IV
En la cueva no había nada. Estaba exactamente igual que estaba antes. Unas cuantas hojas secas se habían amontonado en los rincones más alejados. Trozos de piedra blanquecina se habían desprendido del techo rocoso, diminutas evidencias del inacabable proceso de erosión que había formado la cueva y que terminaría con ella en unos cuantos miles de años.
De pie sobre el estrecho borde delante de la cueva, Daniels tendió su mirada a través del valle y quedó sorprendido por el cambio que había experimentado el paisaje por el simple hecho de que hubieran cortado el árbol. Los ángulos de visión parecían algo distintos, y la propia ladera de la colina parecía haber cambiado. Intrigado, Daniels prolongo su contemplación hasta convencerse de que lo único que había cambiado era su modo de verlo todo. Estaba viendo árboles y contornos que hasta entonces le había ocultado el árbol.
Su cuerda colgaba del saliente de roca que formaba el techo de la cueva. Oscilaba suavemente a impulsos del viento y, al contemplarla, Daniels recordó que a primeras horas del día no soplaba la más leve brisa. Pero ahora llegaba con fuerza de poniente. Debajo de él, las copas de los árboles oscilaban también.
Daniels se volvió hacia el oeste y notó el viento en la cara y un leve escalofrío. El fresco hálito le molestó ligeramente, despertando en él una atávica sensación que se remontaba a la época en que unas pandillas vagabundas de protohombres desnudos se habían vuelto, como él se volvía ahora, para olfatear el tiempo probable. El viento podía significar que iba a producirse un cambio de tiempo, y tal vez lo más sensato sería trepar por la cuerda y regresar a su casa.
Pero, como le había ocurrido a menudo, no se decidía a marcharse. Ya que aquí tenía una especie de refugio que le aislaba del mundo, componiendo otro pequeño mundo de un tipo muy distinto: más primario, más básico y menos complicado que el que Daniels había abandonado.
Una bandada de patos silvestres remontó el vuelo desde el remanso del río, planeó por encima de las copas de los árboles, graznando desaforadamente y luego, terminado el vuelo de inspección, emprendió el regreso hacia el río. Daniels contempló a las aves hasta que desaparecieron detrás de los árboles que bordeaban el invisible río.
Había llegado el momento de marcharse. Era inútil esperar más. Y lo que había hecho era algo absurdo; se había equivocado al suponer que podía haber algo oculto en la cueva.
Se volvió hacia la cuerda... y la cuerda había desaparecido.
Durante unos instantes se quedó contemplando estúpidamente el lugar del cual había colgado la cuerda, oscilando en la brisa. Luego buscó alguna señal de ella, aunque la zona a inspeccionar era muy reducida. Probablemente la cuerda se había deslizado a lo largo del borde del saliente rocoso, aunque parecía increíble que pudiera haberse deslizado hasta el punto de desaparecer de la vista.
La cuerda era nueva, fuerte, y Daniels la había atado concienzudamente a un roble que crecía en una pequeña meseta encima de la cueva, anudándola a conciencia alrededor del tronco hasta convencerse de que no se soltaría.
Y, ahora, la cuerda había desaparecido. Esto significaba la intervención de una mano humana. Alguien había llegado hasta allí, había visto la cuerda y había tirado de ella, y ahora estaba agachado en la pequeña meseta encima de él, esperando la explosión de su miedo cuando se encontrara sin ningún medio para salir de allí. Era la clase de broma que para cualquier miembro de la comunidad significaría el no va más del humor. Lo que tenía que hacer, desde luego, era no prestar ninguna atención, permanecer quieto y esperar hasta que el bromista se cansara del juego.
De modo que se sentó en el borde rocoso y esperó. Diez minutos, se dijo a sí mismo, quince como máximo, agotarían la paciencia del bromista. Luego, la cuerda volvería a descender y él treparía y regresaría a la casa. Según quien resultara ser el bromista, Daniels le invitaría a beber un trago en su casa y los dos, sentados en la cocina, se reirían juntos del lance.
Descubrió que estaba encogiendo sus hombros contra el viento, el cual era mucho más intenso que antes. Además, el viento viraba del oeste al norte, lo cual era un mal síntoma.
Sentado en el borde rocoso, observó las gotas de humedad que se habían reunido sobre la manga de su chaqueta; no se trataba de gotas de lluvia, exactamente, sino de la niebla transportada por el viento. Si la temperatura descendía un poco, el tiempo podía ponerse fastidioso.
Esperó, en silencio, tendiendo el oído hacia un posible sonido —un rumor de pies sobre hojas secas, el chasquido de una ramita al romperse— que denunciara la presencia de alguien arriba. Pero no oyó nada. Incluso las ramas de los árboles por debajo de la cueva, oscilando al viento, se movían sin sus habituales crujidos y gemidos.
Había transcurrido un cuarto de hora sin que Daniels captara ningún sonido. El viento soplaba ahora con más fuerza, y cuando Daniels volvió la cabeza a un lado para mirar hacia arriba notó el blando latigazo de la niebla húmeda contra su mejilla.
No pudo mantenerse en silencio por más tiempo con la esperanza de agotar la paciencia del bromista. Se sintió invadido por una repentina ola de pánico y gritó:
—¡Eh! ¡El de arriba...!
Esperó y no hubo respuesta.
Volvió a gritar, esta vez con más fuerza.
Normalmente, la pared del acantilado habría devuelto el eco de sus llamadas. Pero ahora no resonó ningún eco y sus gritos quedaron como amortiguados por el vapor que formaba la niebla.
Gritó de nuevo y el mundo neblinoso cogió su voz y se la tragó.
Se oyó un sonido sibilante. Daniels vio que era causado por diminutas perlas de hielo que goteaban a través de las ramas de los árboles. En un abrir y cerrar de ojos, la niebla se había convertido en hielo.
Recorrió el borde rocoso de un extremo a otro, unos veinte pies de longitud, buscando algún medio de escapar. Pero el borde estaba cortado a pico. Había que salir por arriba. Daniels se hallaba atrapado.
Entró en la cueva y se acuclilló. Aquí estaba protegido del viento y experimentaba, incluso a través de su creciente pánico, cierta sensación de comodidad. En la cueva no hacía frío. Pero la temperatura estaba descendiendo con evidente rapidez, como lo demostraba el hecho de que la niebla se convirtiera en hielo. Daniels llevaba una chaqueta ligera y no podía encender fuego. No fumaba y nunca llevaba cerillas.
