Prólogo

Prólogo

Auraya pasó por encima de un tronco caído, pisando con cautela para que el crujido de unas hojas o el chasquido de una rama no delatara su presencia. Notó un tirón en la garganta que la obligó a mirar atrás. El bajo de su tago se había enganchado en un arbusto. Lo soltó con delicadeza y siguió su camino cuidadosamente.

Su presa se movió, y ella se quedó muy quieta.

«No puede haberme oído —se dijo—. No he hecho el menor ruido».

Aguantó la respiración mientras el hombre se incorporaba y posaba la vista en unas ramas cubiertas de musgo de un viejo árbol de garpa. Las sombras del follaje moteaban su chaleco de tejedor de sueños. Al cabo de un momento, se agachó de nuevo y continuó examinando el sotobosque.

Auraya dio tres sigilosos pasos más en su dirección.

—Llegas pronto, Auraya.

Con un suspiro de exasperación, la muchacha caminó hacia él, contrariada. «Un día lo sorprenderé», se prometió.

—Mi madre se tomó una dosis fuerte anoche. Se levantará tarde.

Leiard recogió un trozo de corteza, sacó un cuchillo corto de un bolsillo del chaleco, insertó la punta en una grieta y la retorció hasta mostrar las pequeñas semillas rojas que había dentro.

—¿Qué son? —preguntó Auraya, llena de curiosidad.

Aunque Leiard llevaba años revelándole los secretos del bosque, siempre había algo nuevo que aprender.

—Semillas del árbol de garpa. —Leiard inclinó el trozo de corteza, y las semillas cayeron en la palma de su mano—. Aceleran los latidos del corazón y quitan el sueño. Los mensajeros las utilizan para cabalgar largas distancias, los soldados y los académicos, para mantenerse despiertos, y…

De pronto se quedó en silencio, se enderezó y escrutó la espesura. Auraya oyó un chasquido de madera a lo lejos. Miró entre los árboles. ¿Era su padre, que se dirigía hacia allí para llevársela a casa? ¿O se trataba del sacerdote Avorim? Él le había advertido que no hablara con los tejedores de sueños. Una cosa era que a Auraya le gustara desobedecer al sacerdote, y otra muy distinta que la pillaran en compañía de Leiard. Empezó a alejarse.

—Quédate donde estás.

Auraya se paró en seco, sorprendida por el tono de Leiard. Se volvió al oír unas pisadas y avistó a dos hombres que se aproximaban. Eran bajos, fornidos y llevaban chalecos de cuero grueso. Ambos tenían el rostro cubierto de espirales y rayas negras.

«Dunwayanos», pensó Auraya.

—No digas nada —murmuró Leiard—. Yo lidiaré con ellos.

Los dunwayanos los divisaron a ambos. Mientras se acercaban a toda prisa, ella advirtió que cada uno empuñaba una espada. Leiard permaneció inmóvil. Los dunwayanos se detuvieron a pocos pasos de distancia.

—Tejedor —dijo uno de ellos—, ¿hay alguien más en el bosque?

—No lo sé —respondió Leiard—. El bosque es muy extenso, y rara vez se interna alguien en él.

El guerrero hizo un gesto con la espada en dirección a la aldea.

—Vendréis con nosotros.

Leiard no discutió ni le pidió explicaciones.

—¿No piensas preguntarles qué se proponen? —susurró Auraya.

—No —contestó él—. Pronto lo averiguaremos.

Oralyn era la aldea más extensa del noroeste de Hania, pero Auraya había oído quejarse a algunos visitantes de que no era especialmente grande. Construida en lo alto de una colina, dominaba los campos y el bosque circundantes. Un templo de piedra destacaba sobre los demás edificios, y una antigua muralla lo rodeaba todo. Habían retirado las puertas viejas hacía más de medio siglo, y donde antes estaban las bisagras solo quedaban trozos de metal irregulares y oxidados.

Varios guerreros dunwayanos recorrían la muralla de un lado a otro, y no había nadie trabajando en los sembrados cercanos. Los dos hombres escoltaron a Auraya y Leiard por calles también desiertas hasta el templo y los obligaron a entrar. La espaciosa sala estaba repleta de aldeanos. Algunos de los varones más jóvenes llevaban vendas. Cuando Auraya oyó su nombre, pudo distinguir a sus padres y se encaminó hacia ellos a toda prisa.

