y le describió lo suficientemente bien como para confeccionar un retrato-robot?

—No, es la primera noticia que tengo.

—Pues bien, casi todos los ataques de Comando Asesino se han producido cerca de la Mansión Halcón Negro. Pero ninguno de los investigadores de Murdstone, incluyéndome a mí, ha podido relacionar a alguien de la Mansión Halcón Negro con esos crímenes.

—¿Huellas dactilares, de pisadas?

—Ninguna huella dactilar, y la única huella de pisada que hemos encontrado esta vez está ahí... Hemos sacado un molde de ella.

—¿Pertenece a alguien de la casa?

—Corresponde a una antigua bota de comando de gran tamaño. No hemos encontrado ninguna en la casa, aunque mis hombres siguen buscando —dijo el Inspector—. Y el retrato-robot no se parece a nadie de la Mansión.

—Un disfraz, tal vez...

—No —dijo Ludd—. Mire esa huella. El individuo es un gigante y un bruto —Suspiró de nuevo—. Hemos investigado todos los tipos gigantescos y brutos que figuran en nuestros archivos, sin el menor resultado. De modo que, en mi opinión...

—¿Qué?

—Sin duda recuerda usted el famoso caso de Nolan y Ammar en Venus, hace unos treinta años.

—Doble personalidad. Nolan se convertía en Ammar con una píldora que había inventado.

—Exactamente —dijo Ludd—. Tengo la impresión de que aquí ocurre algo similar. Aunque no existe ninguna prueba de ello.

Silvera se rascó la nuca.

—El chico de la bicicleta —dijo.

—Hemos encontrado huellas de las ruedas de una bicicleta en el bosque, sí. Pero ni rastro de la bicicleta ni del ciclista. Y nadie admite haber recibido una visita. ¿Qué es lo que sabe usted?

—Algo acerca de ese chico —dijo Silvera—. Le vi llegar aquí anoche, aparcar su bicicleta en el bosque y entrar en la casa por la parte de atrás. Sí, y era uno de los chicos que nos encontramos en el camino cuando veníamos hacia aquí.

—¿Podría usted reconocerle?

—Desde luego.

—Seguiremos ese rastro —dijo el Inspector—. A veces, un pequeño hilo deshace la mayor parte de un jersey —Ludd sonrió—. ¿Se da cuenta? Una muestra de mi estilo aforístico.

Silvera le devolvió la sonrisa.

Silvera paseó entre centenares de bicicletas aparcadas, y alrededor de grupos que cantaban canciones relacionadas con las bicicletas, y de grupos que se desvestían mutuamente, y de grupos que desmontaban y volvían a montar bicicletas.

—Parece usted demasiado viejo para ser un aficionado a la bicicleta —dijo una muchacha medio vestida que estaba apoyada contra un velocípedo.

—Yo también opinaba lo mismo —respondió Silvera—, hasta que caí bajo el hechizo de Burton Prester-Johns.

—Ese viejo sapo... —dijo la muchacha, frotándose su desnudo y pecoso estómago—. Es repugnante. Cuando veo a alguien de más de treinta años montando en una bicicleta, me pongo enferma.

—Muy interesante —Silvera apartó la mirada de la muchacha y localizó al Inspector Ludd que paseaba por entre la multitud al otro lado de la llanura—. Estoy buscando a un tipo que monta una bicicleta marciana de 10 velocidades, negra, marca Wolter. Un tipo delgado, con el pelo color ceniza y un pequeño bigote.

—¿Es usted un representante de la ley? Los representantes de la ley me dan cien patadas en el estómago.

—Soy un periodista en busca de un artículo importante sobre la cultura ciclista.

—Eso es repugnante —dijo la muchacha—. Los viejos, tratando de comprender a la juventud... Eso me produce escalofríos...

—Tal vez deberías marcharte a casa y acostarte.

—Ustedes, los viejos, sólo piensan en la cama.

Silvera se alejó. Luego, a la sombra del toldo de un puesto de refrescos, vio al muchacho de pelo ceniciento. Dirigió una disimulada seña al inspector, señalando hacia el tenderete.

Los dos empezaron a abrirse paso entre la multitud en dirección al muchacho, que tenía un codo apoyado contra la pared amarilla del puesto de refrescos y estaba bebiendo una jarra de vino nuevo.

El muchacho sospechó de Silvera cuando éste se encontraba todavía a cincuenta metros de distancia. Al parecer reconoció al inspector, giró sobre sus talones y echó a correr.

