IV
¿Cómo se asimila una experiencia como ésa? Había algunos aspectos de la pesadilla que mi mente era completamente incapaz de manejar mientras regresaba a casa, acompañado por el lejano sonido de las sirenas de los bomberos. Había, por ejemplo, el hecho de que yo había provocado un incendio en el cual podían estar pereciendo en aquel preciso instante un grupo de ancianos. Pero no experimentaba ninguna sensación de culpabilidad. Por el contrario, estaba convencido de que si el incendio no se hubiese iniciado por accidente, hubiese tenido la obligación de provocarlo para librar al mundo de algo que no tenía derecho a existir. No había ningún elemento de espiritualismo en mis pensamientos, puesto que el horror final en la habitación de la parte delantera de la casa había dispersado el halo de sobrenaturalidad que rodeaba los acontecimientos anteriores.
Había visto una instalación electrónica —de tipo desconocido pero inconfundible—, y había visto una cosa flotando en un tanque de líquido orgánico calentado, una cosa que parecía...
¡No! Aquella avenida de pensamiento conducía a la locura. Á un dolor insoportable.
¿Qué otras cosas había visto? La abuela Cummins había muerto... pero estaba sentada en una habitación de la parte trasera de una casa deshabitada, y había hablado en un idioma que no se parecía a ninguno de los idiomas que yo había oído hasta entonces. Joe Bryant también había muerto, hacía un año, y también estaba sentado en aquella misma habitación. Mi hijo estaba gravemente enfermo en el hospital, y sin embargo...
Me acordé del doctor Pitman. Había atendido a la abuela Cummins. Estaba casi seguro de que había sido el médico de cabecera de Bryant. Había atendido a Sammy aquella mañana. Había estado en mi casa el día anterior: quizás cuando Sammy había llegado diciendo que había visto a unos viejos en la casa de Guthrie. Luego recordé otra cosa: la pistola del 22 que guardaba en un cajón de mi escritorio. Empecé a andar más aprisa.
Al llegar a casa, mi primera impresión fue la de que May se había marchado, pero cuando entré la encontré sentada en el mismo lugar, junto al teléfono, a oscuras. Consulté mi reloj y comprobé que, por increíble que pudiera parecerme, sólo habían transcurrido cuarenta minutos desde que salí a dar un paseo. Éste era el tiempo que había tardado en pudrirse y disolverse la realidad.
—¿May? —llamé desde el umbral—. ¿Han llamado del hospital?
Una larga pausa.
—No.
—¿Quieres que encienda la luz?
Otra pausa.
—No.
Esta vez no me importaba, porque la oscuridad ocultaba el hecho de que mis ropas estaban manchadas de barro y de sangre de mis manos lastimadas. Subí al piso, me lavé con agua fría, vendé mis nudillos y me cambié de ropa. Luego cogí la pistola de mi escritorio, descendí de nuevo a la planta baja y le dije a May que tenía que volver a salir. May asintió sin pronunciar una sola palabra, sin importarle lo que yo pudiera hacer. Si Sammy moría, ella moriría también, lo cual significaba que dos importantes vidas dependían de lo que yo hiciera en la hora siguiente.
Salí y descubrí que la atmósfera de la noche se había trocado en otra de febril excitación. Las calles estaban llenas de automóviles, de peatones, de chiquillos que corrían, todos convergiendo sobre la gigantesca fogata que había aparecido, gratuitamente, para convertir una noche aburrida en un acontecimiento. Dos manzanas al sur, la vieja casa de Guthrie era un infierno que veteaba de ámbar y oro las ventanas de toda la vecindad. Sus maderas, estallando a intervalos, eran como cohetes que contribuían a crear una atmósfera de Cuatro de Julio. Un grupo de chiquillos pasó junto a mí gritando de alegría, y una parte de mi mente reconoció que yo había aportado una contribución importante al júbilo infantil del distrito. Esta noche nacerían muchas leyendas, que pasarían en interminable sucesión de las bocas de los chicos de diez años a los oídos de los niños de cinco años.
La noche en que ardió la vieja casa de Guthrie.
