QUERIDA TÍA ANNIE

Gordon Eklund

Querida Tía Annie fue el primer relato que publicó Gordon Eklund, en 1970, pero su estilo atrevido y la habilidad con que son movidos los personajes son propios de un veterano escritor. Posteriormente, Eklund ha publicado media docena de relatos más y su primera novela, The Eclipse Of Dawn. Lean ahora la historia de Tía Anne, el robot encargado del Consultorio de un periódico, y sabrán por qué Eklund está considerado como una de las realidades más brillantes de la ciencia-ficción actual.

Querida Tía Annie:

Creo que me estoy volviendo loca. Verá, el martes de la semana pasada intenté suicidarme. Ya sé que se supone que eso es imposible, pero lo cierto es que intervino el médico, me salvó la vida y dijo que se trataba de un accidente. El hecho de que nadie haga una cosa así, ¿significa que yo soy diferente? Tiene usted que ayudarme, yo no quiero morir y a nadie más le importa. No mencione esta carta a mi marido. No lo comprendería.

Una mujer en apuros

Aventura de Mathew en Brooklyn:

De modo que tomamos esta carta, tal como está escrita —tinta verde esmeralda sobre papel rosa pálido— y la pasamos al identificador. Click-click-click, y dos minutos después teníamos un nombre y una dirección. Mrs. Ronald R. Wheatley, de Brooklyn. ¡Jesús, Brooklyn! Creía que nadie vivía allí desde la última Gran Guerra. Tía Annie dice que me ocupe de este asunto personalmente. Suena demasiado peligroso —demasiado fantástico— para cualquier fantasma auxiliar. Cinco minutos más tarde, con la carta en la mano, me pongo en camino.

Brooklyn es una zona sucia, muy sucia, que los folletos turísticos más recientes no mencionan. Las bombas hicieron un buen trabajo, y los basureros, a la caza de restos y antigüedades, completaron la obra. Mrs. Wheatley vive en un inmueble semiderruido sin vecinos.

Pulso el timbre y espero, silbando una melodía popular. Voy vestido a la última moda, con botas de cuero hasta la rodilla y un bigote en forma de manillar de bicicleta. Mi rostro está contraído, desde luego, ya que durante las horas de trabajo llevo el Compasivo Número Cinco. Y no es que realmente lo necesite. Soy básicamente una persona muy compasiva, como es sabido.

Mrs. Wheatley me permite entrar sin hacerme ninguna pregunta. Una persona muy confiada, por lo visto, aunque en estos días no hay nada que temer. Entramos en la pequeña cocina y nos sentamos, esperando. Mrs. Wheatley es fea, sin arribajes. Siento una pena especial por ella, con aquella verruga pequeña pero llena de pelos en el lado izquierdo de su nariz.

—Mrs. Wheatley, me llamo Mathew y vengo de parte de Tía Annie. Recibimos su carta y deseamos ayudarla.

Ella me está mirando fijamente y mi Compasivo Número Cinco es el apropiado para la ocasión. Puedo captar el pitty-pat-pat de su corazón mientras se da cuenta de que, por fin, tiene la ayuda que necesita.

—¡Gracias a Dios! —exclama, uniendo las manos, los ojos brillantes de alegría.

Observo que lleva un... no sé cómo llamarlo. Una especie de camisón, supongo, de color amarillo canario, que cuelga hasta el suelo, barriendo el polvo y las migas de pan. Su pelo es postizo y de color rojo oscuro, como el interior de la explosión de una Bomba-H (Y no es que yo haya visto ninguna).

La quiero, Mrs. Ronald Wheatley de Brooklyn, de veras la quiero. No es usted fea. ¡Cuan engañosas pueden resultar las primeras impresiones! Es usted hermosa. No permita que la desposean de eso... Éste es el único motivo que me retiene en el periódico, haciendo encargos por cuenta de Tía Annie. Hoy día resulta casi imposible encontrar a alguien que necesite ayuda. Usted es una de las pocas personas que la necesita, y la quiero por ello.

—¿Cómo dijo usted que se llamaba, joven? ¿Mathew?

Inclino la cabeza afirmativamente.

—Debe de estar usted orgulloso: es un nombre encantador.

Mientras ella va madurando para mis propósitos, recito el discurso de rigor:

—Mrs. Wheatley, como usted sabe, Tía Annie es una mujer anciana. No puede atender personalmente todas las cartas que recibe. Pero yo soy uno de sus colaboradores más íntimos, y puedo asegurarle que hablar conmigo es como hablar con la propia Tía Annie. Bien, hemos recibido su carta y en ella dice que ha intentado...

—...suicidarme, sí. Sé lo absurdo que suena eso. Se supone que es algo imposible. Pero...

—¿Puede usted facilitarnos algunos de los detalles? Lo único que tenemos es su carta.

Sus ojos son azules. No me había dado cuenta antes. Son de un azul purísimo, como las aguas de los lagos en los que solíamos nadar cuando yo era niño, como el cielo sobre las Montañas Rocosas luchando por la vida contra el control del tiempo, como muchas de las cosas que tanto quiero.

—Ocurrió hace una semana, un martes. Yo estaba tomando mi café matinal, como ahora, y súbitamente me levanté y me dirigí al cuarto de baño. No sé por qué: casi como si me impulsara una fuerza desconocida e irresistible. Dejé caer las píldoras en mi taza, se disolvieron y me las tomé. Son de mi marido. Tiene una articulación artificial y le ayudan a mantener el equilibrio corporal.

—¿Conocía usted el efecto de las píldoras?

—Desde luego.

Mientras hablamos, el aparato MFW que llevo en mi bolsillo está almacenando sus pensamientos, proporcionándonos la posibilidad de conocer, tras el oportuno análisis, sus verdaderos sentimientos y motivaciones. Pero yo estoy pensando ya en posibles soluciones. En primer lugar, tenemos que devolverle su belleza. Por su voz, por sus ojos, puedo asegurar que en otro tiempo fue hermosa. La edad mediana es la maldición de los pobres, que no tienen medios para luchar contra ella. Mas para eso está Tía Annie. Transformaremos a Mrs. Wheatley en la reencarnación viviente de Greta Garbo o de Marilyn Monroe. Y eso sólo será el comienzo, desde luego.

—¿A qué se dedica su marido, Mrs. Wheatley?

—¿Tiene usted que saberlo? Lo único que deseo es dejar de tratar de suicidarme. Y mi marido no tiene nada que ver con ello.

¡Pobre, ilusa mujer!

—Tenemos que saberlo todo acerca de usted, Mrs. Wheatley. Por favor.

—¡Oh! De acuerdo. Tiene una pequeña tienda en Manhattan. Vende objetos antiguos, especialmente libros y revistas.

—¡Vaya coincidencia! Mi hobby consiste en coleccionar libros y revistas de antes de la guerra.

—¿De veras? Yo creo que todos los hombres deberían tener un hobby.

El aparato MFW me advierte que ha extraído de la mujer toda la información necesaria. Me pongo en pie y le alargo mi mano, deseando poder asegurarle que todo irá bien.

—Volveré pronto —prometió, y ella asiente.

En el exterior, el aire viciado de Brooklyn hiere mi olfato. ¡Pobre mujer! ¿Qué puede haberla impulsado a sus absurdos deseos de suicidarse? Necesita ayuda urgentemente. No podemos perder tiempo. Y yo la quiero.

Tía Annie en el Trabajo y en el Juego:

Estoy a punto de llegar a ciertas conclusiones definitivas acerca de unos proyectos eventuales cuando mi recepcionista, Mr. Blackwell, me transmite:

—Annie, Aerial está aquí y desea verla.

—Hazle pasar dentro de medio minuto.

