I
Estaba en el huerto, haciendo algo debajo de un peral, cuando ella llegó. La tierra olía a verano tardío y a viento. Y a bronce: olía a bronce.
Él levantó la mirada y vio una muchacha veinteañera, un rostro osado y unos ojos del mismo color que los cabellos, lo cual era extraordinario porque los cabellos tenían un tono dorado-rojizo. Ella inclinó la mirada hacia un hombre cuarentón, que llevaba un electroscopio de hojas doradas en la mano, y se sintió como una intrusa.
Ella dijo:
—¡Oh!
Y, al parecer, acertó, porque él asintió y dijo:
—Sujete esto...
Y ya no podía hablarse de intrusión.
Ella se arrodilló junto al hombre y cogió el instrumento, sosteniéndolo exactamente por el punto que él señaló. El hombre se alejó un poco y golpeó un diapasón contra su rodillera.
—¿Qué hace el aparato?
Tenía una voz agradable, la clase de voz que los desconocidos se paran a escuchar.
Ella miró las delicadas láminas de oro del electroscopio.
—Se están separando.
Él golpeó de nuevo el diapasón y las láminas se apartaron más una de otra.
—¿Mucho?
—Unos cuarenta y cinco grados, cuando golpea usted el diapasón.
—Bueno... eso es casi lo máximo que podemos alcanzar —De un bolsillo de su chaqueta sacó una bolsita de polvo oscuro y echó un puñado al suelo—. Ahora voy a alejarme. Quédese donde está y dígame cuánto se separan las láminas.
Caminó alrededor del peral en zig-zag, golpeando su diapasón mientras ella cantaba unos números en voz alta: diez grados, treinta, cinco, veinte, nada. Cuando las láminas alcanzaban su máxima separación, el hombre dejaba caer más polvo. Cuando terminó, el árbol estaba rodeado por una especie de óvalo de puntos blancos. Sacó un cuaderno de notas y trazó un boceto de los puntos y del árbol. Luego se guardó el cuaderno y cogió el electroscopio de manos de la muchacha.
—¿Buscaba usted algo? —le preguntó.
—No —dijo ella—. Sí.
Él sabía sonreír. Aunque no duró mucho, ella encontró sorprendente la expresión en una cara como aquélla.
—Eso no es lo que se llama, en términos jurídicos, una respuesta concreta.
Ella tendió su mirada hacia la ladera de la colina, metálica a aquella hora de la tarde. No había mucho que ver: rocas, arbustos que el verano había resecado, algún árbol, el huerto... Cualquiera presente había recorrido un largo camino para llegar aquí.
—No era una pregunta sencilla —dijo ella, tratando de sonreír y estalló en llanto.
Lo lamentaba y lo dijo.
—¿Por qué? —preguntó él.
—Bueno... uno no debe incurrir en explosiones sentimentales en público.
—Usted lo ha hecho. No conozco a ese «uno» de que habla.
—Yo... supongo que yo tampoco, ahora que lo menciona.
—Entonces, diga la verdad. No tiene sentido ir por ahí pensando: Él cree que yo..., etcétera. Yo creo lo que creo, al margen de lo que usted diga. O... váyase y no diga más.
Ella no se volvió para marcharse, de modo que él añadió:
—Diga la verdad, entonces. Si es importante, es sencilla. Y si es sencilla, es fácil de expresar.
—¡Voy a morir! —exclamó ella.
—También yo.
—Tengo un bulto en un pecho.
—Vamos a la casa y arreglaremos eso.
Sin pronunciar ninguna otra palabra dio media vuelta y echó a andar a través del huerto. Asombrada y llena de loca esperanza, la muchacha permaneció unos instantes inmóvil, viendo cómo se alejaba el hombre, y luego se encontró a sí misma (¿hasta qué punto lo había decidido ella?) corriendo detrás de él.
Le alcanzó en el borde de la ladera.
—¿Es usted médico?
Él no pareció darse cuenta de que la muchacha había esperado, había corrido.