El doctor Pitman vivía a una milla de distancia de mi hogar, y decidí que sería casi tan rápido y menos conspicuo ir a pie. Andaba maquinalmente, tratando de equilibrar los elementos de realidad, pesadilla y carnaval, y llegué a la casa del doctor en poco más de diez minutos. Su Buick estaba estacionado en la calzada, y las ventanas de la parte alta de la casa aparecían iluminadas. Miré cautelosamente a mi alrededor —el incendio quedaba ahora más lejos, y los vecinos no estarían aquí tan concentrados en él—, antes de acercarme a la puerta principal. En aquel preciso instante se abrió la puerta y el doctor Pitman salió apresuradamente, poniéndose aún el abrigo. Eché mano a la pistola, pero no tuve necesidad de exhibirla, ya que el doctor se detuvo al verme.
—¡George! —exclamó, con aire preocupado—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Se trata de tu hijo?
—Usted lo ha dicho.
Le agarré por las solapas y le empujé hacia el vestíbulo iluminado por una luz anaranjada.
—¿Qué es esto? —El doctor presentaba una inesperada resistencia, y tuve que poner en juego toda mi fuerza para retenerle—. Estás obrando de un modo muy raro, George.
—Usted ha puesto enfermo a Sammy —le dije—. Y si no le devuelve la salud, le mataré.
—Cálmese, George... Le dije que no se excitara.
—No estoy excitado.
—Es la tensión...
—¡Basta! —grité, a punto de perder el control—. Sé que ha puesto enfermo a Sammy, y voy a terminar de una vez con su juego.
—Pero, ¿por qué habría yo...?
—Porque Sammy estuvo en la parte de atrás de la vieja casa de Guthrie y vio demasiado.
Le sacudí fuertemente y retrocedió un par de pasos.
—¡La casa de Guthrie! ¡No, George, no!
Hasta aquel momento yo había estado medio dispuesto a hacer marcha atrás, a aceptar la idea de que la preocupación me había sacado de quicio, pero el rostro del doctor Pitman se convirtió en una blanda máscara gris. La fuerza pareció abandonar su cuerpo, haciéndole más pequeño y más viejo.
—Sí, la vieja casa de Guthrie —Cerré la puerta detrás de mí—. ¿Qué hace usted allí, doctor?
—Escuche, George, no puedo hablar con usted ahora... Acabo de oír que hay un incendio en el distrito y he de ir allí por si es necesaria mi ayuda.
El doctor Pitman se irguió, y por un instante volvió a convertirse en la autoritaria figura que yo había conocido. Trató de apartarme a un lado.
—Llega usted tarde —dije, cerrándole el paso—. El lugar se ha convertido en una antorcha. Su equipo ha desaparecido.
—No... no sé de qué está hablando.
—De las cosas que usted hace. Las cosas que parecen personas, pero que no lo son porque las personas originales están muertas. Todas han desaparecido, doctor... quemadas —Estaba disparando al azar, me di cuenta de que algunas de mis palabras daban en el blanco y continué—: Yo estuve allí, y lo he visto todo, y se lo contaré a todo el mundo.
El doctor Pitman sacudió la cabeza, se apartó de mi y empezó a subir la amplia y alfombrada escalera que conducía al piso superior. Fui a echar mano a la pistola, pero cambié de idea y eché a correr detrás de él, alcanzándole cuando llegaba al rellano. Poniendo en juego toda mi fuerza le retuve contra la pared con el antebrazo apretado contra su garganta, decidido a arrancarle la verdad... fuera cual fuese. El doctor se retorció y escapó de entre mis brazos. Le agarré de nuevo, perdimos el equilibrio y bajamos rodando las escaleras. Mientras caíamos, oí un crujido de huesos rotos; y permanecí tendido en el suelo del vestíbulo diez segundos largos antes de asegurarme de que no eran los míos.
Me incorporé sobre un brazo y contemplé el rostro del doctor Pitman, caído a mi lado. Tenía los dientes ensangrentados y por un instante me invadió la duda. El doctor era un anciano, y suponiendo que no supiera de qué le estaba hablando...
