CONTINUA EN LA ROCA SIGUIENTE
Un equipo de arqueólogos desentierra una extraña y desconcertante serie de inscripciones sobre rocas: mensajes que no deberían decir lo que dicen, sobre tablillas de roca que no deberían estar donde están. En este relato, Lafferty escribe con su mejor estilo, por un excelente motivo: ésta es una historia de amor. Probablemente, la más rara con que se habrá enfrentado el lector.
En la región del Big Lime hay una gran proyección rocosa semirecostada sobre una colina. Está formada de lo que a veces recibe el nombre de piedra arenisca de Dawson, y amalgamada con conchas muy duras. Se formó durante la época glacial en los lechos del Arroyo del Cuervo y del río Verde, cuando esos riachuelos eran grandes ríos.
La proyección rocosa es sólo un poco más vieja que el género humano, sólo un poco más joven que la hierba. Con el paso de los siglos se ha ido erosionando, salvo en sus partes más duras.
Un grupo de cinco personas llegó al lugar donde la proyección rocosa se había recostado sobre la colina. A los componentes del grupo les tenía sin cuidado la piedra caliza del subsuelo: no eran geólogos. Les importaba la colina (una colina que no era natural, sino levantada por el hombre), y también la proyección rocosa; eran arqueólogos.
Los cinco miembros del grupo llegaron al lugar a primera hora de la tarde, avanzando con su remolque por el lecho seco del arroyo. Descargaron muchas cosas y establecieron un campamento. Había un buen motel a dos millas de distancia, en la autopista; había una carretera que llegaba hasta aquel lugar. Podían haber vivido cómodamente y trasladarse hasta allí desde el motel en cinco minutos, cada mañana. Sin embargo, Terence Burdock opinaba que el sentido de una excavación se perdía si no se vivía sobre el terreno día y noche.
Las cinco personas eran Terence Burdock, su esposa Ethyl, Robert Derby y Howard Steinleser: cuatro personas bellas y equilibradas. Y Magdalen Mobley, que no era bella ni equilibrada. Pero era eléctrica; era especial. Examinaron someramente las formaciones después de haber acampado y aprovechado la última luz del día. Todos ellos conocían las formaciones y estaban convencidos de que iban a resultar muy interesantes.
—Lo que realmente nos interesa es la colina —dijo Terence—. Pero la proyección rocosa cubre el acceso a ella, de modo que tendremos que sacarla. Y de paso la estudiaremos también.
—¡Oh! Yo puedo decirles todo lo que hay en la proyección rocosa —declaró Magdalen—. Y puedo decirles también todo lo que hay en el interior de la colina.
—Me pregunto por qué nos tomamos la molestia de excavar, si usted sabe ya lo que encontraremos —dijo Ethyl en tono sarcástico.
—Yo también me lo pregunto —replicó Magdalen—. Pero necesitamos pruebas materiales para convencer a los demás. Robert, vaya a matar al venado que está en la maleza, cuarenta metros al noroeste de la proyección rocosa. Si vamos a vivir al estilo primitivo, la carne de venado servirá para el caso.
—En esta época del año no se caza el venado —objetó Robert Derby—. Y allí no hay ningún venado. Y, si lo hay, está tan oculto que nadie podría verlo. Y probablemente sería un cachorrillo.
—No, Robert, es un macho de dos años y muy grande.
Desde luego, está oculto, pues de no ser así cualquiera de ustedes podría verlo. ¡Vaya a matarlo! ¿Es usted un hombre o un mus microtis? Howard, corte unas ramas para construir un trípode del cual podamos colgar el venado.
—Será mejor que lo intente, Robert —dijo Ethyl Burdock—, o no tendremos paz esta noche.
Robert Derby cogió una carabina y se alejó en dirección noroeste. Poco después resonó el seco estampido de la carabina al disparar. Y al cabo de unos instantes regresó Robert con una extraña mueca en los labios.
—No ha fallado usted, Robert, lo ha matado —dijo Magdalen en voz alta—. Le alcanzó en la garganta y el proyectil fue a incrustarse en el cerebro. ¿Por qué no lo ha traído? ¡Vaya a buscarlo!
—¿A buscarlo? Ni siquiera podría levantarlo. Si Terence y Howard me acompañan, lo ataremos a una rama y lo traeremos.
—¡Oh, Robert! Su hermosa mente está desquiciada —dijo Magdalen—. Sólo pesa ciento ochenta y nueve libras... Yo iré a buscarlo.
Magdalen Mobley fue en busca del venado y lo trajo. Se lo cargó a la espalda, llenándose de sangre, parándose de cuando en cuando a examinar rocas y a golpearlas con el pie, avanzando fácilmente con su carga. El venado parecía pesar doscientas cincuenta libras; pero si Magdalen decía que pesaba ciento noventa, eso era lo que pesaba.
Howard Steinleser había cortado unas ramas y construido un trípode. Colgaron el venado de él, lo despellejaron y lo abrieron en canal, de un modo casi profesional.
—Áselo, Ethyl —dijo Magdalen.
Más tarde, sentados alrededor de la fogata, Ethyl sirvió a Magdalen los sesos del venado, medio crudos y espachurrados, creyendo que le jugaba una mala pasada. Pero Magdalen los devoró ávidamente. Los sesos le correspondían a ella por haber descubierto el venado.
Si os maravilla que Magdalen supiera dónde estaban cosas invisibles, lo mismo les ocurría a los otros miembros del grupo.
—A veces me confunde saber que soy el único que se ha dado cuenta de la analogía entre la geología histórica y la penetración psicológica —dijo Terence Burdock, mientras la oscuridad se espesaba alrededor de la fogata—. El principio isostático se aplica a la mente y al subconsciente del mismo modo que a la superficie y a las capas inferiores de la tierra. La mente tiene sus erosiones y sus desgastes al unísono con sus depósitos y acumulaciones. Tiene también sus proyecciones y sus tensiones. Flota en un magma similar. Y en casos extremos tiene sus erupciones volcánicas y sus formaciones montañosas.
