I
Él recorría las colinas y sabía lo que las colinas habían visto a través del tiempo geológico. Escuchaba a las estrellas y sabía lo que las estrellas estaban diciendo. Había encontrado al ser que yacía aprisionado en la piedra. Había trepado al árbol al que en otros tiempos habían trepado los gatos monteses para alcanzar la guarida labrada por el tiempo en la roca del acantilado. Vivía solo en una destartalada casa de labor desde la cual se dominaba la confluencia de los dos ríos. Y su vecino más próximo, un hombre poco favorecido por la suerte, cabalgó hasta la sede del Condado, a treinta millas de distancia, para decirle al sheriff que aquel lector de las colinas, aquel oyente de las estrellas, era un ladrón de gallinas.
El sheriff se dejó caer por allí una semana después, y cruzó el patio hacia el lugar donde el hombre estaba sentado en una mecedora, en un porche que se abría a las colinas. El sheriff se detuvo al pie de la escalera que ascendía hasta el porche.
—Soy el sheriff Harley Shepherd —dijo—. Estoy dando una vuelta por aquí. Hacía muchos años que no visitaba esto. Usted es nuevo aquí, ¿verdad?
El hombre se puso en pie y señaló una silla.
—Llevó aquí tres años —dijo—. Me llamo Wallace Daniels. Suba y siéntese un rato.
El sheriff subió al porche, estrechó la mano del hombre y se sentó.
—No cultiva usted nada —dijo.
Los campos llenos de maleza llegaban hasta la cerca que rodeaba el patio.
Daniels sacudió la cabeza.
—Tengo lo indispensable para vivir. Unas cuantas gallinas, por los huevos. Un par de vacas, por la leche y la mantequilla. Algunos cerdos, por la carne: los vecinos me ayudan en la matanza. Y una huerta, desde luego.
—Comprendo —dijo el sheriff—. El lugar no da para más. El viejo Amos Williams lo dejó en ruinas.
—Ahora, la tierra descansa —dijo Daniels—. Dentro de diez años —y mejor de veinte —estará de nuevo en condiciones. Por el momento, lo único bueno son los conejos, las marmotas y los campañoles. Muchos pájaros, desde luego. Tengo la mejor pollada de codornices que un hombre haya visto nunca.
—Ésta era una región de ardillas —dijo el sheriff—. Y de mapaches. Supongo que aún hay mapaches. ¿Es usted cazador, Mr. Daniels?
—No tengo ningún arma —dijo Daniels.
El sheriff se retrepó en su asiento.
—Ésta es una hermosa región —declaró—. Con un terreno muy accidentado, desde luego, pero hermosa.
—Es una región antigua —dijo Daniels—. El último mar se retiró de esta zona hace más de cuatrocientos millones de años. Es terreno seco desde finales del Silurio. A menos de que se suba hacia el norte, en dirección al Canadá, no pueden encontrarse en este país muchos lugares tan antiguos como éste.
—¿Es usted geólogo, Mr. Daniels?
—Un simple aficionado. Necesitaba algo para llenar el tiempo, y me dediqué a husmear por esas colinas. Encontré algunos braquiópodos fósiles y quise saber lo que eran. Pedí unos libros y los leí...
—¿Braquiópodos? ¿Se refiere a los dinosaurios? No sabía que hubieran dinosaurios por aquí...
—No son dinosaurios —dijo Daniels—. Son anteriores a los dinosaurios, al menos los que yo encontré. Y muy pequeños. Parecidos a las almejas o a las ostras, pero con otro tipo de conchas. Se extinguieron hace millones de años, pero aún tenemos unos cuantos braquiópodos vivos. Aunque no demasiados.
—Debe ser interesante.
—Para mí, sí —dijo Daniels.
—¿Conoció usted al viejo Amos Williams?
—No. Cuando llegué aquí ya había muerto. Compré el terreno al banco que liquidó sus bienes.
—Era un viejo muy raro —dijo el sheriff—. Se peleó con todos sus vecinos. Especialmente con Ben Adams. Siempre estaban enzarzados a propósito de una cerca... ¿Cómo se lleva usted con Ben?
—Muy bien —dijo Daniels—. No hay problemas. Desde luego, apenas le conozco.
—Ben tampoco cultiva la tierra —dijo el sheriff—. Se dedica a cazar y a pescar, y en invierno se convierte en trampero. También se dedica a la prospección de minerales.
—En estas colinas hay minerales —dijo Daniels—. Plomo y zinc. Pero su extracción no sería rentable. A los precios actuales, me refiero.
—Ben siempre está tramando algo —dijo el sheriff—. Y es un hombre muy quisquilloso. El otro día vino a decirme que alguien le había robado unas gallinas. ¿Ha echado usted de menos alguna?
Daniels hizo una mueca.
—Hay un zorro que se cobra una especie de tributo del gallinero de cuando en cuando. Yo no se las regateo.