—Ha terminado usted con nosotros, George —susurró finalmente.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero que crea una cosa... nunca perjudicamos a nadie... hemos contemplado demasiados sufrimientos para eso...
Tosió, y una transparente película escarlata se extendió sobre sus labios.
—¿De qué está hablando?
—Iba a ser una invasión muy tranquila, muy paulatina... Invasión no es la palabra adecuada: no nos movía ningún afán de conquista. El viaje físico desde nuestro mundo es virtualmente imposible... Observábamos a humanos incurablemente enfermos, construíamos duplicados y les sustituíamos... De ese modo también nosotros podíamos vivir normalmente, casi normalmente... durante una temporada... hasta que volvía a producirse la muerte...
—Doctor Pitman —dije desesperadamente—, lo que usted dice no tiene sentido.
—Yo no soy el verdadero doctor Pitman, que murió hace muchos años... Fue el primer individuo de este pueblo... un médico se encuentra en las mejores condiciones para nuestro proyecto... Fui skorded —ustedes no tienen ninguna palabra equivalente—, transmitido en un duplicado de su cuerpo...
El suelo del vestíbulo parecía oscilar bajo mis pies.
—¿Está usted diciendo que procede de otro planeta?
—Exactamente, George.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué querría alguien...?
—Agradezca usted el no poder imaginar las circunstancias que hacen... deseable el proyecto.
Su cuerpo se convulsionó con repentino dolor.
—Sigo sin comprender —dije—. ¿Por qué tienen que duplicar los cuerpos de personas moribundas, si ello significa permanecer encerrados en una vieja casa durante el resto de sus vidas?
—Habitualmente no significa eso... nosotros sustituimos e integramos... la persona moribunda parece restablecerse... pero el proceso de duplicación requiere tiempo, y a veces el individuo muere repentinamente, en casa, sin que tengamos la oportunidad de ocupar su puesto...
En aquel preciso instante oí el ruido de un automóvil que se paraba delante de la casa. El hombre al que conocía como doctor Pitman cerró los ojos y suspiró profundamente.
—¿Y Sammy? —inquirí, sacudiendo a la inerte figura—. No me ha dicho nada acerca de mi hijo.
Los ojos volvieron a abrirse, lentamente, y a pesar del dolor vi en ellos... bondad.
—Todo fue un error, George... Yo no tenía la menor idea de que había estado rondando la vieja casa de Guthrie... no somos como ustedes: somos malos organizadores... nald denbo sovisegg... lo siento... No tuve nada que ver con su enfermedad...
En la calle se oyó el chasquido de la portezuela de un automóvil. Quise echar a correr, pero había otra pregunta que debía ser formulada.
—Yo estuve en la vieja casa de Guthrie. Vi el tanque y... algo... que parecía un chiquillo. ¿Significa eso que Sammy está moribundo? ¿Qué iban ustedes a reemplazarle?
—Sammy se pondrá bien, George... aunque al principio no tenía esperanzas... No les he conocido, a usted y a May, durante tanto tiempo corno les conoció el doctor Pitman, pero les tomé cariño... Sabía que May no soportaría la pérdida, de modo que dispuse una sustitución... Sammy se pondrá bien...
Trató de sonreír, mientras el timbre de la puerta empezaba a sonar estridentemente.
Contemplé al anciano con una extraña sensación de lástima. A pesar de todo. ¿En qué clase de infierno había nacido originalmente? El timbre sonó de nuevo y abrí la puerta.
—Llame a una ambulancia —le dije al desconocido que estaba en el umbral—. El doctor Pitman parece haberse caído por la escalera: creo que se está muriendo.
Era muy tarde cuando el coche de la policía me dejó finalmente delante de mi hogar, pero la casa estaba inundada de luz. Di las gracias al sargento que me había traído desde el depósito al cual habían llevado el cadáver del doctor Pitman (no podría pensar en él bajo otro nombre), y me apresuré a lo largo del hormigón blanco del sendero que conducía hasta la puerta. Las luces parecían indicar un cambio en el estado de ánimo de May, pero temía dejarme ganar por la esperanza...
