II

Al hombre sólo parecía preocuparle la respuesta a una de aquellas preguntas.

—Es un compuesto a base de un isótopo de potasio. Si le contara a usted todo lo que sé acerca de él y cómo llegué a descubrirlo, nos ocuparía más tiempo del que disponemos. Pero la idea general es ésta: teóricamente, cada átomo está equilibrado eléctricamente, prescindiendo de las normales excepciones. Todas las cargas eléctricas de la molécula se supone que están equilibradas: tanto más, tanto menos, igual a cero. Yo partí del hecho de que el equilibrio de cargas en una célula desordenada no es cero. Se produce una especie de tormenta submicroscópica a nivel molecular, con pequeños relámpagos llameando continuamente y cambiando las señales. Deshaciendo el equilibrio.

»Bien. La causa de esas tormentas —virus, agentes químicos, radiaciones, traumas físicos o incluso la ansiedad— es secundaria. Lo importante es conseguir que las tormentas no se produzcan, lograr que las células puedan reparar por sí mismas lo que funciona mal. Y los sistemas biológicos no son como pelotas de ping-pong con cargas estáticas esperando que la carga se consuma o pase a un cable que la absorba. Poseen una especie de elasticidad que los capacita para tomar un poco más de carga, o un poco menos, y seguir funcionando. Pero, entonces, un grupo de células se desquicia, por así decirlo, y absorbe un centenar de unidades suplementarias de carga positiva. Las células inmediatamente contiguas afectadas... pero no así la capa siguiente, ni la otra.

»Si esas capas pudieran recibir la carga suplementaria, la dispersión restablecería la normalidad en las células desquiciadas. ¿Comprende lo que quiero decir? La sobrecarga quedaría repartida entre un mayor número de células y sus efectos serían prácticamente nulos. En otras palabras, si se puede inundar el cuerpo con un compuesto que favorezca la amplia expansión de esa carga desequilibrada, las células sobrecargadas sanarán rápidamente. Y eso es lo que tengo aquí».

Sujetó la aguja hipodérmica entre sus rodillas y de una caja de plástico sacó un algodón empapado en alcohol. Sin dejar de hablar, cogió el brazo de la muchacha, entumecida por el terror, y frotó la parte interna de su codo.

—No pretendo sugerir que las cargas nucleares del átomo sean lo mismo que la electricidad estática. Pero la analogía es válida. Podría utilizar otra analogía. Podría comparar la carga de las células desquiciadas a acumulaciones de grasa. Y este compuesto mío a un detergente que la desintegrara y extendiera hasta el punto de que no pudiera ser localizada. Pero me atengo a la analogía estática debido a un raro efecto colateral: los organismos inyectados con este compuesto desarrollan una increíble carga estática. Es un subproducto y, por motivos que de momento son pura hipótesis para mí, parece estar sintonizado con el audioespectro. Diapasones y cosas por el estilo... Eso es lo que estaba haciendo cuando usted me encontró. Aquel árbol está empapado de este compuesto. Había desarrollado numerosas células desquiciadas. Y ahora no tiene ninguna.

El hombre sonrió y levantó la aguja, en tanto que con la otra mano agarraba el brazo izquierdo de la muchacha y lo apretaba suavemente, pero con firmeza. Luego, la aguja descendió y se deslizó en la gran vena tan diestramente, que la muchacha abrió la boca, asombrada: no porque le doliera, sino porque no le había dolido.

—No se mueva, por favor —dijo el hombre—. Lo siento, pero el proceso de inoculación es un poco lento. Lo cual es muy conveniente, ¿sabe? —inquirió, resumiendo el tono de sus anteriores observaciones acerca del audioespectro—, porque, efecto colateral o no, es consistente. Los biosistemas saludables desarrollan un intenso campo electroestático; los nocivos desarrollan un campo muy débil, o ninguno. Con un instrumento tan primitivo y sencillo como aquel pequeño electroscopio se puede saber si alguna parte del organismo tiene una comunidad de células desquiciadas y, en caso afirmativo, dónde se encuentra, qué tamaño tiene y hasta qué punto alcanza el desquiciamiento... —Diestramente, varió la posición de su mano derecha sobre la jeringuilla sin mover la punía de la aguja ni alterar la presión del émbolo. La cosa empezaba a resultar incómoda: un dolor convirtiéndose en un rasguño—. Y si se está preguntando por qué este mosquito tiene una muesca con un alambre encajado en ella (aunque apostaría cualquier cosa a que no se lo pregunta y a que sabe tan bien como yo que sólo hablo para mantener ocupada su mente), se lo diré. Es un simple hilo conductor que transporta una corriente alterna de alta frecuencia. El campo alterno cuida de que el líquido sea magnética y electrostáticamente neutro desde el primer momento.