Por primera vez se enfrentó con la gravedad de su situación. Podían pasar varios días antes de que alguien le echara de menos. Recibía pocas visitas, y nadie le había prestado demasiada atención. Y aún en el caso de que alguien notara su ausencia y salieran en su busca, ¿qué posibilidades existían para que le encontraran? ¿A quién se le ocurriría mirar en aquella cueva oculta? ¿Cuánto tiempo, se preguntó, podía sobrevivir un hombre al frío y al hambre?
Si no conseguía salir de aquí, y pronto, ¿qué pasaría con su ganado? Las vacas regresarían a la casa desde los pastos, buscando refugio contra la tormenta, y no habría nadie para abrirles el establo. Si no eran ordeñadas durante un par de días, se verían atormentadas por la hinchazón de las ubres. Los cerdos y las gallinas se quedarían sin comer. Un hombre, pensó, no tenía derecho a exponerse a lo que él se había expuesto cuando tantos seres vivientes dependían de él.
Se adentró un poco más en la cueva, arrastrándose sobre el vientre, hasta pegar su oído a la roca del fondo.
El ser todavía estaba allí: desde luego, todavía estaba allí. Atrapado de un modo más definitivo que él mismo, sujeto quizás por varios centenares de pies de sólida roca, acumulados lentamente a través de muchos millones de años.
El ser estaba recordando otra vez. En su mente había otro lugar y, mientras una parte de aquella corriente de recuerdos aparecía muy borrosa, el resto era asombrosamente claro. Una gran llanura de roca oscura, una gran losa extendiéndose hacia un lejano horizonte, y encima de aquel lejano horizonte un sol rojizo en ascenso, y recortándose contra la gran bola roja del sol un asomo de estructura: una irregularidad del horizonte que sugería un lugar. Un castillo, quizás, o una ciudad o una escarpada vivienda... Resultaba difícil saber lo que era e incluso estar absolutamente seguro de que era algo concreto.
¿El hogar? Aquella negra extensión de roca, ¿era el espaciopuerto del antiguo planeta natal? ¿O podía ser únicamente un lugar que el ser había visitado antes de llegar a la Tierra? Un lugar tan fantástico, quizás, que persistía en la mente.
Otras cosas se le clavaban en el recuerdo, símbolos sensoriales que podían haberse aplicado a personalidades, formas de vida, olores, sabores. Aunque podía equivocarse al atribuir al ser atrapado percepciones sensoriales humanas, aquellas percepciones eran las únicas que Daniels conocía.
Y ahora, escuchando el recuerdo de aquella llana extensión de roca negra e imaginando el sol en ascenso que recortaba la estructura en el lejano horizonte, Daniels hizo algo que hasta entonces nunca había intentado. Trató de hablarle al ser enterrado, trató de hacerle saber que alguien estaba escuchando y había oído, que no estaba tan solitario y tan aislado como podía haber pensado.
No habló con su lengua: hubiese sido absurdo hacerlo. El sonido no traspasaría nunca aquellos numerosos pies de piedra. Habló con su mente.
Hola —dijo—. Te habla un amigo. Te he estado escuchando durante muy largo tiempo y espero que puedas oírme. En caso afirmativo, permíteme que hablemos. Deja que trate de hacerte comprender algo acerca de mí mismo y del mundo en que vivo, y háblame tú de ti mismo y del mundo en que vivías, y de cómo llegaste al lugar en que te encuentras, y dime si hay algo que pueda hacer por ti, si puedo prestarte alguna ayuda.
Se limitó a decir esto. Después de hablar, continuó tendido con el oído pegado al duro suelo de piedra, escuchando para descubrir si el ser podía haberle oído. Pero, aparentemente, el ser no le había oído o, habiéndole oído, le ignoraba como a algo que no merecía su atención. Continuó pensando en el lugar donde el sol rojizo se alzaba por encima del horizonte.
Daniels se dijo que había sido una locura, y tal vez una presunción, tratar de hablar con el ser. Hasta entonces, nunca lo había intentado; se había limitado a escuchar. Tampoco había intentado nunca hablar con aquellos otros que conversaban entre las estrellas: también entonces se había limitado a escuchar.
¿Qué nueva dimensión se había añadido a su personalidad, se pregunto, que le permitiera tratar de comunicar con el ser? ¿Existía la posibilidad de que le hubiese impulsado el hecho de que estaba a punto de morir?
El ser enterrado en la piedra podía no estar sometido a la muerte: podía ser inmortal.
Daniels volvió a arrastrarse lentamente hacia la entrada de la cueva.
El tiempo había empeorado. El hielo se mezclaba ahora con nieve y la temperatura había descendido notablemente. El borde rocoso, delante de la cueva, estaba cubierto por una película de resbaladizo hielo. Si un hombre trataba de andar por encima de él, lo más probable sería que se deslizara al encuentro de la muerte.
El viento soplaba con más fuerza. Las ramas de los árboles se agitaban y una nube de hojas volaba por encima de la ladera de la colina, mezclada con la nieve y el hielo.
Desde el lugar donde permanecía agachado, Daniels podía ver las ramas más altas de los abedules que crecían encima del montículo, un poco más allá del espacio en que se había alzado el árbol de la cueva. Y le pareció que aquellas ramas se agitaban con una violencia muy superior a la que cabía atribuir al impulso del viento. Oscilaban salvajemente de un lado a otro y, mientras Daniels las contemplaba, parecieron erguirse todavía más en el aire, como si los árboles, en su agonía, levantaran sus ramas muy por encima de sus cabezas suplicando misericordia.
Daniels se arrastró hacia adelante sobre sus manos y rodillas y asomó la cabeza por encima del borde rocoso para observar la base del acantilado.
No sólo las ramas superiores del grupo de abedules sino todos los árboles parecían estar en movimiento, agitándose violentamente como si una mano invisible tratara de arrancarlos del suelo. Pero, mientras pensaba esto, Daniels vio que el propio suelo se agitaba con la misma violencia. El suelo se movía, y los árboles se movían con él. Una lluvia de grava y otros restos descendía por la ladera, provocada por el temblor del suelo. Un peñasco se desprendió y rodó hacia abajo, aplastando los arbustos y dejando espantosas cicatrices.
Daniels contemplaba el espectáculo con horrorizada fascinación.
¿Estaba presenciando, se preguntó, algún proceso geológico milagrosamente acelerado? Trató de definir exactamente qué clase de proceso podía ser. Conocía uno que parecía encajar. El montículo seguía moviéndose hacia arriba, como si se abriera haciendo presión desde su centro. Una riada de despojos sueltos se arrastraba ahora ladera abajo, dejando un sendero parduzco en la blancura de la nieve caída. El grupo de abedules se elevó todavía más en el aire y luego los árboles rodaron por la ladera, en tanto que del lugar que habían ocupado emergía una forma.