—¡George! —May me recibió en la puerta, vestida para salir, con el rostro pálido pero exultante de alegría—. ¿Dónde has estado? Te he llamado a todas partes... Hace media hora me avisaron del hospital. Sammy está mucho mejor y quiere vernos. He sacado el automóvil. ¿Quieres que conduzca yo? Tenemos permiso para verle, y yo...
—Calma, May, calma.
La abracé y le hice repetir toda la historia. May habló apresuradamente.
La respuesta de Sammy al tratamiento había sido espectacular, y ahora estaba plenamente consciente y había expresado el deseo de ver a sus padres. El médico-jefe había decidido hacer una excepción, permitiéndonos que habláramos con Sammy unos minutos fuera de las horas de visita.
Mientras May hablaba, una llamita de felicidad se encendió en mis ojos. Poco después íbamos camino del hospital. Una enorme luna, del color de la llama de una vela, se levantaba detrás de los tejados, los árboles se agitaban suavemente en su sueño y el brillo rojizo en la dirección de la casa de Guthrie se había desvanecido. May iba al volante, conduciendo con su habitual pericia, y por primera vez en muchas horas la tensión me abandonó.
Me relajé en el asiento y descubrí que me había olvidado de librarme de la pistola que me había oprimido continuamente las costillas mientras hablaba con la policía. Ahora estaba sentado junto a May, de modo que no podía dejarla en la guantera sin que ella se diese cuenta. La vergüenza por haber llevado un arma, y el deseo de no alarmar a May después de lo que ya había pasado, me hicieron decidir conservarla encima un poco más. Súbitamente muy cansado, cerré los ojos y me dejé llevar por la riada mental de los acontecimientos de aquella noche.
Las palabras del doctor Pitman constituían una historia increíble, pero yo había visto la espantosa prueba. Había algo macabro en la idea del grupo de seres alienígenas, duplicados de personas muertas, reunidos en una sucia habitación de una casa abandonada, esperando pacientemente la muerte. El recuerdo del rostro de la abuela Cummins, visto de nuevo dos semanas después de su entierro, tardaría mucho tiempo en borrarse de mi mente. Ella, el duplicado, me había reconocido, lo cual significaba que la técnica utilizada por los alienígenas era increíblemente detallada, extendiéndose hasta el arreglo de las células cerebrales. Presumiblemente, los únicos cambios físicos que introducían eran mejoras: si una persona moría de cáncer, el duplicado sería inmune al cáncer. Los músculos envejecidos recobraban su elasticidad y su vigor: el doctor Pitman y todos los que estaban en la casa se movían con excepcional agilidad. Pero, ¿habrían podido escapar del incendio? Tal vez algún código propio de ellos no les permitía abandonar la casa, ni siquiera bajo peligro de muerte, a menos de que dispusieran de un lugar que les permitiera penetrar en nuestra sociedad sin provocar ninguna alarma...
Los alienígenas poseen un código ético, pensé, pero, ¿puedo permitir que se introduzcan entre nosotros subrepticiamente? A propósito, ¿tenía yo alguna idea de la amplitud que había alcanzado su infiltración? Me habían dicho que el doctor Pitman fue el primer individuo de este pueblo. ¿Significaba eso que la invasión afectaba a todo el estado? ¿A todo el país? ¿A todo el mundo? Existía también el problema de su intensidad. El hombre moribundo había dicho que la técnica de sustitución fallaba cuando la muerte de una persona ocurría repentinamente en casa, lo cual implicaba que el hospital estaba bien infiltrado. Pero, ¿hasta qué punto? ¿Llegaría un momento en que todas las personas ancianas del mundo, y muchas de las más jóvenes, serían duplicados?