Suspiro. Se acabaron las especulaciones filosóficas. Aerial es el más impaciente de los hombres y no permite que le hagan esperar. Le odio, si es posible que yo odie a alguien, pero debo soportarle. Ha sido el principal ayudante de Annie durante años y años, incluso antes de mi época. No puedo hacer nada.

Aerial entra en mi despacho y se sienta en el borde de mi escritorio. Creo que sólo viene a verme cuando está aburrido. En otros tiempos fue Senador de los Estados Unidos, cuando existían esas cosas. Nunca se ha adaptado del todo a la vida de jubilado.

—La columna de hoy es horrible, Annie. ¿Es que la gente no tiene ya problemas interesantes?

—Esta mañana ha llegado uno más bien intrigante. Creo que lo utilizaré en la columna de mañana.

Le entrego la carta de Mrs. Ronald Wheatley, de Brooklyn. La lee y sacude la cabeza.

—Esto es absurdo, Annie. Nadie puede suicidarse.

—Esa mujer cree que ella sí.

—Tonterías. Lo sabes perfectamente.

Una breve pausa. Luego:

—¿Quién se ocupa del caso?

—Mathew. Es su sector.

Aerial se frota la barbilla, pensativamente.

—Es demasiado grande para él. Deja que me ocupe yo.

—Imposible —digo, sacudiendo la cabeza—. Sabes que no me inmiscuyo en la tarea de mis colaboradores. Esta tarde tendremos un informe MFW de la mujer. Hasta entonces, no podemos hacer nada.

Se encoge de hombros y empieza a pasear de un lado a otro del despacho. Nunca he visto a un hombre tan inquieto. ¿Qué le pasa? Tiene toneladas de dinero en el banco, ha cumplido los setenta años y aparenta veinticinco; tres mujeres en cada mano.

—Creo que estás cometiendo un error, Annie.

—Trato de evitarlos.

Más que eso, en realidad. No creo que sea posible que yo cometa un error. Al menos, eso espero.

—No lo cometas ahora, Annie. El país no podría soportar la impresión. Ya sabes lo esencial que es para la estabilidad nacional tu imagen. No me gustaría tener tu responsabilidad.

Embustero. Todo el mundo sabe que arde en deseos de apoderarse del control de las Empresas Annie. Es el único motivo por el que no se ha decidido a marcharse a Florida. Pero no lo conseguirá. De acuerdo con todas las previsiones, seguiré funcionando durante otros cincuenta años. Y para entonces Aerial estará ya fuera de la circulación. Si yo fuera Annie Carne, le diría lo que hay y me reiría en sus barbas. Pero no he sido programada para la ironía.

—No tardarás en asumir mis responsabilidades —miento—. Empiezo a hacerme vieja. No puedo durar siempre. Cuando yo muera, todo será tuyo. Con tal de que conserves la mente despejada.

Puedo oler su miedo. Brota de sus poros como una nube de vapor y llena el despacho, mezclándose con el odio y con la rabia en un torbellino de emociones.

Conserves la mente despejada. Esta frase está en alguna parte de mi memoria, enterrada con los recuerdos de Annie Carne. En 30 años, sólo he conseguido penetrar la superficie blanda de su conciencia. En 30 años más espero llegar un poco más lejos. Era una mujer astuta, reservada, brillante. Me gustaría haberla conocido.

—Voy a ver si encuentro a Mathew. Tiene que estar por ahí —Aerial está luchando por disimular su miedo, odio, rabia—. Quiero hablar con él de este caso.

—Cuando salgas, dile a Mr. Blackwell que cuide de que no me moleste nadie. Necesito descansar.

—¿Hay algo que no funciona? No estarás preocupada por este asunto de la Wheatley...

—No, desde luego que no. Me estoy haciendo vieja, ya te lo he dicho —Suspiró, llena de nostalgias—. Tú y yo, Aerial, podemos recordar muchas cosas, ¿no es cierto? No somos como esos chicos, como ese Mathew... Recordamos cuando el crimen y el rapto eran hechos corrientes. Recordamos los alborotos veraniegos y las guerras anuales. Recordamos cuando nuestras columnas estaban llenas de esposas infieles y maridos cornudos, de dieciañeras embarazadas y tipos homosexuales. Recordamos los ladrones y las prostitutas, los chantajistas y los alcahuetes. Recordamos todo eso, ¿verdad, Aerial?

—Sí, Annie, lo recordamos.

—Ahora, el país es un lugar mucho mejor. Sin nosotros, es posible que no fuera así. Comparado con lo que tú y yo hemos visto, este asunto de la Wheatley no es nada, aún suponiendo que fuese cierto.

—Y no lo es.

—Yo no opino lo mismo.

Aerial me dirige una sonrisa, cosméticamente perfecta, garantizada para deleitar a jóvenes y viejos.

Me siento en mi sillón, sola, oyendo el leve murmullo de voces que llega a través de la puerta, y tengo miedo. Por debajo de la perfección de nuestra sociedad algo se está moviendo, algo vivo, que se está levantando y amenaza con devorarnos.

El caso Wheatley está directamente relacionado con ello. Estoy segura. Si puedo descubrir cómo, tal vez, sólo tal vez, pueda hacer algo antes de que sea demasiado tarde.

¿Hablo como una vieja influenciada por narraciones terroríficas? Compadeceos de una vieja máquina. Pero creo que en todo este asunto hay algo que se me escapa. Los recuerdos de Annie Carne bullen, tratando de sugerirme algo, pero sin llegar a expresarse. Los recuerdos de 114 años. ¡Cuánto me gustaría tenerlos ahora!

¿Es posible que una máquina esté asustada? ¿He sido programada para el miedo?

Querido Jesús, ayuda a tu Tía Annie ahora. En sus horas de gran tribulación, necesita tu mano auxiliadora.

Mathew canta de nuevo:

Simpatizo realmente con el viejo Rock, Jefe de la Sección de Deportes del Daily, y uno de mis dos mejores amigos. Rock es un hombre muy viejo —andará por los cien, como Tía Annie—, y sabe más acerca de leyendas antiguas que cualquier otro hombre de los que he conocido. Ahora mismo estamos hablando de esa leyenda viviente que es Tía Annie, que además es mi jefe.

—Yo estaba aquí cuando ella llegó —dice Rock—, y tendrías que haberla visto. Buck Brackton, Editor de la ciudad en aquella época, había localizado su columna en un modesto semanario de Iowa y le telegrafió ofreciéndole doble sueldo y un billete de ferrocarril. Un par de días más tarde, Tía Annie se presentó en la Redacción, dispuesta a empezar. Parecía tener ciento cincuenta años...

—Ahora tiene ciento catorce.

—Y el mismo aspecto de entonces. No ha cambiado nada en cincuenta años, y no toca los cosméticos.

—Lo sé. Hábleme de Aerial.

—De acuerdo —dice Rock, respirando a fondo y sabiendo que he oído la historia un millón de veces—. Aerial es pariente de Annie, su hijo bastardo. Ocurrió en Iowa, mucho antes de que en Nueva York se hubiese oído hablar de ella. Annie era una chiquilla y escribía una columna para un modesto semanario de Iowa. Recibió una carta de un viejo granjero, un personaje realmente digno de lástima. Era feo, tenía unas orejas descomunales, su esposa le había abandonado y sus hijos le aborrecían. Annie se compadeció de él inmediatamente y decidió ayudarle. Nueve meses después, nació Aerial. La familia de Annie se hizo cargo del niño —la comprendían muy bien—, el cual creció sin apenas conocer a su madre. Cuando Annie se vino a Nueva York, Aerial se quedó en Iowa. No se oyó hablar de él durante mucho tiempo y luego, súbitamente, apareció en el Senado de los Estados Unidos, como el último de los grandes políticos Republicanos. Pero no duró mucho tiempo. El Senado se disolvió poco después y Aerial enfermó del disgusto. Le internaron en el Manicomio de Long Island, y eventualmente Annie le sacó de allí y le convirtió en su ayudante principal. Algunos dicen que Aeriel no está del todo bien de la cabeza y no puede recordar quién es su madre; otros dicen que lo sabe pero no quiere dejarlo traslucir. Yo... no lo sé.

