Capítulo 2
2
Auraya permanecía sentada frente al bruñido espejo plateado, pero no contemplaba su reflejo. Estaba abismada en un recuerdo reciente.
En su mente veía a miles de hombres y mujeres vestidos de blanco congregados frente a la Cúpula. Recordaba que nunca había visto a tantos sacerdotes juntos. Habían afluido de todas las tierras de Ithania del Norte para asistir a la ceremonia de la Elección. Todos los miembros del clero que residían en las Cinco Casas habían compartido sus aposentos con los que habían llegado de fuera de la ciudad o del país.
Ella había podido apreciar el tamaño de la multitud al salir de la torre, cuando se dirigía con los otros sacerdotes superiores hacia la Cúpula. Más allá del mar de figuras blancas había una muchedumbre aún más numerosa de hombres, mujeres y niños seglares que habían acudido a presenciar el acontecimiento.
Entre los candidatos a convertirse en el nuevo Elegido de los dioses solo había miembros del clero superior. Auraya había sido una de las Elegidas más jóvenes. Algunos habían afirmado que su ascenso en la jerarquía se debía exclusivamente a sus dones excepcionales. Todavía se le tensaba el estómago cuando se acordaba de ello.
«Es injusto por su parte. Saben que me llevó años de trabajo duro y dedicación lograr que me nombraran sacerdotisa superior a una edad tan temprana».
¿Qué debían de opinar de ella ahora que figuraba entre los Blancos? ¿Lamentaban haberla juzgado mal? Sintió una mezcla de conmiseración y orgullo. «Han sido víctimas de su propia ambición. Si creían que los dioses prestarían atención a sus mentiras, fueron unos ilusos. Seguramente lo único que consiguieron fue demostrar que no eran dignos del cargo. Un Blanco no debe practicar el hábito de propagar calumnias».
Se concentró de nuevo en su recuerdo y reprodujo en su mente el recorrido desde la torre hasta la Cúpula. En su interior, los sacerdotes superiores habían formado un círculo en torno a un estrado. El altar, la parte más sagrada del templo, se alzaba en el centro. Era una estructura de cinco lados y una altura tres veces mayor que la de un hombre. Cada una de las paredes era un triángulo alto e inclinado hacia el centro que se unía con las otras cuatro. En las ocasiones en que los Blancos entraban en el altar, las cinco caras se desplegaban hacia fuera sobre unas bisagras de modo que quedaban apoyadas en el suelo, dejando al descubierto la mesa y las cinco sillas que contenía. Cuando los Blancos deseaban conversar en privado, las paredes se levantaban hasta encerrarlos en un habitáculo que no dejaba escapar sonido alguno.
El altar se había abierto como una flor mientras los cuatro Blancos subían los escalones del estrado y se volvían de cara a la multitud. Auraya cerró los ojos e intentó recordar las palabras exactas de Juran.
«Chaia, Huan, Lore, Yranna, Saru. Os invitamos, oh guardianes y guías divinos, a reuniros hoy con nosotros, pues ha llegado el día en que debéis elegir a vuestro quinto y último representante. He aquí aquellos que han demostrado ser vuestros seguidores honorables, competentes y devotos. Todos y cada uno de ellos están preparados y dispuestos a consagrar su vida a vosotros».
El aire había resplandecido por unos instantes. Auraya se estremeció al rememorarlo. Cinco figuras habían cobrado forma en el estrado, cada una de ellas un ser luminoso, una ilusión traslúcida de humanidad. Se había levantado un rumor sordo entre los sacerdotes del público. Ella había oído gritos lejanos de «¡Los dioses se han aparecido!».
«Una aparición de lo más espectacular», pensó ella sonriendo.
Los dioses existían en la magia que impregnaba el mundo, en cada piedra, gota de agua, planta, animal, hombre, mujer y niño, en toda la materia, invisibles e inadvertidos salvo cuando deseaban influir en el mundo. En las ocasiones en que decidían manifestarse, transformaban la magia en luz y le conferían formas humanas de una belleza exquisita.
