III

Dos semanas en la ciudad francesa contribuyeron mucho a mejorar su estado de ánimo. El cielo sabe dónde había encontrado Richard el hotel L'Auberge Basque. Era demasiado pequeño para figurar en una guía de viajes: un negocio familiar con doce habitaciones, un pequeño restaurante y un bar todavía más pequeño. El propietario, monsieur Vidal, era un hombre delgado que fumaba cigarrillos franceses negros en una boquilla que siempre aparecía ladeada entre sus dientes. Sólo se separaba de ella para servir —y ayudar a consumir— comidas que no estaban de acuerdo con sus líneas ascéticas.

La posada encajaba perfectamente en la ciudad, que en un mundo internacionalizado seguía conservando un sabor esencialmente francés. Aunque había sido uno de los primeros balnearios internacionales —algunos de los antiguos edificios todavía llevaban nombres ingleses—, la marea sólo la afectó superficialmente. Pocos rascacielos habían arraigado allí.

Era el mes de septiembre y Grant llamaba menos la atención, ya que todo el mundo estaba intensamente bronceado por el sol del verano. En aquel ambiente playero, los atuendos no parecían haber cambiado mucho; no herían la vista como las extravagantes modas de Nueva York. Grant pasaba los días andando sobre las arenas amarillas, contemplando las azules aguas del golfo de Vizcaya y chapuzándose ocasionalmente en ellas. Al atardecer se sentaba en la terraza de algún café, sorbiendo lentamente un Pernod y escuchando antiguas canciones francesas interpretadas por unos jóvenes que llevaban pantalones de pana y se acompañaban a la guitarra. Descubrió que su paladar se iba adaptando al sabor algo acre de los cigarrillos cuyo aroma formaba parte del aire del lugar.

Era una vida apacible, sin más excitación que la de las mesas de ruleta del casino. El mayor juego de azar que eran su vida, su futuro, se hacían más remotos cada día. Hasta...

Regresó a la posada a la hora del almuerzo y tuvo que pasar junto a la mesa de ella para llegar a la suya. Las mesas estaban muy juntas en el pequeño restaurante. Grant dijo: «Pardonnez-moi, madame», en su pésimo francés, y luego, recordando de pronto otra variante del tratamiento, añadió un «m’oiselle» que convirtió la sencilla palabra en algo grotesco.

La dorada cabeza se volvió hacia él. Unos ojos color ámbar se clavaron en los suyos. Unos labios rojos se entreabrieron en una cálida sonrisa.

—Je vous en prie —dijo ella.

En el bar, después de almorzar, sólo quedaba un taburete libre, el contiguo al que ocupaba ella. Grant dijo «C'est libre?, y ella respondió:

—Sea usted bienvenido.

El léxico era norteamericano, pero el acento no podía ser más que inglés.

Ocurrió así, sencillamente.

Fatalmente.

Se llamaba Etta: Etta Waring. Uno de sus antepasados había escrito un Diario de la época que había pasado en Biarritz, antes de la primera Guerra Mundial. Etta acababa de asistir a un Congreso internacional en Barcelona, y la curiosidad la había traído al lugar que tanto sedujo a su antepasado. Era doctora en antropología.

Grant le dijo que también él era doctor, en ciencias físicas. Y ella respondió:

—Eso me recuerda la historia de..., ¿Thurber?... uno de nuestros humoristas clásicos... no, Leacock. Era doctor en literatura. Viajaba en un barco, y una rubia despampanante se torció un tobillo. Inmediatamente reclamaron la presencia de un doctor. Leacock se precipitó hacia el camarote de la rubia... para encontrarse con que un doctor en teología le había derrotado por una cabeza.

Rieron juntos y el punto peligroso —hablar de sus ocupaciones— fue superado sin que él tuviera que revelar —u ocultar— la naturaleza exacta de su trabajo.

Nadaron o patinaron sobre las tranquilas aguas de San Juan de Luz a lo largo de la costa... o se limitaron a holgazanear junto al puerto de Bayona, contemplando a los pescadores mientras descargaban su mercancía inmemorial. Fueron unos días enriquecidos por sencillos placeres.

Un día viajaron en el Jaguar de Etta hasta los Pirineos, llenos de frías cascadas y de antiguas aldeas. Pasaron la noche en una aldea, en una posada más pequeña aún que L'Auberge Basque.

Y Grant supo entonces con una terrible certeza que había completado un ciclo: vuelta a los amargos recuerdos, de montañas más humildes que aquellas, de una aldea menos antigua, una posada...

Y esta vez amenazaba con ser incluso más amargo, ya que ahora era incomparablemente más dulce... y esta vez era mutuo. A la hora del desayuno decidió que tenía que hablar con ella. Y en lo que tenía que haber sido una hora de silenciosa intimidad, de pocas palabras, entre croissant, mermelada de cerezas y café con leche, tuvo que introducir el incongruente tema de su trabajo.

