I

La primavera en Jade era extraordinariamente bella, como todas las estaciones del año. El aire era claro e inmóvil, el cielo de un azul purísimo y las lejanas jorobas de las colinas yacían como una mujer dorada sobre el lecho de la suave llanura verde.

Richard Nevis vio todo esto mientras permanecía sentado, con una agradable sensación de hartura, junto a la ventana de la casa de madera mientras Sandra se llevaba los cacharros del desayuno. Al cabo de unos instantes apartó la mirada de la ventana y contempló a su esposa que se movía de un lado para otro, amontonando los platos en el fregadero.

—La hierba crece muy hermosa —dijo, dándose cuenta de que su voz era una intrusión en el silencio.

Sandra se acercó a la ventana y apoyó una mano en el hombro de su marido mientras tendía la vista a través de la llanura: una vasta extensión de color esmeralda interrumpida únicamente por el hogar de los McGowan, a dos millas de distancia.

—Parece brotar de la noche a la mañana.

La llanura, quince días antes, era un erial arenoso. Bello, con sus rojos y sus amarillos resplandeciendo al sol del mediodía, pero un erial. En Jade, las estaciones llegaban rápidamente.

—Este año también habrá más que suficiente —dijo Richard, contemplando el paisaje y deteniéndose en el hogar de los McGowan—. Me pregunto qué habrá sido de los McGowan...

—Habrán regresado a la Tierra, supongo —dijo Sandra—. Algunas personas son así. Se entusiasman con los folletos de propaganda, firman el contrato y pagan su terreno. Y cuando llegan aquí no les gusta. El trabajo es duro... y hay demasiada tranquilidad. De modo que venden a bajo precio, a la misma Compañía de Explotación, o a un comprador particular.

—¿Crees que esto es demasiado tranquilo? —inquirió Richard ansiosamente.

Se había alegrado, al firmar el contrato, de la perspectiva de tener unos vecinos, y al llegar quedó decepcionado al descubrir que los McGowan no estaban allí.

Sandra se echó a reír.

—Hace más de un año que estamos aquí. Si lo encontrara demasiado tranquilo, ya te habrías enterado.

Pero era tranquilo. En Jade no existía ninguna clase de vida animal. El silencio llegaba a ser algo tangible, palpable. A veces, Richard cantaba en voz alta mientras trabajaba para convencerse a sí mismo de que en el planeta había una persona, al menos.

Varios centenares de clientes de la Compañía de Explotación de Jade se encontraban esparcidos entre los valles y a lo largo de la costa del único continente del planeta. Pero su presencia no cambiaba las cosas: las distancias que separaban sus hogares hacían prácticamente imposibles las visitas. Y cada uno de los colonos tenía en qué ocuparse.

Había la radio. Al principio, durante las largas veladas, Richard y Sandra se habían sentado junto al aparato, para escuchar y ocasionalmente hablar con la gente que vivía más allá de las colinas y cerca del mar, intercambiando noticias. Pero al cabo de poco tiempo renunciaron a aquella distracción. ¿Por qué fingir que no se está solo, cuando la evidencia de la soledad nos rodea por todas partes?

Sandra estaba embarazada, y dentro de un par de meses vendría el médico para asistirla en el parto. La había visitado por primera vez hacía tres meses, y Richard quedó asombrado, y luego vagamente enfurecido, ante la ruidosa proximidad del helicóptero. Se preguntó cómo habían podido resistir, Sandra y él, los ruidos incesantes en la Tierra.

Se puso en pie y besó a Sandra.

—Voy a ver a Daisy.

No le hubiera costado nada quedarse todo el día sentado junto a la ventana. En primavera, después de la siembra, había muy pocas cosas que hacer.

Daisy estaba en el granero, en la parte de atrás de la casa. Era un gran armario de metal de doce pies cuadrados y pintado de gris. Sandra le había puesto aquel nombre en recuerdo de una vaca a la que había conocido. Daisy parecía fuera de lugar en el granero: una intrusión metálica, angular, entre las apiladas balas de heno. Incluso la máquina de segar, vieja y oxidada, parecía menos incongruente, más rural que el armario.

Richard quitó los alambres de una bala y, con una larga horquilla, dejó caer el heno suelto en el gran embudo que sobresalía de la parte superior de Daisy. Pulsó un interruptor y la máquina empezó a zumbar suavemente, digestivamente. Richard continuó cargándola. Poco después se encendió una lámpara roja entre los discos y los interruptores de la parte frontal del armario.

Richard dejó la horquilla apoyada contra la pared. Desconectó el control de absorción de la máquina y manipuló en los discos encargando el almuerzo del día: sopa, jamón y huevos revueltos, mermelada de albaricoque y un cuartillo de leche para Sandra. Pulsó el botón de entrega y obtuvo una bolsa de plástico de zumo de naranja para él, deseando de nuevo que la máquina pudiera sintetizar cerveza. Al parecer, el tiempo de preparación era excesivo para que el proyecto resultara practicable, aunque Sandra había fermentado vino con el zumo de uva sintético de Daisy.

A continuación examinó la máquina de segar, comprobando el nivel del aceite, engrasando las partes móviles, trabajando metódicamente. Era fundamental que la máquina de segar se conservase en buen estado, porque, al igual que Daisy, formaba parte del equipo adquirido a la Compañía de Explotación de Jade. Y si algún día decidieran marcharse del planeta, no podrían conseguir un precio razonable por la máquina si no se encontraba en perfecto estado. Además, las piezas de recambio eran muy caras.