Extrajo la aguja súbita y suavemente, dobló un brazo y colocó un trozo de algodón en la parte interna del codo de la muchacha.

—Nadie me había dicho eso después de un tratamiento —murmuró la muchacha.

—¿Qué?

—Ningún reproche.

De nuevo aquella ola de aprobación, esta vez con palabras:

—Me gusta su estilo. ¿Cómo se encuentra? Ella rebuscó las palabras exactas:

—Como la propietaria de una gran histeria durmiente suplicando a alguien que no la despierte. El hombre se echó a reír.

—Dentro de muy poco se sentirá usted tan rara que no le quedará tiempo para la histeria.

Se incorporó y devolvió la aguja a la mesa de trabajo, enrollando el cable al mismo tiempo. Cerró el campo AC y volvió con una gran vasija de cristal y un trozo cuadrado de madera contrachapeada. Colocó la vasija boca abajo en el suelo cerca de ella y cubrió con la madera su ancha base.

—Recuerdo algo parecido a eso —dijo ella—. Cuando estaba en... en la Escuela Superior. Estaban generando rayos artificiales con un... —déjeme recordar—, bueno, era una especie de cinturón muy largo lleno de alambres y con una bola de cobre en la punta.

—Un generador Van der Graaf.

—Exacto. Y hacían toda clase de experimentos con él. Pero lo que recuerdo de un modo especial es que estaba de pie sobre un trozo de madera colocado encima de una vasija como esa, y me cargaban con el generador. No sentía casi nada, excepto que todos mis cabellos se erizaban. Y todo el mundo se reía. Parecía una pepona... Dicen que estaba cargada con cuarenta mil voltios.

—Bien. Me alegro de que recuerde eso. Aunque ahora será un poco distinto. Serán algo menos de cuarenta mil.

—¡Oh!

—No se preocupe. Mientras esté usted aislada, y mientras los objetos sin aislar —yo, por ejemplo— permanezcan apartados de usted, no se producirán chispas.

—¿Va a utilizar usted un generador como aquél?

—No... y ya lo he utilizado. El generador es usted.

—¿Yo? ¡Oh!

La muchacha había levantado su mano del brazo del sillón y se oyeron una serie de chasquidos acompañados de un leve olor a ozono.

—Es usted un generador más eficaz de lo que pensaba... y más rápido. Levántese.

La muchacha se puso en pie lentamente. A medida que se apartaba del sillón fue envolviéndola una especie de red de hilos blanco-azulados. Notó que estaba a punto de caer.

—¡Manténgase en pie! —gritó el hombre, y ella hizo un esfuerzo sobrehumano para obedecerle. El hombre retrocedió un paso—. Suba a ese tablero. Aprisa.

Ella obedeció, dejando tras de sí dos leves rastros de fuego. Una vez sobre el tablero, los dientes le castañearon. Visiblemente, sus cabellos empezaron a erizarse.

—¿Qué es lo que me pasa? —gritó.

—Se está usted cargando, después de todo —respondió el hombre en tono jovial, aunque ella no se hallaba en condiciones de apreciar aquella jovialidad. Volvió a gritar—: ¿Qué es lo que me pasa?

—Todo marcha estupendamente —dijo él, en tono tranquilizador.

Se acercó a la mesa de trabajo y manipuló en un generador. El aparato dejó oír un leve zumbido en la escala de cien a trescientos ciclos. El hombre empezó a aumentar el volumen. A medida que lo hacía, los dorados cabellos de la muchacha iban erizándose, tratando frenéticamente de separarse unos de otros. Cuando el generador alcanzó los diez mil ciclos, la cabeza de la muchacha recordaba la de una pepona, tal como ella misma había dicho.

El hombre cogió el electroscopio y se acercó a la muchacha, sonriendo.

—Es usted un electroscopio, ¿lo sabía? Y un generador Van der Graaf viviente, también. Y una pepona.

—Déjeme bajar —fue lo único que ella pudo decir.