Grant apartó su plato a un lado y, a pesar de lo temprano de la hora, encargó coñac. Las cejas de Etta se alzaron ligeramente, pero no hizo ningún comentario. Grant trató de dominar su turbación, sin demasiado éxito.

—¿Sabes... quién soy? —inquirió—. Me refiero a mi trabajo. Tú no...

Etta sonrió cariñosamente.

—¿Quieres decir que si no leo las revistas populares? No, casi nunca. No sabía quién eras. Ahora lo sé. Escribí a mi familia habiéndoles de ti. Espero que no te importe. Y ellos me lo dijeron. Te reconocieron por el nombre y por la descripción que les hice de ti.

—¿Y desaprueban lo nuestro?

—¿Desaprobarlo? ¿Por qué habrían de hacerlo? —volvió a sonreír—. Ten en cuenta que ya no soy una niña. Tengo treinta y tres años.

—Treinta y tres años —murmuró en tono sombrío—. Sí, ya me lo has dicho. Pero desconoces el fondo del asunto, evidentemente, ya que de no ser así no hablarías de él con tanta tranquilidad.

—¿Te refieres al factor tiempo-subjetivo? Lo conozco muy bien.

—Pero ignoras todas sus implicaciones... para nosotros. A menos de que sientas lo mismo que siento yo, claro.

—¿Necesitas preguntarlo?

—Eso es lo único que hemos estado haciendo: formular preguntas. No existe ninguna respuesta, ¿sabes?

—Toda pregunta tiene una respuesta.

—¿Puedes decir eso, siendo una mujer de ciencia?

—Puedo decirlo precisamente porque soy una mujer de ciencia. Con el tiempo.

Grant trató de sonreír.

—No vuelvas a mencionar esa palabra.

—¿No podría acompañarte en ese último viaje? Con mi preparación científica, yo...

—Serías un peso muerto. La antropología es lo que menos se necesita, lo que menos rinde desde el punto de vista económico.

—¿Económico? Creí que era un proyecto del gobierno... ¿Quieres decir que es una cosa comercial?

—Hasta ahora, sí. Los gobiernos no están interesados en ello, todavía. El tráfico por el espacio próximo está respaldado por el gobierno. Hay en ello rescoldos de militarismo, de ventaja nacional. Pero ningún gobierno que aprecie su supervivencia puede permitirse el lujo de arriesgarse en el espacio exterior... por ahora.

Era un alivio hablar por un momento de cosas impersonales.

—El Deep Space Incorporated es un proyecto a largo plazo. Tan a largo plazo y tan necesitado de miles de millones de capital, que hasta ahora es la única firma en el negocio, desde hace doscientos años. La Compañía vende los conocimientos que nosotros traemos —a centros de investigación y a otras Compañías—, pero eso no amortiza la mitad de los gastos. La Compañía se fundó con el único objetivo de ser la primera en este campo, con técnicas perfeccionadas, el día que realmente se abra el espacio exterior a la vida comercial. Si es que llega a abrirse. Es una especie de juego de azar... con una puesta de miles de millones, desde luego.

»Lo que nosotros hacemos es extender esas técnicas —y nuestro conocimiento del espacio exterior—, sistema por sistema. Si uno de nosotros descubriera allí una civilización comparable a la nuestra, las rutas del espacio exterior se abrirían inmediatamente. Todo el mundo sabe ahora lo que había detrás de la avidez del hombre por llegar a los planetas: el deseo de encontrar una raza similar a la suya, una piedra de toque. Incluso los restos de una de ellas. Pero no la encontraron. Ni la hemos encontrado nosotros entre las estrellas más próximas. Sólo unas cuantas especies primitivas. Valiosas para los biólogos, pero nada suficientemente desarrollado desde el punto de vista antropológico...»

Ahora volvía a los asuntos personales. No podía diferirlo por más tiempo.

—Yo mismo soy una carga muerta. Todo lo que va a bordo de una nave DCP está calculado al centavo. Se habla mucho de nuestros fabulosos sueldos, pero si se toma como base el tiempo que invertimos en nuestros viajes resultan ridículos. Lo que ocurre es que se acumulan durante nuestra ausencia. Ni siquiera yo podría permitirme el embarcarte como pasajera...

—¿No podrías dar por terminado tu contrato?

—Desde luego —Le habló brevemente de las cláusulas punitivas—. Significaría tener que empezar de nuevo... con unos cuantos miles de dólares.

—El dinero no es tan importante. Y yo tengo dinero.

—No, el dinero no es importante. Y no es el factor principal en todo esto. Lo es el completar mi misión. No me definiría a mí mismo como un hombre de negocios: los negocios y las Compañías resultan insignificantes vistas desde el espacio. Pero me he comprometido a realizar esta tarea y tengo que llegar hasta el final.