—Gracias a los dioses que estás viva —dijo su madre estrechándola entre sus brazos.

—¿Qué ocurre?

Su madre se sentó de nuevo en el suelo.

—Estos extranjeros nos han obligado a venir —explicó—, aunque tu padre les ha dicho que estoy enferma.

Auraya deshizo los nudos de su tago, lo dobló y se acomodó encima.

—¿Han dicho por qué?

—No —respondió su padre—. No creo que quieran hacernos daño. Algunos hombres han intentado plantar cara a los guerreros después de que estos redujeran al sacerdote Avorim, pero no ha muerto nadie.

A Auraya no le extrañó que hubieran derrotado a Avorim. Aunque todos los sacerdotes tenían dones, no todos eran hechiceros poderosos. Auraya sospechaba que había campesinos con más poderes mágicos que Avorim.

Leiard se había agachado junto a uno de los heridos y le preguntó en voz baja:

—¿Quieres que le eche un vistazo a eso?

El hombre abrió la boca para contestar, pero se quedó paralizado cuando una figura vestida de blanco se detuvo a su lado. Tras alzar la vista y posarla en el sacerdote Avorim, el herido negó con la cabeza.

Leiard se incorporó y miró al sacerdote. Aunque Avorim no era tan alto como él, irradiaba autoridad. Auraya notó que se le aceleraba el pulso mientras los dos hombres se aguantaban la mirada; finalmente Leiard agachó la cabeza y se alejó.

«Necios —pensó ella—. Como mínimo podría dejar que le alivie el dolor. ¿Qué importa que no venere a los dioses? Sabe más de sanación que nadie en este lugar».

Por otro lado, en el fondo sabía que la situación no era tan simple. Los circulianos y los tejedores de sueños siempre se habían detestado unos a otros. Los circulianos odiaban a los tejedores porque estos no rendían culto a los dioses; los tejedores odiaban a los dioses porque habían matado a Mirar, su líder. «Al menos eso afirma el sacerdote Avorim —reflexionó Auraya—. Nunca se lo he oído decir a Leiard».

Un golpe metálico resonó en el templo. Las cabezas se volvieron hacia las puertas, que se abrieron de golpe. Dos guerreros dunwayanos entraron. Uno tenía unas rayas tatuadas en la frente que semejaban un entrecejo permanentemente fruncido. A Auraya le dio un vuelco el corazón cuando reconoció el dibujo. «Es su líder. Leiard me describió esos tatuajes una vez. Y él es un hechicero». Junto a él estaba un hombre vestido de azul oscuro y la cara surcada por líneas radiales.

Los dos observaron la sala.

—¿Quién gobierna esta aldea? —preguntó el líder.

El jefe de la aldea, un mercader gordo llamado Qurin, dio un paso al frente con nerviosismo.

—Yo.

—¿Nombre y rango?

—Qurin, jefe de Oralyn.

El líder dunwayano miró de hito en hito al hombre rollizo.

—Yo soy Bal, talmo de Mirrim, ka-lem de los Leven-ark.

A Auraya le vinieron de nuevo a la mente las lecciones de Leiard. «Talmo» era un título que designaba a los terratenientes. Un «ka-lem» era un alto cargo del ejército dunwayano. Aunque el grado debía de ir asociado al nombre de uno de los veintiún clanes de guerreros, ella no reconoció el nombre Leven-ark.

—Este es Sen —prosiguió Bal señalando con la cabeza al hechicero que tenía a su lado—, guerrero de fuego de los Leven-ark. Hay un sacerdote entre vosotros. —Miró a Avorim—. Acércate y dinos tu nombre.

Avorim avanzó con paso altivo y se detuvo junto al jefe de la aldea.

—Soy el sacerdote Avorim —dijo, con una expresión de desprecio en su rostro arrugado—. ¿Por qué habéis atacado nuestra aldea? ¡Dejadnos libres de inmediato!

Auraya reprimió una exclamación de estupor. Esa no era forma de dirigirse a un dunwayano, y menos aún a uno que acababa de tomar como rehenes a los habitantes de una aldea.

—Venid conmigo —replicó Bal haciendo caso omiso de la exigencia del sacerdote.