—Y sus congelamientos —murmuró Ethyl Burdock, y tal vez estaba mirando a su marido en la oscuridad.
—La mente tiene su piedra arenisca dura, a veces transmutada en cuarzo, o semitransmutada en pedernal, de la arena móvil y flotante de los acontecimientos cotidianos. Tiene su esquisto, del viejo barro de las cotidianas ineptitudes e inercias. Tiene piedra caliza surgida de sus experiencias más vividas, ya que la cal es el residuo de lo que en otro tiempo fue animado: y esta piedra caliza puede ser verdadero mármol si es el depósito de una emoción suficientemente intensa, o incluso travertino si ha burbujeado lo suficiente a través de agonísticos y evocadores ríos del subconsciente. La mente tiene su azufre y sus piedras preciosas...
Magdalen le interrumpió.
—Digamos simplemente que tenemos rocas en nuestras cabezas —dijo—. Pero son rocas sin orden ni concierto, y siempre las mismas. El mundo produce nuevas rocas continuamente. Pero la gente se aferra a las mismas cosas. En este preciso instante noto la acción de una roca humana que no me deja en paz. Pero la respuesta sigue siendo no.
Muy a menudo, Magdalen decía cosas que no tenían sentido. Ethyl Burdock se aseguró de que ni su marido, ni Robert, ni Howard se habían acercado a Magdalen en la oscuridad. Ethyl estaba celosa de su fea compañera de expedición.
—Confío en que esto será tan rico como Spiro Mound —intervino Howard Steinleser—. Podría ser, ¿saben? Me han dicho que nunca hubo un lugar menos atractivo que ése, ni más engañoso. Me gustaría que nos acompañase alguien que hubiera excavado en Spiro.
—¡Oh! Él excavó en Spiro —gruñó Magdalen.
—¿Él? ¿Quién? —preguntó Terence Burdock—. Ninguno de nosotros ha estado en Spiro. Magdalen, usted no había nacido aún cuando se abrió aquel montículo. ¿Qué puede saber de él?
—Sí, recuerdo haberle visto en Spiro, siempre revolviendo sus propias cosas —dijo Magdalen.
—¿Estuvo usted en Spiro? —inquirió súbitamente Terence, dirigiéndose a un trozo de oscuridad.
Alrededor de la fogata no había ahora cinco personas, sino seis.
—Sí, estuve en Spiro —dijo el hombre—. Excavé allí. Tomé parte en la mayoría de las excavaciones. Excavaba muy bien, y siempre sabía cuando llegábamos a algo que sería importante. Usted me dará un empleo.
—¿Quién es usted? —le preguntó Terence.
El hombre era ahora plenamente visible. Las llamas de la fogata parecían inclinarse hacia él, como obligadas a hacerlo.
—¡Oh! No soy más que un pobre viejo que anda por ahí mendigando. Y a veces soy otras cosas. Hace dos horas era el venado en la espesura. Se experimenta una rara sensación al cortar la propia carne.
Y el hombre estaba cortando un trozo de venado, sin pedirlo.
—¡Él y su maldita poesía barata! —exclamó Magdalen, enfurecida.
—¿Cuál es su nombre? —le preguntó Terence.
—Manipenny. Anteros Manipenny es mi nombre para siempre.
—¿De dónde es usted?
—Soy indio. Shawnee, Choc, Creek, Anadarko, Caddo y pre-Caddo. Montones de cosas.
—¿Cómo puede ser alguien pre-Caddo?
—Como yo. Yo lo soy.
—¿Es Anteros un nombre Creek?
—No. Griego. Soy un gran excavador. Mañana se lo demostraré.
¡Era un gran excavador! Lo demostró al día siguiente. Con un azadón de mango corto empezó la incisión en la parte inferior del montículo, trabajando con demasiada rapidez para ser creído.
—Va a romper todo lo que hay ahí —se quejó Ethyl Burdock—. No sabe lo que está haciendo.
—No romperé nada de lo que hay ahí, mujer —dijo Anteros—. Puede usted esconder un huevo de reyezuelo en un metro cúbico de arena. Yo removeré toda la arena en un minuto. Descubriré el huevo, sin romperlo. Tengo un olfato especial para esas cosas. Ahora sé que estoy llegando a un pequeño jarro del período proto-Plano. Está roto, desde luego, pero no lo he roto yo. Está partido en seis trozos, y encajarán perfectamente. Se lo digo por anticipado. Y ahora lo descubriré.
Y Anteros lo descubrió. Era un hallazgo, y tal vez pertenecía al período proto-Plano. Salieron los seis trozos. A simple vista podía apreciarse que encajarían maravillosamente.
—¡Es perfecto! —exclamó Ethyl.
—Es demasiado perfecto —protestó Howard Steinleser—. Es un jarro esférico. Y, ¿quién tenía jarros esféricos en América sin la rueda de alfarero? Pero los jeroglíficos impresos en él corresponden al período proto-Plano. Es muy raro.
Steinleser estaba de un humor sombrío y tenía el rostro lívido.
—Es el jeroglífico pisciforme —explicó Anteros—. Y tiene encima el símbolo del sol. Es un dios-pez.
—Nadie encuentra una cosa como esa en los primeros sesenta segundos de una excavación —insistió Steinleser—. Y yo no creería que pertenece al período proto-Plano, a menos de que se encontraran los puntos en el lugar exacto.
—¡Oh! —exclamó Anteros—. Pueden olerse ya los puntos de pedernal. Dos grandes y uno pequeño. Cuatro golpes de azadón más y llegaré a ellos.
Cuatro golpes de azadón más y Anteros llegó a ellos. Descubrió dos puntos grandes y uno pequeño, puntas de lanza y punta de flecha. Pertenecían al Folsom posterior, o al proto-Plano.
—Esto no puede ser —gruñó Steinleser—. Son los trozos que faltan, las piezas de transición. Demasiado fácil. No lo creo. Apenas lo creería si se encontraran aquí huesos de mastodonte, al mismo nivel.