No una forma sólida, sino una especie de niebla, como si alguien la hubiese moldeado con polvo de estrellas. Una forma indefinida, cambiante, aunque sin perder del todo los contornos que le habían sido dados inicialmente. Tenía el aspecto que podría tener un conglomerado suelto de átomos, si los átomos pudieran verse. Brillaba levemente en la atmósfera gris, y a pesar de su aparente insustancialidad tenía alguna fuerza, ya que continuó empujándose a sí misma fuera del desgarrado montículo hasta que finalmente quedó libre.
A continuación, avanzó hacia el borde rocoso.
Extrañamente, Daniels no experimentó el menor temor, sólo una enorme curiosidad. Trató de identificar a la forma, pero no pudo conseguirlo.
Al acercarse la forma, Daniels retrocedió y se acuclilló dentro de la cueva. La forma se paró sobre el borde rocoso... flotando encima de él.
Has hablado, le dijo la forma a Daniels.
No era una pregunta, ni tampoco una afirmación, en realidad, y la forma no hablaba, de hecho. Sonaba exactamente como la charla que Daniels había oído cuando escuchaba a las estrellas.
Has hablado, dijo la forma, como si fueras un amigo (aunque la palabra no fue amigo sino algo distinto, algo cálido y amable). Has ofrecido ayuda. ¿Existe alguna ayuda que puedas dar?
Aquella pregunta, al menos, era bastante clara.
—No lo sé —dijo Daniels—. Es decir, no en este momento. Pero, dentro de un centenar de años, quizás... ¿Me oyes? ¿Sabes lo que estoy diciendo?
Dices que puede haber ayuda, dijo el ser, pero sólo con el tiempo. Por favor, ¿cuánto tiempo?
—Un centenar de años —dijo Daniels—. Cuando el planeta haya girado alrededor de la estrella cien veces.
¿Un centenar?, preguntó el ser.
Daniels extendió los dedos de las dos manos.
—¿Puedes ver mis dedos? ¿Los apéndices en los extremos de mis brazos?
¿Ver?, preguntó el ser.
—Captarlos. Contarlos.
Sí, puedo contarlos.
—Son diez —dijo Daniels—. Diez veces estos dedos son un centenar.
No es un gran espacio de tiempo, dijo el ser. ¿Qué clase de ayuda habrá entonces?
—¿Conoces la genética? Cómo un ser llega a la vida, cómo sabe qué clase de cosa será, cómo crece, cómo sabe crecer y desarrollarse... Los aminoácidos que forman los ácidos ribonucleicos y proporcionan la clave del tipo de células que desarrollan y de cuáles son sus funciones.
No conozco vuestros términos, dijo el ser, pero comprendo. ¿De modo que tú sabes eso? Entonces, no eres un ser salvaje, como la otra vida que se limita a brotar del suelo, y las otras que excavan el suelo y trepan por las formas de vida que brotan del suelo y corren a lo largo del suelo.
No se expresó así, desde luego. Las palabras estaban allí —o significados que producían el efecto de palabras—, pero allí había imágenes de árboles, de animales que excavaban madrigueras, de ardillas, de conejos, de la acechante marmota y de la veloz zorra.
—No exactamente yo —dijo Daniels—, sino otros de mi especie. Yo sé muy poco de ello. Hay otros que pasan todo su tiempo estudiándolo.
El otro reposó sobre el borde rocoso y no dijo nada más. Más allá de él los árboles se agitaban al viento y la nieve caía en remolinos. Daniels retrocedió un poco más, temblando de frío y preguntándose si lo que estaba sobre el borde rocoso podía ser una alucinación.
Pero, mientras pensaba esto, la cosa empezó a hablar de nuevo, aunque esta vez no parecía dirigirse a Daniels. Más bien hablaba como había hablado el ser enterrado en la piedra, recordando. Comunicando, quizás, algo que no pretendía que se supiera, pero que Daniels no podía evitar oír. La sensibilidad fluía del ser e impactaba su mente, llenando toda su mente, hasta el punto de que parecía que era él y no el otro el que estaba recordando.
Primero había espacio: interminable, ilimitado, tan lejos de todo, tan brutal, tan frígido, tan descuidado que obnubilaba la mente, no tanto por temor o soledad como por la comprobación de que en aquella eternidad de espacio la cosa que era él mismo resultaba tan insignificante que no era mensurable. Tan lejos del hogar, tan perdido, tan sin dirección... y sin embargo no del todo sin dirección, ya que allí había un rastro, una huella, un conocimiento que no podía ser expresado ni comprendido ni siquiera sospechado en el armazón de humanidad; un rastro, una huella, que mostraba el camino que algún otro había seguido en algún otro tiempo. Y una implacable determinación, una inflexible devoción, una urgencia primaria que le empujaba hacia aquel borroso camino, para seguirlo hasta donde pudiera conducir, incluso hasta el fin del tiempo o del espacio, o de ambos a la vez, sin desmayar ni renunciar hasta que el camino hubiese alcanzado finalmente un término o hubiese sido borrado por los vientos que pudieran soplar a través del espacio vacío.
Había algo aquí, se dijo Daniels, que a pesar de toda su extrañeza no dejaba de resultar familiar, un factor que debería ser traducido en términos humanos para establecer un lazo entre aquella mente extraña que recordaba y su mente humana.
El vacío y el silencio se iban prolongando y no parecían tener fin. Pero Daniels llegó a comprender que tenía que haber un final y que el final estaba aquí, en estas colinas que se erguían sobre el antiguo río. Y después del casi interminable tiempo de oscuridad y de descuido, otro casi interminable tiempo de espera, de haber llegado al final, de haber ido tan lejos como podía irse y luego sentarse a esperar con una paciencia que nunca se agotaría.
Has hablado de ayuda, le dijo el ser. ¿Por qué ayuda? Tú no conoces a este otro. ¿Por qué habrías de querer ayudarle?
—Está vivo —dijo Daniels—. Está vivo, y yo estoy vivo. ¿No es motivo suficiente?
No lo sé, dijo el ser.
—Yo creo que sí —dijo Daniels.
¿Y cómo podrías ayudar?
—Te he hablado ya de la genética. No sé si podré explicarlo...
He extraído los términos de tu mente, dijo el ser. El código genético.
—¿Sabe el que está debajo de la piedra, el que proteges...?
Nada de proteger, dijo el ser. El que yo espero.