—Todavía no. Resista un poco más. El diferencial entre usted y todo lo que hay aquí es tan elevado que si se acercara a cualquier objeto se descargaría en él. No sufriría usted ningún daño —no se trata de electricidad vulgar—, pero podría producirle alguna quemadura y un shock nervioso —Levantó el electroscopio. Incluso a aquella distancia, y en medio de su angustia, ella pudo ver cómo se entreabrían las hojas doradas. El hombre dio la vuelta en torno a ella, observando atentamente las hojas, moviendo el instrumento hacia adelante y hacia atrás y de un lado a otro. Luego se acercó a la mesa de trabajo y manipuló en el generador—. Está usted enviando un campo tan intenso, que puedo recoger las variaciones —explicó y regresó junto a ella, ahora acercándose más.

—No puedo... resistir más... no puedo —murmuró la muchacha.

El hombre no la oyó o no quiso oírla. Acercó el electroscopio al abdomen de la muchacha, moviéndolo de un lado a otro.

—¡Aja! ¡Aquí está! —exclamó alegremente, acercando el instrumento a su mano derecha.

—¿El qué? —susurró ella.

—Su cáncer. En la mama derecha, bajo, dando la vuelta hacia el sobaco —Dejó escapar un silbido—. Pequeño, pero muy maligno.

Ella se tambaleó y cayó hacia adelante. Se sintió tragada por un pozo de insondable negrura y perdió el conocimiento.

Lugar donde la pared se une al techo. Otra pared, otro techo. No los había visto antes. No importa. Dormir.

Lugar donde la pared se une al techo. Algo en medio. Su cara, próxima, cansada... aunque los ojos están despiertos. No importa.

Dormir.

Lugar donde la pared se une al techo. Unos crisantemos en un jarrón verde y dorado. Y su cara, de nuevo.

—¿Puede oírme?

Sí, pero no contesto. No me muevo. No hablo. Dormir.

Es una habitación, una pared, una mesa, un hombre paseando de un lado para otro.

—¿Cómo se encuentra?

Urgente, urgente.

—Sed.

Zumo de limón, muy frío. El hombre la sostiene por la nuca con una mano, sujetando el vaso con la otra. Oh, no, eso no...

—Gracias. Muchas gracias...

Trato de incorporarme. ¡Estoy desnuda!

—Lo lamento —dice el hombre, como si leyera su pensamiento—. Hay cosas que no pueden hacerse con un mini-vestido y unos leotardos puestos. Todo está lavado, y seco, y a punto. Ahí.

El minivestido, los leotardos y los zapatos están sobre una silla, al alcance de la mano.

—¿A qué cosas se refiere?

—Evacuar y todo eso —dice el hombre tranquilamente.

La sábana oculta el cuerpo... pero no la turbación.

—¡Oh! Lo siento. Debí...

Sacude la cabeza.

—Sufrió usted un shock y no recobró el conocimiento.

El hombre vaciló. Era la primera vez que ella le veía vacilar. Por un instante, casi pudo leer su pensamiento:

¿Debo decirle lo que pienso?

Desde luego, debía hacerlo. Y lo hizo.

—No quería usted recobrar el conocimiento.

—Lo he olvidado todo.

—El peral, el electroscopio, la inyección, la respuesta electrostática...

—Usted me dijo que yo tenía cáncer.

Lo dijo en tono acusador.

El hombre se echó a reír.

—Usted me dijo que lo tenía.

—¡Oh! Pero no lo sabía con seguridad.

—Eso lo explica todo —dijo el hombre, en tono de alivio—. En lo que yo hice no había nada que pudiera provocar ese letargo de tres días. Tenía que haber algo en usted.

—¡Tres días!

Él se limitó a asentir y continuó con lo que estaba diciendo:

—De cuando en cuando me muestro un poco engreído. Lo cierto es que no estoy acostumbrado a equivocarme. Tal vez me extralimité en mis suposiciones, en lo que a usted respecta. Cuando sugerí que había ido a un médico, que le habían hecho una biopsia... No vio usted a ningún médico, ¿verdad?

—Tenía miedo —admitió ella—. Mi madre murió de ese mal... y mi tía... y mi hermana tuvo que someterse a una mastectomía radical. No podía soportar la idea. Y cuando usted...

—Y cuando yo le dije lo que usted ya sabía pero no quería oír, no pudo aceptarlo. Se desmayó. Ella empezó a llorar.

—¿Qué voy a hacer ahora?

—¿Hacer? Regresar a casa y reanudar su vida normal, con todo lo que ello pueda significar.

—Pero, usted dijo...