—Dentro de unos instantes —dijo Anteros, empuñando de nuevo el azadón—. ¡Qué olor más raro tienen esos animales! No hay ningún elefante con ellos. Y tienen un montón de cosas pegadas aún a los huesos. ¿Servirá un hueso torácico? Estoy completamente seguro de que es lo que hay ahí. Ignoro dónde se encuentra el resto del animal. Probablemente, alguien enterró el tórax aquí. Otros nueve golpes de azadón, y luego mucho cuidado.
Oíros nueve golpes de azadón... y luego, Anteros, utilizando una paleta de albañil, desenterró cuidadosamente el hueso. Sí, admitió furiosamente Howard, era un hueso torácico de mastodonte.
—Deje de excavar, Anteros —dijo Steinleser—. Quiero tomar una fotografía y efectuar unas cuantas mediciones, antes de seguir adelante.
Terence Burdock y Magdalen Mobley estaban trabajando en la parte inferior de la proyección rocosa.
—Haga venir a Anteros y vea lo que puede descubrir aquí en sesenta segundos —sugirió Terence.
—¡Oh, él! Se limitará a descubrir algunas de sus propias cosas.
—¿Sus propias cosas? ¿Qué quiere usted decir? Nadie puede haber metido nada aquí. Es piedra arenisca dura.
—Y aquí, pedernal más duro —dijo Magdalen—. Debí imaginarlo. Pero creo que sé lo que dice.
—¿Lo que dice? ¿De qué está hablando? Pero, ¡está marcado! ¿Quién pudo haberse entretenido en labrar el pedernal?
—Alguien realmente obstinado, como el propio pedernal —dijo Magdalen—. ¡Anteros! Saque esto en una sola pieza. Y no lo rompa ni lo deje caer sobre nosotros. Él puede hacerlo, Terence. Puede hacer cosas como ésa.
—¿Cómo sabe usted lo que es capaz de hacer, Magdalen? Hasta ayer no había visto ni había oído hablar de ese pobre hombre...
—Llámelo intuición, si quiere.
Anteros lo sacó en una sola pieza sin romperlo ni dejarlo caer sobre ellos.
—De ese trozo de pedernal saldrían un millar de puntas de lanza y de flecha —se maravilló Terence—. Hubiese significado una fortuna primitiva para un hombre primitivo.
—Yo tuve varias de esas fortunas —dijo Antero tristemente—, y sólo conservé y dediqué ésta.
Todos se habían reunido alrededor del trozo de pedernal.
—¡Oh, pobre hombre! —exclamó súbitamente Ethyl.
Pero no estaba mirando a ninguno de los hombres. Estaba mirando la piedra.
—Eso parecen verdaderos jeroglíficos —dijo Terence—. Casi como aztecas, ¿no es cierto, Steinleser?
—Nahaut-Tanoan, primos hermanos de los aztecas.
—¿Puede usted leerlos?
—Probablemente. Deme ocho o diez horas y descifraré la mayoría de los jeroglíficos. Aunque no podemos esperar una interpretación racional del mensaje. Todas las traducciones Nahuat-Tanoan han resultado ininteligibles.
—Y recuerde, Terence, que Steinleser es un lector lento —dijo Magdalen despectivamente—. Y tampoco es muy bueno interpretando otras señales.
Steinleser permaneció hoscamente silencioso. ¿Cómo se había producido aquellos profundos arañazos en el rostro?
Aquella mañana movieron un montón de rocas y cíe escombros, tomaron bastantes fotografías y redactaron numerosas notas. Se sucedían los hallazgos, aunque ninguno de ellos resultaba desconcertante. No salieron más jarros del período proto-Plano: ¿cómo podían estar allí? Tampoco encontraron restos de mastodonte, pero descubrieron huesos de bison latifrons, de lobo, de coyote y de hombre. Existían algunas anomalías en las relaciones de las cosas descubiertas, aunque ninguna tan acusada como a primera hora de la mañana, cuando Anteros había desenterrado el jarro, los tres puntos y el hueso de mastodonte. Las cosas eran ahora tan auténticas corno cabía esperar, pero su profusión dejaba una pequeña duda en el ánimo.
Anteros era un excelente excavador, desde luego. Movía la arena, movía la piedra, no descuidaba nada. Y a mediodía desapareció.
Volvió a presentarse una hora más tarde conduciendo un carromato, surgiendo de una quebrada en la cual nadie hubiese esperado que existiera un camino. Había estado en el pueblo. Había traído varias latas de carne, queso, galletas, un par de cajas de cerveza fría y algunos V. O.
—Pensaba que era usted un hombre pobre, Anteros —dijo Terence.
—Soy un hombre pobre en un sentido, y rico en otro. Poseo nueve mil acres de pastos, tres mil cabezas de ganado, campos de alfalfa y de maíz...
—¡Oh! ¡Cállese de una vez! —gritó Magdalen.
Comieron, descansaron, trabajaron por la tarde. Magdalen trabajaba con la misma rapidez y la misma eficacia que Anteros. Era joven y robusta. No era hermosa (Ethyl sí). Podía tener a cualquier hombre en el momento en que lo deseara (Ethyl no). Era Magdalen, a menudo desagradable, siempre intensa. Era la tensión del grupo, la cuerda del arco.
—¡Anteros! —llamó bruscamente poco antes de ponerse el sol.
—¿La tortuga? —inquirió Anteros—. ¿La tortuga que está debajo del anaquel de roca en el recodo del río? Está gorda, es feliz y nunca ha perjudicado a nadie. Sé que usted no quiere que vaya en busca de esa tortuga.
—¡Lo quiero! Pesa dieciocho libras. Está gorda. Es muy sabrosa. A ochenta metros de aquí, a dos pies de profundidad...
—Sé donde está. Iré en busca de la tortuga gorda —dijo Anteros—. Yo mismo soy la tortuga gorda. Yo soy el río Verde.
Anteros fue en busca de la tortuga.