—Tendrás que esperar mucho.
Estoy equipado para esperar. He esperado mucho tiempo. Puedo esperar mucho más.
—Algún día —dijo Daniels—, la piedra se erosionará. Pero tú no necesitas esperar tanto. ¿Conoce este otro ser su código genético?
Lo conoce, dijo el ser. Lo conoce mucho mejor que yo.
—Pero, por completo —insistió Daniels—. Hasta el último eslabón, el ingrediente final, las secuencias de todos los billones de...
Lo conoce, dijo el ser. El primer requisito de toda vida es conocerse a sí misma.
—¿Y podría... querría... estaría dispuesto a darnos esa información, a proporcionarnos su código genético?
Eres presuntuoso, dijo el ser (aunque la palabra fue más dura que presuntuoso). Ésa es una información que ningún ser da a otro. Es indecente y obsceno (de nuevo, las palabras no fueron exactamente indecente y obsceno). Implica depositar el propio yo en otras manos. Es una rendición definitiva e inútil.
—No es una rendición —dijo Daniels—, sino un modo de escapar de su encierro. Con el tiempo, en el centenar de años de que te he hablado, la gente de mi raza podría utilizar ese código genético y construir otro ser exactamente igual que el primero. Duplicarlo con exacta precisión.
Pero seguiría estando en la piedra.
—Sólo uno de ellos. El original. El original podría esperar la erosión de la roca. Pero el otro, el duplicado, podría cobrar vida de nuevo.
¿Y si el ser enterrado en la piedra no deseaba ser rescatado?, se preguntó Daniels. ¿Y si se había enterrado deliberadamente allí? ¿Si buscaba, simplemente, protección y refugio? Tal vez, si lo deseara, el ser podría salir de donde estaba tan fácilmente como este otro ser —o esta otra cosa— había surgido del montículo.
No, no puede, dijo el ser. Me quedé dormido mientras esperaba, y dormí demasiado tiempo.
Debió tratarse de un largo sueño, se dijo Daniels a sí mismo. Un sueño tan largo que había dado tiempo a que se formara el montículo encima y que en el montículo crecieran unos abedules que habían alcanzado una altura de treinta pies. Existía una diferencia en el valor del tiempo que Daniels no podía comprender.
Pero había captado algo del resto, se dijo a sí mismo: la devota lealtad y la inagotable paciencia del ser que siguió a otro desde muy lejos entre las estrellas. Sabía que estaba en lo cierto, ya que la mente de aquel otro ser, aquel devoto perro estelar erguido sobre el borde rocoso, penetraba en él y se unía a su mente y por un instante las dos mentes, con todas sus diferencias, emergían en una sola mente en un gesto de compañerismo y de básica comprensión, como si por primera vez en lo que debían de haber sido millones de años aquel sabueso procedente del espacio exterior hubiese encontrado un ser capaz de comprenderle.
—Podríamos tratar de horadar la roca —dijo Daniels—. Ya había pensado en ello, desde luego, pero temía que este otro recibiera algún daño. Y resultaría muy difícil convencer a alguien...
No, dijo el ser, horadar la roca no serviría de nada. Hay muchas cosas que no comprendes. Pero el otro propósito tuyo tiene gran mérito. Dices que no posees suficientes conocimientos de genética para actuar ahora mismo. ¿Has hablado de ello a otros de tu especie?
—Le hablé a uno —dijo Daniels— y no quiso escucharme. Creyó que estaba loco. Pero él no era el hombre con el cual debía hablar. Con el tiempo puedo hablar con otros, pero no ahora mismo. Por mucho que lo desee... no puedo. Se reirían de mí y no podría soportar sus risas. Pero, dentro de un centenar de años, o algo menos, puedo...
Pero tú no existirás un centenar de años, dijo el perro fiel. Perteneces a una especie de vida corta. Lo cual podría explicar nuestro rápido desarrollo. Aquí toda la vida es de corta duración, y esto da a la evolución una posibilidad de construir inteligencias. Cuando llegué aquí, sólo encontré seres desprovistos de inteligencia.
—Tienes razón —dijo Daniels—. No puedo vivir cien años. Incluso desde el principio, no podría vivir un centenar de años, y la mitad de mi vida ha transcurrido ya. Tal vez mucho más de la mitad. Ya que a menos de que logre salir de esta cueva, moriré en unos días.
Alarga la mano, dijo el ser. Alarga la mano y tócame.
Daniels se incorporó lentamente. Alargó la mano hacia el ser... pero no tocó ninguna materia: fue como si moviera la mano a través del aire.
¿Te das cuenta?, dijo el ser. Yo no puedo ayudarte. No existe ningún medio para establecer una interacción entre nuestras energías. Lo siento, amigo (no fue la palabra amigo, exactamente, sino una equivalencia que a Daniels le pareció muy superior a amigo).
—Yo también lo siento —dijo Daniels—. Me gustaría vivir.
El silencio cayó entre ellos, el suave y fecundo silencio de una tarde cargada de nieve con nada más que los árboles, y la roca, y la pequeña vida oculta para compartir el silencio con ellos.
De modo que este encuentro con un ser de otro mundo no serviría para nada, se dijo Daniels a sí mismo. A menos de que pudiera salir de la cueva, sus posibilidades de hacer algo serían completamente nulas. Aunque no acababa de comprender por qué tenía que preocuparse por el rescate del ser atrapado en la piedra... El hecho de que él mismo viviera o muriera debería importarle más que la posibilidad de que su muerte eliminara toda ocasión de ayudar a aquel ser de otro mundo.
—Pero, tiene que servir para algo —le dijo al otro ser—. Ahora que sabes...
Lo que yo sepa, dijo el ser, no tendrá ningún efecto. Hay otros en las estrellas que poseen el conocimiento... pero aún en el caso de que lograra establecer contacto con ellos no me prestarían la menor atención. Mi posición es demasiado humilde para conversar con los importantes. Mi única esperanza sería la gente de tu especie y, si no estoy equivocado, únicamente tú mismo. Ya que intuyo que tú eres el único que realmente comprende. No existe ningún otro de tu raza que pueda tener consciencia de mí.
Daniels asintió. Era absolutamente cierto. No existía ningún otro humano cuyo cerebro se hubiera confundido tan afortunadamente como para adquirir las facultades que él poseía. Era la única esperanza para el ser enterrado en la piedra, e incluso la esperanza que él representaba podía ser muy leve, ya que antes de que resultara eficaz debía encontrar a alguien que le escuchara y le creyera. Y esa creencia debería perdurar a través de los años hasta una época en que la genética estuviera muchísimo más desarrollada que en la época actual.