Bal se volvió, y Qurin lanzó una mirada de desesperación a Avorim, que posó una mano sobre su hombro para tranquilizarlo. Los dos salieron del templo detrás de Bal.

En cuanto la puerta se cerró, los aldeanos comenzaron a hacer toda clase de conjeturas. Pese a que su pueblo se encontraba cerca de Dunway, sabían muy poco del país vecino. No necesitaban conocer más. Las montañas que separaban ambos territorios eran prácticamente infranqueables, por lo que el comercio se realizaba por mar o a través del paso situado más al sur.

Al imaginar las formas en que Qurin y Avorim podían disgustar a Bal con sus palabras, Auraya sintió un escalofrío de miedo. Dudaba que en la aldea hubiera alguien aparte de Leiard que supiera lo bastante de los dunwayanos para negociar una salida a la situación. Sin embargo, Avorim jamás permitiría que un tejedor de sueños hablara en su nombre.

Auraya recordó el día que había conocido a Leiard, hacía casi cinco años. Ella y su familia se habían instalado en la aldea con la esperanza de que la salud de su madre mejorara en el ambiente tranquilo y limpio del lugar. No había funcionado. Como Auraya había oído que los tejedores de sueños eran buenos sanadores, había buscado a Leiard y le había pedido sin rodeos que tratara a su madre.

Desde entonces, lo visitaba cada pocos días. Tenía muchas dudas sobre el mundo que nadie parecía capaz de aclararle. El sacerdote Avorim solo le hablaba de los dioses y era demasiado débil para enseñarle magia. Ella sabía que Leiard poseía una gran fuerza mágica porque siempre tenía habilidades nuevas en las que iniciarla.

Pese a su antipatía hacia Avorim, era consciente de que debía aprender las costumbres circulianas de un sacerdote circuliano. Le fascinaban los ritos y sermones, la historia y las leyes, y se consideraba afortunada por vivir en una época en que reinaban la paz y la prosperidad, gracias a los dioses.

«Si yo fuera sacerdotisa, sería mucho mejor que él —pensó—. Pero eso jamás ocurrirá. Mientras mamá esté enferma, necesitará que me quede aquí para atenderla».

Las puertas del templo se abrieron, interrumpiendo sus pensamientos. Qurin y Avorim entraron a toda prisa y los vecinos se agolparon en torno a ellos.

—Al parecer, estos hombres pretenden impedir la alianza propuesta entre Dunway y Hania —les informó Qurin.

Avorim asintió.

—Como sabéis, los Blancos llevan años intentando establecer un pacto con los dunwayanos. Han conseguido avances en esa dirección ahora que el viejo y suspicaz I-Orm ha muerto y que su hijo, el sensato I-Portak, ha heredado el trono.

—Entonces ¿por qué están aquí? —preguntó alguien.

—Para evitar que la alianza se concrete. Me han pedido que me ponga en contacto con los Blancos para comunicarles sus exigencias. Lo he hecho, y… he hablado con Juran en persona.

Auraya oyó algunos silbidos de asombro. No era frecuente que los sacerdotes hablaran telepáticamente con uno de los Elegidos de los dioses, los cuatro líderes de los circulianos, conocidos como los Blancos. Dos manchas rojas habían aparecido en las mejillas de Avorim.

—¿Qué ha dicho? —inquirió el panadero de la aldea.

Avorim titubeó.

—Está preocupado por nosotros y hará cuanto esté en sus manos.

—¿Qué, exactamente?

—No lo ha precisado. Seguramente consultará a I-Portak antes.

Esto suscitó un torrente de preguntas. Avorim alzó la voz para hacerse oír.

—Los dunwayanos no quieren entrar en guerra con Hania; eso nos lo han dejado muy claro. Al fin y al cabo, desafiar a los Blancos es desafiar a los dioses mismos. No sé cuánto tiempo nos retendrán aquí. Debemos prepararnos para esperar varios días.

Cuando las preguntas se centraron en cuestiones de orden práctico, Auraya se percató de que Leiard fruncía el ceño en una expresión de inquietud e incertidumbre. «¿De qué tiene miedo? ¿Duda que los Blancos puedan salvarnos?»