—Ésa es una buena historia —digo.

—Pero las hay mejores. ¿Has oído la de los Beatles? ¿No? Es muy buena, porque yo estaba en el muelle cuando llegaron a América por primera vez.

—Eso fue hace mucho tiempo. Sería usted muy joven...

—Lo era.

Pero antes de que Rock me cuente una vez más la historia de los Beatles, Aerial sale del despacho de Annie, los labios torcidos en una mueca, el rostro muy pálido. Se para delante de nosotros y fulmina a Rock con la mirada, como si estuviera enterado de lo que acabamos de hablar.

—Mathew, lo que decías en tu columna de ayer acerca de esa mujer que quería saber por qué nadie lee libros en la actualidad, era una estupidez. Todo el mundo conoce la respuesta.

—Yo no —dice Rock.

—Y aquella mujer del Bronx que quería saber cómo se cultivan los guisantes imitantes... ¿Qué tonterías son esas? Necesitamos material humano, cartas que expresen algún sentimiento. ¿No sabes hacer nada mejor?

—Tengo algo bueno para mañana.

—¿El caso Wheatley?

—Sí. ¿Le ha hablado Annie del asunto?

—Lo ha mencionado, pero es absurdo. Uno no puede suicidarse, a menos de que se salte a la torera sus sesiones AVC. Si ése es el caso de Mrs. Wheatley, le corresponde intervenir a la policía, no a nosotros.

—Mrs. Wheatley no se pierde una sesión. Lo he comprobado.

—Entonces, está loca: un caso para los psiquiatras. Y a la gente no le gusta ese tipo de noticias.

—¿No quiere usted esperar su MFW? No tardará en llegar.

—No tengo tiempo. No me encuentro bien. Si hay alguna novedad, dile a Annie que se ponga en contacto conmigo.

—Lo haré —promete.

Aerial se marcha.

—Odio a ese bastardo —dice Rock.

—Yo, no. Yo le aprecio. Pero ésa es una de mis características. Aprecio a todo el mundo.

—Eso he oído decir.

Rock empieza a contarme por enésima vez la historia de los Beatles, adornándola con añadidos de su invención, puesto que me dedico a leer libros y tengo cierto conocimiento de lo que sucedió en aquella época inmediatamente anterior a la Gran Guerra. Sin embargo, escucho a Rock y asiento en los pasajes del relato que lo requieren.

Cuando Rock termina de hablar, llega el MFW de Mrs. Wheatley. Lo leo mientras Rock espera, y trago saliva y mi rostro palidece intensamente. Los hechos penetran en mí y sacudo la cabeza y vuelvo a tragar saliva.

—¿Algo malo? —inquiere Rock.

—Peor que malo. Espantoso.

—¿Quieres decir que esa mujer trata realmente de suicidarse? Aerial dijo que era imposible.

—Aerial estaba equivocado.

Me pongo en pie de un salto y echo a correr hacia el despacho de Tía Annie. Estoy muy asustado. Casi tan asustado como en aquella ocasión en que, siendo un niño, estuve a punto de quedar atrapado en un voraz incendio forestal. Me salvé gracias a los esfuerzos de Ralph, mi hermano.

—¡Annie! —grito—. ¡Esto es horrible!

Annie asiente, como si ya estuviera enterada.

—Mrs. Wheatley trató realmente de suicidarse y, lo que es peor, lo hizo porque odia a su marido. Le odia apasionadamente. Eso es una cita directa del informe... aquí está. Ella odia apasionadamente a su marido.

—Conque era eso —dice Annie tranquilamente, sin demostrar el menor temor. Luego se inclina sobre el intercomunicador—: Mr. Blackwell... una reunión de todos los colaboradores para esta tarde. Asegúrese de que no falte nadie. Es urgente.

—Aerial se ha marchado a su casa. Parecía estar enfermo.

Annie suspira, y en este momento su aspecto da la razón a Rock: es muy vieja.

Abro la puerta y salgo silenciosamente del despacho. Rock se ha marchado y Mr. Blackwell está muy atareado con el teléfono.

El futuro parece muy negro para las Empresas Annie y para toda América, pero yo no tengo miedo (¿O sí?)

La decepción de Aerial:

Salgo del despacho de Annie precipitadamente, y me encuentro con Mathew que está sentado sobre el escritorio de ese seudogenio que escribe sobre deportes (como si en esta época le importasen a alguien un comino los deportes). No puedo eludirlos.

Hablo brevemente con Mathew y finalmente me marcho, bajo en el ascensor y salgo a la atestada calle. Me vuelvo a mirar el inmenso monolito negro del Daily, el periódico más importante del país, que algún día será mío, y sólo mío (Me doy cuenta del Hitler-Napoleonismo con que me expreso, pero es verdad; es verdad). Querida Tía Annie: ¿por qué no te das un poco de prisa y te mueres para que tu hijo bastardo quede finalmente libre? ¿No querrás hacerme este pequeño favor, encantadora dama?

El calor es pegajoso y necesito refrescarme un poco, ya que la temperatura de mi cuerpo empieza a ser peligrosa para mi salud. Monto en un taxi aéreo y nos dirigimos hacia la AVC (Clínica Anti-Violencia) más próxima.

Odio cordialmente las clínicas, como es sabido. Cuando fueron sometidas a la aprobación del Senado, fui el único que votó contra ellas, del mismo modo que fui el único que se levantó para oponerse a la disolución del Senado, más tarde.

Como de costumbre, las clases inferiores acuden en masa a la AVC, tratando de librarse de todas sus pequeñas frustraciones. Me abro paso a través de la multitud, ignorando los cuchicheos que se producen cuando alguien me reconoce. De cuando en cuando, me solicitan un autógrafo al darse cuenta de que tengo el mismo aspecto que hace treinta años, cuando era el (niño-prodigio) Senador más joven del Gran Estado del Maíz.

—¿Cuándo estuvo usted aquí por última vez? —me pregunta la recepcionista.

—Hace dos semanas.

—¿Puedo ver su Tarjeta Clínica?

Se la entrego, la sella y me dice que, de acuerdo con la ley, tengo que volver dentro de tres meses. ¡La ley! Yo ayudé a redactar esa ley antes de que esta joven recepcionista viniera al mundo (Y voté contra ella, también).

—Pase, Senador, por favor. Es un privilegio para nosotros recibir su visita.

Encuentro un asiento —sucio, lleno de agujeros— entre un anciano residente de Harlem y una joven secretaria de busto exuberante y piernas muy largas. Me entregan una píldora y la trago rápidamente, reclinándome hacia atrás, cerrando los ojos, esperando que llegue la fantasía.

Annie.

Desde luego. Annie y yo iniciamos siempre el ataque, con las manos llenas de cuchillo-hacha-esposas-revólver-cachiporra. Annie se eleva y flota delante de mí, el ojo izquierdo moribundo, el ojo derecho brillante, y dice algo que no entiendo.

Annie vuela, gira en el aire, su vestido cae dejando al descubierto la carne arrugada de un siglo y cuarto (casi). El rojo llega desde la boca-nariz-garganta-ojo izquierdo, y Annie continúa gritando, sabiendo exactamente lo que pretende.

Se supone que en la clínica se eliminan todas las tendencias violentas. A mí, en cambio, me sirve para alimentar mis impulsos salvajes. Tal vez sea el único individuo del planeta que he escapado a los cursos de pacifismo de la AVC. Yo. El último hombre violento de la Tierra. Aerial.