—¡Oh, esa maldita poesía suya! —escupió Magdalen cuando Anteros se hubo marchado.
Anteros trajo la tortuga gorda. Parecía pesar veinticinco libras; pero si Magdalen decía que pesaba dieciocho, eso era lo que pesaba.
—Empiece a guisar, Ethyl —dijo Magdalen.
Magdalen no tenía derecho a dar órdenes a nadie. Era la única del grupo que no se había graduado en arqueología. Pero Magdalen se creaba sus propios derechos.
—No sé guisar una tortuga —se quejó Ethyl.
Magdalen dijo:
—Anteros le enseñará a hacerlo.
—El crepúsculo huele a excavación reciente —dijo Terence Burdock un poco más tarde, mientras reposaban alrededor de la fogata, hartos de tortuga y de V. O.—. Creo que el olor de una excavación permite determinar la época a que pertenece.
Y, en realidad, había algo de evocador del tiempo en el olor de las excavaciones; frío, y al mismo tiempo añejo y almizclado, madurado con el agua estratificada y la muerte comprimida. Tiempo estratificado.
—Ayuda, si uno sabe ya cuál es la época expuesta —dijo Howard Steinleser—. Aquí existe una anomalía. La proyección rocosa actúa a veces como si fuese más joven que el montículo. La proyección rocosa no puede ser lo bastante joven como para incluir piedras escritas, pero lo es.
—La arqueología está llena de anomalías —dijo Terence—. Hay que disponerlas de modo que encajen en un patrón lógico. No existe otro sistema.
—Todas las ciencias consisten en anomalías dispuestas de modo que encajen en un patrón lógico —dijo Robert Derby—. ¿Ha descifrado usted el jeroglífico, Howard?
—Sí, muy bien. Mejor de lo que esperaba. Charles August podrá revisarlo, desde luego, cuando regresemos a la Universidad. Es una declaración que no tiene nada de real, ni de tribal, ni de bélica, ni de cinegética. No incluye ninguno de los signos radicales acostumbrados, ninguna de las categorías. Sólo puede ser clasificado como descategorizado o personal. La traducción será áspera.
—Rocosa es la palabra —dijo Magdalen.
—Adelante con ella, Howard —dijo Ethyl.
—«Tú eres la libertad de los cerdos salvajes en los sembrados de acederas y la nobleza de los tejones. Tú eres la astucia de las serpientes y la altanería de los buitres. Tú eres pasión de arbustos de mesquite incendiados por el rayo. Tú eres la serenidad de los sapos.»
—Tienes que admitir que la línea es distinta —dijo Ehtyl, dirigiéndose a su marido—. Tus propias cartas de amor eran menos ácidas, Terence.
—¿Qué tipo de literatura es ése, Steinleser? —inquirió Terence—. Debe tener una categoría...
—Creo que Ethyl tiene razón. Es un poema de amor. «Tú eres el agua en cisternas de roca y las arañas secretas en aquel agua. Tú eres el coyote muerto tendido en medio del arroyo, y eres los viejos sueños del cerebro del coyote rezumando líquido a través de la reventada cuenca de su ojo. Tú eres las moscas voraces y felices alrededor de aquella cuenca reventada.»
—¡Oh! Déjese ya de historias, Steinleser —dijo Robert Derby—. No puede haber leído todo eso en el pedernal. ¿Cómo representa «los viejos sueños» la escritura jeroglífica Nahuat-Tanoan?
—El signo persona-maciza junto al signo persona-hueca, ambos encerrados en el signo nocturno, que siempre ha sido interpretado como el sueño jeroglífico. Continúo: «Tú eres las pústulas del conejo enfermo, devorando vida y carne y convirtiéndolas en su propio suero. Tú eres estrellas comprimidas en brasas de carbón. Pero tú no puedes dar, tú no puedes tomar. Algún día quedarás rota al pie del acantilado, y la palabra quedará sin pronunciar en tu lengua hinchada 3r amoratada».
—Un poema de amor, quizás, pero con una diferencia —dijo Robert Derby.
—Nunca fui capaz de entenderlo, y lo intenté, de veras que lo intenté —gimió Magdalen.
—Aquí está el cambio de persona-sujeto representado por un ojo incrustado en una mano —explicó Steinleser—. Ahora se habla en primera persona. «Poseo diez mil cargas de maíz. Poseo nueve cuernos de búfalo llenos de semillas de sandía. Poseo el taparrabo que llevaba el sol en su cuarto viaje a través del cielo. Sólo tres taparrabos en todo el mundo son más antiguos y más valiosos que el mío. Mi amor es vigoroso como una serpiente enroscada, y te llama con una voz tan poderosa como el mugir de los búfalos. ¿Por qué no es correspondido mi amor?»
—¿Cuál es el jeroglífico de «no correspondido»? —le interrumpió Terence Burdock.
—Una mano extendida, con todos los dedos doblados hacia atrás. Y continúa: «Te envío mis rugidos. No te arrojes al abismo. Crees que estás en el puente que cuelga del cielo, pero estás en el acantilado final. Yo me arrastro delante de ti. No soy más que excrementos de perro».
—Les pongo por testigos de que lo ha dicho él, y no yo —estalló Magdalen.
Siempre había una incoherencia fundamental en torno a Magdalen.
—Siga, Steinleser —dijo Terence—. Esa chica está chiflada... o sueña en voz alta.
—La inscripción termina aquí. Sólo hay otro jeroglífico final que no entiendo. Es el signo del lanzador de jabalina unido al signo del tiempo. A veces quiere decir «dirígete hacia adelante o más allá». Pero, ¿qué significa aquí?
—Significa «continuará», tonto, «continuará» —dijo Magdalen—. No tema. Habrá más piedras.
—A mí me parece muy hermoso —dijo Ethyl Burdock—, en su propio contexto, desde luego.
—Entonces, ¿por qué no le acepta, Ethyl, en su propio contexto, desde luego? —inquirió Magdalen—. A mí no me importa cuántos costales de maíz pueda tener.
