II

El helicóptero del médico avanzó por encima de la llanura y se posó delante de la casa con una rapidez que satisfizo incluso a Richard, que lo contemplaba ansiosamente desde el porche. El médico se apeó y cruzó apresuradamente el prado, con un paso curiosamente saltarín. Estrechó la mano que le tendía Richard.

—¿Cómo está su esposa? —inquirió brevemente, con voz chillona.

Richard le miró, alarmado. El médico parecía muy desmejorado desde que le vio por última vez: se agitaba casi tan nerviosamente como un encefalógrafo. A Richard no le satisfizo demasiado la idea de que aquel chiflado tuviera que ayudar a Sandra a dar a luz.

Dijo:

—Sandra está en el dormitorio. ¿Quiere beber algo? Tenemos un poco de vino hecho en casa. Le sentará bien.

El médico le dirigió una extraña mirada.

—No, gracias —dijo—. Ahora, no. Después, quizás. Me encuentro perfectamente.

Se dirigió hacia el dormitorio.

Richard se sirvió un vaso de vino y se sentó a esperar acontecimientos. No era partidario de que los maridos presenciaran el nacimiento de sus hijos: estaba dispuesto a aceptar, cuando le presentaran al niño, que el acontecimiento había tenido lugar. No necesitaba ninguna otra prueba.

Las últimas semanas habían transcurrido apaciblemente. La hierba había continuado creciendo, y Richard había puesto en marcha un par de veces el motor de la máquina de segar para asegurarse de que todo estaba en orden. Con la hierba adicional de los McGowan, calculaba que podría desprenderse del setenta y cinco por ciento de su cosecha, lo cual significaría un buen pellizco para su cuenta bancaria.

Las cosas marchaban bien.

Pasada la momentánea euforia, volvió a experimentar una sensación de temor. ¿Qué estaba pasando en el dormitorio? ¿Se desarrollaba todo normalmente? Se puso en pie y empezó a andar de un lado para otro, dándose cuenta de que se estaba comportando como los padres novicios explotados por las revistas de humor. Salió al exterior y deslizó la mirada por la alfombra de color esmeralda que se extendía hasta las colinas.

Plantaría algunos árboles para celebrar el acontecimiento, decidió. En Jade había muy pocos árboles. Los que él plantara proporcionarían una agradable sombra en los días calurosos. Contempló especulativamente los árboles que se alzaban delante de la casa de los McGowan, y luego rechazó la idea de robarlos que acababa de cruzar fugazmente por su imaginación. Eran demasiado grandes para transplantarlos. Importaría un par de manzanos de la Tierra: eso sería lo mejor. Sombra y fruta de verdad, a un precio que no les resultaría oneroso. El verano iba a ser bueno.

Oyó que se abría la puerta del dormitorio y entró corriendo en la casa.

El médico estaba de pie a la puerta del dormitorio.

—¿Cómo está Sandra? —inquirió Richard.

El médico le dio una palmada en el hombro.

—Perfectamente —respondió el médico, parpadeando rápidamente varias veces—. Perfectamente.

—¿Y el niño?

—Es un chicarrón. Felicidades —El médico estrechó la mano de Richard—. Ahora le aceptaré un trago.

—Sí, desde luego. Allí está.

Richard hizo un gesto y entró apresuradamente en el dormitorio, dejando que el médico se sirviera por su cuenta.

Sandra estaba incorporada sobre un par de almohadas, con los cabellos castaños caídos sobre los hombros y el niño en brazos.

—Hola, Dick —dijo, sonriendo.

Richard la besó.

—¿No vas a mirar al niño? —preguntó Sandra.

—¡Oh, sí! —Alargó el dedo índice hacia el arrugado rostro que surgía, como una larva transformándose en crisálida, del capullo de mantas—. Muy guapo —murmuró—. Muy guapo. Estoy orgulloso de ti, querida.

Súbitamente, las arrugas se alisaron, el rojo escarlata palideció y el bebé decidió no llorar, después de todo. Richard se inclinó un poco más hacia él.