Chaia se había encarnado en un hombre alto y vestido como un soberano. Tenía un rostro noble y apuesto, como el de una estatua regia esculpida en mármol pulido. Su cabello ondeaba como acariciado por una brisa apacible. «Y sus ojos… —Auraya suspiró—. Tenía unos ojos muy claros, con una mirada insoportablemente directa pero a la vez cálida y… afectuosa. Es indudable que nos ama a todos».
Huan, en cambio, había adoptado una apariencia intimidatoria y severa, hermosa pero temible. Con los brazos cruzados sobre el pecho, irradiaba autoridad. Había recorrido la muchedumbre con la vista, como buscando alguna falta que castigar.
Lore mantenía una postura despreocupada, aunque su constitución era más robusta que la de los otros dioses. Llevaba una armadura centelleante. Antes de la Guerra de los Dioses, los soldados le rendían culto.
Auraya recordaba que Yranna había sido toda sonrisas. Su hermosura era más femenina y juvenil que la de Huan. Gozaba de popularidad entre las sacerdotisas de menor edad, pero a la vez era una defensora de las mujeres, aunque había dejado a un lado su papel de diosa del amor al unirse a las otras deidades.
El último dios en que Auraya se había fijado era Saru, patrón de los mercaderes. Se decía que había sido el dios de los ladrones y los aficionados al juego, pero Auraya no estaba segura de que fuera verdad. Él había asumido un aspecto bastante acorde con la moda dominante entre los cortesanos e intelectuales.
Tras la aparición de los dioses, todos se habían postrado ante ellos. Auraya no había olvidado el tacto liso del suelo de piedra en la frente y las palmas de las manos. Reinaba el silencio, hasta que una voz profunda y melodiosa había resonado en la Cúpula.
—En pie, pueblo de Ithania.
Auraya se había levantado al mismo tiempo que el resto del gentío, temblando de sobrecogimiento y emoción. No se había sentido tan abrumada desde que había llegado al templo diez años atrás. Le había producido un placer extraño volver a experimentar aquella euforia. Después de vivir en el templo durante tantos años, había muy poco en él que aún la entusiasmara.
La voz habló de nuevo y ella la reconoció como la de Chaia.
—Hace pocos siglos, las deidades luchaban entre sí, al igual que los hombres, sembrando el dolor y la destrucción. Los cinco, entristecidos por ello, acometimos una tarea titánica: la de imponer el orden al caos. Traer la paz y la prosperidad al mundo. Redimir a la humanidad de la crueldad, la esclavitud y el engaño.
»Así que libramos una gran batalla y dimos nueva forma al mundo. Pero no podemos cambiar el corazón de los hombres y las mujeres. Solo podemos proporcionaros consejo y fuerzas. Con el fin de ayudaros, hemos elegido representantes entre vosotros. Su deber consiste en protegeros y en servir de enlace entre vosotros y nosotros, vuestros dioses. Hoy elegiremos a nuestro quinto representante entre aquellos a quienes habéis considerado merecedores de esta responsabilidad. Concederemos a la persona elegida la inmortalidad y una fuerza extraordinaria. Una vez que nuestro don sea aceptado, se habrá completado otra fase de nuestra descomunal tarea.
El dios había hecho una pausa a continuación. Auraya había esperado un discurso más largo. Se había hecho en la sala un silencio tan absoluto que ella había concluido que todos los presentes aguantaban la respiración. «Yo la estaba aguantando», recordó.
Luego había llegado el momento que jamás olvidaría.
—Ofrecemos dicho don a la sacerdotisa superior Auraya, de la familia Tintor —había anunciado Chaia volviéndose hacia ella—. Acércate, Auraya la Blanca.
Auraya respiró hondo y entrecortadamente, presa del júbilo al recordar aquel momento. En ese entonces este sentimiento se había visto enturbiado por el terror. Había tenido que acercarse a una deidad. Era el objeto de la atención, y seguramente la envidia, de varios miles de personas.