—Lo comprendo —murmuró Etta—. Tampoco yo podría renunciar a mi trabajo... ni siquiera por nosotros.

—En tu caso no sería el mismo lo-toma-o-lo-deja. Podría haber un compromiso. En esto no cabe el compromiso —Golpeó la palma de su mano izquierda con su puño derecho, en un gesto de impotencia—. ¿Por qué ha tenido que ocurrir esto ahora? ¿Antes de mi último viaje?

Etta apoyó una mano en la de Grant.

—Es duro, terriblemente duro. Me enteré hace tres días. Y supe que plantearía dificultades. Pero no he permitido que el saberlo estropeara las cosas.

—Desconocías los hechos en toda su plenitud.

—Te equivocas. Y ahora tampoco permitiré que estropee las cosas.

—Entonces, ¿puedes aceptarlo... aceptas lo nuestro como algo transitorio?

—No será transitorio. ¿Cuánto tiempo estarás fuera? ¿Veinte, treinta años? Estoy preparada...

—No. Ya lo intenté una vez. No funciona. No puede funcionar.

Grant se puso en pie y empezó a recorrer de un lado a otro la pequeña habitación. El sol, moviéndose entre los picachos, envió un repentino chorro de luz a través de las persianas sin echar, inundando de claridad la habitación.

Etta se puso en pie a su vez y se acercó a Grant. Sus cabellos formaban un nimbo dorado sobre su cabeza.

—Entonces, tenemos que limitarnos a aceptarlo —murmuró.

—Eso resulta muy fácil de decir.

—Lo sé, querido. Fácil e inadecuado. Pero, ¿qué otra cosa podemos decir? ¿O hacer? Tenemos recuerdos. ¡Dios mío! ¿Por qué suenan siempre tan a hueco las cosas más sencillas y más verdaderas? —Miró a Grant a los ojos—. ¿Cuánto tiempo nos queda?

—Cuatro, cinco semanas. Hablo por mí, claro.

—Entonces, yo también las tendré. Pronto va a empezar el nuevo año académico, pero la Universidad puede prescindir de mí durante unas semanas. Y yo de la Universidad.

Su tono era impertinente, pero sus ojos, al mirar a Grant, estaban llenos de ternura.

Grant la tomó en sus brazos y notó que ella estaba temblando.

—Siempre me había alegrado de regresar al espacio. Cada vez me sentía más forastero en la Tierra. Ahora, voy a sentirme muy solo allí —Rió tristemente—. Es un lugar hermoso e íntimo, pero en él echaré de menos a los que amo...

—Eso es lo que dijo el poeta, exactamente.

—Lo sé. Él se refería a la tumba. Un lugar donde el tiempo tiene una sola dimensión. El único.

—No nos pongamos morbosos —Etta le besó largamente—. Disponemos de mucho tiempo para vivir. Regresemos a la gran ciudad.

Pero estaba abstraída, y durante el camino de regreso permaneció callada, respondiendo con monosílabos cuando Grant se dirigía a ella, conduciendo como una autómata a lo largo de los angostos caminos montañosos.

Cuando llegaron a Biarritz, Grant encontró un cable esperándole. Estaba seguro de que Etta se había dado cuenta, seguro de que ella sospechaba su contenido, pero no hizo ningún comentario. Una vez en su habitación, lo abrió. Efectuó una simple suma, más simple aún debido a la práctica. Estaría ausente durante treinta y cuatro años terrestres. Dos y medio de los suyos. Podía haber sido peor. Pero cuando él regresara por última vez, tendría cuarenta y cinco años. Etta tendría sesenta y siete. Exactamente la misma edad de Helen, al regreso de su cuarto viaje.

A la mañana siguiente se levantó antes de las ocho. Llamó a la puerta de la habitación de Etta. No obtuvo respuesta. Se encogió de hombros; a pesar de lo temprano de la hora, Etta se habría levantado antes que él y habría bajado a desayunar. Bajó al restaurante y se dirigió a la mesa que habían compartido desde aquella primera noche. Etta no estaba allí. Pero había un sobre cerrado dirigido a Grant.

Se sintió súbitamente vacío. Acercándose a la ventana, apartó los visillos y echó una ojeada al exterior: el automóvil de Etta no estaba aparcado en el lugar de costumbre.

Grant abrió el sobre.

Querido:

He tomado el primer avión para Londres. No sé cuánto tiempo permaneceré allí. Espero que no serán más de quince días. Siento mucho acortar así el tiempo de que disponemos, pero es por una causa justificada, puedes creerme. No puedo decirte nada más hasta mi regreso... y quizás ni siquiera entonces, si las cosas no salen como espero.

No conquistes a ninguna antropóloga inglesa rubia mientras yo estoy fuera. ¡Ni a ninguna otra! Y, por favor, espérame, querido.

Etta