Sí consiguieras sobrevivir a esta crisis, dijo el sabueso del espacio exterior, yo podría aportar ciertas energías y técnicas: lo suficiente para que el proyecto pudiera convertirse en realidad. Pero, como puedes ver, no puedo aportar los medios para sobrevivir a esta crisis.
—Es posible que venga alguien —dijo Daniels—. Si gritara de cuando en cuando, podrían oírme...
Empezó a gritar de cuando en cuando y no recibió ninguna respuesta. Sus gritos quedaban ahogados por la tormenta y era más que improbable que, con un tiempo como aquel, alguien se decidiera a salir de su casa. Se estaba más seguro junto al fuego.
El ser continuaba sobre el borde rocoso cuando Daniels se tumbó de espaldas para descansar. El otro, por su parte, pareció enroscarse hasta adquirir la forma de un árbol de Navidad ladeado sobre la nieve.
Daniel se dijo a sí mismo que no debía dormir. Debía cerrar los ojos sólo un momento, para volver a abrirlos inmediatamente. No debía mantenerlos cerrados mucho rato, ya que entonces le vencería el sueño. Debía sacudir los brazos a través de su pecho para calentarse... pero sus brazos pesaban demasiado y no querían moverse.
Al cabo de unos segundos quiso incorporarse, pero su voluntad de luchar era débil y la roca cómoda. Tan cómoda, pensó, que podía permitirse un breve descanso antes de obligarse a sí mismo a incorporarse. Y lo más curioso de todo era que el suelo de la cueva se había convertido en barro y agua, y brillaba el sol, y él se encontraba caliente de nuevo.
Se levantó de un salto y vio que estaba de pie en una amplia extensión de agua no más profunda que sus tobillos, con lino negro debajo de los pies.
Allí no había ninguna cueva y ninguna colina en la cual pudiera estar la cueva. Allí había simplemente aquella vasta sábana de agua y detrás de Daniels, a menos de treinta pies de distancia, la fangosa playa de una isla diminuta: una islita fangosa y rocosa, con manchas de un verde enfermizo pegadas a las rocas.
Daniels sabía que estaba en otro tiempo, pero no en otro lugar. Siempre que se deslizaba a través del tiempo llegaba a descansar exactamente en el mismo sitio sobre la superficie de la tierra que había ocupado cuando se produjo el cambio.
Y allí de pie se preguntó de nuevo, como se había preguntado tantas veces, qué extraño mecanismo actuaba para levantarle corporalmente en el espacio de modo que cuando era transportado a una época distinta a la suya propia no se encontrara enterrado bajo veinte pies de roca o de tierra, o suspendido veinte pies por encima de la superficie.
Aunque ahora no era momento para pensar ni preguntar. Por una rara circunstancia no estaba ya en la cueva, y el sentido común aconsejaba que se alejara del lugar en que se encontraba con la mayor rapidez posible. Ya que si permanecía aquí podía volver inesperadamente a su presente y encontrarse otra vez atrapado en la cueva.
Avanzó trabajosamente, chapoteando en el fango, encaminándose hacia la playa. Un recorrido difícil, pero Daniels consiguió finalmente ascender por la fangosa orilla. Entonces se sentó en una roca a descansar.
Respiraba con dificultad. Tragó grandes bocanadas de aire y notó que tenía un sabor distinto al del aire normal.
Sentado en la roca, respirando ávidamente, tendió la mirada a través de la extensión de agua que brillaba al alto y cálido sol. Muy lejos, percibió una larga y voluminosa ola y contempló cómo se acercaba. Cuando alcanzó la playa, la ola lamió la pendiente fangosa casi hasta los pies de Daniels. Lejos, sobre la cristalina superficie, se estaba formando otra ola.
La extensión de agua era más vasta de lo que había imaginado al principio. Ésta era también la primera vez en sus viajes a través del pasado que se encontraba en un ambiente acuático. Hasta entonces siempre había surgido en terreno seco cuyos contornos generales habían sido identificados. Y siempre aparecía el río discurriendo entre las colinas.
Aquí, nada era identificable. Éste era un lugar completamente distinto, y no podía caber ninguna duda de que había sido proyectado a una época muy anterior a todas las precedentes: a una época en que la atmósfera tenía mucho menos oxígeno que la que tendría en eones posteriores. Probablemente, pensó, se encontraba muy cerca en el tiempo de aquella línea fronteriza en la que la vida para un ser como él resultaría imposible. Aquí, al parecer, había oxígeno suficiente, aunque un hombre debía llenar sus pulmones con más aire del que normalmente aspiraba. Retrocediendo unos cuantos millones más de años, el volumen de oxígeno podía descender hasta el punto de resultar insuficiente. Retrocediendo un poco más, no habría oxígeno.
Contemplando la playa, vio los pequeños seres que se movían de un lado para otro, buscando refugio entre la espuma, entrando o saliendo de diminutas madrigueras. Daniels inclinó su mano hasta la roca sobre la cual estaba sentado y arrancó un trozo de verde. Se pegó a su carne, manchando la palma de su mano con algo viscoso que producía una sensación de repugnancia y suciedad.
Esto, pues, era la primera vida que moró sobre la tierra: seres que no eran aún del todo animales, pegados todavía al agua, temerosos y mal dotados para alejarse demasiado de aquella madre húmeda y benévola que había nutrido a los primeros seres vivos. Incluso las plantas se pegaban a las proximidades del mar, existiendo, quizás, únicamente sobre superficies rocosas cerca de la playa a fin de que pudiera alcanzarles una rociada ocasional.
Daniels descubrió que ahora no tenía que esforzarse tanto para respirar. El andar a través del fango había sido algo agotador en una atmósfera pobre en oxígeno. El descanso sobre las rocas le había devuelto casi a la normalidad.
Ahora que la sangre había dejado de latir en su cabeza, se dio cuenta del silencio que le rodeaba. Sólo oía un sonido, el suave murmullo del agua sobre la playa fangosa, un efecto solitario que parecía subrayar más que romper el silencio.
Daniels se dio cuenta de que nunca había oído tan poco sonido. En otros mundos había escuchado, no un ruido, sino muchos, incluso en las épocas más silenciosas. Pero aquí no había nada que pudiera producir un sonido: ni árboles, ni animales, ni insectos, ni pájaros... Sólo el agua discurriendo hasta el lejano horizonte y el brillante sol en el cielo.