Ahora lo que enturbiaba su estado de ánimo era la realidad de su futuro. Desde que la habían elegido, apenas había disfrutado de un momento de soledad. Dedicaba todos los días a entrevistarse con gobernantes y otros personajes importantes, enfrentándose a dificultades que iban desde las barreras idiomáticas hasta la necesidad de eludir las promesas que los otros Blancos aún no estaban dispuestos a hacer. Solo se quedaba sola a altas horas de la noche, cuando se suponía que debía dormir. Sin embargo, no pegaba ojo, intentando poner en orden sus pensamientos sobre lo que le había ocurrido. La noche anterior había caminado de un lado a otro de su habitación hasta que finalmente se había sentado frente al espejo.
«Es un milagro que no esté desmejorada —pensó obligándose de nuevo a contemplar su reflejo—. No es normal que tenga tan buen aspecto. ¿Se trata de otro de los regalos de los dioses?»
Bajó la vista hacia su mano. Casi parecía que el anillo blanco que llevaba puesto despedía luz propia. A través de él los dioses le habían conferido el don de la inmortalidad y de algún modo habían potenciado sus dones innatos. La habían convertido en una de las hechiceras más poderosas del mundo.
A cambio, ella consagraba a su servicio su voluntad y su vida, ahora eterna. Eran seres mágicos. Para incidir en la realidad física, tenían que actuar a través de los humanos. Por lo general lo hacían por medio de instrucciones, pero si un humano renunciaba a su voluntad, los dioses podían adueñarse de su cuerpo. No era una práctica frecuente, pues si se prolongaba durante mucho tiempo, se corría el riesgo de que la mente del dueño del cuerpo quedara afectada. En algunos casos, el sentido de la identidad de la persona se trastocaba y esta seguía creyéndose la deidad. En otros, sencillamente olvidaba quién era.
«Será mejor que no piense en ello —se dijo Auraya—. De todos modos, los dioses no dañarían la mente de uno de sus Elegidos. A menos que quisieran castigarlo…»
Su mirada se desvió hacia un viejo arcón que estaba contra la pared. Los criados habían obedecido su orden de dejarlo cerrado, y hasta la fecha ella no había tenido tiempo ni valor para abrirlo por sí misma. Contenía sus escasas pertenencias. Aunque imaginaba que las baratijas pintorescas que había comprado a lo largo de los años resultarían chabacanas en contraste con los austeros aposentos de una Blanca, no quería tirarlas. Le recordaban épocas de su vida, seres queridos y personas que deseaba conservar en la memoria: sus padres, sus amigos del clero y su primer amante… ¡Qué lejanos le parecían aquellos tiempos ahora!
En la base del arcón había algo más peligroso. Dentro de un compartimento secreto guardaba varias cartas que debía destruir.
Tampoco quería deshacerse de ellas. Sin embargo, a diferencia de las baratijas, las cartas podían ocasionar un escándalo si alguien las descubría. «Ahora que dispongo de un poco de tiempo para mí, supongo que debería encargarme de ellas». Se levantó, se acercó al arcón y se arrodilló ante él. El pestillo se abrió con un chasquido y la tapa emitió un chirrido cuando ella la levantó. Tal como sospechaba, todo lo que había dentro le pareció demasiado rústico y humilde. El pequeño florero de cerámica que su primer amante, un sacerdote joven, le había regalado se le antojaba tosco. La manta, un obsequio de su madre, abrigaba mucho pero tenía un aspecto anodino y raído. Sacó estos objetos, dejando al descubierto un gran círculo blanco de tela, su viejo cirque.
Desde que se había ordenado, vestía a diario con un cirque. Todos los sacerdotes lo llevaban, incluidos los Blancos. Los miembros del clero común usaban cirques ribeteados de azul. En cambio, los de los sacerdotes superiores tenían un ribete dorado. Los de los Blancos carecían de adornos, para demostrar que habían dejado a un lado sus intereses personales y sus riquezas a fin de servir a los dioses. Eran el motivo por el que la gente llamaba a los Elegidos de los dioses «los Blancos».