—¿Cómo podré convencerla de que lo que yo hice no fue un diagnóstico?

—¿Quiere usted decir... que me ha curado?

—Quiero decir que se está curando. Ya se lo expliqué antes. Lo recuerda, ¿verdad?

—No del todo, pero... sí —Disimuladamente (aunque no lo suficiente, ya que él se dio cuenta) palpó su seno por debajo de la sábana—. Aún está aquí.

—Si le doy un golpe en la cabeza con un palo —dijo el hombre, con una sencillez ligeramente exagerada—, le saldrá un chichón. Estará ahí mañana, y pasado mañana. Al otro día será un poco más pequeño. Y al cabo de una semana podrá usted palparlo aún, pero prácticamente habrá desaparecido. ¿Comprende?

Finalmente, la muchacha se sintió penetrada por la enormidad del asunto.

—Curar el cáncer con una sola inyección... —murmuró.

—¡Oh! —exclamó el hombre, bruscamente—. No me repita el discurso, por favor. Me lo sé de memoria. Desconcertada, la muchacha inquirió:

—¿Qué discurso?

—El discurso acerca de mi deber para con la humanidad. Estoy harto de oírlo. Y harto de saber que la humanidad sólo acepta las cosas buenas cuando proceden de fuentes ortodoxas y respetables.

—Pero, yo...

—Usted es el mejor ejemplo de lo que quiero decir —dijo él, apuntándola con un dedo acusador—. Si mis suposiciones hubiesen sido correctas y hubiese usted acudido a su matasanos habitual... y él hubiese diagnosticado cáncer y la hubiera enviado a un especialista que hubiese confirmado el diagnosticado cáncer y la hubiera enviado a otro especialista para que ratificara el diagnóstico, y usted, presa de pánico, hubiera caído en mis manos y yo la hubiese curado, ¿sabe qué dirían su matasanos y sus colegas? «Remisión espontánea», esto es lo que dirían. Y no serían sólo los médicos —continuó, en tono apasionado—. Todo el mundo tiene su propio comercio. Su dietético atribuiría el éxito a sus galletas de harinas de germen de trigo o a sus pastelillos de arroz macrobióticos. Su capellán caería de rodillas mirando al cielo. Su...

—¡Por favor! —gritó la muchacha.

Pero el hombre gritó más.

—¿Sabe usted quién soy? Soy un ingeniero, mecánico y eléctrico, y poseo un título universitario. Si usted fuera lo bastante estúpida como para contarle a alguien lo que ha pasado aquí (cosa que no creo, aunque sé cómo protegerme), podrían encarcelarme por practicar la medicina sin ser médico. Podría usted acusarme de haberla hecho objeto de malos tratos porque le he clavado una aguja hipodérmica, e incluso de rapto por haberla traído aquí desde mi laboratorio. A nadie le importaría un bledo que yo haya curado su cáncer. Usted no sabe quién soy, ¿verdad?

—No, ni siquiera conozco su nombre.

—Y yo no se lo diré. Tampoco yo sé cómo se llama usted.

—¡Oh! Me llamo...

—¡No me lo diga! ¡No me lo diga! No quiero oírlo. Lo único que quiero es que se vaya de aquí, en cuanto esté en condiciones de hacerlo. ¿Está claro?

—Permítame que me vista —dijo ella secamente— y me iré ahora mismo.

—¿Sin pronunciar un discurso?

—Sin pronunciar un discurso —Súbitamente, su furor se transformó en tristeza y murmuró—: Sólo quería decirle que le estoy muy agradecida. Suponiendo que no le moleste que se lo diga...

Súbitamente, el hombre se acercó al lecho y se arrodilló al lado de la cabecera, de modo que su rostro quedó al nivel del de la muchacha.

—No me molesta, en absoluto. Al contrario, creo que sería estupendo. Pero... su agradecimiento no se prolongará más allá de diez días, cuando le entreguen el certificado de «remisión espontánea»...

Ella captó tal tristeza detrás de aquellas palabras que inconscientemente buscó con la suya la mano varonil que se apoyaba en el borde del lecho. El hombre no apartó la mano, pero no pareció recibir de buen grado el contacto.

—¿Por qué no puedo estar agradecida desde este momento?

—Eso sería un acto de fe —respondió él amargamente—. Algo que ya no sucede... si es que ha sucedido alguna vez.

Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.

—No se vaya esta noche, por favor —añadió—. La noche es muy oscura y usted no conoce el camino. La veré mañana por la mañana.