Por primera vez en muchos meses conoció de nuevo aquella sensación de desplazamiento, la sensación de encontrarse donde no deseaba y no tenía derecho a estar, un intruso en un mundo que estaba fuera de los límites no sólo para él sino para cualquier cosa más compleja o más sofisticada que los pequeños seres que se movían en la playa.
Sentado bajo el alienígeno sol, rodeado por la alienígena agua, contemplando a los pequeños seres que en el transcurso de los eones darían paso a criaturas como él mismo, trató de experimentar algún tipo de cognación hacia ellos. Pero no lo consiguió.
Y, súbitamente, en aquel lugar de un-solo-sonido, nació una vibración leve al principio, aunque clara, y luego más intensa, apretándose contra el agua, resonando en la pequeña isla: un sonido procedente del cielo.
Daniels se puso en pie de un salto, alzó la mirada y la nave estaba allí, descendiendo perpendicularmente hacia él. Pero no una nave de forma sólida; parecía más bien un objeto distorsionado, como si muchos planos de luz (suponiendo que pudieran existir los planos de luz) hubiesen sido unidos al azar.
Su descenso, rápido al principio, fue haciéndose más lento a medida que se acercaba a la isla.
Daniels se encontró a sí mismo agachado, incapaz de apartar los ojos y los sentidos de aquella masa de luz y de estruendo que llegaba del cielo.
El mar, el fango y la roca, incluso a plena luz del sol, centelleaban con el relampagueo producido por el movimiento de los planos de luz. Contemplándolo con los ojos entornados para protegerse del resplandor, Daniels vio que la nave no iba a posarse directamente sobre la isla, como había temido al principio, sino a un centenar de pies, aproximadamente, de la playa.
A unos cincuenta pies por encima del agua la gran nave se detuvo, suspendida en el aire, y un objeto brillante salió de ella. El objeto chocó contra el agua pero no se hundió en ella, yendo a reposar sobre el fondo fangoso y poco profundo del mar, asomando algo menos de la mitad de su volumen sobre la superficie. Era una esfera, un globo resplandeciente contra el cual chocaba el agua, e incluso con el estruendo de la nave latiendo en sus oídos Daniels imaginó que podía oír el agua chocando contra la esfera.
Luego, una voz habló por encima de aquel mundo vacío, por encima de la vibración de la nave. Una voz triste, judicial... aunque no podía ser una voz, ya que cualquier voz hubiese sido demasiado leve para ser oída. Pero las palabras estaban allí, y no cabía duda acerca de lo que decían:
Así, de acuerdo con el veredicto y la sentencia, quedas aquí deportado y abandonado sobre este árido planeta, donde es de esperar que encontrarás tiempo y ocasión de meditar sobre tus pecados, y especialmente sobre el pecado de (y aquí siguieron palabras y conceptos que Daniels no pudo entender, oyéndolos solamente como una mancha de sonido. Pero el sonido de ellos, o algo en el sonido de ellos, bastó para convertir su sangre en hielo y al mismo tiempo llenarle de una repugnancia y una aversión como nunca había experimentado). £5 lamentable, quizás, que seas inmune a la muerte, ya que por mucho que nos disgustara hacerlo, hubiese sido mejor discontinuarte, con lo cual habríamos servido con más fidelidad a nuestro propósito, que no es otro que el de situarte más allá de toda posibilidad de volver a establecer contacto con cualquier clase de vida. Aquí, en este árido planeta alejado de todas las rutas galácticas, sólo podemos confiar en que nuestro propósito se verá cumplido.
Y te apremiamos a una honda meditación a fin de que, si por una remota casualidad, en alguna época insospechada, te vieras liberado a través de ignorancia o de malicia, sepas conducirte de modo que no encuentres ni merezcas de nuevo tal destino. Y ahora, de acuerdo con nuestra ley, puedes pronunciar las palabras finales que desees.
La voz cesó y al cabo de unos instantes llegó otra. Y aunque la terminología era algo más complicada de lo que Daniels podía aprehender, no le resultó difícil traducirlo en términos humanos.
Aplicaos el cuento, vino a decir.
La vibración se hizo más profunda y la nave empezó a remontarse. Daniels la contempló hasta que el estruendo se apagó y la nave no fue más que un leve parpadeo en el azul.
Se incorporó, tembloroso y débil. Palpando detrás de él hasta encontrar la roca, volvió a sentarse.
De nuevo, el único sonido fue el murmullo del agua sobre la playa. Daniels no pudo oír, como había imaginado, el agua chocando contra la brillante esfera que se encontraba a un centenar de pies de la playa. El resplandor del sol caía a plomo sobre la esfera, y Daniels descubrió súbitamente que su respiración había vuelto a hacerse dificultosa.
Sin duda, en aquellas aguas poco profundas, junto a la orilla fangosa, yacía el ser enterrado en la piedra. ¿Cómo era posible, pues, que Daniels hubiese sido transportado a través de centenares de millones de años hasta este micro-segundo de tiempo que contenía la respuesta a todas las preguntas que se había formulado acerca de la inteligencia atrapada en la piedra caliza? No podía tratarse de una simple coincidencia... ¿Habría, subconscientemente, adquirido más conocimiento del que suponía a través del ser surgido del montículo? Por un instante, recordó que sus mentes se habían encontrado y entremezclado. ¿Se había producido en aquel momento una transmisión de conocimiento, ignorada, enterrada en algún rincón de sí mismo? ¿O estaba siendo testigo de la actuación de algún sistema de advertencia psíquico establecido para asustar a cualquier inteligencia futura que pudiera sentirse tentada a liberar a aquel ser abandonado?
Y en cuanto al ser aprisionado en la esfera, ¿podía existir en él alguna bondad oculta, insospechada... ya que se había ganado la devoción y la lealtad del otro ser surgido del montículo, una devoción y una lealtad por encima de la lenta erosión de las eras geológicas? La pregunta sugería otra: ¿Qué eran el bien y el mal? ¿Quién estaba allí para juzgar?
La evidencia del ser surgido del montículo no servía para nada, desde luego. Ningún ser humano era tan completamente depravado como para no poder alimentar la esperanza de encontrar un perro que le siguiera y le protegiera hasta la muerte.
Mayor maravilla era la que había ocurrido dentro de su propio cerebro que podía enviarle de un modo tan preciso al momento de un acontecimiento vital. ¿Qué más podría encontrar que le asombrara y confundiera? ¿Hasta qué punto podría conducirle en el camino de la definitiva compresión? ¿Y cuál era el objetivo de toda aquella andadura?