Auraya volvió la vista hacia su cirque nuevo, colgado de una percha especialmente fabricada para ello. Los dos broches de oro que sujetaban el borde marcaban el lugar donde el tercio superior del círculo se doblaba hacia atrás sobre el resto de la prenda, plegándose en torno a los hombros, sujeta por los broches en extremos opuestos.
El cirque que tenía entre las manos era más ligero y tosco que el de la percha. «Es cierto que los Blancos no adornan sus cirques —reflexionó—, pero los mandan confeccionar con las mejores telas». La ropa blanca más suave que le habían proporcionado para que la llevara debajo de su cirque nuevo también era de mejor calidad. Al igual que los sacerdotes de jerarquía inferior, los Blancos podían cambiarse de indumentaria según su sexo y el estado del tiempo, pero toda era de factura impecable. Ahora ella calzaba unas sandalias de cuero decolorado con pequeñas hebillas doradas.
Dejó el cirque a un lado. Hacía dos años que no se lo ponía, desde que se había ordenado sacerdotisa superior y le habían entregado uno de ribete dorado. Este había desaparecido, pues los criados lo habían retirado a toda prisa el día que ella había sido elegida. ¿También le quitarían el de ribete azul si lo encontraban? ¿Le afectaría mucho? Solo lo había conservado por sentimentalismo.
Auraya se volvió de nuevo hacia el arcón. Extrajo los objetos que aún contenía y los colocó en una silla que tenía al lado. Una vez que el baúl estuvo vacío, hizo palanca con las manos en el fondo para abrir el compartimento secreto. En el interior había unos pequeños rollos de pergamino.
«¿Por qué los habré guardado? —se preguntó—. No tenía la menor necesidad. Supongo que no me atrevía a tirar nada que me hubieran mandado mis padres».
Sacó un rollo, lo desplegó y comenzó a leer.
Mi querida Auraya. La cosecha ha sido buena este año. Wor se casó con Dynia la semana pasada. La vieja Mulyna nos dejó para reunirse con los dioses. Nuestro amigo ha aceptado mi propuesta. Envía tu carta al sacerdote.
La siguiente misiva decía:
Mi queridísima Auraya. Nos alegra saber que estás contenta y aprendiendo mucho. Aquí la vida transcurre como siempre. La salud de tu madre ha mejorado mucho desde que seguimos tu consejo. Pa-Tintor.
Las cartas de su padre eran breves por necesidad. El pergamino salía caro. Un alivio teñido de aprensión se apoderó de ella cuando leyó otros mensajes. «Teníamos cuidado —se dijo—. No describíamos de forma explícita lo que tramábamos, salvo en la primera carta que le mandé, en la que tuve que exponer con claridad lo que quería que hiciera mi padre. Espero que la haya quemado».
Suspiró y sacudió la cabeza. Por muy cautelosos que hubieran sido su padre y ella, los dioses debían de saber lo que habían hecho. Podían leerle la mente a todo el mundo.
«Y aun así me eligieron —pensó—. Entre todos los sacerdotes, escogieron a alguien que había infringido la ley y se había valido de los servicios de un tejedor de sueños».
Mairae había cumplido su promesa diez años atrás. Un sacerdote sanador había viajado a Oralyn para cuidar de la madre de Auraya. Esto impedía que Leiard siguiera tratando a Ma-Tintor, por lo que Auraya le había enviado un mensaje para agradecerle su ayuda y explicarle que ya no era necesaria.
Pese a las atenciones del sacerdote sanador, el estado de la madre de Auraya había empeorado. Entretanto, Auraya se había enterado a través de sus estudios de que los sacerdotes sanadores no poseían ni la mitad de habilidades y conocimientos que los tejedores de sueños. Comprendió que al sustituir los tratamientos de Leiard por los de un sacerdote sanador había condenado a su madre a una muerte más temprana y dolorosa.