—Para un granjero, no hay nada peor que un ladrón de gallinas —dijo el sheriff—. No por lo que puedan valer, sino por el hecho en sí.
—Si Ben ha estado perdiendo gallinas —dijo Daniels—, lo más probable es que el culpable sea mi zorro.
—¿Su zorro? Habla usted como si fuera de su propiedad...
—Desde luego que no. Nadie tiene un zorro en casa. Pero vive en esas colinas conmigo. Imagino que somos vecinos. De cuando en cuando lo veo y lo observo. Y no me sorprendería que él también se dedicara a observarme.
El sheriff se puso en pie.
—Lo siento, pero tengo que marcharme —dijo—. Confieso que he pasado un buen rato sentado aquí, hablando con usted y mirando las colinas. Debe usted mirarlas mucho, supongo.
—Mucho —dijo Daniels.
Se sentó tranquilamente en el porche y contempló el automóvil del sheriff hasta que desapareció en un recodo del camino.
¿A qué habría venido?, se preguntó. No había pasado por allí casualmente. Su conversación, aparentemente ociosa, tenía un objetivo, y en el transcurso de ella había conseguido formular numerosas preguntas.
¿Algo acerca de Ben Adams, quizás? Lo único que podía reprochársele a Adams es que era un haragán. Tal vez le habían soplado al sheriff que Adams se dedicaba a la destilación clandestina de licores, y había decidido darse una vuelta por el lugar, con la esperanza de que algún vecino se fuera de la lengua. Ninguno de ellos lo haría, desde luego, ya que no era asunto suyo, en primer lugar, y la cantidad de licor que Adams destilaba era insignificante. Adams era demasiado perezoso para hacer algo en gran escala.
Oyó el tintineo de una campanilla a lo lejos. Las dos vacas regresaban a casa. Debía ser mucho más tarde de lo que había pensado, se dijo Daniels. Y no es que prestara mucha atención a la hora que era. Cuando se le estropeó el reloj al tropezar con una roca, no se molestó en hacerlo arreglar. No necesitaba un reloj. En la cocina había un viejo despertador, pero no podía otorgársele demasiado crédito. Y Daniels apenas le prestaba atención.
Dentro de un rato, pensó, tendría que levantarse para ordeñar las vacas, dar el pienso a los cerdos y a las gallinas y recoger los huevos. La huerta le daba poco trabajo. Un día de estos tendría que arrancar tres o cuatro grandes calabazas y vaciarlas para que los niños de los Perkins pudieran preparar sus fuegos fatuos en la fiesta de Todos los Santos. Se preguntó si debía tallar las caras por sí mismo, o si los niños preferirían hacerlo ellos.
Pero las vacas se encontraban aún a cierta distancia y disponía de tiempo. Se retrepó en su mecedora y contempló las colinas.
Y las colinas empezaron a moverse y a cambiar mientras las miraba.
Cuando lo vio por primera vez, el fenómeno le asustó terriblemente. Pero ahora se había acostumbrado a él.
Mientras las contemplaba, las colinas se convirtieron en otras distintas. Una vegetación diferente y una vida extraña aparecieron en ellas.
Esta vez vio dinosaurios. Toda una manada, no muy grandes. Del Triásico Medio, probablemente. Y esta vez sólo era una visión lejana: él mismo no iba a verse involucrado. Sólo vería, desde lejos, cómo era la antigüedad, y no se vería arrojado en medio de ella, como le ocurría con frecuencia.
Mirando, se preguntó de nuevo qué más podía hacer. Lo que le preocupaba no eran los dinosaurios, ni los anfibios primitivos, ni todos los otros animales que se movían en las colinas.
Lo que le desasosegaba era aquel otro ser que yacía enterrado profundamente debajo de la piedra caliza de Platteville.
Alguien más tendría que saberlo. El conocimiento debía mantenerse vivo para que en el futuro —tal vez dentro de cien años— cuando la tecnología del hombre se hubiera desarrollado hasta el punto de poder enfrentarse con aquel problema, se hiciera algo para establecer contacto —y tal vez liberar— con el ser que moraba en la piedra.
Habría una memoria, desde luego, una memoria escrita. Él se ocuparía de eso. Aquella memoria ya estaba en marcha: un relato semana a semana (a veces día a día) de lo que había visto, oído y aprendido. Tres grandes cuadernos de notas estaban ya completos, y el cuarto andaba por la mitad. Redactados de un modo sincero, cuidadoso y objetivo.
Pero, ¿quién creería lo que había escrito? Es más, ¿quién se molestaría en leerlo? Probablemente, los cuadernos se llenarían de polvo en alguna estantería olvidada sin que ninguna mano humana se posara sobre ellos. Y suponiendo que alguien, en un lejano futuro, los cogiera y los leyera, tras sacudir el polvo acumulado en ellos, ¿se mostraría dispuesto a creer?