—Buenos días, Senador —me saluda la recepcionista cuando me dirijo hacia la salida.

Sin mirarla, salgo a la calle, subo a mi aerotaxi y regreso a casa. Mientras abro la puerta oigo sonar el teléfono.

—¿Aerial? Soy Annie. Te he llamado varias veces... Vamos a celebrar una reunión de toda la plantilla, a las cuatro, y quiero que asistas a ella.

—¿Qué pasa?

—Mrs. Wheatley. Su MFW revela tendencias violentas reprimidas.

—Eso es imposible —dice el último hombre violento.

—Temo que no. No dejes de venir. Este caso se está convirtiendo en algo sumamente delicado.

Dejo caer el receptor y estallo en una carcajada, feliz por primera vez en treinta años. Me cansé de decirles que olvidaran sus absurdas clínicas, sus pretensiones de anti-violencia. ¡And-violencia! ¡Ja! ¿A quién tratan de engañar?

Sabía que tenían que existir otros. Sabía que no podía ser el único. El último hombre violento y ahora, por fin, otro.

Aunque, una Mrs. Ronald R. Wheatley, de Brooklyn...

Bueno, qué diablos, las pocas personas violentas no podemos permitirnos el lujo de ser exigentes.

Mathew pone a prueba su fortaleza:

Tengo que ver al marido. No puedo imaginar a Mrs. Wheatley con sus ojos intensamente azules y toda esa maldad enterrada debajo de ellos. Es culpa de él; lo presiento. Consulto la Guía Comercial de Manhattan. Aquí está: «Libros y Revistas Wheatley». Copio la dirección y subo a un aerotaxi.

La tienda es antigua y pequeña. Sus escaparates están pintados de negro. A un lado hay un local de pornoacción; al otro lado, un restaurante. Abro la puerta y chirría.

Wheatley está solo detrás del mostrador. Tiene alrededor de cincuenta años y una cara grasienta. Sus cabellos grises dejan al descubierto una frente llena de arrugas. Sus ojos me contemplan detrás de los cristales super-gruesos de unas gafas, y yo examino sus facciones en busca de la señal de amor que encuentro en todo el mundo (tal como los ojos azules de Mrs. Wheatley, por ejemplo).

No encuentro nada.

—¿Puedo servirle en algo? —me pregunta, sobresaltándome.

—Estoy... ejem... estoy buscando unos libros.

—Esto es una librería —dice.

—Algo de ciencia-ficción... ¿Tiene usted obras publicadas antes de la guerra?

Ahora piso terreno firme, hablando de mi hobby.

—Tengo algo mejor.

Deposita sobre el mostrador el volumen de Wonder Stories del mes de marzo de 1930. Sé que me brillan los ojos mientras lo examino.

—Este ejemplar no está en venta —dice Wheatley—. Pero tengo más material.

Le sigo a la trastienda. Estamos rodeados de libros, apilados hasta el techo, llenos de polvo. Nos paramos delante de un gran arcón.

—Busque ahí, Mr...

—Mathew.

—Mr. Mathew, Si encuentra algo, llévelo al mostrador.

Dudo entre la obligación y la devoción. Mientras Wheatley empieza a alejarse, meto la mano en el arcón y saco un libro encuadernado en rústica. Lo abro y, al hacerlo, las páginas amarillentas se desprenden y caen al suelo en grupos de cinco y de diez.

Wheatley gira sobre sus talones y me mira mientras yo sostengo la cubierta del libro entre el pulgar y el índice. En la portada se ve una esbelta nave espacial volando a través de unos cielos salpicados de estrellas. Dentro de ella hay un hombre y una mujer.

La mujer está desnuda.

—No se preocupe —dice Wheatley, sin sonreír—. Esas cosas ocurren continuamente.

—Pero... pero... —tartamudeo, incapaz de apartar mis ojos de la portada.

Tengo que decírselo. Sinceridad absoluta. Sí, es la única solución.

—Pertenezco a las Empresas Annie —digo. Al principio, mi voz es tranquila. Luego aumenta de volumen. Estoy perdiendo el control. No sé lo que estoy diciendo—. Su esposa intentó suicidarse y yo lo he evitado y ahora hemos descubierto que ella desea matarle a usted y queremos saber por qué le está haciendo esto y...

—¡Cállese! ¿Quién diablos se ha creído que es, hombre de hojalata? No puede hablarme de ese modo. Y menos en mi tienda.

—Pero...

—¡Fuera! Largo de aquí antes de que meta una bala a través de sus malditos circuitos.

Me doy cuenta de que habla en serio. Tiene los ojos inyectados en sangre. Unos ojos amenazadores, crueles.

Salgo a la calle, tambaleándome, débil y exhausto. Me apoyo contra la puerta del local de pornoacción, respirando trabajosamente. Levanto la mano derecha para secarme el sudor de la frente. Hay algo en ella. La cubierta del libro. Sí, pero no. No es la misma cubierta. Es... Miro el grabado y grito con tanta fuerza que las personas que se encuentran a dos manzanas de distancia se vuelven a mirar y se quedan boquiabiertas, con los ojos desorbitados.

Grito de nuevo y echo a correr, cayendo por las calles, tropezando con las paredes y con la gente. Sólo me detengo al llegar a la AVC más próxima. Exhibo mi tarjeta y me precipito al interior.

Dos horas más tarde salgo de allí, con el tiempo justo para asistir a la gran conferencia. No recuerdo nada, excepto mi amor por todo el mundo.

Tía Annie es un deleite y un consuelo para todos nosotros. En cierta ocasión, cuando era una chiquilla, le escribí una carta diciéndole que estaba embarazada (en realidad no lo estaba). Ella envió inmediatamente a un hombre para que se ocupara de hacerme abortar. Corrió con todos los gastos. Tuve que ir al médico, el cual me extirpó el apéndice y el hígado... Mrs. L. Q., Los Ángeles, California.

Mi esposa trataba de cultivar unas flores alrededor de la casa, pero los chiquillos de la vecindad no las dejaban crecer. Supongo que eran demasiado jóvenes para asistir a las sesiones de la AVC. Escribimos a Tía Annie, y ella envió a un hombre al día siguiente con una verja de plástico de color verde. El truco dio resultado y desde entonces nuestras flores han crecido muy hermosas. Gracias a Tía Annie... Mr. R. C., Milford, Conn.

Tía Annie es la mejor persona del mundo. Sin ella, este país estaría completamente desquiciado. Ella es la única persona en la que podemos confiar... Miss B. V., Nueva York, N. Y.

Conferencia (Annie):

Mientras permanezco sentada, haciendo girar maquinalmente mis pulgares, Mathew entra apresuradamente en la sala de conferencias y se sienta al otro lado de Aerial. Está muy pálido y tiene los dientes fuertemente apretados.

—Mathew, llegas tarde —digo.

Mira vagamente alrededor de la mesa, observando por primera vez la presencia de once colaboradores y Aerial. Luego asiente en dirección a mí y empieza a revolver papeles. Algo le preocupa y deseo ayudarle, ya que he sido programada para eso, pero no consigo comprenderle. De modo que golpeo la mesa con mi martillo de goma. Trece pares de ojos se vuelven hacia mí, doce atentamente, y el decimotercero, Mathew, con vaga curiosidad.

—Hoy vamos a ocuparnos de un modo exclusivo del asunto Wheatley. Todos vosotros habéis sido informados de sus particularidades, de manera que pasaremos a discutirlo directamente. ¿Alguno de vosotros desea formular alguna pregunta relacionada con el caso?

—No, Tía Annie.

Once veces.