—Tiene un color muy raro —observó, en tono de ansiedad.

—¿Qué? —Sandra miró al niño—. ¡Oh! No creo que sea nada que deba preocuparnos.

—¡Doctor! —llamó Richard.

El médico entró rápidamente, con un vaso en la mano, relamiéndose los labios.

—¿Qué pasa?

—El niño tiene un color muy raro —dijo Richard, en tono acusador—. Está amarillo, como un chino. ¿Es normal ese color? No le pasa nada, ¿verdad?

El doctor sonrió brevemente, sin apenas mirar al niño.

—No es nada grave: probablemente un asomo de ictericia. Afecta a muchos recién nacidos y suele desaparecer en un par de días. Si dentro de una semana sigue igual, llámenme por radio y vendré a echarle una mirada.

Salió precipitadamente de la habitación. Sus rápidos pasos resonaron junto a la puerta principal y más allá. Se oyó el rugido de un motor al ponerse en marcha y el helicóptero se alejó.

—Se ha marchado —observó Sandra innecesariamente—. Es un hombre muy raro.

—Espero que sepa lo que está haciendo —dijo Richard, palpando la carne del bebé—. ¡Dios mío! Estamos muy aislados aquí... No podemos recabar otra opinión, y ni siquiera hay una enfermera en el distrito.

—El niño está bien —dijo Sandra, meciendo al bebé—. El pequeño Stephen está bien, ¿verdad, cariño mío? —susurró.

—Stephen? Stephen —Richard saboreó el sonido—. Bonito nombre. ¿De dónde lo has sacado? ¿Un antiguo pretendiente tuyo?

—Por el amor de Dios, Dick, hablas como si hubieses estado bebiendo con el estómago vacío... Es el nombre de mi padre. No te sabe mal, ¿verdad?

—Desde luego que no. Dios, no había olvidado —Se golpeó la frente con la palma de la mano y se echó a reír—. Hoy no tenemos nada que comer... Lo siento, querida. ¿Qué te apetece? ¿Caldo de gallina? ¿Un buen vaso de leche?

—No soy una inválida, Dick. Comeré carne de cerdo asada con guisantes. Pero no demasiado, por favor.

—De acuerdo.

Richard salió de la casa, parpadeó contra la nube de polvo que levantó el helicóptero y que no había terminado de posarse y se dirigió al granero.

—No me apetece —dijo Sandra un poco más tarde, mirando con repugnancia la bandeja de comida—. No me apetece. ¿Cómo pudo ocurrírseme pedir carne de cerdo asada? Acabo de salir del parto... Lo único que quiero es tumbarme al sol y descansar.

—Buena idea. Te sacaré fuera.

Cogiendo la bandeja, entró en la cocina y vertió su contenido en la trituradora de basura. Luego sacó el colchón de la cama sobrante, lo llevó al exterior y lo dejó caer sobre la hierba. Envolvió a Sandra en un par de mantas y la tumbó sobre el improvisado lecho. Sandra suspiró, satisfecha mientras volvía a tomar en brazos al pequeño Stephen.

Richard volvió a entrar en la casa. La bandeja estaba sobre la mesa de la cocina, donde la había dejado. ¿Cuánto hacía que no había comido?

¿Tres días? ¿Cuatro? No podía recordarlo. Decidió que, en cualquier caso, por la noche tendría una buena cena. Apuró el vino de su vaso y a continuación se bebió un vaso de agua fría. De pronto, empezó a sentir hambre, sólo un poco.

—Sea lo que fuere, parece que se pega —dijo Sandra.

Estaban tumbados al sol, dos semanas más tarde. Se habían acostumbrado ya a la idea de tomar el sol desnudos. Después de todo, por allí no pasaba nadie. Stephen, gordo y satisfecho yacía entre sus padres. El día era cálido y agradable.

—Casi puede verse cómo se mueve el sol —dijo Richard, mirando al cielo azul entre sus párpados semicerrados.

—¿Crees que se nos está pegando algún tipo nuevo de bronceado? —inquirió Sandra—. Hemos pasado mucho tiempo tumbados aquí, estos días.

—Es lo mejor para nosotros —la tranquilizó Richard, incorporándose y examinando la piel de su abdomen. Era un color raro, desde luego, un amarillo bilioso, muy distinto al castaño oscuro de un bronceado terrestre. La piel de Sandra tenía un color similar, lo mismo que Stephen. Pero Stephen había sido siempre así—. No puede ser bronceado —añadió Richard—. Stephen nació con este color. Tal vez nos lo ha contagiado.

—Son los alimentos artificiales de Daisy —dijo Sandra con repentina decisión, ignorando la conjetura de Richard—. Algún tinte latente en la hierba que no es eliminado en el proceso de elaboración.

—Es posible —murmuró Richard—. Eso explicaría también lo de Stephen. De todos modos, no parece producirnos ningún daño.

—¿No? ¿Qué me dices de nuestra pérdida de apetito? —Era evidente que Sandra estaba preocupada—. Y esa continua sensación de cansancio. Yo la experimento... tú te quejas de lo mismo. No me gusta esto, Dick. Tendríamos que avisar al médico. Quiero que estemos bien cuando lleguen papá y mamá.

Richard gruñó para sí mismo. Había estado tratando de olvidar la cercana visita de los padres de Sandra. Pero una de las condiciones que establecieron al emigrar fue la de que Mr. y Mrs. Roberts pasarían una temporada con ellos una vez que estuvieran instalados.

Sandra se había mostrado inflexible.

Sí no es así no iremos allí. No podría soportar la idea de no volver a verles...

A Richard no le importaba alejarse definitivamente de sus suegros. Y cometió la imprudencia de decirlo. Sandra reaccionó inmediatamente.

No logro comprender por qué no simpatizas con ellos. Te aprecian mucho, y se han portado muy bien con nosotros. Les debemos mucho...

Cierto, pero la idea de una visita por tiempo indefinido resultaba difícil de digerir. Sobre todo, pensando en la merma que sufrirían sus ahorros...

Richard se puso bruscamente en pie.

—Mira, querida, no creo que debamos correr riesgos. Tus padres tendrían un pretexto para formular interminables preguntas. Vamos a dejar de tomar baños de sol, por si acaso. No podemos prescindir de la comida, pero al menos nos mantendremos lo más alejados posible del sol, especialmente Stephen. Luego, si nuestra piel no se aclara, recurriremos al médico.

Sandra se puso en pie.

—Tal vez tengas razón.

—Encuentro raro estar dentro de casa en un día como este —dijo Sandra—. No sé qué hacer. ¿Cuándo empezarás con la siega, Dick?

—Creo que daré una vuelta con la máquina de segar después de almorzar, para asegurarme de que funciona bien. Y empezaré a segar mañana, o pasado mañana.

—¿Almorzar? —inquirió Sandra—. Sí, supongo que debemos tratar de comer algo.

Más tarde, sintiéndose repleto de comida, Richard abrió las puertas del granero de par en par y se instaló en el asiento de la máquina de segar. Puso el motor en marcha, sonriendo para sí mismo. Disfrutaba conduciendo la enorme máquina. Desde lo alto de su asiento, a unos diez pies del suelo, se sentía el dueño del planeta.

Se paró a escuchar, con la mano sobre la palanca de mandos. El motor hacía un ruido anormal. Demasiado estridente, como si faltara aceite y los pistones estuvieran agarrotados. Richard paró el motor.

Desmontando, revisó minuciosamente la máquina. El nivel del aceite era normal. Examinó la caja de cambios: todo normal allí, también.

Encogiéndose de hombros, trepó de nuevo al asiento y volvió a poner el motor en marcha. La máquina se puso en movimiento, adquiriendo velocidad y cruzando rápidamente las puertas del granero mientras Richard trataba de dominarla, dándose cuenta de que escapaba a su control.