La respuesta era clara. Tenía que convencer a alguien. Las palabras escritas por un hombre muerto hacía mucho tiempo —y por un hombre desconocido—, podían ser consideradas fácilmente como producto de una mente neurótica. Pero si conseguía que algún científico de sólida reputación le escuchara y avalara la memoria, los acontecimientos que se desarrollaban en las colinas podían ser objeto de investigación en alguna fecha más o menos lejana.
¿Un biólogo? ¿Un neuropsiquiatra? ¿Un paleontólogo?
La rama de la ciencia a la que el hombre se dedicara era lo de menos. Lo importante sería que escuchara sin reírse.
Sentado en el porche, contemplando las colinas salpicadas de dinosaurios, el oyente de las estrellas recordó la visita que había hecho al paleontólogo.
—Ben —dijo el sheriff—, esta vez no has dado en el clavo. Ese Daniels no robaría ninguna gallina. Tiene gallinas de su propiedad.
—Y yo me pregunto: ¿cómo ha conseguido esas gallinas?
—dijo Adams.
—Eso no tiene sentido —dijo el sheriff—. Es un caballero. Basta hablar con él para saberlo. Un caballero educado.
—Si es un caballero —insistió Adams—, ¿qué está haciendo aquí? Éste no es un lugar a propósito para los caballeros. Hace dos o tres años que está aquí, y desde entonces no ha dado ni golpe. Lo único que hace es subir y bajar de las colinas.
—Es un geólogo —dijo el sheriff—. O al menos está interesado en la geología. Una especie de hobby. Me ha dicho que busca fósiles.
Adams asumió el aire vigilante de un perro que acaba de avistar un conejo.
—De modo que se trata de eso... —dijo—. Apuesto a que lo que busca no son fósiles.
—¿No?
—Busca minerales —dijo Adams—. Es un prospector, no cabe duda. Esas colinas están llenas de minerales. Lo único que hace falta es saber dónde hay que buscar.
—Tú has pasado mucho tiempo buscando —dijo el sheriff.
—Yo no soy geólogo. Un geólogo tendría una gran ventaja. Conocería las rocas y todo eso.
—Daniels no habla como si estuviera realizando prospecciones. Está interesado en la geología, simplemente. Ha encontrado algunas almejas fósiles.
—Podría estar buscando una cueva del tesoro —dijo Adams—. Podría tener un mapa, o algo por el estilo.
—Sabes perfectamente que no existen cuevas del tesoro —dijo el sheriff.
—Yo no estoy tan seguro —insistió Adams—. Aquí estuvieron los franceses y los españoles, especialistas en tesoros ocultos. Siempre andaban ocultando cosas en cuevas. Recuerde aquella cueva, al otro lado del río, donde encontraron un esqueleto dentro de una armadura española y el esqueleto de un oso a su lado, con una espada oxidada hundida en el lugar que había ocupado su buche.
—Eso es una leyenda —dijo el sheriff, disgustado—, inventada por algún imbécil. Vino gente de la Universidad para investigar, y llegó a la conclusión de que todo era mentira.
—Pero Daniels ha estado merodeando por las cuevas —dijo Adams—. Yo le he visto. Pasa mucho tiempo en aquella cueva de Cat Der Point. Hay que trepar a un árbol para llegar a ella.
—¿Le has estado espiando?
—Desde luego. Quiero saber qué es lo que se trae entre manos.
—Procura que no te sorprenda haciéndolo —dijo el sheriff.
Adams decidió cambiar el tema.
—Bueno —dijo—, si no hay cuevas del tesoro, hay mucho plomo y cinc. El hombre que los localice se hará millonario.
—Si es que consigue encontrar el capital necesario para la explotación —puntualizó el sheriff.
Adams excavó en el suelo con su tacón.
—Usted cree que no se le puede reprochar nada a Daniels, ¿verdad?
—Me ha dicho que un zorro le ha robado algunas gallinas. Lo más probable es que las tuyas hayan seguido el mismo camino.
—Si un zorro roba sus gallinas —preguntó Adams—, ¿por qué no lo ha matado?
—No le preocupa demasiado. Parece creer que el zorro tiene derecho a hacerlo. Ni siquiera tiene una escopeta.
—Bueno, si no tiene una escopeta y no le gusta cazar, ¿por qué no deja cazar a los demás? No nos permite entrar, ni a los muchachos ni a mí, en sus tierras con un arma. Lo ha vallado todo. No creo que eso sea una política de buena vecindad. Ésa es una de las cosas que hacen imposible tratar con él. Siempre hemos cazado en ese lugar. El viejo Amos era un hombre difícil, pero nunca nos prohibió que cazáramos allí. A nadie le ha importado. En mi opinión, todo el mundo tiene derecho a cazar donde se le antoje.
El sheriff se puso en pie.
—No te compliques la vida, Ben —dijo—. Le tienes antipatía a Daniels porque no te deja cazar en sus tierras. Está en su derecho, y en tu lugar yo no me metería con él. Y no vayas por ahí haciendo falsas acusaciones contra Daniels: podría llevarte a los tribunales.