II
Bob Pitman era un anciano caballero de cabellos blancos y mejillas hundidas cuando me atendía en mis enfermedades infantiles, y desde entonces no parecía haber envejecido más. Vivía solo en una casa grande y anticuada, llevaba todavía un traje oscuro con una cadena de oro curvada sobre el abdomen, jugaba al ajedrez siempre que podía y bebía whisky escocés importado especialmente para él. Al verle inclinado sobre la dormida figura de Sammy me sentí tranquilizado, incluso antes de que se incorporase y doblase el estetoscopio.
—El muchacho ha comido algo que no debía —dijo, tapando a Sammy.
—Pero, ¿está bien? —preguntamos May y yo al mismo tiempo.
—Perfectamente.
—¡Gracias a Dios! —exclamó May, y se sentó.
Supe que había estado pensando en su madre y preguntándose si íbamos a perder a Sammy con la misma brusquedad.
—Tienes que descansar —dijo el doctor Pitman, mirando a May con cariñosa severidad—. El joven Sammy dormirá toda la noche, y tú debes seguir su ejemplo. Toma otra de esas píldoras que te he recetado esta mañana.
Yo me había olvidado de su visita anterior.
—Parece que estamos monopolizando su tiempo, doctor.
—Al contrario, me proporcionáis un poco de trabajo: ahora, todo el mundo disfruta de una salud excelente —Nos hizo salir de la habitación de Sammy—. Mañana por la mañana pasaré por aquí.
May no estaba completamente satisfecha: era escrupulosamente limpia en la cocina, y la idea de que nuestro hijo hubiese ingerido algún alimento en malas condiciones resultaba particularmente inaceptable para ella.
—Pero, ¿qué puede haber comido Sammy, doctor? Nosotros hemos comido lo mismo que él y estamos bien...
—No es fácil saberlo. Puede haber comido algún caramelo, alguna baya...
Coloqué mi brazo alrededor de los hombros de May y traté de obligarla a relajarse. Estaba rígida de tensión, y se me ocurrió que si Sammy contraía una enfermedad fatal o moría en un accidente, May quedaría destrozada para siempre.
A pesar de lo que tardó en dormirse, o quizás a causa de ello, May no se despertó a la mañana siguiente cuando me deslicé fuera de la cama. Entré en el cuarto de Sammy y supe inmediatamente que algo iba mal. Su respiración era ruidosa y rápida como la de un cachorro que ha estado corriendo. Me acerqué a la cama. Sammy estaba inconsciente, con la boca muy abierta y la frente más ardiente de lo que yo hubiera creído posible en un ser humano.
El miedo mordió mis entrañas mientras corría hacia el teléfono. Marqué el número del doctor Pitman, preguntándome si debía despertar a May. Pero, en vez de ayudar a Sammy, May se pondría histérica, de modo que decidí dejarla dormir.
Al cabo de unos instantes que me parecieron interminables, oí la soñolienta voz del médico.
—El doctor Pitman al aparato.
—Soy George Ferguson, doctor. Sammy está muy enfermo. ¿Puede venir en seguida?
Balbuceé una descripción de los síntomas.
—Salgo inmediatamente para ahí.
Su voz no era ya soñolienta. Colgué el receptor, abrí la puerta de la calle de modo que el doctor pudiera entrar directamente y volví a la habitación de Sammy. Sus cabellos estaban pegados a su frente y al respirar emitía una especie de estertor metálico. Me pareció que transcurrían siglos antes de oír los pasos del doctor Pitman en la escalera.
Entró en la habitación, echó una ojeada a Sammy y dijo:
—Pulmonía. El pequeño tiene que ser hospitalizado inmediatamente.
Conseguí decir:
—¡Pulmonía! Pero usted dijo que había comido algo...
—No hay ninguna relación entre esto y lo de ayer.
—¡Oh! ¿Aviso a una ambulancia?
—No. Yo mismo le llevaré al hospital. A esta hora, las calles están despejadas y ganaremos tiempo.
Cogió a Sammy entre sus brazos y lo levantó con sorprendente facilidad teniendo en cuenta que era un anciano.