Cuando regresó por la mañana la puerta estaba abierta, la cama hecha y las sábanas muy bien plegadas sobre el sillón. Pero ella se había marchado.

El hombre salió al patio y contempló el bonsai.

Las relaciones entre un hombre y un bonsai resultan difíciles de explicar. En términos generales, un árbol es una cosa viva y, al igual que todas las cosas vivas, cambia. Y un árbol desea cambiar de un modo específico. Un hombre ve el árbol y empieza a modificarlo mentalmente, imaginando lo que puede añadírsele o cortársele. El árbol sólo hará lo que un árbol puede hacer: resistir hasta la muerte cualquier tentativa de hacer lo que no puede hacerse o de hacerlo en menos tiempo del necesario. En consecuencia, la forma de un bonsai es siempre un compromiso y una cooperación. Un hombre no puede crear un bonsai, ni puede crearlo un árbol. Son necesarios los dos, y deben comprenderse el uno al otro. Y la tarea requiere mucho tiempo. Uno imagina la forma que quiere darle a su bonsai. Con alambre, agua y luz, plantando hierbas que absorban humedad o arbustos que proyecten sombra, uno le explica al árbol lo que desea. Y si la explicación es correcta y existe una gran comprensión entre el hombre y el árbol, este último responderá y obedecerá... casi siempre.

Siempre existirá una variación individual: De acuerdo, haré lo que deseas, pero lo haré a mi manera.

Es la forma de esculpir más lenta del mundo, y a veces no se sabe quién está siendo esculpido, en realidad, si el árbol o el hombre.

Llevaba cosa de diez minutos contemplando su bonsai cuando resonó una voz a sus espaldas.

—Buenos días.

—¡Caramba! —ladró—. Me ha hecho usted morder la lengua. Pensé que se había marchado.

—Lo hice —dijo ella, sencillamente—. Pero me detuve a contemplar el árbol.

—¿Y qué?

—Pensé mucho.

—¿En qué?

—En usted.

—¿Se irá ahora?

—Mire —dijo ella en tono firme—. No voy a ir a ningún médico para que me revise. No quería marcharme sin haberle dicho esto y sin estar segura de que usted me creía.

—Entre en la casa. Comeremos algo.

Ella dejó escapar una risita.

—No puedo andar. Tengo los pies dormidos.

Sin vacilar, él la cogió en brazos y echó a andar hacia la casa.

Rodeando los hombros masculinos con su brazo, muy próximos los rostros, ella preguntó:

—¿Me cree usted?

El hombre no contestó hasta que estuvieron en la casa. Entonces antes de soltarla, dijo, mirándola a los ojos:

—La creo. No sé por qué ha decidido hacer eso, pero la creo.

La dejó sentada sobre un sillón y se apartó unos pasos.

—Eso es el acto de fe que usted mencionó —dijo ella, muy seria—. Pensé que debía usted tenerlo al menos una vez en su vida... para que no pudiera repetir lo que dijo —golpeó el suelo de pizarra con los pies—. ¡Uf! —exclamó, haciendo una mueca—. Tengo los pies llenos de alfileres.

—Por lo visto, ha estado usted pensando largo rato.

—Sí. ¿Quiere saber otra cosa?

—Desde luego.

—Es usted un hombre furioso y asustado.

Aquello pareció divertirle mucho.

—¡Hábleme de eso!

—No —respondió ella—. Cuéntemelo usted. Estoy hablando muy en serio. ¿Por qué está furioso?

—No lo estoy.

—¿Por qué está tan furioso?

—Le digo a usted que no lo estoy. Aunque usted me está empujando en esa dirección.

—¿No quiere decírmelo?

El hombre la contempló unos instantes en silencio. Finalmente, dijo:

—¿De veras quiere usted saberlo? Ella asintió.

El hombre agitó una mano.

—¿De dónde cree que procede todo esto: la casa, el terreno, el equipo? Ella esperó.

—Un sistema de precalentamiento del combustible en los motores de explosión —explicó el hombre—. Algo complicado para un profano, pero que puede resumirse diciendo que representa la posibilidad de utilizar combustibles crudos, aumentando su rendimiento y reduciendo notablemente la producción de gases residuales y, en consecuencia, el grado de contaminación del aire.

—Y con eso ganó usted mucho dinero.