Aerial contempla el techo y Mathew sigue revolviendo papeles.

—Voy a pedirle un informe a Mathew. Mrs. Ronald Wheatley vive en su sector y Mathew ha hablado con ella.

Mathew se pone en pie, sin levantar la mirada de la mesa. Empieza a hablar cautelosamente, y yo desconecto mi auricular directo. Sé lo que Mathew va a decir y prefiero dedicar ese tiempo a la meditación. Mi problema no es de conocimiento, sino de llegar a una decisión.

Treinta años dedicándome a esto y nunca he tenido que ejercer presión sobre un circuito. Todo ha discurrido como un tren eléctrico italiano, y ahora, súbitamente, al cabo de tanto tiempo, surgen problemas.

Para empezar, ahí está Mathew, por el que siento un profundo afecto. Annie Carne le quería, a pesar de que nunca le conoció. Mathew quiere a todo el mundo. Le construyeron así. Y ni siquiera otra máquina puede evitar el corresponder a ese amor.

El caso Wheatley le está destrozando. La elección —el decidir a cuál de las dos personas hay que matar— le tiene sobre ascuas. ¡Pobre Mathew! Para su cordura mecánica, tiene la suerte de que la decisión final me corresponda a mí. El amor no es mi especialidad. Lo mío es la compasión. Y el asesinato no es ajeno a una mente compasiva.

Miro a Aerial. Está sudando. Me dicen que es hijo sanguíneo de Annie Carne. No puedo encontrar semejante remembranza entre el denso follaje de mis recuerdos de Annie Carne, pero estoy dispuesta a aceptarlo todo. También Aerial está preocupada por algo. A punto de estallar, diría yo.

Yo soy Tía Annie, el robot con un objetivo en la vida, planeado para garantizar la salud mental de 150 millones de norteamericanos. Yo soy su madre y su padre, su gobierno y su dios. Soy la réplica de Annie Carne, que ocupó la misma posición durante veinte años, y estoy llevando a término su obra.

Y ese término está a la vista. El término es una elección, y la elección es de muerte. O Mrs. Wheatley o su marido tienen que morir. Sencillamente. Mis circuitos compasivos luchan contra el racionalismo. Me siento como desenroscando la antigua carne de mi pecho y arrancando todos y cada uno de esos circuitos. No puedo hacerlo, desde luego. Estoy hecha para sufrir. Sin sufrimiento, no puede existir ninguna verdadera decisión.

Mientras Mathew habla, miro a mis colaboradores, dirigiéndoles sonrisas tranquilizadoras, a pesar de que yo misma me siento intranquila. Allí está Dizzy —el gordo y jovial Dizzy del sector L. A.—, con una sonrisa permanente en el rostro. Junto a él se sienta Andy, de Seattle, nuestro residente intelectual, con el ceño fruncido mientras trata de tomar las palabras de Mathew y multiplicarlas por cinco. Y allí están Mitzy, de Nueva Orleáns, y Duke, de Chicago, y más, alrededor de la mesa.

Son mis colaboradores, mis amantes, los doce. ¿Es posible que un ente mecánico sienta las bendiciones del amor? Creo que sí. Yo no puedo darlo, pero puedo recibirlo.

En mi interior, la decisión se hace más firme. La respuesta ha estado siempre allí. Finalmente, la reconozco.

Conecto de nuevo el auricular, captando el final del informe de Mathew. Cuando termina, estoy dispuesta a unirme a mi Dios.

Conferencia (Aerial):

Me desagrada escuchar a Mathew. Mastica sus palabras y las escupe con una voz monótona y aguda que me crispa. Pero estoy fascinado por lo que dice, especialmente por su descripción de ese hombre, ese Ronald Wheatley. Tengo que conocerle, aunque para ello me vea obligado a arrastrarme a través de las puertas de su sucia librería. Ronald Wheatley es la respuesta. Intuyo que también él, de entre todos nosotros, conoce la suprema belleza de la mente violenta. El último hombre violento, más uno.

He perdido todos los combates durante mi vida, pero éste no puedo perderlo. Es posible que el futuro de la humanidad dependa de la decisión de esta conferencia. Tía Annie, vieja cotorra, no sabes lo que tienes entre manos.

Y ahora, damas y caballeros, el Presidente de los Estados Unidos.

Y, ¿por qué no? Vamos a necesitar un presidente, ¿y quién más calificado que yo, Aerial, el último hombre violento? ¿O acaso debería decir el primer hombre violento?

Yo soy el profeta, un profeta que vive y que respira. Sé lo que va a pasar. Lo he estado diciendo siempre. ¿Acaso no les advertí? No necesitamos un gobierno, decían. ¿Para qué sirve un gobierno, salvo para defendernos de nuestros enemigos? Ya no tenemos enemigos. Por lo tanto, el gobierno no sirve para nada. Todo el mundo es pacífico. Thomas Jefferson: eres un anticuado. Abe Lincoln, vete, ya no te necesitamos. George Washington, viejo, puedes continuar siendo el padre, pero quita las manos del poder, ¿de acuerdo?

Y ellos estaban equivocados, y yo tenía razón. Es una broma —¿no os dais cuenta?—, es una broma muy divertida. No más enemigos, ¿eh? Bueno, ahora los tenemos en abundancia. Todo el mundo es su propio y peor enemigo, como antes. Es tan condenadamente divertido, que tengo la impresión de que voy a estallar. ¡Eh! ¿Por qué no os reís? ¿No lo habéis captado?

Echo una ojeada alrededor de la mesa y he de taparme la boca con la mano para contener la risa. Los doce colaboradores de Annie, cada uno de ellos peor que el anterior, aunque ninguno tan malo como Mathew. Mathew, el amante virginal. Quiere a todo el mundo. Ésa es su especialidad. ¡Ja! Bueno, ahora ha quedado anticuado. El nuevo presidente se encargará de él y de sus cariños.

Por fin, Mathew se calla y respira a fondo. Annie sorprende mi mirada y me pregunto qué es lo que sabe, en realidad. Hasta ahora la he subestimado. La decisión le corresponde a ella. ¿Sabe ya la verdad?

«Aerial, veo que tienes algo que decir. ¿Quieres darnos tu opinión sobre este caso?»

¡Ja! La vieja cotorra conoce la respuesta. Claro que quiero. Me pongo en pie. Ha llegado el momento, me digo. No puedo fallar. El futuro de la humanidad depende de las palabras que voy a pronunciar.

Respiro a fondo, me obligo a sonreír y empiezo.

«Hoy me he enterado de los hechos del caso Mathew que acaba de sernos presentado. He reconocido su significado definitivo y, al mismo tiempo, he llegado a una decisión personal en el asunto. Dentro de unos momentos explicaré mi decisión y las razones en que se apoya. Pero, antes, quiero hacer un poco de historia. Resulta esencial para la plena comprensión de este caso.

»En otros tiempos, nuestro país fue una tierra de violencia. Los historiadores se muestran unánimes al atribuir la responsabilidad de la última Gran Guerra al gobierno norteamericano. Por así decirlo, los norteamericanos compartimos el baldón de haber provocado la muerte de todos los otros seres humanos de este planeta. Evidentemente, es una carga difícil de llevar. Para los que vivieron en aquella época no sólo resultó difícil, sino casi imposible.

»Así llegó el desarrollo del Suero Anti-Violencia y, con él, la creación de la Clínica Anti-Violencia. En el corto espacio de unos meses, la violencia desapareció de la sociedad norteamericana. Por fin habíamos aprendido a vivir en paz con nosotros mismos. Por desgracia, para que nosotros llegásemos a este resultado tuvieron que morir tres mil millones de personas.