—¿De qué está hablando, querida? —inquirió a su vez Ethyl—. Howard Steinleser puede interpretar las piedras, pero ¿quién puede interpretar a nuestra Magdalen?
—¡Oh! Yo puedo leer en ella como en una roca —dijo Terence Burdock, sonriendo.
Pero no era cierto.
Les había afectado a todos. Estaba en torno de ellos y a través de ellos: la astucia de las serpientes y la serenidad de los sapos, las arañas secretas en el agua, los viejos sueños rezumando a través de la cuenca reventada, las pústulas del conejo enfermo, el mugir del búfalo y los excrementos de perro.
Hablaron de arqueología y de mitos. Luego fue noche profunda, y la mañana del tercer día.
La excavación continuó. Era ya más valiosa que la de Spiro, y no habían hecho más que empezar.
Aquel día, Anteros trabajaba con el ceño fruncido, en tanto que Magdalen parecía estar cargada de electricidad.
—¡Abalorios, abalorios de cristal! —estalló súbitamente Terence Burdock, furioso—. ¡De acuerdo! ¿Quién nos está tomando el pelo? No estoy dispuesto a tolerarlo.
Terence se había mostrado malhumorado todo el día, y en su rostro había unos arañazos como los que Steinleser había exhibido el día anterior.
—No es la primera vez que se encuentran abalorios, Terence, centenares de ellos —dijo Robert Derby tranquilamente.
—¡No es la primera vez que alguien toma el pelo a los demás! —aulló Terence—. Esos abalorios parecen fabricados en Hong-Kong... ¿Cómo pueden encontrarse en una capa del año 700? De acuerdo, ¿quién es el culpable?
—No creo que ninguno de nosotros sea culpable, Terence —dijo Ethyl en tono conciliador—. Han aparecido a cuatro pies de la superficie del montículo. Es posible que la superficie haya experimentado más de una erosión...
—Somos científicos —dijo Steinleser—. Hemos encontrado eso. Otros también lo han encontrado. Vamos a estudiar las improbabilidades del hecho.
Era mediodía, de modo que comieron, descansaron y estudiaron las improbabilidades. Anteros les había traído un gran trozo de lomo de cerdo, y prepararon bocadillos y bebieron cerveza.
—Los abalorios indios, en términos generales, siempre han representado un misterio —dijo Robert Derby—. Hay millones y millones de esos abalorios, sin que nadie se explique cómo fueron perforados. Se han encontrado restos de la industria india, y se ha comprobado que sus herramientas evolucionaron. Pero no se ha encontrado ni un solo instrumento para perforar los abalorios. ¿Cómo fueron hechos?
Magdalen dejó oír una risita.
—Por los escupe-abalorios —dijo.
—¡Escupe-abalorios! ¡Qué tontería! —exclamó Terence—. Ésa es la más estúpida de todas las leyendas indias.
—Pero es la leyenda de más de treinta tribus distintas —dijo Robert Derby—. Los indios caribes de Cuba decían que obtenían sus abalorios de los escupe-abalorios. Los indios de Panamá le dijeron lo mismo a Balboa. Los indios de los pueblos le contaron la misma historia a Coronado. Cada comunidad india tenía un indio que era su escupe-abalorios.
—Desde luego, eso es muy irreal —dijo Ethyl. Desde luego, lo era.
—¡Un escupe-abalorios del siglo VIII no podía escupir abalorios futuros, no podía escupir abalorios de cristal fabricados en Hong-Kong a la época actual! —gritó Terence Burdock, que estaba muy furioso.
—Perdone, señor, pero podía hacerlo —dijo Anteros—. Un escupe-abalorios puede escupir abalorios futuros si cuando escupe mira al norte. Eso se ha sabido siempre.
Terence estaba furioso. Y se enfureció todavía más cuando dijo que la roca oscura que remataba la proyección era peligrosa, porque podía caer y matar a alguien; y Anteros dijo que no había tal roca oscura en la proyección, que los ojos de Terence le estaban engañando, que Terence debía sentarse a la sombra y descansar.
Y Terence acabó de enfurecerse cuando descubrió que Magdalen trataba de ocultar algo que había encontrado en un hueco de la proyección rocosa. Era una piedra pizarrosa muy pesada, demasiado pesada incluso para la asombrosa fuerza de Magdalen. La había llevado a rastras unas docenas de metros y ahora estaba tratando de cubrirla con piedras y maleza.
—¡Robert, señale el punto de extracción! —gritó Terence—. Es perfectamente visible, todavía. ¡Magdalen, deje eso! Sea lo que sea tiene que ser examinado ahora.
—¿Por qué no me deja en paz de una vez?
—Está usted histérica, Magdalen, y si continúa así me veré obligado a pedirle que abandone este lugar.
—Ojalá pudiera marcharme. No puedo. Ojalá pudiera amar. No puedo. ¿Por qué no es suficiente que yo muera?
—Howard, dedique la tarde a esto —ordenó Terence—. Tiene una inscripción. Si es lo que yo imagino, me asusta. Es demasiado reciente para encontrarse en una formación recosa erosionada. Procure leerla.
—Dentro de unas horas podré decirle algo. Yo tampoco había visto nunca nada semejante. ¿Qué cree usted que es, Terence?
—Lo único que puedo decir es que pertenece a una época posterior a la de la otra inscripción.
Howard Steinleser empezó a trabajar en la piedra cincelada; y dos horas antes de la puesta del sol le llevaron otra, un bloque de esteatita gris. Lo que figuraba en ella era completamente distinto de lo que cubría la piedra pizarrosa.
Poco antes del crepúsculo, Magdalen llamó a Robert Derby.
—Robert —le dijo—, en la parte alta del arroyo, a unos cuatrocientos metros de aquí, junto a la playa...
—...encontraré la madriguera de un tejón, Magdalen. Ha conseguido usted que vea cosas invisibles a distancia. Y si cojo una carabina y me acerco cautelosamente, el tejón asomará la cabeza en aquel preciso instante y le pegaré un balazo entre los ojos. Es muy grande; pesa cincuenta libras.