—No —dijo, sin dejar de andar, sin darse cuenta al parecer de que ella había vuelto a pararse, tirando de su labio inferior, y luego echaba de nuevo a correr.
—Debo estar loca —dijo la muchacha.
Se lo dijo a sí misma. Él debió saberlo, porque no contestó.
En el jardín había unos hermosos crisantemos y una balsa en la que nadaban unos peces de colores: los de mayor tamaño que ella había visto nunca. Luego... la casa.
Formaba parte del jardín con su terraza llena de columnas, y parte de la montaña con sus paredes de roca. Estaba dentro y fuera de la ladera de la colina. La puerta estaba abierta.
La muchacha se quedó junto a la puerta, viendo cómo su acompañante cruzaba lo que parecía ser la parte central de la casa, un pequeño patio en medio del cual se alzaba un atrio, encristalado por sus cinco lados y abierto al cielo en la parte superior. En él había un árbol, un ciprés o un enebro, nudoso y retorcido, semejante a lo que los japoneses llaman bonsai.
—¿No viene usted? —dijo el hombre, manteniendo abierta una puerta más allá del atrio.
—Los bonsai no alcanzan los cinco metros de altura —dijo ella.
—Éste, sí.
Ella pasó junto al árbol lentamente, contemplándolo.
—¿Cuánto tiempo hace que lo tiene?
El tono de la voz del hombre reveló que estaba muy satisfecho. Es una torpeza preguntarle al dueño de un bonsai la edad que tiene el árbol: representa querer saber si es obra suya, o si lo ha adquirido de otra persona.
El hombre respondió:
—La mitad de mi vida.
Ella miró el árbol. Era mucho más viejo que la mitad de la vida de aquel hombre, e incluso que toda ella. Contemplándolo, la muchacha se sintió aterrorizada por el pensamiento de que un incendio, una familia de ardillas o de termitas subterráneas podían acabar con aquella belleza.
Miró el árbol. Miró al hombre.
—¿Vamos?
—Sí —dijo ella, y entró con él en su laboratorio.
—Siéntese y relájase —dijo el hombre—. La cosa puede resultar un poco larga.
Ella se sentó en un sillón de cuero, junto a la estantería de los libros: medicina, ingeniería, física nuclear, química, biología, psiquiatría. Tenis, gimnasia, ajedrez, golf. Diccionarios y enciclopedias. Y una colección de biografías. —Tiene usted una biblioteca muy completa. El hombre respondió brevemente: por lo visto no quería hablar en aquel momento, ya que estaba muy ocupado. Se limitó a decir:
—Sí... Tal vez pueda usted examinarla con más calma más adelante.
Ella le observó. Le gustaba su modo de moverse, con rapidez y decisión. Era evidente que sabía lo que estaba haciendo. Manejaba algunos aparatos que ella reconoció: un equipo de análisis volumétrico, una centrifugadora... Había dos refrigeradores, uno de los cuales no era un refrigerador, ya que en la puerta había un indicador de temperatura que marcaba 21 grados centígrados.
Pero todo aquello —y los aparatos que ella no reconoció— no eran más que muebles. Lo que valía la pena de contemplar era el hombre; y ella estaba tan ocupada mirándole, que ni una sola vez se sintió tentada a acercarse a las estanterías de los libros.
Finalmente, el hombre terminó sus preparativos, cogió un alto taburete y se acercó a ella. Se sentó, apoyando los tacones en la barra del taburete, y apoyó un par de manos largas y morenas sobre sus rodillas.
—Asustada.
No era una pregunta, sino una afirmación.
—Supongo que sí.
—No tiene por qué estarlo.
—Teniendo en cuenta la alternativa... —empezó a decir ella valientemente, pero su voz se apagó—. No creo que importe demasiado.