Las luces de la calle parpadeaban en rojo a través de mis párpados cerrados, y nuevas preguntas brotaban en mi mente al mismo ritmo. ¿Podía creer lo que el «doctor Pitman» había dicho acerca de los objetivos de los alienígenas? Desde luego, se había mostrado amable, sinceramente preocupado por Sammy y por May... pero, ¿cómo hay que interpretar las expresiones faciales controladas por un ser que en otro tiempo puede haber poseído una forma completamente distinta? Y, si el secreto era tan vital para los planes de los alienígenas, ¿por qué me había contado el «doctor Pitman» toda la fantástica historia? ¿Me había estado manipulando de un modo que aún no había empezado a comprender?
Abrí los ojos.
—¡Pobrecito! Estás muy cansado —dijo May—. Todo irá bien ahora, no te preocupes.
Trata de tranquilizarme, pensé. Se siente de nuevo feliz, confiada, porque nuestro hijo ha mejorado. La vida de Sammy es su vida.
El automóvil se detuvo.
—Ya hemos llegado —dijo May—. No debemos quedarnos demasiado tiempo. El doctor Mulligan ha sido muy amable al permitirnos venir a esta hora.
Recordé al doctor Mulligan. Alto, cargado de espaldas y viejo. ¿Otro doctor Pitman? Pensé súbitamente que no le había hablado aún a May de los acontecimientos de aquella noche, pero antes de que pudiera elaborar una versión «digerible» nos habíamos apeado del automóvil.
En contraste con el aire cargado de perfumes otoñales del exterior, la atmósfera del hospital parecía inerte, muerta. La oficina de recepción estaba vacía, pero un médico joven y rubio acudió a nuestro encuentro y, al saber quiénes éramos, llamó a una enfermera. Ésta, una joven alta con los antebrazos llenos de pecas, nos acompañó al ascensor y pulsó el botón del tercer piso.
—Samuel está haciendo progresos excepcionales —le dijo a May—. Es un chico muy fuerte.
—Gracias —asintió May—. Muchas gracias.
Quise cambiar de tema, ya que Sammy no me había parecido nunca un chico fuerte, y un extraño temor se estaba insinuando dentro de mí.
—¿Ha habido mucho trabajo esta noche?
—No. Ha sido una noche muy tranquila.
—¡Oh! Oí decir que se había producido un incendio...
—A nosotros no nos ha afectado.
—Es mejor así —murmuré.
Si los alienígenas estaban construidos con los mismos bloques biológicos que los humanos, sus restos aparecerían como los de unas víctimas del fuego normales. Bloques biológicos... Pero, ¿de dónde procedían los alienígenas? El líquido oscuro del tanque, ¿era de origen natural, o sintético? La cosa que yo había visto flotando allí, ¿era un cuerpo en plena construcción?
¿O estaba siendo disuelto en un baño de materia orgánica?
¿Había visto el cadáver de mi hijo?
Otros pensamientos llegaron gimiendo y corveteando como demonios. El «doctor Pitman» había llevado a Sammy al hospital en su propio automóvil, pero se había demorado extrañamente en el camino. Era evidente que había llevado a Sammy a la casa de Guthrie. ¿Por qué? Porque, según su propia afirmación, temía por la vida de Sammy, quería evitarle a May la impresión de perder a su hijo y había pensado en una sustitución. Altruista. ¿Hasta qué punto confiaba el «doctor Pitman» en mi credulidad? Si Sammy había fallecido de muerte natural, o asesinado, y reemplazado por un ser de más allá de las estrellas, yo no iba a quedarme quieto. Iba a disparar, y a incendiar, y a matar...
Con un gran esfuerzo dominé el repentino temblor de mis miembros mientras la enfermera abría la puerta de una pequeña habitación individual. La luz atenuada permitía ver a Sammy durmiendo apaciblemente. El corazón se me oprimió dolorosamente al reconocer a la carne de mi carne.
—Pueden quedarse un minuto, pero sólo un minuto —dijo la enfermera.
Sus ojos se posaron unos instantes en el rostro de May, y algo que vio en él la indujo a permanecer en el pasillo mientras nosotros entrábamos en la habitación. Sammy estaba pálido pero respiraba normalmente. La piel de su frente brillaba con el dorado que le había prestado el sol del verano. May sujetó mi brazo con las dos manos mientras permanecíamos de pie al lado de la cama.