—Treinta. Tráigalo, Robert. Por fin demuestra usted un poco de comprensión.
—Dicen que la carne de tejón es muy dura, Magdalen. Nadie la come.
—¿No puede una chica condenada a muerte escoger su último menú? Vaya a buscarlo, Robert.
Robert se marchó. La voz de la pequeña carabina apenas se oyó a aquella distancia. Robert no tardó en regresar con el tejón muerto.
—Guíselo, Ethyl —ordenó Magdalen.
—Sí, lo sé. Y si no sé guisarlo, Anteros me enseñará. Pero Anteros había desaparecido. Robert le encontró en un pequeño otero, con los hombros hundidos. El extraño personaje sollozaba silenciosamente, y su rostro parecía tallado en piedra pómez. Pero regresó al campamento para ayudar a Ethyl a preparar el tejón.
—Si la primera de las piedras de hoy le asustó, Terence —dijo Howard Steinleser—, la segunda tendría que ponerle los pelos de punta.
—Desde luego. Todas las piedras son demasiado recientes para encontrarse en una formación rocosa, pero esta última es un insulto. Tiene menos de doscientos años, pero hay mil años de estratos encima de ella. ¿Cuánto hace que está depositada ahí?
Habían comido carne fibrosa de tejón y bebido whisky malo (que les había proporcionado Anteros, sin saber que era malo), y el olor a almizcle estaba dentro de ellos y a su alrededor. La fogata escupía de cuando en cuando furiosamente con pequeñas explosiones, y su resplandor se hacía entonces más intenso. A uno de aquellos fugaces resplandores Terence Burdock vio que la extraña roca oscura se encontraba de nuevo en la parte superior de la proyección. Creyó haberla visto allí a la luz del día; pero no estaba allí cuando se sentó a la sombra a descansar, y no pudo verla cuando trepó a lo alto de la proyección para asegurarse.
—Vayamos por el capítulo segundo, y luego por el tercero, Howard —dijo Ethyl—. Así será más claro.
—Sí. Bueno, el capítulo segundo está escrito en un idioma que nadie vio escrito nunca; y, sin embargo, no resulta demasiado difícil leerlo. Incluso Terence sospechó lo que era y le asustó. Es el lenguaje mímico de los indios de las llanuras, traducido en pictogramas formalizados. Y tiene que ser muy reciente, dentro de los últimos trescientos años. El lenguaje mímico era fragmentario cuando llegaron los españoles, y se había desarrollado del todo cuando llegaron los franceses. Fue un desarrollo explosivo, como sucede en esos casos, completado en un centenar de años. Esta roca tiene que ser más joven que su situs, pero se encontraba en el lugar exacto que le correspondía.
—Léala, Howard, léala —dijo Robert Derby.
—«Poseo trescientos caballos —leyó Steinleser en la roca—. Poseo dos días a caballo al norte, al este y al sur, y un día de caballo al oeste. Todo te lo daré. Estallaré en una gran voz como la del fuego en los árboles, como la de los lobos hambrientos, como el rugido del león. Tú eres las rápidas alas del halcón nocturno, los delicados pies de la mofeta, eres el zumo de la calabaza dulce. ¿Por qué no puedes tomar ni dar? Yo soy el toro giboso de las altas llanuras, soy el río y las charcas de agua estancada que deja el río, soy la tierra descarnada y las rocas. Ven a mí, pero no vengas con tanta violencia como para destruirte.»
—Ése es el texto de la primera roca del día. Y al final hay unos pictogramas que no comprendo: una Hecha, encima de un gran peñasco.
—«Continúa en la roca siguiente», desde luego —dijo Robert Derby—. Bueno, ¿por qué no se escribió nunca el lenguaje mímico? Los signos son sencillos y fáciles de grabar, y eran comprendidos por muchas tribus distintas. Lo lógico hubiese sido utilizarlos.
—En la región existió la escritura alfabética antes de que se desarrollara del todo el lenguaje mímico —dijo Terence Burdock—. En realidad, lo que dio impulso al lenguaje mímico fue la llegada de los españoles. De hecho, se desarrolló para facilitar la comunicación entre indio y español, y no entre indio e indio. Sin embargo, creo que el lenguaje mímico fue escrito mucho antes, en los primeros pictogramas chinos. Y tuvo también sus comienzos como sistema de comunicación entre pueblos distintos. Si todo el género humano hubiese tenido un lenguaje único, no se hubiera desarrollado ningún lenguaje escrito. La escritura empieza siempre como un puente, y para que el puente sea necesario tiene que existir un vacío que cruzar.
—Nosotros tenemos un puente aquí —dijo Steinleser—. Esa proyección rocosa está llena de humo putrefacto. La parte superior tendría que ser más vieja que la parte inferior del montículo, puesto que el montículo fue construido sobre una base erosionada de la formación rocosa. Pero, en muchos aspectos, parecen ser contemporáneas. Tenemos que encontrarnos bajo los efectos de un hechizo. Llevamos dos días, casi tres, trabajando en esto, y la absoluta imposibilidad de la situación no se ha hecho clara aún para nosotros.
—La proyección rocosa tiene forma de chimenea. El tiempo actual es una parte inferior de la chimenea y el fuego ardiendo en su base. El tiempo pasado es humo negro, y el tiempo futuro es humo blanco. En la piedra de ayer había un signo que no comprendí, y que parece indicar algo que sale de la chimenea.
—Yo no le encuentro mucho parecido con una chimenea —dijo Magdalen.
—Y una solterona no se parece en nada al rocío sobre la hierba por la mañana —dijo Robert Derby—, pero nosotros reconocemos esas identidades.
—Tenemos telarañas en los ojos —dijo Steinleser—. El núcleo central de la chimenea es incorrecto. Ni siquiera estoy seguro de que el resto de la chimenea sea correcto.
