II
Había entrado en el despacho del paleontólogo y había tardado unos instantes en ver al hombre sentado ante un atestado escritorio al fondo de la habitación. Todo el lugar estaba atestado. Había largas mesas cubiertas de trozos de roca con fósiles incrustados. Esparcidos aquí y allá había fajos de documentos. La habitación era amplia y estaba mal iluminada. Era un lugar oscuro y deprimente.
—¿El doctor Thorne? —había preguntado Daniels.
El hombre se puso en pie y dejó una pipa en un atestado cenicero. Era robusto, alto, de rostro curtido por el aire y el sol y pelo gris y enmarañado. Cuando se movía arrastraba los pies como un oso.
—Usted es Daniels, seguramente —dijo—. Le tengo anotado en mi agenda para las tres. Encantado de conocerle.
Estrechó vigorosamente la mano de Daniels y señaló una silla al lado del escritorio. Luego volvió a sentarse, recuperó la pipa de la atestada bandeja y empezó a llenarla de tabaco.
—Su carta decía que quería usted verme para un asunto muy importante —dijo—. Pero es lo que dicen todos. Sin embargo, en su carta me pareció descubrir una urgencia y una sinceridad poco frecuentes. No dispongo de tiempo para recibir a todos los que me escriben. Y todos han encontrado algo, ¿comprende? ¿Qué ha encontrado usted, Mr. Daniels?
—Doctor —dijo Daniels—, no sé cómo empezar lo que tengo que decir. Tal vez sería mejor contarle en primer lugar lo que le ocurrió a mi cerebro.
Thorne estaba encendiendo su pipa. Habló sin quitarse la boquilla de los labios.
—En tal caso, tal vez no soy el hombre más indicado para recibir sus confidencias. Hay otras personas...
—No, no me refiero a eso —dijo Daniels—. No busco ayuda. Me encuentro en perfecto estado físico y mental. Hace cinco años tuve un accidente de tráfico en una autopista. Mi esposa y mi hija resultaron muertas, y yo quedé malherido.
—Lo siento, Mr. Daniels.
—Gracias... pero eso pertenece al pasado. Fue muy duro para mí, pero logré superarlo. No es por eso por lo que estoy aquí. Le he dicho ya que quedé malherido...
—¿Una lesión cerebral?
—De poca importancia. O, al menos, eso dijeron los médicos. Lo peor fue lo del tórax, con perforación de pulmón.
—¿Se ha recuperado ya?
—Del todo —dijo Daniels—. Estoy como nuevo. Pero, desde que ocurrió el accidente, mi cerebro cambió. Como si poseyera nuevos sentidos. Veo cosas y comprendo cosas que parecen imposibles.
—¿Alucinaciones?
—No. Estoy seguro de eso. Puedo ver el pasado.
—¿Cómo dice?
—Permítame que le explique cómo empezó la cosa, exactamente —dijo Daniels—. Hace varios años compré una granja abandonada en el suroeste de Wisconsin. Una especie de refugio solitario. Desaparecidas mi esposa y mi hija, no sentía el menor deseo de relacionarme con el mundo. Había superado la primera impresión, pero necesitaba un lugar en el cual pudiera lamer mis heridas. Puedo asegurarle que no me compadecía a mí mismo. Pero trato de ser objetivo en lo que respecta a los motivos que me impulsaron a comprar la granja.
—Sí, comprendo —dijo Thorne—. Pero no creo que el ocultarse fuera la actitud más juiciosa.
—Tal vez no, pero en aquellos momentos me pareció lo más oportuno. Y salió bien. Me enamoré de la región. Aquella parte de Wisconsin es muy antigua. El mar dejó de cubrirla hace cuatrocientos millones de años. Por algún motivo desconocido para mí, no se vio afectada por los glaciares del Pleistoceno. Ha cambiado, desde luego, pero únicamente como resultado natural del paso del tiempo. Allí no se han dado cataclismos geológicos, ni erosiones importantes...
—Mr. Daniels —le interrumpió Thorne, en tono impaciente—. No veo qué relación tiene todo eso...
—Lo siento. Sólo trataba de describirle el escenario de los hechos. Unos hechos que se desarrollaron lentamente, al principio. Llegué a pensar que estaba loco, que imaginaba cosas inexistentes, que mí lesión cerebral era más grave de lo que parecía... Daba largos paseos por las colinas, ¿sabe? Así me cansaba y podía dormir por las noches. Pero, a veces, las colinas cambiaban. Muy poco al principio, para convertirse más tarde en lugares que yo no había visto nunca, que nadie había visto nunca.
Thorne hizo una mueca.
—¿Trata usted de decirme que se transformaban en el pasado?
Daniels asintió.
—Extraña vegetación, árboles de aspecto raro... En los primeros tiempos, desde luego, no había hierba; sólo helechos. Y animales desconocidos en la tierra y en el aire. Mamuts, dinosaurios, mastodontes...