Auraya tuvo un sueño. Caminaba por un pasillo largo con pergaminos y tablillas en las paredes. Aunque parecían interesantes, ella pasaba de largo; de algún modo sabía que ninguno contenía lo que necesitaba. Algo la apremiaba a seguir adelante. Llegó a una pequeña sala circular. En el centro, en una tarima, había un gran rollo de pergamino. Este se desplegó y ella bajó la vista hacia el texto.

Despertó sobresaltada y se incorporó de golpe, con el corazón desbocado. El templo estaba en silencio salvo por los sonidos de los aldeanos dormidos. Recorrió la sala con los ojos hasta que localizó a Leiard, que yacía en un rincón apartado.

¿Le había enviado él el sueño? De ser así, habría cometido un delito que se castigaba con la muerte.

«¿Qué más da, si vamos a morir de todos modos?»

Auraya se envolvió de nuevo en su tago y reflexionó sobre su sueño, preguntándose por qué ahora estaba tan segura de que la aldea no tenía salvación. En el pergamino había leído un párrafo:

«Leven-ark» significa «aquel que prescinde del honor» en dunwayano. Designa a un guerrero que ha renunciado a todo honor y obligación con el fin de luchar por una idea o una causa moral.

A Auraya le había extrañado que un guerrero dunwayano deshonrara a su clan tomando prisioneros a paisanos desarmados o matando a personas indefensas. Ahora lo comprendió. A los dunwayanos ya no les importaba el honor. Podían hacer lo que se les antojara, como masacrar a los aldeanos.

Los Blancos, que poseían dones extraordinarios, eran capaces de derrotar con facilidad a los dunwayanos en batalla, pero durante la contienda estos podían matar a los aldeanos antes de que los Blancos los vencieran. Por otro lado, si los Blancos cedían a las exigencias de los dunwayanos, tal vez su ejemplo cundiría, y muchos hanianos más sufrirían reclusión o amenazas.

«Los Blancos no cederán —pensó—. Preferirían que muriésemos algunos o todos a dar pie a que otros invadieran una aldea. —Auraya sacudió la cabeza—. ¿Por qué me enviaría Leiard ese sueño? Dudo que me atormentara con la verdad a menos que yo pudiera hacer algo al respecto».

Meditó de nuevo sobre la información contenida en el pergamino. «“Leven-ark.” “Ha renunciado a todo honor.” ¿Cómo podemos sacar partido de eso?»

Pasó el resto de la noche en vela, cavilando. No fue sino cuando la luz del alba empezó a filtrarse con suavidad en la estancia que se le ocurrió la respuesta.

Varios días después, los ánimos estaban encrespados, y en el aire viciado se respiraban olores desagradables. Cuando el sacerdote Avorim no se encontraba resolviendo disputas entre vecinos, intentaba infundirles valor. Pronunciaba varios sermones al día. Aquella mañana había hablado de la época oscura anterior a la Guerra de los Dioses, cuando el caos dominaba el mundo.

—Sacerdote Avorim —dijo un muchacho cuando terminó su relato.

—¿Sí?

—¿Por qué no mataron los dioses a los dunwayanos?

Avorim sonrió.

—Los dioses son seres de magia pura. Para influir en el mundo deben obrar a través de los humanos. Por eso contamos con los Blancos. Son las manos, los ojos y la voz de los dioses.

—¿Por qué no os conceden a vos el poder para matar a los dunwayanos?

—Porque matar no es la mejor manera de solucionar los problemas. Los dunwayanos… —La voz del sacerdote se apagó. Fijó los ojos en un punto distante y esbozó una sonrisa—. Mairae la Blanca ha llegado —anunció.

A Auraya se le hizo un nudo en el estómago. «¡Uno de los Blancos está aquí, en Oralyn!» Su emoción se desvaneció cuando la puerta del templo se abrió. Bal entró, flanqueado por varios guerreros y Sen, su hechicero.

—Sacerdote Avorim, Qurin. Venid.

Avorim y Qurin salieron precipitadamente. Sen no los siguió. Su expresión adusta deformaba las líneas radiales de su rostro. Señaló a Ralam, el padre del herrero.

—Tú. Ven conmigo.

El anciano se levantó y se acercó al hechicero, cojeando a causa de una fractura en una pierna que se le había roto hacía años y que no había soldado bien.

«El sacrificio», pensó Auraya. Se le aceleró el pulso mientras se dirigía hacia ellos. Su plan dependía de la reticencia de los dunwayanos a quebrantar sus costumbres, pese a sus intenciones. Se plantó delante de Ralam.