—Gané mucho dinero —repitió el hombre—. Pero no porque el sistema haya dado un buen resultado. Una compañía de automóviles me compró la patente para enterrarla en una caja fuerte. No les gustaba, porque había que transformar los motores y eso costaba dinero. Y a sus amigos de las refinerías de petróleo tampoco les gustaba que pudiera utilizarse combustible crudo. De acuerdo, estoy furioso. Pero no volveré a cometer el mismo error. Recuerdo que cuando era muy joven trabajé en unos astilleros. Una de las cosas que hacíamos era limpiar los barcos-cisterna a base de estropajo y jabón. Un día se me ocurrió comprar un detergente y vi que la limpieza resultaba más completa, más rápida y más barata. Se lo dije a mi jefe, el cual me pegó un puñetazo en la boca por intentar demostrarle que conocía su trabajo mejor que él. Las cosas son así. No sé por qué, pero son así.

»En cualquier situación, surge inevitablemente una pregunta tras otra. Y a mí me gusta encontrar la respuesta a la pregunta siguiente. Por desgracia, vivimos en un mundo de personas reacias a formularse las preguntas que se encadenan.

»Me han llenado los bolsillos de dinero por algo que la gente no utilizará nunca. En ese laboratorio hay media docena de inventos sensacionales que nadie conocerá nunca. Pero, ¿qué se puede hacer en un mundo donde la gente prefiere matarse en un desierto, aunque se le demuestre que el desierto puede convertirse en un vergel?

»Sí, estoy furioso. ¿Acaso no tengo motivos para estarlo?»

Ella dijo:

—Tal vez se formula usted la pregunta siguiente, en vez de formularse la pregunta correcta. Si coloca usted su mano sobre una estufa caliente puede preguntarse a sí mismo: ¿Cómo puedo dejar de quemarme? Y la respuesta es evidente, ¿verdad? Si el mundo sigue rechazando lo que usted le ofrece, tiene que existir un modo de preguntar que contenga la respuesta al por qué.

—Es una respuesta sencilla —dijo el hombre, secamente—. La gente es estúpida.

—Ésa no es la respuesta, y usted lo sabe —dijo ella.

—¿Cuál es, entonces?

—¡Oh! Yo no puedo decirle eso... Lo único que sé es que el modo de hacer algo, cuando hay personas involucradas, es más importante que lo que se hace. Usted, por ejemplo, sabe cómo obtener el resultado que desea en un árbol, ¿no es cierto?

—Supongo que sí.

—Pues bien, las personas también son cosas vivas, en desarrollo. No sé la centésima parte de lo que usted sabe sobre los bonsai, pero sé esto: cuando se escoge uno, no suele ser el más fuerte y el más sano, sino los retorcidos y enfermizos, más idóneos para ser transformados en algo bello. Cuando pretenda esculpir a la humanidad, recuerde eso.

—¡Oh! No sé si reírme en su cara... o aplastarle las narices de un puñetazo...

Ella se puso en pie. Hasta entonces, el hombre no se había fijado en lo alta que era.

—Será mejor que me vaya.

—Vamos, vamos... ¿No se lo habrá tomado en serio? Era un modo de hablar...

—No me siento amenazada, si se refiere a eso. Pero, de todas maneras, es mejor que me vaya.

Súbitamente, el hombre inquirió:

—¿Teme usted formular la pregunta siguiente?

—Muchísimo.

—Formúlela, no tenga miedo.

—No.

—Entonces, lo haré yo por usted. Dijo que yo estaba furioso... y asustado. Y quiere saber de qué estoy asustado.

—Sí.

—De usted. Estoy mortalmente asustado de usted.

—¿De veras?

—Sí, y usted lo sabe. ¿Quiere que adivine lo que está pensando? Que tengo miedo de cualquier relación humana demasiado íntima. Que me inspira temor cualquier cosa que no pueda desmontar con un destornillador, con un espectroscopio, o con una tabla de cosenos y tangentes... No sabría manejarla.

Su voz era jocosa, pero sus manos temblaban.

—Podrá usted manejar cualquier cosa, si la trata pensando que es algo vivo, como una mujer o un bonsai. Será lo que usted quiera que sea, si le dedica tiempo y cuidados y concede un margen a su propio impulso.

El hombre dijo:

—Creo que me está haciendo alguna clase de oferta. ¿Por qué?

—Me he pasado despierta la mayor parte de la noche, pensando. Y se me ha ocurrido una idea muy rara. ¿Cree usted que dos árboles retorcidos y enfermos pueden hacer bonsai el uno del otro?

—¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre.