II
Una hora antes de la conferencia de prensa tuvieron el desfile en el hotel. La habitual serie de hechos y cifras, películas en estéreo, comentarios extraídos de un centenar de películas y documentales... y modelos exhibiendo la moda local.
El esquema de reclamación del Sahara estaba ahora completado. El monorraíl trans-Australia había sido inaugurado, a tercera generación había nacido en Costeaupolis, bajo Mediterráneo, incluyendo un niño con lo que unos excitados científicos habían calificado de agallas embrionarias y nos decían que se trataba de simples accidentes. Un hombre había descendido a la Mancha Roja de Júpiter y había salido.
El interés por el transplante de órganos no parecía haber caído desde la última vez, a pesar del hecho de que sólo permitía una extensión marginal de la duración normal de la vida. No hacía más que garantizar que la mayoría de la gente la alcanzaría. Esta vez, lo más nuevo era una operación practicada a un multimillonario indonesio; el hecho de que no hubiera sobrevivido más de seis meses se atribuía a una hiperexcitación más que a algo orgánico.
Los robots humanoides de tipo comercial estaban en un rincón. Habían estado en aquel mismo rincón treinta años antes.
Las faldas, si podía dárseles este nombre, habían vuelto a la longitud —o a la brevedad— de la segunda mitad del siglo Xx. Se llevaban con ligas, lo cual resultaba espantoso a los ojos de Grant. El efecto no mejoró cuando una modelo puso en marcha una radio miniaturizada en las suyas.
Pero hizo todo lo que estuvo a su alcance para mostrarse cortés con los periodistas que acudieron a la conferencia de prensa de las tres de la tarde. Era una rutina que cada vez le resultaba más fastidiosa, pero la Compañía opinaba que eran buenas Relaciones Públicas.
Sí, la moda actual para mujeres era muy femenina. Le gustaba el estilo de traje color malva para hombres, aunque no pensaba comprarse ninguno durante este permiso. Tenía suficientes trajes. Algunos de ellos podrían parecer anticuados, pero siempre encontraría en su guardarropía algo como lo que ahora llevaba —chaqueta y pantalones oscuros— que no llamaría demasiado la atención.
¿Llegarían a sustituir los robots a los hombres en las naves espaciales? Tal vez, aunque él no lo vería personalmente. Una nave espacial era en la actualidad rebotica en un noventa por ciento, aunque no se trataba de robots de forma humanoide. Pero necesitaba aún un hombre para controlar, para iniciar, para improvisar.
No podía comentar lo de las agallas: no era su especialidad. Una raza primitiva que había encontrado en Próxima Centauri Dos parecía en trance de renunciar a la lucha en tierra firme y retornar a una vida acuática. Pero eso había ocurrido hacía doscientos años. El mismo chiste malo de siempre. Las mismas risas de siempre.
Por un instante, Grant tuvo la impresión —y no era la primera vez que le ocurría— de que era un visitante en un país extranjero.
Éste ha sido su séptimo viaje, Capitán, El próximo completará el número, ¿no es cierto?
Bueno, sí. El número no. Lo que cuenta es el plazo: veinte años. Los viajes van haciéndose más largos a medida que ensanchamos nuestras fronteras. Mi sucesor tendrá que hacer menos viajes o firmar por un plazo más largo.
Se volvió hacia Bassick, el cual se encogió de hombros como queriendo dar a entender que la cuestión no era de su competencia.
¿Llegaría a haber verdaderas fronteras allí, hombres colonizando? Respondió sinceramente que sí, aunque a veces tenía dudas. Pero no vivirán ustedes lo suficiente para verlo. Ni siquiera yo. Las mismas risas, esta vez un poco forzadas, el resentimiento de los que estaban atados al tiempo contra aquella élite de hombres que duraban siglos. Pero, ¿cuántos de ellos, puestos a elegir, habrían hecho lo mismo que él hizo doscientos años antes?
No, todavía ignoro cuál será mi última misión. ¿Después de retirarme? No lo he decidido. ¿Un planeta interior? Lo dudo. ¿Mis planes para este permiso? ¿Familia? No, no tengo familia (lo cual no era completamente cierto, se confesó a sí mismo con un sobresalto, aunque podía pasar por tal). Ni pueblo natal: fue inundado para la construcción de una presa hace un siglo. No, me limitaré a vagar por ahí, tratando de reconciliarme con el mundo. ¿Alguna pregunta más?
Ninguna.
Cuando se disponían a marcharse entró una figura familiar, identificable inmediatamente incluso en un traje de color púrpura. Los miembros de la firma Vandeleer & Vandeleer eran inconfundibles. Llevaban todos los asuntos legales de la Deep Space Incorporated. Grant estrechó su mano.
—¿El octavo? —inquirió cortésmente.
—El noveno.
Grant sonrió lastimosamente.
—Creo que la memoria empieza a fallarme.
—No es eso. Mi padre murió. Trágicamente. Sólo tenía veintiocho años. El Clipper Transmundial chocó con un carguero sobre el Cáucaso.
—Lo siento mucho. Y siento no haberle conocido. Debí darme cuenta. Mi primera impresión fue la de que usted era demasiado joven.
—Trato de disimularlo —rió Richard Vandeleer IX—. Su expediente me ha dado unos cuantos cabellos grises prematuros durante los últimos tres años.
La estancia estaba ahora vacía. El último en marcharse había sido Bassick, que se llevó el carrito con las bebidas.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, primero se produjo la devaluación.
—¿Devaluación? ¿Contra qué? Estaba convencido de que teníamos una moneda mundial integrada...
—Contra el oro. La integración trae sus problemas. Hay que tener algún standard.
—Parece un poco primitivo, a estas alturas. ¿He perdido mucho?
El otro sonrió.
—Pude haberme cogido los dedos, debido a mi inexperiencia, pero no olvide que llevo la sangre de los Vandeleer. Tuve una corazonada y compré Eurasian Gold Preferred tres meses antes de que devaluaran. Ganó usted dinero. No resultó tan fácil con la revisión de impuestos que llevaron a cabo inmediatamente después. Trataban de racionalizar la situación impositiva de la gente del planeta interior. Algunos se enfrentaron con un doble impuesto. Se dieron casos de personas cuyos impuestos ascendían al doble de sus ingresos.
»No entraré en detalles técnicos, pero la revisión habría significado para usted perder todos sus beneficios fiscales aquí, sin ganarlos en ninguna otra parte. No deseo sobrevalorar mis esfuerzos, pero fue una tarea ardua. Cuando la máquina dispone las cosas para una minoría de cincuenta mil, no quiere ser molestada con enmiendas para acomodar a una minoría aún más pequeña de tres.
—Especialmente —comentó Grant—, si esa minoría se encuentra raramente en casa en época de elecciones.
—Exacto. La cosa requiere tiempo y cierto grado de...
—¿Habilidad?
—Llamémoslo programación. Una programación más bien cara. Obtener las preguntas adecuadas y situarlas en el momento adecuado en los lugares adecuados. Yo estaba dispuesto a luchar hasta el nivel del Tribunal Supremo Mundial, en caso necesario, pero eso hubiese resultado más caro y más lento. De modo que decidí arreglarlo a mi manera, aunque previendo su regreso ha sido una especie de carrera contra el reloj.
Sacó unos documentos de su cartera de mano.
—A pesar de esos gastos, tiene usted medio millón más que hace treinta y dos años. En términos reales, teniendo en cuenta el inevitable aumento del coste de la vida, ha ganado usted diecisiete coma dos puntos. No es mucho, temo, para un período tan largo, pero en vista...
Grant le interrumpió:
—Lo ha hecho usted muy bien. Estoy satisfecho.
El otro era lo bastante joven como para no disimular el alivio que experimentaba.
—Aquí hay unos documentos para que los firme.
Le tendió una pluma a Grant, el cual firmó los documentos sin leerlos. Confiaba en la firma Vandeleer. Antes de entregarle el último de los documentos, Richard mostró una leve vacilación.
—Éste... debí decírselo antes —Era evidente que estaba pasando un mal rato—. Puedo manejar los asuntos financieros. Pero me falta experiencia en lo que atañe a los detalles personales. Esto es un recibo de los bienes de su único nieto. Murió hace cinco años, sin dejar sucesión.
—Nunca esperé que él dejara sucesión —dijo Grant, con una forzada sonrisa—. ¿Bienes, ha dicho?
—Bueno, unos centenares de dólares, descontados los gastos.
—Eso está al margen del asunto, de todos modos —Cauto la expresión azorada del joven Vandeleer. Era un miembro de una dinastía hermética, en la cual las malquerencias familiares debían ser tabú—. Fue culpa mía. No tengo ningún derecho a mostrarme duro. No tema, no repetiré el error.
¿Un error? Podía ser verdad, pero no era toda la verdad.
Había ocurrido durante el permiso entre los viajes cuarto y quinto, y Grant no había comprendido aún lo que le poseyó. Nunca le habían faltado mujeres. No se hacía ilusiones acerca de su físico; sabía que para la mayoría de las mujeres no era más que una experiencia. Un ser extraño, enigmático, de pupilas muy negras en unos ojos de un blanco esmerilado, de cabellos casi tan blancos contrastando con un bronceado de la piel que imprimía la radiación del espacio exterior. Sabía que para ellas era un simple capricho, y lo prefería así. Vivida la experiencia, la mayoría de mujeres se alejaban de su lado, sin pedir nada a cambio.
Quedaban las cazadoras de dinero, desde luego, atraídas por los artículos periodísticos acerca de la riqueza de los hombres de la DCP. Pero las cazadoras de dinero utilizaban abogados, los cuales no tardaban en descubrir que aquella riqueza era más potencial que real. Las cláusulas punitivas aseguraban a la Compañía la parte del león hasta el día que quedaba completado el servicio y se firmaban los documentos de cancelación. Además, ninguna maquinación podía desposeer de su dinero a un hombre que estaba destinado a sobrevivir a todas las posibles cazadoras.
Helen no pertenecía a ninguna de las dos categorías. No había exigido nada... pero ese mismo hecho la había convertido en más exigente, porque estaba irremediablemente enamorada de él. Había despertado en él la peor cosa posible para un hombre en su situación: el sentido de responsabilidad hacia otra persona. Y Grant había terminado por convencerse a sí mismo de que también amaba a Helen. Se habían casado en una aldea de los Castkills.
Una semana más tarde la Compañía le cablegrafió la noticia de su próxima misión. Un largo viaje: más largo que cualquiera de los que había realizado hasta entonces. Una decisión de la Compañía, nacida de reuniones en salas de conferencias, estados de cuentas y factores temporales, le había enviado al espacio exterior por un período de cuarenta años.
Había regresado junto a una Helen de sesenta y siete años, con un hijo al que ella había tratado de modelar a imagen y semejanza de su padre, preparándole para que pudiera dedicarse a la misma profesión. El hijo había tenido tres fallos; a los cuarenta años era un ser amargado, más viejo de hecho que su padre, que pintaba unos cuadros malísimos en un intento de hacerse perdonar el vivir a costa de la renta que Grant había establecido para su esposa.
Aquello hubiese sido soportable. Ningún hombre puede estar seguro de su progenie. Lo peor fue lo de Helen.
Grant estaba preparado para encontrarla envejecida; lealmente dispuesto a poner todos los medios a su alcance para hacerla feliz, para compensarla por la existencia anormal a que la había condenado. No estaba preparado para encontrar a una Helen decidida absurdamente a pretender que el tiempo se había parado. Una Helen que utilizaba todos los artificios de la cirugía estética del siglo XXII, que se exhibía grotescamente delante de él, para despertar su deseo, con unas negligés que a él le dejaban frío.
Aquello —la contradicción entre la absurda pretensión de Helen de dar marcha atrás al reloj y su necesidad de recurrir a las modas más recientes para sentirse joven— simbolizaba el insondable abismo que se había abierto entre ellos. Aquello, más que el cuerpo viejo detrás de la fachada cosmética, los gestos afectados e implorantes, le había alejado de ella.
Ahora, el error estaba largamente superado. Pero, al recordarlo, Grant revivió el antiguo dolor y mientras firmaba el documento se sintió como un verdugo.
—Bueno, si no queda nada más pendiente, vamos abajo a echar un trago. Es usted lo bastante viejo para beber, ¿verdad?
Richard Vandeleer IX alzó la mirada de la cremallera de su cartera de mano.
—Póngame a prueba.
Dos vasos más tarde el humor de Grant no había mejorado. El ambiente no era el más favorable para ello, con las luces fluorescentes cambiando continuamente de color y de forma sobre las paredes del enorme bar. Aquello podía ser el último grito en decoración, pero no facilitaba el descanso de unos ojos que no habían dispuesto de varias décadas para acostumbrarse paulatinamente a ello.
Pero lo que le preocupaba no era el presente... y no estaba seguro de si su preocupación era por el pasado o por el futuro. Dentro de treinta a cuarenta años —en tiempo terrestre; dos o tres de los suyos— se quedaría permanentemente en la Tierra. La comparación que se le había ocurrido durante la conferencia de prensa —que era un extraño en un país extranjero— volvió a asaltarle. Se pueden pasar unas vacaciones de unos cuantos meses en un país extranjero y divertirse con sus costumbres distintas, con lo incomprensible de su idioma.
Pero, ¿instalarse allí?
Apuró el contenido de su vaso. Existía una respuesta a la sensación, si no al problema final: la antigua respuesta de inoculación, una dosis más pequeña de la enfermedad más importante. Grant hizo chasquear sus dedos llamando a un camarero. Éste se acercó rápidamente.
—Un nomenclátor —le dijo Grant.
El camarero parpadeó.
—Lo siento, señor. Si es algún tipo de bebida nueva... o muy antigua, temo que... ¡Oh! ¿Un nomenclátor?
Grant asintió.
—Mundial.
—No estoy seguro de que haya uno en el hotel, señor.
Grant sostuvo en alto un billete de cien dólares.
—Búsqueme uno.
El camarero tardó cinco minutos en traerlo. Grant 10 abrió al azar. A ciegas, apoyó un dedo sobre la página.
«Biarritz, Departamento de los Bajos Pirineos. Balneario histórico, puesto de moda por los ingleses en el siglo xix. Población...»
Grant levantó la mirada hacia Richard.
Richard le contempló unos instantes en silencio, con evidente simpatía.
—Arreglaré lo del vuelo. Y le buscaré un buen hotel —Apuró el contenido de su vaso—. Forma parte del servicio.
—Es usted un verdadero Vandeleer —le dijo Grant—. Pero voy a pedirle una cosa —Las paredes despedían ahora llamas anaranjadas—. Procure que sea un hotel pequeño.