—No, no lo es —dijo Robert Derby—. Podemos identificar la mayoría de los estratos de la chimenea con períodos conocidos del río y del arroyo. Yo estuve hoy encima y debajo. Hay una extensión en la cual la piedra arenisca no resultó erosionada. Y hay otros sectores donde la piedra aparece diversamente recortada. Podemos establecer la correspondencia de la parte inferior de la chimenea con una época que se remonta a unos centenares de años. Pero, en lo que respecta a los diez pies superiores, no existe correspondencia en ninguna parte. Creo que los siglos representados por los estratos superiores de la chimenea no han llegado aún.
—¿Y cuándo se formó la roca oscura que remata la chimenea? —inquirió Terence—. No sé lo que me digo. No está ahí. Estoy ofuscado.
—Todos lo estamos, más o menos —dijo Steinleser—. Yo también la vi, hoy. Y luego no he vuelto a verla.
—Lo escrito en la roca es como una antigua novela que sólo recuerdo a medias —dijo Ethyl.
—Sí, eso es, exactamente —murmuró Magdalen.
—Pero no recuerdo lo que le sucedió a la protagonista.
—Yo recuerdo lo que le sucedió, Ethyl —dijo Magdalen.
—Léanos el capítulo tercero, Howard —rogó Ethyl—. Quiero saber cómo termina.
—Antes debería usted proporcionarles whisky a todos esos resfriados —sugirió humildemente Anteros.
—Ninguno de nosotros está resfriado —objetó Ethyl.
—Sigue tu propio consejo médico, Ethyl —dijo Terence—, y yo seguiré el mío. Yo tomaré whisky. Mi resfriado no es catarral, sino escalofríos de miedo.
Todos tomaron whisky. Hablaron unos instantes, y algunos de ellos se adormilaron.
—Es muy tarde, Howard —dijo finalmente Ethyl—. Pasemos al capítulo siguiente. ¿Es el último capítulo? Luego nos acostaremos. Mañana tenemos que excavar.
—Nuestra tercera piedra, nuestra segunda piedra del día que acaba de transcurrir, es una forma de escritura distinta e incluso posterior, que nunca había sido encontrada en una piedra. Es escritura kiowa. Los kiowas realizaban su escritura en espiral sobre pieles de búfalo adobadas casi como pergamino. En su forma más sofisticada (como en este caso) es relativamente reciente. Probablemente, la escritura kiowa no llegó a su plenitud hasta que fue influenciada por artistas blancos.
—¿Qué antigüedad se le puede atribuir, Steinleser? —inquirió Robert Derby.
—Ciento cincuenta años, aproximadamente. Pero yo no la había visto nunca copiada en piedra. No es apropiada para la piedra. Pero aquí hay un montón de cosas que nunca había visto.
—Pasemos al texto, o mejor dicho, a la pictografía. «Tú temes a la tierra, temes al suelo áspero y a las rocas, temes a la tierra húmeda y a la carne que se descompone. Temes a la carne en sí, ya que toda la carne se descompone. Si no amas a la carne que se descompone, no amas absolutamente nada. Tú crees en el puente colgado en el cielo, el puente que cuelga de zarcillos y vástagos que adelgazan a medida que suben y suben hasta que se hacen tan finos como cabellos. No hay ningún puente en el cielo, no puedes subir a él. ¿Crees que las raíces del amor crecen al revés? Brotan de la tierra profunda que es carne y sesos y corazones y entrañas, que es intestinos de búfalo y vergas de serpiente, que es sangre negra y podrida y subsuelo gimiente. Y de sus cuajarones crecen las raíces del amor.»
—Parece usted dar traducciones notablemente detalladas de los simples signos espirales, Steinleser, pero empiezo a penetrar en su espíritu —dijo Terence.
—Tal vez lo he adulterado un poco —dijo Steinleser.
—Miente usted mucho —dijo Magdalen.
—No miento. Existe una base para cada frase que he utilizado. Continúo: «Poseo veintidós rifles. Poseo caballos. Poseo plata mejicana, más de ochenta trozos. Soy rico en todos los sentidos. Te lo daré todo. Gritaré con una gran voz como un león rugiendo contra un puma, como una rana mugidora en celo. Es la tierra la que te llama. Yo soy la tierra, más lanuda que los lobos y más áspera que las rocas. Tú no puedes tomar, tú no puedes dar, tú no puedes amar, tú crees que existe algo más, tú crees que existe un puente en el cielo al que puedes trepar sin estrellarte. Tú vendrás a mí por la mañana. Vendrás a mí complaciente y graciosa. O vendrás a mí de mala gana y todos tus huesos quedarán destrozados. Quedarás rota por nuestro encuentro. Quedarás como traspasada por un rayo. Vive por la mañana, o muere por la mañana, pero recuerda que amor que mata es mejor que ningún amor».
—¡Oh, hermano! Nadie extrae esa historia de esos signos infantiles, Steinleser —protestó calurosamente Robert Derby.
—Bueno, eso es el final de lo escrito. Y un pictograma espiral kiowa termina con una línea hacia dentro o hacia fuera, lo cual significa...
—«Continúa en la roca siguiente», eso es lo que significa —dijo Terence con voz ronca.
—No encontrarán las rocas siguientes —dijo Magdalen—. Están ocultas, y la mayor parte del tiempo ni siquiera están ahí, pero continuarán y continuarán. Pero, ya lo leerán en las rocas mañana por la mañana. Quiero terminar con eso. ¡Oh, no sé lo que quiero!
—Creo que sé lo que quiere usted esta noche, Magdalen —dijo Robert Derby.
Pero no lo sabía.
La conversación languideció, la fogata fue apagándose y los miembros del grupo se introdujeron en sus sacos de dormir.
Transcurrió la larga noche y amaneció el cuarto día. Pero, ¡cuidado! En la leyenda Nahuat-Tanoan, el mundo termina en la cuarta mañana. Todas las vidas que hemos vivido o que creemos haber vivido no han sido más que sueños de la tercera noche. El taparrabo que el sol llevaba para el viaje del cuarto día no era tan valioso como los tres anteriores. Sólo había sido llevado una hora, aproximadamente.