Vio el asombrado rostro de Sandra en la ventana al pasar por delante de la casa. Luego se encontró en la llanura abierta.

De pronto, empezó a disfrutar al ver que la cosechadora avanzaba rápidamente a través de la hierba dejando caer las balas detrás de ella. Al parecer, funcionaba normalmente. El problema del motor podía esperar. Entretanto, se dirigió hacia el prado de los McGowan, canturreando en voz baja.

La máquina de segar avanzaba con una rapidez increíble. Richard vio los árboles de los McGowan avanzando hacia él. Dándose cuenta de que la cosechadora, en su ciego avance, se estrellaba contra uno de los árboles y se paraba en seco.

Richard permaneció caído en el suelo, tumbado de espaldas, con los ojos llenos del azul del cielo. El sol se movía perceptiblemente.

—Voy a llamar al médico —dijo Sandra, con una repentina decisión en su voz.

—Me encuentro bien —protestó Richard.

—No se trata sólo de ti. ¿Has visto a Stephen hoy?

Richard se sintió invadido por una sensación de culpabilidad. Últimamente había estado tan ocupado que apenas había tenido tiempo para los problemas domésticos. Habían transcurrido tres semanas desde el accidente con la máquina de segar. La primera de aquellas semanas la había pasado reparando la cosechadora con las escasas herramientas de que disponía. Luego volvió a dedicarse a segar su hierba y la de los McGowan. Pero la tarea se había visto retrasada por las molestias que empezó a experimentar en los pies.

Cojeó penosamente hasta el dormitorio y examinó a Stephen, que yacía muy quieto en su cuna.

—Estoy convencida de que no se encuentra bien —dijo Sandra—. Está demasiado quieto, llorando un poco de cuando en cuando... y no come absolutamente nada. Tengo la impresión de que en esta casa hay algo anormal...

—Tonterías —dijo Richard. Pero estaba preocupado. Stephen se había desarrollado normalmente durante las tres primeras semanas, a pesar de su color amarillento. Al menos aumentaba visiblemente de peso. Ahora, estaba adelgazando—. De acuerdo, llama al médico. Puede echarle un vistazo a mis pies al mismo tiempo.

Sandra desapareció. No tardó en regresar, con aspecto alarmado.

—No puedo localizar al médico —dijo—. Ni a nadie. La radio no funciona. Hace unos ruidos muy raros.

Aquello era grave. Sin la radio, estaban completamente aislados del mundo exterior, sin posibilidad de recibir ayuda, en el supuesto de que la necesitaran. Richard se dirigió apresuradamente al pequeño salón y se instaló delante del aparato, haciendo girar lentamente el disco de sintonización, escuchando con la mayor atención.

Súbitamente, del altavoz brotó un chorro de música: un extraño y rítmico percutir, como el rápido latido de un reloj, acompañado por un hablar febril, chillón. ¿O acaso lo que él tomaba por voces era el sonido de unos agudos instrumentos?

—Suena como una de aquellas antiguas orquestas de instrumentos de metal —aventuró Sandra.

—No es normal.

Richard notó repentinamente una sensación de vacío en el estómago. Sus pulmones parecían haberse pegado a su corazón. El sonido que brotaba de la radio no era normal. Ningún disco terrestre podía sonar de aquel modo.

Bruscamente, el sonido se interrumpió. Pero en vez de oírse la voz de un locutor, resonaron unos estridentes chirridos, que subían y bajaban de tono.

—Algo les ha pasado —dijo Richard lentamente.

—¿Te refieres a algo como... una invasión?

Sandra experimentaba un morboso terror por los alienígenas, aunque no había ningún planeta hostil en las proximidades de Jade.

—No lo sé. No, no puede ser eso. Nos habrían advertido, seguramente. ¿Escuchas la radio con frecuencia?

—Casi nunca. No recuerdo siquiera la última vez que la conecté. No tengo tiempo.

—De modo que puede haber ocurrido cualquier cosa sin que nosotros lo sepamos. Mal asunto —Permaneció unos instantes en silencio, pensando—. Probaré de nuevo con la onda corta —dijo finalmente.