Daniels, sentado sobre la roca, aspiró ávidamente. El mar se extendía llano y encalmado bajo el ardiente sol, sin más movimiento que el de las largas olas que iban a romperse alrededor de la esfera y sobre la playa. Los pequeños seres se movían sobre el fango, y Daniels frotó la palma de su mano contra la pernera de su pantalón, tratando de desprender de ella el viscoso verdor.
Podía dirigirse hacia la esfera posada en el fango, pensó, y observarla más de cerca. Pero, en aquella atmósfera, sería un largo paseo, y Daniels no podía arriesgarse a permanecer cerca de la cueva en aquel lejano futuro cuando regresara a su presente.
Una vez superada la excitación de saber dónde se encontraba, superada también la sensación de desplazamiento, aquella diminuta isla empezaba a resultar un lugar aburrido. Allí no había nada más que el cielo, el mar y la fangosa playa; era lo único que podía contemplarse. Un lugar, pensó Daniels, en el que nunca sucedía nada, en el que nada estaba a punto de suceder después de que la gran nave había desaparecido y el gran acontecimiento había terminado. En el futuro sucederían muchas cosas, desde luego, aunque la inmensa mayoría de ellas resultarían invisibles, por cuanto se desarrollarían en el fondo de aquel mar poco profundo. Los pequeños seres y el viscoso verdor pegado a la roca, pensó Daniels, eran los pioneros de un lejano futuro; pero en su estado actual no ofrecían el menor interés.
Daniels empezó a trazar dibujos en el fango con la punta de un zapato. Pero el fango era tan pegajoso, que no tardó en renunciar también a aquella especie de entretenimiento.
Y súbitamente, en vez de dibujar en el fango, la punta de su zapato escarbaba en unas hojas caídas, rígidas de escarcha y de nieve.
El sol se había puesto y reinaba la oscuridad, excepto en la parte inferior de la colina, donde brillaba algo entre los árboles. Unos remolinos de nieve se estrellaron contra el rostro de Daniels, el cual se estremeció. Empezó a abotonarse la chaqueta, mientras pensaba que un hombre podía encontrar la muerte al trasladarse con la rapidez con que él acababa de hacerlo desde una atmósfera caliginosa al centro mismo de una tormenta septentrional.
El resplandor amarillo persistía entre los árboles, debajo de él, y pudo oír el sonido de voces humanas. ¿Qué estaba pasando? Daniels sabía con seguridad dónde se encontraba, a cosa de un centenar de pies más arriba del lugar donde empezaba el acantilado; allí no tendría que haber nadie; allí no tendría que brillar una luz.
Inició un lento descenso, y luego se detuvo. No debía bajar, sino dirigirse directamente a su casa. El ganado estaría esperando en el patio del establo, bajo la tormenta, con las pieles cubiertas de hielo y de nieve, añorando el cálido refugio del establo. Los cerdos no habían comido, lo mismo que las gallinas. Un hombre estaba obligado a cuidar de su ganado.
Pero alguien estaba allí, alguien con un farol, casi en el borde del acantilado. A poco que se descuidaran, aquellos estúpidos podían resbalar y precipitarse a un barranco de cien pies de profundidad. Cazadores de mapaches, probablemente, aunque ésta no era una noche apropiada para cazar mapaches, los cuales permanecían ocultos en sus guaridas.
Pero, quienquiera que fuesen, él debía bajar y advertirles.
Estaba a medio camino del farol, que reposaba en el suelo, cuando alguien lo cogió y lo sostuvo en alto, y Daniels vio y reconoció el rostro del hombre que lo sostenía.
Daniels apresuró el paso.
—¡Sheriff! ¿Qué está haciendo aquí?
La pregunta era ociosa, desde luego: lo había sabido desde el momento en que vio la luz.
—¿Quién está ahí? —preguntó a su vez el sheriff, volviéndose rápidamente y haciendo girar el farol de modo que sus rayos se proyectaran en dirección a Daniels—. ¡Daniels! —exclamó—. ¡Gracias a Dios! ¿Dónde se había metido usted?
—Salí a dar un paseo —dijo Daniels sin demasiada convicción.
Sabía que la respuesta no era buena. Pero, ¿cómo podía decirle a alguien que acababa de regresar de un viaje a través del tiempo?
—¡Maldita sea! —gruñó el sheriff, disgustado—. Le hemos estado buscando. Ben Adams se asustó cuando pasó por delante de su casa y vio que no estaba usted allí. Sabe que acostumbra usted a pasear por los bosques y temió que hubiese ocurrido algo. De modo que me llamó por teléfono, y sus muchachos y él empezaron a buscarle. Temíamos que hubiese usted caído o se hubiese herido... Un hombre no debe andar vagando por ahí en medio de una tormenta como ésta.
—¿Dónde está Ben ahora? —preguntó Daniels.
El sheriff señaló hacia la parte inferior de la colina y Daniels vio que dos hombres, probablemente los hijos de Adams, habían atado una cuerda alrededor de un árbol y que la cuerda se extendía por encima del acantilado.
—Ben ha bajado por la cuerda —dijo el sheriff—. Ha ido a echar una ojeada a la cueva. Dijo que tenía la impresión de que podía estar usted en la cueva.
—Tenía buenos motivos para... —empezó a decir Daniels, pero apenas había empezado a hablar cuando la noche quedó rasgada por un alarido de terror. Un alarido inacabable. El sheriff le tiró el farol a Daniels y echó a correr.
Falta de redaños, pensó Daniels. Un hombre que era lo bastante malvado como para provocar la muerte de otro, dejándole atrapado en una cueva... pero que a la hora de la verdad se volvía atrás, llamando por teléfono al sheriff para tener un testigo de sus buenas intenciones. Un hombre así carecía de redaños.
Los alaridos se habían trocado en gemidos. El sheriff tiró de la cuerda, ayudado por uno de los hijos de Adams. La cabeza y los hombros de un hombre aparecieron en el borde del acantilado; el sheriff tiró de él hasta dejarle en lugar seguro.
Ben Adams se desplomó sin dejar de gemir. El sheriff le agarró por los hombros y le obligó a ponerse en pie.
—¿Qué pasa, Ben?
—Hay algo allí —gritó Adams—. Hay algo en la cueva...
—¿Algo, maldita sea? ¿Qué podría ser? ¿Un gato montes? ¿Una pantera?
—No he llegado a verlo. Sólo sabía que estaba allí. Lo sabía... Estaba agachado al fondo de la cueva.
—¿Cómo podía haber algo allí? Alguien cortó el árbol. Era imposible llegar a la cueva.
—No lo sé —gimió Adams—. Podía encontrarse allí cuando cortaron el árbol. Podía haber quedado atrapado allí...