Y, en realidad, había algo de terminal en la cuarta mañana. Anteros había desaparecido. Magdalen había desaparecido. La proyección rocosa había disminuido de tamaño, como si faltara una parte de ella. El sol enviaba un resplandor gris-naranja a través de la niebla. La niebla parecía humo surgido de la chimenea de roca; pero no era más que molesta niebla matinal.
—Es la cosa más absurda que he oído nunca —gruñó Robert Derby—. ¿De veras creen que Magdalen se ha marchado con Anteros?
Derby estaba de un humor de perros y en su rostro veíanse unos profundos arañazos.
—¿Quién es Magdalen? ¿Quién es Anteros? —preguntó Ethyl.
Terence Burdock gritó desde lo alto del montículo: —¡Suban todos! Aquí hay algo que vale la pena. Tendremos que fotografiarlo, dibujarlo, medirlo y registrarlo. Es la cabeza de basalto más delicada que he visto nunca. Tiene el tamaño de la cabeza de un hombre, y sospecho que tiene un cuerpo del tamaño del de un hombre adherido a ella. No tardaremos en limpiarla y lo aclararemos todo. ¡Uf! ¡Qué tipo más raro era!
Pero Howard Steinleser estaba examinando algo de vivos colores que sostenía en sus manos.
—¿Qué es eso, Howard? ¿Qué está haciendo? —preguntó Derby.
—¡Ah! Creo que ésta es la piedra que viene a continuación. La escritura es alfabética, pero deformada, falta un elemento. Creo que es inglés moderno: no tardaré en comprobarlo. El texto parece ser...
Rocas y piedras salían de la chimenea, y niebla, amnésica y embrutecedora niebla.
—Steinleser, ¿se encuentra usted bien? —inquirió Robert Derby—. Lo que tiene en la mano no es una piedra.
—No es una piedra. Pensé que lo era. ¿Qué es, entonces?
—Es el fruto del Toxyion pomiferurn. No es una piedra, Howard.
Y la cosa era una especie de naranja arrugada, del tamaño de un melón.
—Tiene usted que admitir que las arrugas parecen algo escrito, Robert.
—Sí, parecen algo escrito, Howard. Vamos, Terence nos está llamando. Ha leído usted demasiadas piedras. Y aquí no estamos seguros.
Se oyó una explosión y un rugido. La roca oscura salió despedida de la parte superior de la chimenea y se estrelló con terrible fuerza contra el suelo, partiéndose en mil pedazos. Y algo más que había estado en aquella roca oscura. Y toda la chimenea cayó alrededor de ellos.
Ella quedó destrozada por el encuentro. Todos sus huesos quedaron rotos. Y ella estaba muerta.
—¿Quién... quién es? —tartamudeó Howard Steinleser.
—¡Dios mío! ¡Magdalen, desde luego! —exclamó Robert Derby.
—La recuerdo vagamente. No la comprendía.
—¡Está muerta! ¡Maldición! ¿Qué busca usted en esas piedras?
—Tal vez no está muerta en ellas todavía, Robert. Voy a leer lo que hay aquí antes de que les suceda algo. Esa roca oscura que ha caído y se ha roto es imposible, desde luego. Es un estrato que no se ha posado aún. Siempre deseé leer el futuro, y es posible que no vuelva a tener otra oportunidad.
—¡Estúpido! ¡La muchacha está muerta! ¿Es que no le importa a nadie? Terence, deje de aullar acerca de su hallazgo. Baje. La muchacha está muerta.
—Suban, Howard y Robert —insistió Terence—. Dejen esa roca destrozada ahí. No tiene ningún valor. Pero nadie ha visto nunca algo parecido a esto.
—Suban —gritó Ethyl—. ¡Es una pieza maravillosa! ¡Nunca vi nada semejante!
—Ethyl, ¿es que se han vuelto todos locos? —inquirió Robert Derby—. Ella está muerta. ¿No la recuerda? ¿No recuerda a Magdalen?
—No estoy segura. ¿Es la muchacha que rondaba por aquí estos últimos días? No debió encaramarse a esa roca tan alta. Siento que esté muerta. Pero, mire lo que hemos encontrado aquí...
—Terence, ¿no se acuerda usted de Magdalen?
—¿Es esa muchacha que está ahí? Bueno, cuando alguien vaya al pueblo tendrá que decirle al sheriff que hay una muchacha muerta aquí. Robert, ¿vio usted nunca una cara como ésta? Creo que aquí hay una figura de hombre de tamaño natural. ¡Maravilloso, maravilloso!
—Terence, ha perdido usted la chaveta. Bueno, ¿se acuerda de Anteros?
—Desde luego, el hermano gemelo de Eros, convertido en símbolo del amor desgraciado. ¡Trueno! Ése es el nombre para él. Le va perfectamente. Nosotros le llamamos Anteros.
Bueno, era Anteros, como vivo en piedra de basalto. Su rostro estaba contraído. Sollozaba silenciosamente y sus hombros estaban hundidos de emoción. La talla resultaba fascinante en su miserable pasión, su pétreo amor no correspondido. Tal vez era más impresionante ahora de lo que lo sería cuando lo limpiaran. Era tierra, era tierra en sí mismo.
—El Anteros vivo, Terence. ¿No recuerda usted a nuestro excavador, Anteros Manypenny?
—Desde luego. Esta mañana no se presentó a trabajar. Dígale que está despedido.
—¡Magdalen está muerta! ¡Era una de nosotros! ¡Maldición, era la principal de nosotros! —exclamó Robert Derby, en tono desesperado.
Pero Terence y Ethyl no le oyeron. Estaban ocupados desenterrando el resto de la talla.
Y, más abajo, Howard Steinleser estaba estudiando unas rocas negras y partidas antes de que desapareciesen.
Howard Steinleser estaba estudiando un estrato que no se había posado aún, leyendo un brumoso futuro.