—En virtud de los edictos de Lore —dijo encarándose con Sen—, reivindico el derecho a ocupar el lugar de este hombre.

El hechicero pestañeó, sorprendido. Lanzó una mirada a los guerreros que custodiaban la puerta y habló en dunwayano, señalándola con gestos desdeñosos.

—Sé que me habéis entendido —dijo ella avanzando con determinación hasta quedarse a un paso del hechicero—, al igual que vuestros hermanos guerreros. Reclamo el derecho a sustituir a este hombre.

El corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Varias voces la llamaron a su espalda, suplicándole que regresara. El anciano le tiró del brazo.

—No te preocupes, muchacha. Iré yo.

—No —repuso ella. Se obligó a mirar a Sen a los ojos—. ¿Me llevaréis con vos?

El hombre entornó los párpados.

—¿Lo has decidido libremente?

—Sí.

—Ven conmigo.

Alguien entre el público gritó su nombre, y ella se estremeció al reconocer la voz de su madre. Resistiendo el impulso de mirar atrás, salió del templo siguiendo a los dunwayanos.

Una vez fuera, Auraya notó que su valor flaqueaba. Vio a varios guerreros dunwayanos apiñados en semicírculo en torno a la brecha en la muralla de la aldea. La luz del atardecer arrancaba destellos a sus lanzas. No había el menor rastro de Qurin o del sacerdote Avorim. Bal se separó del medio círculo de guerreros. Al ver a Auraya, frunció el ceño y dijo algo en su idioma.

—Se ha ofrecido voluntaria para ocupar el lugar del otro —respondió Sen en haniano.

—¿Por qué no te has negado?

—Ella conocía las palabras rituales. El honor me obligaba a…

Bal entornó los ojos.

—Somos los Leven-ark. Hemos renunciado al honor. Llévate…

Sonó una voz de advertencia. Todos se volvieron para ver a una sacerdotisa de pie en el hueco del muro.

Era muy hermosa. Su cabello dorado estaba recogido en un peinado elaborado. Sus ojos grandes y azules los contemplaban con serenidad. Auraya se olvidó de todo excepto de que tenía ante sí a Mairae la Blanca. Entonces Sen la aferró de la muñeca con puño de hierro y la arrastró detrás de Bal, que se dirigía con paso firme hacia la mujer.

—Quédate donde estás, o ella morirá —bramó el líder dunwayano.

Mairae clavó la vista en Bal.

—Bal, talmo de Mirrim, ka-lem de los Leven-ark, ¿por qué mantienes prisionero al pueblo de Oralyn?

—¿No te lo ha explicado tu sacerdote? Exigimos que desistáis de sellar una alianza con Dunway. De lo contrario, mataremos a estos aldeanos.

—I-Portak no aprueba esta medida que habéis tomado.

—Nuestro conflicto con vosotros se extiende también a I-Portak.

Mairae asintió.

—¿Por qué queréis evitar la alianza cuando los dioses desean que nuestras tierras se unan?

—No proclamaron que Dunway tuviera que estar gobernado por los Blancos, solo que nuestros países se aliaran.

—No tenemos la menor intención de gobernaros.

—Entonces ¿por qué reclamáis el control de nuestras defensas?

—No lo reclamamos. El ejército de vuestro país está y siempre estará bajo el control de I-Portak y sus sucesores.

—Un ejército sin guerreros de fuego.

Mairae arqueó las cejas ligeramente.

—¿De modo que estáis en contra de la disolución del Clan de los Hechiceros, pero no en contra de la alianza en sí?

—En efecto.

Se quedó pensativa.

—Creíamos que la disolución del Clan de los Hechiceros contaba con el apoyo de sus miembros. I-Portak considera muy beneficioso destinar al sacerdocio a los dunwayanos dotados. Hay muchas cosas que podemos enseñarles y que no aprenderían en la casa del Clan. La sanación, por ejemplo.

—Nuestros guerreros de fuego saben curar heridas —espetó Sen, con una voz que atronó en los oídos de Auraya.

Mairae desvió su atención hacia él.

—Pero no sanar a niños enfermos, asistir en partos complicados o aclarar la vista a los ancianos.

—Nuestros tejedores de sueños suelen encargarse de esas tareas.