Uno de los hijos sostenía a Ben, y el sheriff se alejó. El otro hijo estaba enrollando la cuerda.
—Otra cosa —dijo el sheriff, volviéndose—. ¿Cómo se le ocurrió pensar que Daniels podía estar en la cueva? Si el árbol fue cortado, no pudo haber trepado por el árbol. Y no pudo haber utilizado una cuerda como ha hecho usted, ya que allí no había ninguna cuerda. Si él hubiese utilizado una cuerda, aún estaría allí. Que me aspen si entiendo lo que pasa. Usted baja a la cueva, y Daniels aparece paseando entre los árboles... Me gustaría que alguien me aclarase todo esto.
Adams, que había echado a andar, vio a Daniels por primera vez y se paró en seco.
—¿De dónde sale usted? —inquirió—. Hemos estado buscándole como locos, y usted...
—¡Oh! Vámonos de una vez a casa —dijo el sheriff, en tono de disgusto—. En todo esto hay algo que huele mal... Me va a costar un poco entenderlo.
Daniels alargó la mano hacia el hijo que había terminado de enrollar la cuerda.
—Esa cuerda es mía —dijo.
Sin protestar, cogido por sorpresa, el muchacho le entregó la cuerda.
—Iremos por el atajo del bosque —dijo Ben—. Así llegaremos antes a casa.
—Buenas noches —dijo el sheriff.
Lentamente, el sheriff y Daniels treparon por la colina.
—Daniels —dijo el sheriff—, usted no ha salido a pasear con esta tormenta. Si lo hubiera hecho, ahora estaría empapado. Y por su aspecto, diríase que acaba de salir de una casa.
—Tal vez no estuve paseando, exactamente.
—¿Le importaría decirme dónde ha estado? —inquirió el sheriff—. Tal vez no sea demasiado estricto en el cumplimiento de mis obligaciones, pero no me gusta que me tomen el pelo.
—No puedo decírselo, sheriff. Lo siento.
—De acuerdo. ¿Qué me dice de la cuerda?
—Es mía —dijo Daniels—. La perdí esta tarde.
—Y supongo que tampoco puede decirme qué pasó con ella...
—No, creo que no.
—¿Sabe una cosa? —dijo el sheriff—. He tenido muchas dificultades con Ben Adams a través de los años. Me desagrada la idea de que voy a tener también dificultades con usted.
Llegaron a la cima de la colina y se encaminaron hacia la casa. El automóvil del sheriff estaba aparcado en el camino.
—¿Quiere usted entrar un momento? —inquirió Daniels—. Encontraré algo para beber.
El sheriff sacudió la cabeza.
—En otro momento —dijo—. Tal vez pronto. ¿Cree usted que había algo en aquella cueva? ¿O fue sólo producto de la imaginación de Ben?
—Tal vez no había nada —dijo Daniels—. Pero si Ben pensó que había algo, ¿qué diferencia hay? El pensarlo podía ser tan real como si allí hubiese algo. Todos nosotros, sheriff, andamos con cosas a nuestro lado que nadie más puede ver.
El sheriff le dirigió una rápida mirada.
—¿Qué pasa con usted, Daniels? —preguntó—. ¿Qué es lo que anda a su lado o pegado a sus talones? ¿Por qué se enterró en este lugar olvidado de Dios? ¿Qué es lo que está ocurriendo?
No esperó una respuesta. Subió a su automóvil, lo puso en marcha y se alejó por la carretera.
Daniels permaneció en pie bajo la tormenta contemplando las parpadeantes luces traseras del coche que se alejaba en medio de los remolinos de nieve. Sacudió la cabeza, asombrado. El sheriff había formulado una pregunta y luego no había esperado la respuesta. Tal vez porque era una pregunta cuya respuesta no deseaba conocer.
Daniels dio media vuelta y se encaminó hacia su casa por el sendero crujiente de nieve. Quería comer un bocado y beber un poco de café... pero antes tenía que cumplir con sus obligaciones. Ordeñar las vacas y dar de comer a los cerdos. Las gallinas esperarían hasta mañana: era demasiado tarde para dar de comer a las gallinas. Las vacas estarían esperando en la puerta del establo. Llevaban mucho tiempo allí, y no era justo hacerlas esperar más.
Abrió la puerta y entró en la cocina.
Alguien le estaba esperando. Sentado sobre la mesa o flotando tan cerca de la superficie de madera que parecía estar sentado. El fuego de la estufa se había apagado y la habitación estaba a oscuras, pero el ser resplandecía.
¿Has visto?, preguntó el ser.
—Sí —dijo Daniels—. He visto y he oído. No sé qué hacer. ¿Qué es lo correcto y lo erróneo? ¿Quién sabe lo que es correcto y lo que es erróneo?
Tú, no, dijo el ser. Y yo tampoco. Yo sólo puedo esperar. Yo sólo puedo conservar la fe.
Quizás entre las estrellas, pensó Daniels, se encontraban los que sabían. Quizás escuchando a las estrellas, quizá tratando de terciar en sus conversaciones y formulando preguntas, podría obtener una respuesta. Desde luego, tenía que existir una ética universal. Una lista, quizás, de Mandamientos Universales. Tal vez no fueran diez. Tal vez sólo dos o tres... pero cualquier número podía ser suficiente.
—No puedo quedarme a hablar contigo —dijo—. He de cuidar de mis animales. Puedes quedarte por aquí y más tarde hablaremos.
Buscó a tientas el farol sobre el banco adosado a la pared, encontró las cerillas en la repisa. Encendió el farol, y su débil llama puso una mancha de luz en la oscuridad de la habitación.
¿Tienes que cuidar de otros?, preguntó el ser. ¿Otros que no son como tú? ¿Otros que confían en ti, sin poseer tu inteligencia?
—Supongo que podría expresarse en esos términos —dijo Daniels—. Aunque nunca había oído expresarlo así.
¿Puedo ir contigo?, preguntó el ser. Acaba de ocurrírseme que, en muchos aspectos, tú y yo somos muy parecidos.
—Mucho —dijo Daniels, sin terminar la frase.
No un sabueso, se dijo a sí mismo. No el perro fiel. Sino el pastor. ¿Era posible? No el amo, sino la oveja perdida...
Alargó una mano hacia el ser en un gesto de comprensión, y luego la echó atrás, recordando que no había nada que él pudiera tocar.
Levantó el farol y se volvió hacia la puerta.
—Vamos —dijo.
Juntos, se encaminaron a través de la tormenta hacia el establo y las vacas que esperaban.