—Espere —dije—. Le acompañaré.
—Serás más útil llamando por teléfono al hospital y advirtiéndoles de mi llegada, George. ¿Dónde está tu esposa?
—Duerme... No sabe nada.
Casi me había olvidado de May.
El doctor Pitman enarcó las cejas, deteniéndose unos instantes en el rellano.
—Llama primero al hospital, diles que voy para allá, y luego despierta a tu esposa. No dejes que se preocupe demasiado, ni te preocupes demasiado tú. Tengo un inhalador de oxígeno en el automóvil, y Sammy se pondrá bien en cuanto le metamos en una unidad de cuidados intensivos.
Asentí, agradecido, corrí al teléfono y llamé al hospital, mientras el doctor Pitman se llevaba a Sammy. Unos segundos después subí a despertar a May. Cuando entré en la habitación, May estaba sentada en el borde de la cama.
—¿George? —su voz era cautelosa—. ¿Qué es lo que pasa?
—Sammy tiene pulmonía. El doctor Pitman se ha encargado de llevarlo al hospital y se ocupará de que reciba el tratamiento adecuado.
Terminé de vestirme mientras hablaba, rezando para que May se tomara la noticia sin demasiados aspavientos. May se levantó y empezó a vestirse, moviéndose de un modo maquinal, y cuando la miré a los ojos comprendí súbitamente que hubiese sido mejor que hubiera gritado o que se hubiera desmayado. Salimos en busca de nuestro automóvil, temblando ante el frío aire de la mañana otoñal, y me dirigí al hospital. Al llegar a la esquina recordé que había dejado abierta la puerta de la calle, pero no regresé a cerrarla. Creo que lo hice deliberadamente, esperando —con una irracionalidad total— que podíamos ser robados aplacando así a los Hados, desviando su atención de Sammy. En las calles había poco tránsito, pero conduje a una velocidad moderada, consciente de que no tenía virtualmente ningún poder de concentración para nada ajeno a la tragedia doméstica. May iba sentada a mi lado y miraba a través de la ventanilla con el aire de una niña que regresa de mala gana de unas prolongadas vacaciones.
Quedé muy sorprendido cuando, al acercarme al hospital, vi el Buick azul del doctor Pitman parándose delante de la entrada principal. Según mis cálculos, nos llevaba más de diez minutos de ventaja. Los dedos de May se clavaron en mi muslo cuando vio que un enfermero sacaba del coche a Sammy y entraba en el edificio llevándolo en brazos. Aparqué cerca de la entrada, haciendo caso omiso del cartel que advertía que el lugar estaba reservado para los médicos, y entré corriendo en el vestíbulo, con May pegada a mis talones. El doctor Pitman nos estaba esperando.
—Acaba usted de llegar —le dije, en tono acusador—. ¿Por qué se ha retrasado tanto?
—Tranquilízate, George. El perder la calma no mejorará la situación —Nos empujó hacia una hilera de sillas vacías—. Ten en cuenta que tenía que conducir con una mano y aplicar la boquilla del oxígeno a tu hijo con la otra.
—Lo siento —murmuré, avergonzado—. ¿Cómo está Sammy?
—Respira, y esto es lo principal. La pulmonía nunca puede ser tomada a la ligera —especialmente esta última variedad que nos ha caído encima últimamente—, pero estoy convencido de que todo acabará solucionándose de un modo favorable.
May exhaló un suspiro de alivio —creo que había esperado oír lo peor—, pero yo quedé convencido de que el doctor Pitman sólo trataba de dorarnos la píldora, como vulgarmente se dice. Me di cuenta de que su mirada rehuía la mía de un modo sistemático. Esperamos largo rato para que nos informaran del estado de Sammy, y las pocas veces que sorprendí al doctor Pitman mirándome directamente sus ojos tenían una expresión atormentada.
Me pareció, también, que acogía con evidente alivio la actitud de uno de los médicos del hospital, que utilizó toda su autoridad para persuadir a May de que sería preferible para todo el mundo que esperase en casa.