—Está perfectamente —susurró—. ¡Oh, George! No lo hubiera resistido...
Al sonido de su voz, los párpados de Sammy se agitaron levemente, pero continuó inmóvil. May empezó a sollozar silenciosamente.
—Tranquilízate, cariño —le dije—. Piensa que Sammy está fuera de peligro.
—Lo sé, pero no dejo de pensar que todo fue culpa mía.
—¿Culpa tuya?
—Sí. Ayer, durante la cena, me puse tan furiosa al oírle hablar de mi madre, que llegué a desear que se muriera.
—Eso son tonterías.
—Lo sé, pero llegué a desearlo, y después de lo que ha ocurrido...
—No seas absurda, querida —dije, con una calma que estaba muy lejos de sentir—. Cuando un niño se pone impertinente, los nervios nos impulsan a pensar cualquier cosa...
Sammy abrió los ojos.
—¿Mamá?
May se arrodilló junto al lecho.
—Aquí estoy, Sammy. Estoy aquí.
—Siento haberte hecho enfadar.
La voz de Sammy era débil y soñolienta.
—No me hiciste enfadar, querido —dijo May, cogiendo la mano de Sammy y apretándola contra sus labios.
—Sí, mamá, lo hice. No debí decir que había visto a la abuela Cummins —Alzó la mirada hacia mi rostro—. Fue una broma estúpida, como dijo papá. No vi a la abuela Cummins en ninguna parte.
Mantuvo sus ojos clavados en los míos, retadores.
Me aparté un par de pasos de la cama y la flor negra del miedo, que había estado agazapada y esperando, cerró sus hambrientos pétalos a mi alrededor. Sammy, mi Sammy, había visto el duplicado de la abuela Cummins en la vieja casa de Guthrie... y ningún castigo y ningún soborno le habrían inducido a retractarse de sus palabras. Sammy no era como yo: tenía un carácter de una sola pieza.
Por su propio impulso, mi mano derecha se deslizó bajo mi chaqueta y agarró la culata de la pistola. Mi hijo estaba muerto y éste era el momento de empezar a vengarle.
Pero miré los hombros encorvados de May, que se agitaban levemente, y supe por qué me había contado toda la historia el «doctor Pitman». Si las macabras escenas de la casa de Guthrie continuaban siendo un misterio para mí, si no comprendía su objetivo, no habría guardado silencio. Eventualmente, hubiera acudido a la policía, creando las consiguientes dificultades...
Ahora sabía que la primera víctima de aquellas dificultades sería May, la cual quedaría destruida, al enterarse de la verdad, tan definitivamente como si le disparase un tiro en la sien. Mi mano se apartó de la culata de la pistola.
La vida de Sammy, pensé, es su vida.
En cierto sentido no es malo ser un tipo asequible al compromiso: hace la vida más fácil, no sólo para uno mismo sino también para los que le rodean. Ahora, May sonríe mucho y es muy feliz al ver a Sammy convertido en un guapo y listo mocetón de catorce años. El hallazgo de cierta cantidad de restos «humanos» entre las cenizas de la vieja casa de Guthrie fue la comidilla del pueblo durante unos días, pero dudo que May lo recuerde. Como ya he dicho, sonríe mucho.
Yo pienso todavía en mi hijo, desde luego, y ocasionalmente se me ocurre que si May muriese en un accidente, por ejemplo, dejaría de sentirme constreñido por el cariño que me inspira mi esposa y mi anhelo de no ver enturbiada su felicidad.
Pero los años van deslizándose y no hay el menor indicio de que la raza humana se vea perjudicada como resultado de la silenciosa invasión de los alienígenas. Supongo —y ojalá no me equivoque— que lo ocurrido no pasó de ser un fenómeno localizado en nuestro pequeño pueblo, un experimento que no dio el resultado apetecido.
Y cuando miro a Sammy creciendo alto y erguido —con un parecido tan extraordinario a su madre—, no me resulta tan difícil convencerme a mí mismo de que pude haber cometido un disculpable error.
Después de todo, sólo soy humano.