—¿Todos al mismo tiempo? —inquirió Thorne, interrumpiéndole—. ¿Todos mezclados?
—No. Cada uno en su época correspondiente. Al principio no lo sabía; pero cuando logré convencerme a mí mismo de que no eran alucinaciones, pedí algunos libros. Estudié. Nunca he sido un experto, desde luego, pero aprendí lo suficiente para distinguir un período de otro, para tener una idea de lo que estaba viendo.
Thorne se sacó la pipa de la boca y la dejó en el cenicero. Luego se pasó una mano por los cabellos.
—Es increíble —dijo—. No puede haber ocurrido, sencillamente. ¿Dice usted que todo este asunto se inició más bien lentamente?
—Sí. Era como una niebla del pasado que trataba de imponerse al presente. Pero ahora es distinto. El cambio se produce en un abrir y cerrar de ojos. El presente desaparece y me encuentro en el pasado. Todo lo que me rodea es pasado. No queda nada del presente.
—Pero usted no se encuentra en el pasado. Físicamente, quiero decir.
—Creo que no. Estoy en el presente, y las lejanas colinas cambian. Pero habitualmente cambian las cosas que me rodean, sin que el cambio me afecte de un modo físico, como dice usted. Puedo verlo y me parece lo suficientemente real como para andar a través de ello. Puedo acercarme a un árbol, y alargar la mano, y palparlo, y el árbol está allí. Pero mi presencia no parece producir ningún impacto en el pasado. Los animales no me ven. Puedo acercarme a un dinosaurio, por ejemplo, sin que me vea, sin que me oiga y sin que me olfatee. De no ser así, ya estaría muerto. De modo que no estoy en el presente, pero tampoco estoy en el pasado. Quise hacer una prueba y tomé una cámara fotográfica y saqué un montón de fotografías. Cuando mandé las películas a revelar, no había nada en ellas. Ni del pasado, ni del presente. Si hubiese sido víctima de una alucinación, la cámara hubiera captado imágenes del presente... Pero, al parecer, no había nada que la cámara pudiera captar. Pensé que tal vez la cámara había fallado o que había utilizado un tipo inadecuado de película. Probé con diversas máquinas y con distintos ti pos de película, con el mismo resultado negativo. Luego traté de recoger algo. Corté flores, cuando había flores. Y cuando volví al presente tenía las manos vacías. Pensé que tal vez no podía traer al presente las cosas vivas, como las flores. De modo que me dediqué a recoger cosas inorgánicas, como rocas; pero nunca pude traer ninguna.
—¿Qué me dice de un cuaderno de dibujo?
—Ya pensé en eso, pero nunca lo utilicé. Soy muy mal dibujante. Además, imaginé que sería inútil, porque las hojas volverían a quedar en blanco.
—Pero nunca lo intentó.
—No —dijo Daniels—. Nunca. Ocasionalmente hago algún boceto después de volver al presente. De memoria. Pero ya le he dicho que dibujo muy mal.
—No sé qué decir —murmuró Thorne—. De veras que no lo sé. Todo eso parece increíble... Dígame, ¿se asustó usted? Ahora parece estar muy tranquilo, pero al principio debió de tener miedo, ¿no es cierto?
—Al principio —dijo Daniels— estaba petrificado. No sólo estaba asustado, físicamente asustado, sino que temía también haberme vuelto loco. Ahora, este último temor ha desaparecido. Sé que no estoy loco.
—¿Por qué?
—Por los animales que veo...
—¿Quiere usted decir que los reconoce por las ilustraciones de los libros que ha estado leyendo?
—No. No es eso, exactamente. Desde luego, las ilustraciones han sido útiles, pero no por los parecidos, sino por las diferencias. Verá, ninguno de los animales es exactamente como figura en los libros. Si lo fueran, cabría pensar que lo que yo veía estaba influenciado por lo que había visto o leído en los libros. Pero, no siendo este el caso, me parece lógico suponer que lo que veo es real. ¿Cómo podía imaginar que el tiranosaurio tenía una papada con todos los colores del arco iris? ¿O que los grandes animales del Eoceno tenían el cuerpo cubierto de manchas de diversos colores?
—Mr. Daniels —dijo Thorne—, no voy a negarle que estoy predispuesto contra todo lo que usted acaba de contarme. Todas las fibras de mi ser científico se rebelan contra ello. Pero, al mismo tiempo, estoy convencido de que usted cree en lo que me ha contado. ¿Ha hablado usted de todo esto con alguien más? ¿Con algún paleontólogo o geólogo? ¿Con un neuropsiquiatra, quizás?
—No —dijo Daniels—. Únicamente con usted. Y no se lo he contado todo. Eso no es más que el fondo.
—¿Qué quiere decir?
—Verá, también escucho a las estrellas.
Thorne se puso en pie bruscamente, volvió a coger la pipa del cenicero y se la metió en la boca.
Su voz, cuando habló, era fría como el hielo.
—Gracias por su visita —dijo—. Ha sido muy interesante.