Silvera echó a correr, también, abriéndose paso a través de los ciclistas. Un mozalbete albino se dio por ofendido y arrojó su refresco a la cara de Silvera, el cual continuó corriendo. Cuando llegó al puesto de refrescos, vio que el muchacho de pelo ceniciento cruzaba la llanura en dirección a la carretera, montado en su bicicleta negra de 10 velocidades.

Silvera se paró y cogió una bicicleta local de 3 velocidades aparcada allí. Apenas había recorrido diez metros cuando una muchacha empezó a gritar:

—¡Viejo ladrón de bicicletas!

Tres cantantes se incorporaron de un salto, esgrimiendo laúdes y mandolinas.

Silvera pedaleó con fuerza. Otros cuatro muchachos salieron detrás de él. Sin saber cómo, Silvera salió despedido de la bicicleta y aterrizó sobre la hierba. Se puso en pie rápidamente y echó a correr de nuevo, zigzagueando, en pos del fugitivo.

Antes de llegar a la carretera le salieron al paso tres muchachas. Una de ellas le golpeó detrás de la oreja con una bomba de bicicleta, al tiempo que gritaba:

—¡Viejo asqueroso!

—Sólo tengo treinta y tres años —explicó Silvera, saltando de costado para eludir un segundo impacto de la dura bomba de metal.

—Bueno, es usted un anciano...

—¡Alto! —gritó el inspector Ludd, jadeante.

—¿Quién es usted, abuelo? —preguntó una de las muchachas.

—El inspector Ludd, de la Policía Municipal.

Mientras las chicas se alejaban, Silvera se sacudió la hierba que se había pegado a sus ropas.

—Ése era el muchacho que vi anoche —dijo—. Al parecer, se ha dado cuenta de que íbamos a por él.

—Sé quién es —dijo el inspector Ludd—. Lo cual nos acerca un paso más a la solución.

—Los viajes más largos, empiezan a menudo con un solo paso —dijo Silvera.

Al anochecer empezó a llover. El viento soplaba con fuerza contra las persianas de la Mansión Halcón Negro. En el salón ardía una fogata en el espacioso hogar.

El inspector Ludd se había despojado del abrigo de uniforme y andaba de un lado a otro de la estancia.

Dobbs dijo:

—¿Cómo podemos reconstruir el crimen, inspector? —Sorbió en el vaso de vino que acababa de entregarle Dwiggins—. Estamos absolutamente seguros de que ese Comando Asesino es alguien del exterior, que por pura coincidencia, por repetida coincidencia, ha cometido sus crímenes alrededor de nuestra casa. Yo no soy un experto en criminología, como usted y su amigo Silvera, puesto que dedico mi tiempo al estudio de materiales mucho más importantes. Materias militares. Tales como el nuevo libro que estoy escribiendo. La Historia Ilustrada de las Trincheras.

Cuando todo el mundo tuvo algo que beber, el inspector dijo:

—En primer lugar, Silvera, dígales lo que hemos descubierto.

Silvera se encontraba junto al piano, al lado de Willa.

—Anoche vino aquí un muchacho llamado Roberto Koop.

—Que en estos momentos está siendo interrogado —añadió el inspector Ludd.

—Resulta —continuó Silvera— que Koop tiene un tío, el Profesor LeRoy Koop, el cual ha estado efectuando ciertas investigaciones por cuenta de las Fuerzas Armadas Combinadas de Murdstone.

—¡Un momento! —le interrumpió Dobbs—. Los asuntos de las FAC son Top Secret.

—El inspector Ludd ha tenido acceso a algunos de los informes —dijo Silvera—. Y sabe que el tío del joven Koop ha desarrollado una nueva droga, conocida bajo el nombre de «Píldoras Militares».

—Esas Píldoras Militares —explicó el inspector— pueden convertir a un recluta normal en un gigantesco y terrible combatiente.

—Nunca oí hablar de ellas —dijo Dobbs.

—Las Píldoras Militares han sido desarrolladas y sometidas a pruebas exhaustivas —continuó el inspector—. Hace más de tres años que están a punto. Pero no han sido utilizadas porque las Fuerzas Armadas Combinadas se han enzarzado en una discusión a propósito de ellas, poniendo sobre el tapete el aspecto ético de la cuestión.

—Esta tarde hemos establecido contacto con el Profesor Koop —dijo Silvera, que no había probado aún su vino—. Koop terminó por admitir que el joven Roberto le había robado un centenar de píldoras hace cosa de un año. Al parecer, aprendió a fabricarlas, y ha estado vendiendo Píldoras Militares a muy buen precio. Algunos de sus clientes son personajes importantes, probablemente. Uno de ellos, alguien que descubrió que las píldoras creaban hábito, se encuentra aquí, entre nosotros.