Mairae sacudió la cabeza.

—Es imposible que haya suficientes tejedores en Dunway para cubrir esas necesidades.

—Tenemos más que Hania —alegó Sen con frialdad—. A diferencia de los hanianos, no intentamos eliminarlos.

—Hace cien años, los dunwayanos estabais tan ansiosos como los hanianos por libraros de Mirar, el líder de los tejedores de sueños. Solo un puñado de hanianos descarriados trató de matar a sus seguidores. Nosotros no lo ordenamos. —Hizo una pausa—. Tal vez los tejedores sean sanadores dotados, pero no tienen la posibilidad de apelar al poder de los dioses. Nosotros podemos ofreceros mucho más.

—Nos arrebataríais una tradición que hemos conservado durante mil años —replicó Bal.

—¿Estáis dispuestos a enemistaros con los dioses por ello? —preguntó Mairae—. ¿Vale la pena desencadenar una guerra? Eso es lo que haréis si ejecutáis a estos aldeanos.

—Sí —fue la contestación contundente de Bal—. Estamos preparados para ello, pues sabemos que no son los dioses quienes exigen el fin del Clan de los Hechiceros, sino I-Portak y los Blancos.

Mairae suspiró.

—¿Por qué no expresasteis antes vuestra disconformidad? Los términos de la alianza habrían podido modificarse si nos lo hubierais pedido pacíficamente. Ahora no podemos ceder a vuestras exigencias, pues otros, al enterarse de vuestro éxito, amenazarían a inocentes para alcanzar sus fines.

—¿O sea que abandonaréis a estos aldeanos a su suerte?

—Lo que suceda pesará sobre vuestra conciencia, no sobre la nuestra.

—¿De veras? —preguntó Bal—. ¿Qué pensará la gente de los Blancos cuando se entere de que se negaron a salvar a su propio pueblo?

—El pueblo nos profesa una lealtad férrea. Tienes hasta el anochecer para marcharte, talmo de Mirrim. Que los dioses te guíen.

Dio media vuelta.

—Nuestra causa es justa —murmuró Bal—. Los dioses así lo perciben.

Tras lanzar a Auraya una mirada inquietantemente impersonal, hizo una señal con la cabeza a Sen. Auraya se quedó helada al sentir que la mano de Sen la agarraba por la nuca.

—¡Un momento! —jadeó ella—. ¿Puedo decir algo antes de morir?

Sen dejó de sujetarla con tanta fuerza. Mairae se detuvo y miró a Bal por encima del hombro. El dunwayano sonrió.

—Adelante —dijo.

Auraya desplazó la vista de Mairae a Bal y pronunció las palabras que había repasado en su mente durante días.

—Esta situación tiene cuatro desenlaces posibles —aseveró—. El primero: los dunwayanos podrían ceder y dejar que los Blancos se salgan con la suya. —Posó los ojos en Bal—. No es probable. Tampoco lo es que los Blancos cedan y esperen a que se den condiciones más favorables para formar una alianza, porque no quieren que nadie siga vuestro ejemplo. —Tenía la boca muy seca. Hizo una pausa para tragar saliva—. Por lo que parece, los Blancos tienen que dejar que los Leven-ark nos maten. Entonces los Blancos o I-Portak matarán a los Leven-ark. Nos considerarán a todos mártires de nuestro país o de nuestra causa. —Se volvió de nuevo hacia Bal—. ¿O tal vez no? Si vosotros morís, el Clan de los Hechiceros desaparecerá de todos modos. Habréis fracasado. —Miró a Mairae—. Debe de haber otra solución. —Todos la observaban. Se obligó a fijar otra vez la mirada en Bal—. Haced creer a la gente que los Leven-ark habéis fracasado. Dejasteis de lado el honor y vinisteis aquí, dispuestos a sacrificar vuestra vida para salvar el Clan de los Hechiceros. ¿Accederíais a sacrificar vuestro orgullo en vez de ello?

Bal arrugó el entrecejo.

—¿Mi orgullo?

—Si os sometéis a la humillación de marcharos de Hania escoltados por los Blancos, si conseguís que la gente se convenza de vuestro fracaso, no tendremos que temer que otros os imiten. —Se dirigió a Mairae—. Si él acepta, ¿modificaréis los términos de vuestra alianza?