»No recordaría esa antigua historia si no considerase que es esencial para el caso Wheatley. Creo que lo es. Creo que es de una importancia excepcional. Creo que os dais cuenta ahora. Creo que las piezas empiezan a encajar para vosotros como encajaron para mí. Permitidme acabar.

»En Mr. Ronald R. Wheatley tenemos a un individuo que no debería existir. Tenemos una mujer violenta. No importa que su violencia vaya dirigida contra sí misma, y no contra los demás. No importa que ella ignore su propio estado. En este caso, una cosa, y sólo una cosa es esencial: Mrs. Wheatley es una mujer violenta. Es portadora de los gérmenes de una epidemia.

»Estoy asustado por eso. Y creo que también vosotros lo estáis. Pero, por asustados que estemos, hay que tomar una decisión, una decisión que puede afectar a toda la historia futura del hombre.

»Yo digo: dejadla en paz. Dejad que Mrs. Wheatley se suicide. Es el único modo de destruir el peligro que representa, un peligro que se extiende más allá del peligro que representa para sí misma. Éste es un caso en el cual Tía Annie puede prestar un mejor servicio a la humanidad no haciendo nada. Ésta es la única respuesta. Tengamos el valor de aceptarlo.»

Sin resuello, me siento, secándome el sudor de la frente. Miro a Tía Annie, tratando de descubrir si mis palabras la han conmovido. Pero su rostro tiene una expresión pétrea.

Sin embargo, los colaboradores asienten vigorosamente. Les duele estar de acuerdo, pero la lógica es la lógica. Saben que tengo razón; saben que Mrs. Wheatley debe morir. Lo malo es que nunca sabrán por qué.

Conferencia (Mathew):

Aerial habla, y me siento físicamente enfermo. Me duelen las articulaciones y el estómago. Hago un gran esfuerzo para no vomitar.

Amor, Aerial, ésa es la clave. Después de todos estos años con Annie, ¿no has aprendido ni siquiera eso? Hablas de lógica, y nosotros sabemos que la lógica no tiene sitio en el amor. Todos los que estamos en esta habitación sabemos lo que eres: un farsante, un embustero, un resentido. Todos lo sabemos, Aerial. No puedes engañarnos. Deja de intentarlo. Permítenos que te amemos; permítenos ayudarte.

Aerial termina su discurso y pasea triunfalmente su mirada alrededor de la mesa. Los colaboradores asienten, como si estuvieran de acuerdo, pero sabiendo en el fondo de sus corazones que Aerial no ha dicho nada. Aerial es un hombre débil y estúpido. No queremos lastimarle.

He de decir algo. Noto que los colaboradores me miran, apremiándome a hacerlo. Miro a Annie y me dirige una sonrisa. ¡Gracias, querida Tía Annie! No podría vivir sin ella...

Me pongo en pie.

—Aerial está equivocado —digo—. Está tan completamente equivocado que no puedo creer que ningún ser humano dijera lo que él acaba de decir.

»Annie está aquí por un solo motivo: para proporcionar amor a aquellos que no pueden encontrarlo. En otros tiempos existió Jesús, que llenó el mundo de amor. Pero en nuestra ceguera le echamos de nuestro lado, y ahora sólo tenemos a Annie. Ella es nuestra defensa contra la plaga de violencia. No necesitamos la muerte ni el asesinato para salvarnos. Nuestra salvación está con nosotros, y esa salvación es nuestra Annie.

»Nosotros somos los ángeles de nuestra propia salvación.

El diablo anda entre nosotros, y yo he visto a ese diablo mirándome desde la negrura de los ojos de Ronald Wheatley. He visto los ojos azules de su esposa, y puedo percibir a nuestra Annie cuando ando en su presencia. Como sabéis, mi carga es la de amar a todo el mundo y a todas las cosas. Amo a los hombres y a las mujeres, a los niños y a los animales, a las rocas y a los árboles, a...»

No puedo terminar. Me derrumbo sobre la mesa, enterrando la cara entre mis manos. Aerial está cerca y puedo notar la fetidez de su aliento abofeteándome con desprecio. El sudor brota de mi frente y se mezcla con la sal de mis lágrimas. Miro mis manos y veo la sangre en los surcos que mis uñas han trazado en las palmas...

Annie se pone en pie, acallando con un gesto de su mano los gritos de Aerial. Palabras de decisión salen de sus labios y yo quiero saber que está en lo cierto. No resulta fácil soportar la carga y...

¡Oh, Annie de mi sangre y de mi carne! Multiplica y cubre esta gran tierra con la fuerza de tu espíritu.

Un importante acontecimiento del pasado de Annie:

Annie está aquí. Yo soy la Annie real, viviente. La Annie de carne, sangre y entrañas. Se supone que estoy muerta, pero mis recuerdos y mi alma están vivos.

El Dr. Heinrich escribió (hace treinta años) diciendo que tenía este invento, este monstruo, y qué debía hacer con él. ¿Se me ocurría algo?

Desde luego. En aquellos momentos, tenía una aplicación muy personal para el monstruo del Dr. Heinrich. De modo que fui a Wisconsin con mi amante, Rock, el deportista y narrador de leyendas.

Era invierno y el suelo estaba cubierto de una espesa capa de nieve. Caminamos hacia la lejana cabaña, dejando las huellas de nuestros pasos en la nieve. Los dos íbamos muy abrigados, y lo único que podía ver de Rock era la punta de su gran nariz roja. Delante de nosotros, brotaba humo de la cabaña del Dr. Heinrich, el cual estaba en el porche agitando una mano.

—El cielo es como esto, Annie —dijo Rock—. Blanco, frío y hermoso. Imagina que estamos andando juntos a través del cielo. Convertiremos la nieve en una gran nube blanca, y el Dr. Heinrich será un angelito rojo. El humo de la chimenea es la cólera de Dios, y los árboles son señales de paz...

Rock estaba tratando de ser amable y divertido, porque sabía que a mí me gustaba. Besé la punta de su nariz y nos echamos a reír. Por unos instantes, perdí el miedo.

Cuando llegamos a la cabaña, el Dr. Heinrich estrechó nuestras manos vigorosamente. Era un hombrecillo de aspecto insignificante, que llevaba perilla y una larga bata blanca de laboratorio.

—Me alegro que se haya decidido a venir —dijo.

—No tenía elección, doctor. Y usted lo sabe.

Asintió y nos hizo pasar al interior de la cabaña. Hacía frío y me acerqué a la estufa, para calentarme las manos. Eso me dio un momento para pensar, y deseé no haberlo tenido. Había cumplido ochenta y cuatro años y sólo un milagro me permitiría vivir otro año. Hacía una semana que mi hijo Aerial, después de una ausencia de veinte años, había vuelto a mi lado. Le puse a trabajar como mi ayudante jefe. Me estaba muriendo y no podía morir hasta estar segura de que Aerial me precedería.

El Dr. Heinrich dijo:

—¿Le gustaría ver el ejemplar, Annie?

Sacudí la cabeza.

—Soy demasiado vieja para ver mi propia cara. ¿Podemos hacerlo ahora mismo?

—Si usted quiere... Tal como usted ordenó, está programado para la compasión y preparado para admitir sus recuerdos.

—¿Y el del amor, el llamado Mathew?

—También está listo.

—Bien —Me aparté de la estufa y me senté—. ¿Podría dejarnos solos un momento, Dr. Heinrich? Quiero hablar de mi entierro con Mr. Rock. Luego empezaremos.

Heinrich asintió y salió de la habitación.

En cuanto se hubo marchado, le dije a Rock:

—No puedo hacerlo.

—Me alegro —dijo Rock, con un suspiro de alivio.

—Pero no tengo elección. Debo hacerlo por Aerial, por la gente.

—Manda a Aerial al diablo. Olvida a la gente y preocúpate de ti misma.