El inspector Ludd dijo:

—El Profesor Koop nos facilitó unas píldoras de muestra. Un poco antes, Silvera había descubierto una importante pista. Gracias a su singular sentido de la orientación, se imaginó dónde había ocultado sus botas el Comando Asesino. Ahora están en nuestro poder.

—El Comando Asesino es uno de ustedes —dijo Silvera—. Toma las Píldoras Militares y se transforma en un gigantesco y audaz asesino. Lo único que tenemos que hacer es comprobar a quién de ustedes le están bien las botas.

—No le estarán bien a nadie —dijo Willa—. Si es que se trata de una personalidad dual, es decir, si la transformación es también física.

—Exactamente —dijo el inspector—. Por eso hemos disuelto varias de las Píldoras Militares en el vino. Hemos prolongado la conversación hasta que todo el mundo ha apurado el contenido de su vaso. La droga tarda alrededor de un cuarto de hora en producir sus efectos, los cuales se prolongan por espacio de dos o tres horas.

Todas las luces se apagaron.

Inmediatamente, Silvera, tal como lo había ensayado antes, cruzó corriendo la habitación y salió por una puerta lateral. Corrió a lo largo de un oscuro pasillo y cruzó otra puerta. Se ocultó detrás de un amplio cortinaje y esperó pacientemente.

Poco después uno de los tableros de la pared se corrió a un lado y McLew Scribbeley entró en la habitación. Encendió una linterna y se arrodilló delante de un globo del planeta montado sobre un trípode. Hizo girar el globo de Murdstone tres veces a la izquierda, tres a la derecha, una a la izquierda, tres a la derecha, una a la izquierda. Luego apretó los dedos sobre cinco ciudades distintas. El enorme globo se abrió por su parte superior. Scribbeley introdujo una mano en su interior y sacó varios paquetes de billetes de banco y bolsas de monedas. Luego extrajo un par de botas de comando de gran tamaño.

«¡Qué raro! —murmuró—. Las botas están aquí...»

—Ha sido una trampa —dijo Silvera, saliendo de detrás de la cortina, apuntando al editor con un pequeño desintegrador—. Imaginé que el asesino era usted, pero quise comprobar dónde había ocultado las botas. De modo que dijimos que las habíamos encontrado, y usted no pudo resistir la tentación de venir a averiguar si era cierto.

—¿Qué es lo que sabe? —inquirió Scribbeley—. ¿Cómo llegó a la conclusión de que era yo?

—La mayoría de los asesinatos eran gratuitos, sin motivo aparente. Algo que usted no podía evitar cuando las Píldoras Militares producían sus efectos. Probablemente empezó a tomar las píldoras para estimular su virilidad, pero no le dieron el resultado apetecido.

«Sin embargo, anoche tuvo usted un verdadero motivo para el asesinato. Imagino que Kohinoor le presionó, amenazándole con hundir sus empresas editoriales si no liquidaba la deuda que había contraído conmigo. De modo que usted le dijo que le entregaría los 2.000 dólares que me debía, para que él los hiciera llegar a mis manos. Le dijo usted que se encontrarían en el lindero del bosque, cuando todo el mundo se hubiese retirado a descansar. Le entregó usted los billetes, y mientras el pobre Kohinoor los contaba se transformó usted en asesino.

—¡Hijo de perra! —exclamó Scribbeley—. Es usted listo, asqueroso granuja. Bueno, confieso que ha acertado en todo. Lo único que se le ha pasado por alto es que estoy transformándome en el Comando Asesino. Y que su ridículo desintegrador no podrá detenerme —Hizo una pausa, profirió un rugido y se precipitó hacia Silvera. Pero se detuvo bruscamente, contemplando sus manos con aire de asombro—. ¡Qué raro! —murmuró—. No estoy cambiando, a pesar de que metieron ustedes las píldoras en el vino...

—Eso también fue una trampa —dijo Silvera.

El inspector Ludd se presentó en aquel momento con uno de sus capitanes.

—Un disparo a ciegas encuentra a veces un blanco que merece la pena.

Se llevaron a Scribbeley de la habitación.

Cuando Willa llegó unos instantes después, encontró a Silvera arrodillado junto al globo.

—Te estoy esperando, Joe.

—Aguarda a que acabe de contar dos mil dólares.

—¿Todo ese dinero y sólo vas a coger dos mil dólares?

—Es lo que Scribbeley me debía —dijo Silvera.