—¿Para permitir que el Clan continúe existiendo?

—Sí. Incluso yo, que vivo en esta aldea minúscula, he oído hablar del famoso Clan de Guerreros de Fuego de Dunway.

Mairae asintió.

—Sí, si el pueblo dunwayano desea conservarlo.

—Enmendad los términos de la alianza…, pero no de inmediato, o los demás sospecharán que hay una relación entre la llegada de los Leven-ark y la reforma. Buscad un pretexto para la modificación.

Bal y Mairae adoptaron una actitud meditabunda. Sen emitió un gruñido bajo y dijo algo en dunwayano. Al oír la respuesta de Bal se puso rígido, pero guardó silencio.

—¿Deseas añadir algo más, muchacha? —preguntó Bal.

Auraya agachó la cabeza.

—Os estaría muy agradecida si no matarais a mi familia ni a mis vecinos.

Bal, con expresión divertida, volvió la vista hacia Mairae. Auraya intentó desterrar de su mente la sospecha creciente de que se había puesto en ridículo.

«Tenía que intentarlo. Si se me ocurre una idea para salvar la aldea y no la pongo a prueba…, acabaré muerta».

—¿Estás dispuesto a dejar que el mundo crea que habéis fracasado? —preguntó Mairae.

—Sí —contestó Bal—. Pero debo contar con la aprobación de mis hombres. Si me la dan, ¿cambiaréis los términos de la alianza?

—Sí, si I-Portak y los otros Blancos se muestran de acuerdo. ¿Consultamos a nuestra gente y nos reunimos de nuevo dentro de una hora?

Bal hizo un gesto afirmativo.

—¿Prometéis que hasta entonces no haréis daño a ninguno de los aldeanos?

—Juro en nombre de Lore que no sufrirán daño alguno. Pero ¿qué garantía tenemos de que vosotros modificaréis la alianza cuando nos hayamos marchado?

Los labios de Mairae se relajaron en una sonrisa.

—Los dioses no nos permiten incumplir nuestras promesas.

—Tendremos que conformarnos con eso —gruñó Bal—. Volveré dentro de una hora y te daré nuestra respuesta.

Cuando Mairae entró en el templo, los aldeanos callaron.

—Hemos acordado una solución pacífica —anunció—. Los dunwayanos se han ido. Podéis volver a vuestras casas.

Al instante, el templo se llenó de gritos de alegría.

Auraya había seguido a Mairae, Avorim y Qurin al interior de la sala.

—¡Chiquilla tonta! —exclamó una voz conocida. Su madre se acercó a toda prisa para abrazarla con fuerza—. ¿Por qué has hecho eso?

—Luego te lo explico. —Auraya buscó a Leiard con la mirada, pero no lo localizó. Cuando su madre la soltó, advirtió de pronto que Mairae se encontraba de pie junto a ella.

—Auraya Tintor —dijo la Blanca—, has obrado con gran valentía.

Auraya notó que se le encendían las mejillas.

—¿Valentía? Estaba muerta de miedo.

—Y aun así no has dejado que el miedo te enmudeciera. —La mujer sonrió—. Has demostrado una clarividencia poco común. Avorim dice que eres una alumna inteligente y de dones excepcionales.

Auraya lanzó una mirada al sacerdote, sorprendida.

—¿Eso ha dicho?

—Sí. ¿Te has planteado la posibilidad de ingresar en el sacerdocio? Eres mayor que casi todos nuestros novicios, pero no demasiado.

A Auraya se le cayó el alma a los pies.

—Me encantaría, pero mi madre… —Miró a sus padres—. Está enferma. Yo cuido de ella.

Mairae se dirigió a la madre de Auraya.

—Los sanadores del templo son los mejores del país. Si envío a uno aquí para que te atienda, ¿permitirás que Auraya se una a nosotros?

Algo aturdida, Auraya se volvió hacia sus padres, que tenían los ojos desorbitados de asombro.

—No quisiera causar tantas molestias… —empezó a protestar su madre.

Mairae sonrió.

—Considéralo un intercambio: una novicia a cambio de una sacerdotisa formada. Auraya tiene un potencial que no debe desperdiciarse. ¿Qué opinas, Auraya?

La joven abrió la boca y emitió un chillido poco decoroso que recordaría con vergüenza durante muchos años.

—¡Sería maravilloso!