—Muy lógico —dijo el hombre, en tono casi alegre—. Recuerdo que cuando era niño se produjo un incendio en el inmueble donde vivía. La gente se echó a la calle atropelladamente, y mi hermano, que entonces tenía diez años, se puso a salvo con un despertador. Era un despertador viejo y no funcionaba, pero de todas las cosas que pudo haber cogido en un momento como aquél sólo se le ocurrió coger el despertador. Nunca llegó a descubrir por qué.
—¿Y usted?
—No podría decir por qué cogió aquel objeto precisamente. Pero creo saber por qué hizo algo evidentemente irracional. Verá, el pánico es un estado de ánimo muy especial. Al igual que el miedo y la fuga, o el furor y el ataque, es una reacción completamente primitiva a un gran peligro. Es una de las expresiones de la voluntad de sobrevivir. Lo que la hace tan especial es su irracionalidad. Ahora bien, ¿por qué habría de ser el abandono de la razón un mecanismo de supervivencia?
Ella pensó seriamente en el problema. En aquel hombre había algo que obligaba a pensar seriamente.
—No puedo imaginarlo —dijo ella, al fin—. A menos de que, en determinadas situaciones, la razón deje de funcionar...
—Puede usted imaginarlo —dijo el hombre, irradiando de nuevo su aprobación—. Y acaba de hacerlo. Si está usted en peligro y apela a la razón y la razón no funciona... la abandona usted. No puede decirse que sea una torpeza abandonar lo que no funciona, ¿verdad? De modo que entonces se siente usted poseída por el pánico. Y empieza a realizar actos absurdos. La mayoría de ellos serán inútiles. Algunos pueden ser incluso peligrosos. Pero eso no importa: usted se encuentra ya en peligro. El factor supervivencia entra en juego cuando usted se da cuenta de que una posibilidad entre un millón es preferible a ninguna posibilidad. De modo que aquí está usted, asustada, pensando que puede echar a correr, pero dispuesta a quedarse.
Ella asintió.
El hombre continuó:
—Descubrió usted un bulto en uno de sus pechos. Fue a un médico, y él hizo algunos análisis y le dio a usted la mala noticia. Tal vez acudió usted a otro médico, el cual confirmó el diagnóstico. Entonces realizó usted algunas investigaciones, y descubrió lo que vendría a continuación: la exploración, la extirpación, el dudoso restablecimiento... Y huyó. Poseída por el pánico. Y ha llegado aquí sin saber cómo, del mismo modo que un chiquillo de diez años estaba en medio de la calle a medianoche con un despertador en las manos. Ese tipo de pánico justifica la existencia de los curanderos —algo hirvió sobre su mesa de trabajo y el hombre se dirigió hacia allí, diciendo por encima de su hombro—: A propósito, no soy un curandero. Para que le califiquen a uno de curandero tiene que pretender ser médico. Y ése no es mi caso.
Ella le contempló mientras medía y calculaba. Tenía ganas de reír, de llorar y de gritar. No hizo ninguna de esas cosas por miedo a no poder interrumpirse, nunca.
Cuando el hombre se acercó de nuevo, el conflicto no hervía ya dentro de ella, sino que estaba ejerciendo tensiones contrapuestas. El resultado era un terrible éxtasis, y lo único que pudo hacer cuando vio el instrumento en la mano del hombre fue desorbitar los ojos. Se olvidó de respirar.
—Sí, es una aguja hipodérmica —dijo el hombre, tranquilamente—. Una larga y brillante aguja hipodérmica. No me diga que es usted una de esas personas que se impresionan a la vista de una aguja hipodérmica... ¿Quiere algo para calmar sus nervios?
Ella estaba demasiado asustada para hablar.
El hombre añadió:
—Preferiría que no tomara nada, ya que este fármaco es bastante complejo de por sí. Pero, si lo necesita...
Ella consiguió sacudir un poco la cabeza y de nuevo captó la aprobación del hombre. Deseaba formularle un millar de preguntas. ¿Qué había en la aguja? ¿Cuántas dosis necesitaría? ¿Cuánto tiempo tendría que quedarse, y dónde? Y, por encima de todo: ¿viviría? ¿Viviría?