—Richard, ¿qué diablos estás haciendo?

Sandra estaba de pie en la puerta del granero, con sus cabellos castaños brillando al sol. Pero la expresión de su rostro era ominosa.

—Revisando la máquina de segar. ¿Qué pasa?

—¿Sabes qué hora es?

—Alrededor de las once y media...

—Son más de las dos y no hemos comido aún. ¿Qué has estado haciendo?

Intrigado, Richard se remangó ligeramente la camisa con el dorso de la mano para no mancharse de aceite y consultó su reloj. Sandra tenía razón. Eran las dos y cuarto. ¿Se había quedado dormido mientras trabajaba? No recordaba haberlo hecho.

—Lo siento, querida.

Recogió la bandeja de comida del cajón de entrega de Daisy.

—Cuando llegue el momento de la siega no podrás tumbarte a la bartola como ahora.

Richard suspiró. Sandra tenía un mal día. Las mujeres embarazadas muestran un humor variable. Y en medio de esos altibajos, uno no sabe nunca a qué carta quedarse.

Durante el almuerzo, Sandra se mostró agresiva y frenética, en contradicción con su estado de ánimo matinal.

—¿Qué es lo que estamos haciendo aquí, exactamente? Ojalá no nos hubiésemos movido de la Tierra, donde tenemos a nuestros amigos. Aquí no tengo ningún amigo. Me paso el día encerrada en casa. ¿Qué ha sido de los McGowan? Me gustaría saberlo... —Señaló dramáticamente en dirección al hogar de los McGowan—. Ella no pudo resistirlo, eso es todo. Y obligó a su marido a que la llevara de nuevo a la Tierra. ¿Por qué hemos venido aquí? Nos limitamos a vegetar, sembrando hierba y viviendo a base de ella, como el ganado. ¿A dónde nos va a llevar todo esto?

Richard había conservado la boca prudentemente cerrada durante aquella parrafada, pero la pregunta final, seguida de una significativa pausa, exigía una respuesta.

—Estamos engordando una saneada cuenta corriente con la hierba que vendemos a la Compañía de Explotación —dijo.

—¿De qué nos sirve el dinero, si no hay en qué gastarlo?

Richard dejó que Sandra siguiera expresando su descontento. Paulatinamente, su enojo cedió, como ocurría siempre, con tal de que su marido no la contradijera. Como de costumbre, Sandra terminó riéndose de sí misma.

—Lo siento, Dick —dijo finalmente, sonriendo—. Son cosas del embarazo.

—Lo sé, querida. De cuando en cuando, conviene desahogarse un poco.

Sandra se echó a reír.

—Esta mañana, no me di cuenta de que el tiempo había transcurrido con tanta rapidez. Debí quedarme adormilada. De pronto, miré el reloj y eran las dos. Pensé: Ha pasado la mañana y no he hecho nada... De modo que busqué una válvula de escape, y te encontré a ti. Lo siento, cariño.

Aquella tarde, mientras andaba a través de la hierba nueva, Richard pensó en la rapidez con que transcurría el tiempo. Había ahorrado unos cuantos miles de créditos, y tenía dos años menos de vida. Aquel pensamiento, en sí, era un síntoma de vejez.

A partir de ahora voy a vivir cada minuto de mi vida, cada segundo.

Inhaló una gran bocanada de aire, lo expulsó lentamente y decidió —una vez más— dejar de fumar. Luego echó a andar en dirección al prado de los McGowan.

La cerca de alambre que separaba las dos propiedades estaba rota. Como los McGowan no estaban ya allí, Richard no se había molestado en repararla. Notó, con un agradable escalofrío de improbidad, que la hierba estaba mucho más crecida en el otro lado. En la época de la siega recogería también aquella hierba y la vendería, a fin de evitar que se echara a perder. Si los McGowan regresaban, siempre podría pagarles la hierba, descontando el importe de su trabajo.

Delante de la casa de los McGowan un grupo de árboles proporcionaba un fresco y tentador espacio de sombra. Richard se sentó y contempló la casa. Era mucho mayor que la suya y se encontraba en muy buen estado, a pesar de los dos años que llevaba deshabitada.

Tal vez un día mi hijo se hará cargo de esto y unirá las dos fincas...

Richard sonrió para sus adentros. Otro síntoma de vejez, mirar hacia el futuro con tanta antelación. Se puso en pie y se encaminó hacia el sur, siguiendo los límites del terreno de los McGowan, y luego los del suyo propio mientras regresaba a casa. Más allá de su cerca el suelo era arenoso con sólo unas briznas de hierba: la amplia zona que se extendía hasta las colinas no había sido sembrada con la hierba especial desarrollada por la Compañía de Explotación.

La hierba de los McGowan, contigua a la suya, había sido sembrada hacía dos o más años. Se había resembrado y fertilizado por sí misma sin ser cosechada durante aquel tiempo. Valía la pena segar aquella hierba.

La sonrisa de Richard se borró de sus labios cuando consultó su reloj. Eran ya las siete de la tarde: empezaba a oscurecer. Sandra volvería a enfadarse con él.