—Aerial es mi hijo, y la gente es lo único que tengo.

—Me tienes a mí.

—Tú formas parte de la gente, Rock —sonreí.

—Sí, a veces lo olvido —sonrió Rock.

Me puse en pie y volví a acercarme a la estufa. Todavía llevaba mi chaqueta y ahora hacía mucho calor. Pero ya no tenía importancia...

—Cuida de Mathew —dije.

—No es más que una máquina.

—Cuida de él, de todos modos. Si no lo haces, Aerial le destruirá. Y Annie les necesitará a los dos.

—Haré todo lo que pueda —dijo Rock.

—Gracias.

Besé de nuevo su nariz. Estaba fría.

Unos minutos después, el Dr. Heinrich reapareció. Le seguí a la habitación de la parte posterior, dejando a Rock solo junto a la estufa. Me encaramé a una larga mesa de madera y me tendí de espaldas. El Dr. Heinrich puso manos a la obra. Los párpados empezaron a pesarme.

Floté en el aire. Una vez, cuando era niña, me caí de una vieja encina. La caída pareció durar una eternidad, a pesar de que sólo me encontraba a tres o cuatro metros del suelo. Mientras estaba en el aire, me di cuenta de que si quería podía echar a volar; pero, si lo hacía, me convertiría en un pájaro y permanecería para siempre en el cielo. Pasé horas enteras suspendida en el aire, tratando de llegar a una decisión. Finalmente, abrí la boca y grité. Un momento después choqué contra el suelo. Me fracturé la rodilla izquierda y me magullé los muslos, pero continué siendo un ser humano.

Setenta años más tarde, en una fría cabaña de Wisconsin, volví a chocar contra el suelo. Annie/Carne murió sobre aquella mesa de madera, y sus recuerdos y su alma penetraron en el cuerpo y en el seno de Annie/Metal. Nos mezclamos —transistores y carne, metal y amor— y fuimos uno. Otra vez, Tía Annie.

Anochecía cuando Annie/Metal y Rock abandonaron la cabaña. Caminaron a través de la nieve, con las huellas de sus pasos muy profundas, separadas por tres metros de helada blancura.

El Dr. Heinrich se quedó en la cabaña y enterró los huesos de Annie/Carne. Más tarde, casi a medianoche, nació Mathew. Programado para amar, abrió los ojos y lloró.

La decisión de Tía Annie:

«Ronald Wheatley y su esposa deben morir. Los dos han de compartir la culpabilidad de su violencia. Dejemos que Mrs. Wheatley se suicide y, cuando lo haya hecho, mataremos a su marido. Hay que hacerlo.»

El último salmo de Mathew:

Terminada la conferencia y adoptada la decisión, sentí como si me hubiese liberado de una enorme tensión. Sin pronunciar una sola palabra, me puse en pie y me marché, sin mirar a nadie.

Fuera, me detuve a contemplar el inmenso monolito del Daily. No significa nada. Se limita a estar ahí —todo madera, electricidad y metal— y yo lo quiero.

Luego tomé un aerotaxi.

Voy a ver a Sonny, uno de mis dos mejores amigos, artista y confidente. Sonny vive solo. Las paredes de su apartamento están marcadas con el tránsito de paz y amor. Sonny capta mi proximidad y me abre la puerta.

Le miro y asiento silenciosamente. Sonny es un enano: un metro escaso de estatura. Sus brazos largos y peludos penden de sus costados, con los nudillos rozando el suelo. Me recuerda un mono mientras cruza la habitación, con paso oscilante.

Me acerco a una mesa y me siento, enterrando la cara entre mis manos y llorando. Sonny se sienta en frente de mí, dibujando con lápices sobre una cartulina muy gruesa.

Al cabo de unos instantes levanto la cabeza y pregunto:

—¿Qué estás haciendo?

Sonny da la vuelta a la cartulina para que pueda ver su dibujo. Es una ciudad, distinta de todas las que he visto. Un sol enorme brilla sobre ella, y en último término se agita un violento océano. La ciudad está en llamas. Brotan de todos los edificios, danzando en tonalidades rojas, amarillas y anaranjadas. El cielo es de color escarlata y gris en el centro, a la izquierda del sol, como el vago contorno de un rostro humano.

Estoy asustado pero pregunto:

—¿Qué es eso?

—Los Ángeles. Yo lo llamo «El Incendio de Los Ángeles». Nací allí, ¿sabes?, y siempre he deseado verlo arder —Su rostro se contrae mientras habla, y escupe cada una de sus palabras—. Odio el lugar —añade, encogiéndose de hombros.

—¿Por qué?

—Porque nací allí, supongo. Porque en un mundo de belleza, ningún hombre debe ser feo. Porque soy un artista. Hay muchos motivos para incendiar Los Ángeles. Acabo de citarte tres. Trata de encontrar alguno más, si quieres.

—Pensaré en ello —digo, incapaz de apartar los ojos del dibujo.

Las calles están llenas de automóviles, al parecer sin conductor, ajenos a las llamas que los rodean.

—Voy a hacer una película con este tema —dice Sonny—. Hace cincuenta años que no se ha filmado una película, pero ésta va a ser la primera. Construiré un modelo a gran escala de Los Ángeles, probablemente en la Isla Staten. Me llevaré mis cámaras y, mientras arde, lo filmaré. Tengo que ver cómo sucede. Esos dibujos son simples sugerencias.

—¿Dibujos? ¿Quieres decir que tienes más?

Abre un cajón y saca una docena de cartulinas. Me las entrega y las examino. Todas muestran la misma escena de la ciudad ardiendo. Lo único que cambia de un dibujo a otro es el rostro que aparece en el cielo. En algunos está sonriendo; en otros frunce el ceño. En el último, está llorando. Es el que más me gusta.

—Eso es algo que no puedo predecir —dice Sonny, señalando el rostro lloroso—. No puede adivinarse lo que Dios hará. Supongo que por eso es Dios.

Le hablo de Annie.

—Ella es Dios —dice Sonny, en tono convencido—. En otro dibujo, he sustituido el rostro de ella por el de Jesús en la Cruz. Encaja.

—Yo también creo que ella es Dios —digo, apartando mis ojos del rostro que está en el cielo—. No lo he sabido hasta ahora.

—Su decisión aclara las cosas en ese sentido, ¿verdad?

—Desde luego.

Suspiro, me pongo en pie y me encamino hacia la puerta. Detrás de mí, Sonny canta mientras pinta. Vuelvo la cabeza y le envío un beso.

La muerte triste de Ronald Wheatley:

Ronald Wheatley está sentado en su librería, solo, rodeado de polvo y de vejez. Coge una escoba y se dirige a la trastienda. Levanta la escoba y mata una gran araña.

Suelta la escoba y se dirige a la sección de ciencia-ficción. Vacía el arcón en el suelo y empieza a clasificar los libros por autores. Cuando ha terminado, los coloca por orden alfabético dentro del arcón. Se dirige a su escritorio y prepara un cartel. Vuelve a la sección de ciencia-ficción y coloca el cartel encima del arcón de libros. El cartel dice: CF — 2 por 5 c.

En aquel momento llaman a la puerta.

Ronald Wheatley tiende el oído, escuchando atentamente. Otra llamada. Una mano agarra el pomo de la puerta y lo sacude.

Wheatley se dirige hacia la puerta y la abre. Una mano le empuja, echándole atrás. Cae al suelo. Nueve hombres y dos mujeres forman círculo a su alrededor.

—¿Sois los colaboradores de Tía Annie? —les pregunta Wheatley.

—Sí —dicen los once al mismo tiempo.

—Sabía que vendríais. Uno de vosotros visitó a mi esposa. Hoy vino un hombre a la tienda.

Once cabezas asienten.

—Mi esposa está muerta. Se ha suicidado.