Encontró la frecuencia del médico, emitió la señal de llamada y esperó.

La radio gorjeó, hizo una pausa, volvió a gorjear.

—Eso es una voz —dijo Richard—. Pero no sé qué diablos está diciendo. ¿Qué ha pasado, Sandy?

Permaneció con los codos apoyados sobre la mesa, mirando fijamente la radio, desconcertado.

Finalmente, se puso en pie.

—Tengo que ir a ver lo que ha pasado —dijo—. Trataré de encontrar a alguien que venga a echarle una ojeada a Stephen.

—Pero, la casa más próxima se encuentra a muchas millas de distancia...

—Me llevaré la cosechadora. Creo que podré ir y volver en seis horas —Miró a través de la ventana. El sol se hundía detrás de las colinas, la casa de los McGowan era un puntito negro a lo lejos—. No puedo ir muy aprisa.

—Déjame ver cómo tienes los pies —dijo Sandra. Ahora que habían tomado una decisión, volvió a ella el sentido práctico—. Si algo le ocurriera a la cosechadora, no podrías andar.

Se puso en pie y cruzó la habitación cojeando, en dirección al armario donde guardaban los medicamentos.

—¿También tú? —inquirió Richard—. ¿Te duelen los pies?

—No quería preocuparte, Dick. Ya tienes bastantes quebraderos de cabeza con la cosecha. Pero —Sandra sonrió brevemente—, yo puedo curar tus pies y tú puedes curar los míos. Luego le echaré una mirada a los de Stephen.

—¿Le pasa algo en los pies?

—Esta mañana tenían muy mal aspecto. Le he puesto un poco de pomada. Quítate los zapatos.

Echándose hacia atrás en el sillón, Richard dejó que Sandra le quitara los zapatos, y luego los calcetines.

—¡Cuidado! —dijo Richard, cuando Sandra empezó a quitarle la venda que se había puesto aquella mañana.

Mientras ella trabajaba, la mente de Richard repasó los acontecimientos de las últimas semanas, absurdos en su inconsistencia.

Existía una explicación terriblemente sencilla. Pero su razón se negaba a admitirla, considerándola imposible. Se recordó a sí mismo que no había informado a Sandra de aquella idea debido a su imposibilidad... pero el verdadero motivo de su silencio era que la idea le asustaba mortalmente y no quería asustar también a Sandra.

Era imposible que las diversas regiones de un planeta operasen sobre escalas de tiempo distintas... Pero lo cierto era que sus movimientos se habían hecho más lentos y que sus máquinas se habían convertido en demasiado rápidas para ellos. A pesar de todo, se dijo a sí mismo, era completamente imposible que el tiempo variase de forma en zonas del mismo plano espacial. La idea resultaba contradictoria.

Y, sin embargo, aquellas voces en la radio... Richard hubiese jurado que eran voces humanas emitidas a gran velocidad.

Sandra desenrolló lentamente la venda que cubría su pie izquierdo. Cuando llegó al final, Richard se agarró a los brazos del sillón, con los nudillos blancos, el rostro contraído de dolor, tratando de hablar. Luego cayó hacia atrás, desmayado.

—Lo siento... ¡Oh, Dick! Lo siento...

Sandra contempló con horror la planta del pie izquierdo de Richard. La piel había quedado pegada a la venda, y de la carne viva brotaban millares de diminutos zarcillos en forma de hilos.

Y a pesar de su horror, a pesar del espectáculo de su marido inconsciente delante de ella y del terrible convencimiento de que debajo de su propia carne estaban multiplicándose unas abominaciones semejantes, la sensación predominante en Sandra fue de alivio, al pensar que ahora ninguno de ellos podría abandonar este lugar. Richard, Stephen y ella podrían satisfacer la exigente demanda de su ser que la había poseído durante las últimas semanas como una droga.

Sandra deseaba quitarse las ropas, salir al exterior y sentir los cálidos dedos del sol sobre su hambriento cuerpo.