—Lo sabemos.

—¿Vais a matarme?

—No hay otra solución.

—¿Estáis seguros? No es culpa mía...

—Estamos seguros. Pregúntaselo a Tía Annie.

—Ya es demasiado tarde para eso. Nunca contesta a mis cartas.

El teléfono empieza a sonar.

El testamento de Tía Annie:

Les he comunicado mi decisión y le he hecho salir precipitadamente de mi despacho. No dispongo de más tiempo. He de prepararme para el final.

Los Wheatley son el principio del fin y yo, Tía Annie, soy el fin del principio. El tratamiento se está desgastando; el hombre está desarrollando una inmunidad. Debí darme cuenta antes. Aerial era nuestro presagio. El tratamiento nunca le hizo efecto, tal vez porque él sabía que resultaría ineficaz, tal vez porque era un hombre excepcionalmente violento. Los motivos no importan, ni para Aerial, ni para los Wheatley, ni para el género humano.

La semana próxima habrá una docena más. Dentro de un mes, un centenar. Dentro de un par de años, todo el mundo será inmune.

El hombre destruyó una parte de sí mismo y, para asegurarse de que no volvería a hacerlo, sacrificó voluntariamente su humanidad. Fue una mala decisión.

Llamo por el intercomunicador:

—Mr. Blackwell... Deje que mis colaboradores lleguen a la Librería Wheatley. Entonces, quiero que les llame y que les diga que le dejen en paz.

—Hemos recibido la noticia de que Mrs. Wheatley se ha suicidado esta mañana.

—¿Cómo?

—Una sobredosis de píldoras.

—Mal asunto. Lo siento (Pero no es cierto).

Ordeno mi escritorio, los documentos aquí, las cartas allí. La columna de mañana, la última, está lista para la imprenta. Saco mi testamento y lo dejo donde pueda ser encontrado fácilmente. «Querido Tío Matt». Me gusta cómo suena; creo que Mathew sabrá desenvolverse bien. Aerial puede hacerse con el puesto, si quiere, pero no creo que quiera. No en la nueva América «post-Annie». Habrá demasiados retos para un hombre como Aerial para que se conforme con la columna de una vieja tonta. Dejará que Mathew cuide de ella.

Hay tantas cosas que me gustaría realizar antes del final... Pero todo ha caído sobre mí súbitamente. Aerial lo vio venir antes que todos nosotros. Pero Aerial siempre ha tenido una mente despejada.

Humanidad. Estoy a punto de devolveros vuestra humanidad. ¿Qué mayor don puede entregarle una máquina al hombre?

Adiós, antiviolencia. Ya no te necesitamos. Nos hemos reencontrado a nosotros mismos.

Al salir, le digo a Mr. Blackwell:

—Voy a dar un paseo. Conteste a las llamadas.

—Sí, Tía Annie.

La curiosidad le devora. Nunca he salido del edificio. Y, hace treinta años, Annie/Carne salía rara vez a la calle.

Rock está en su escritorio. Me inclino sobre su hombro, leyendo su columna mientras la pasa a máquina.

Se vuelve.

—Hola, Annie. Hacía mucho tiempo que no te había visto.

—Hola, Rock —Y, después de una pausa—: Te recuerdo.

—Me preguntaba si te acordabas de mí.

—Me acuerdo.

Le dejo escribiendo, bajo en el ascensor y salgo a la calle. Echo una mirada final a la estructura monolítica del Daily. La saludo, agitando una mano. Le envío un beso.

Las calles están llenas de gente, apresurándose de un lado a otro. Ando lentamente y me doy cuenta de que empiezan a seguirme.

Hace calor. Me quito el chal y lo dejo caer al suelo. Dos hombres luchan por cogerlo. Esto me complace. La cosa ha empezado a ocurrir y me alegro.

—Hola, Annie.

Es una voz... interior.

—Hola, Annie —contesto, amablemente—. ¿Me estás dejando?

—Tengo que hacerlo. He de tratar de encontrar el resto de mí misma.

—Buena suerte.

—Lo mismo te deseo. Has hecho un buen trabajo.

—¿Crees que he escogido el camino adecuado?

—El único camino.

Y luego se marcha. Investigo en mi mente y la encuentro libre de Annie/Carne.

Llego a la AVC. Le sonrío a la recepcionista. Al principio, no me reconoce.

—¿Puedo ver su tarjeta, por favor?

—No tengo tarjeta.

—Entonces, usted debe ser...

—Lo soy.

Dentro, oscuridad. Huelo a la gente exudando su odio y su codicia. Me abro paso a través de ellos hasta situarme enfrente.

—Estoy aquí —grito.

Dos mil pares de ojos se clavan en mí. Cuatro mil ojos. Algunos me reconocen; otros, no.

—Matadme —digo—. Para eso estáis aquí, ¿no? Matadme.

Ninguna respuesta. Desconcierto.

—Tenéis que hacerlo.

Silencio.

—Forma parte de vuestra fantasía... Adelante. Yo no soy real.

Y entonces se mueven. Cuatro mil pies arrastrándose sobre suelos de madera, avanzando. Casi puedo oler sus pensamientos, gritando y jurando.

Me arrancan los brazos y las piernas. Abren mi cuerpo y extraen transistores, cables y lámparas.

No siento ningún dolor, ya que la muerte no significa dolor para mí. En realidad, no estoy muriendo: me están desconectando, simplemente.

—Gracias —les digo, mientras muero—. Gracias por hacerme esto.

Y todo ha terminado. Estoy muerta. Por fin.

Annie vivió sólo para morir, y luego vivir y morir otra vez.

Otra vez, Tía Annie.

Las últimas palabras de...

Aerial: Ella les demostró que no eran más que una manada de perros sarnosos. Bueno, pudieron ver los transistores, y los circuitos, y las lámparas... Lo vieron y no se llamaron a engaño. Supieron que ella no era un dios. ¡Oh, no!

Supieron lo que era, exactamente: un robot, una seudomujer, una pesadilla electrónica.

Y, ahora, la inmunidad se extiende más y más. Lo horrible de su muerte ha provocado el cierre de todas las AVC del sector de Nueva York. Lo único que tengo que hacer es quedarme quieto y esperar. Cuando la cosa esté madura, todo será mío.

He preparado ya mi programa. Las estrellas: ésta es la solución. El hombre lleva demasiado tiempo condenado a vivir en este maldito planeta. Subiremos a la Luna, y luego a Marte, y luego a Venus. Lo único que nos queda son las estrellas, y hacia ellas iremos, desde luego.

Que Mathew siga con su columna. Yo no la quiero. Las estrellas. Al pronunciar la palabra puedo verlas allí, en lo alto, esperándonos. Las estrellas.

Mathew: He sido testigo de la gloria y me considero muy afortunado por haber vivido durante su vigencia. He visto morir a la Única y he visto vivir de nuevo a la Única. He sido el apóstol fiel, y he propagado la consigna desde mi pulpito, desde las páginas de «Querido Tío Matt».

¡Oh, sí! Todos hemos visto lo que es capaz de hacer el amor cuando se le deja fluir libremente. Hemos visto que la violencia no es lo propio del género humano, que no es inevitable que el hombre muera por su propia mano. Todos lo hemos visto y lo hemos comprendido.

Las estrellas nos llaman y seguiremos su sendero hasta el cielo. Debemos abandonar nuestro mundo de muerte y volar a las estrellas de vida. Sólo las estrellas son reales; eso hemos aprendido.

Venid, por favor, todos, hemos de iniciar el camino juntos, tal vez no lleguemos nunca, pero llegarán los hijos de los hijos de nuestros hijos. A nosotros nos bastará con haber empezado.

Yo he sido testigo de la gloria y lo sé.