Su estancia en Jarime también le había enseñado hasta qué punto los circulianos despreciaban a los tejedores de sueños y desconfiaban de ellos. Tras hacer indagaciones discretas entre sus profesores y sus compañeros sacerdotes, no había tardado en concluir que no podía declarar abiertamente que quería que Leiard o cualquier otro tejedor volviera a ocuparse de su madre. Habría topado con la oposición de sus superiores, y no poseía la autoridad suficiente para ordenar al sacerdote sanador que regresara a casa. Por consiguiente, tenía que encargarse de ello a escondidas.
En una carta a su padre aconsejaba que su madre exagerara sus síntomas para convencer a todos de que estaba al borde de la muerte. Mientras tanto, su padre se había internado en el bosque para pedirle a Leiard que reanudara su tratamiento. El tejedor de sueños había accedido. Cuando Auraya había recibido la noticia de que su madre se moría, había animado al sacerdote sanador a volver a Jarime, pues ya había hecho todo cuanto estaba en su mano.
Los cuidados de Leiard habían reanimado a su madre, tal como esperaba. Esta había encubierto su milagrosa recuperación quedándose en casa y recibiendo pocas visitas, lo que de todos modos coincidía con sus propias inclinaciones.
«Yo estaba segura de que esto sería un factor en contra de mi elección. Deseaba con todas mis fuerzas convertirme en Blanca, pero me resistía a creer que los tejedores de sueños fueran malos o que yo hubiese hecho algo indebido. La ley que prohíbe recurrir a los servicios de los tejedores es ridícula. La eficacia de las plantas y los otros remedios que usa Leiard no depende de si el que los utiliza es un pagano o un creyente. No he visto nada que me convenza de que los tejedores en general merezcan el odio o la desconfianza de los demás.
»A pesar de todo, los dioses me eligieron. ¿Qué conclusión debo sacar de ello? ¿Que ahora están dispuestos a tolerar a los tejedores? —La recorrió una oleada de esperanza—. ¿Quieren que los circulianos acepten a los tejedores también? ¿Esperan que sea yo quien los persuada?»
La esperanza se desvaneció y ella sacudió la cabeza. «¿Por qué habrían de hacerlo? ¿Por qué iban a mostrar la menor tolerancia hacia personas que no les rinden culto y que animan a otros a no hacerlo? Lo más probable es que me digan que me guarde mis simpatías y cumpla con mi trabajo».
¿Por qué la molestaba eso? ¿Por qué simpatizaba con los miembros de una secta a la que no pertenecía? ¿Era simplemente porque aún se sentía en deuda con Leiard por todo lo que le había enseñado y por haber ayudado a su madre? En ese caso, tenía sentido que le preocupara el bienestar de él, pero no el de los tejedores de sueños que no conocía.
«Es porque pienso en todos los conocimientos de sanación que se perderían si los tejedores de sueños dejaran de existir —se dijo—. Hace diez años que no veo a Leiard. Si estoy inquieta por él, seguramente es solo porque la vida de mi madre está en sus manos».
Sacó todas las cartas del compartimento y las puso en un cuenco plateado. Sujetó una ante sí, invocó magia y la proyectó en forma de una pequeña chispa. Se encendió una llama que empezó a consumir el resto del pergamino. Cuando estaba a punto de quemarle los dedos, ella dejó caer la carta en el cuenco y recogió otra.
Las misivas ardieron una a una. Mientras les prendía fuego, Auraya se preguntó si los dioses la observaban. «Acordé con un tejedor de sueños que cuidara de mi madre. No pondré fin a ese acuerdo por propia voluntad. Tampoco lo sacaré a la luz. Si los dioses lo desaprueban, ya me lo harán saber».
Tras tirar en el cuenco la última esquina de pergamino en llamas, retrocedió un paso y la contempló hasta que quedó reducida a cenizas. Se sintió mejor. Aferrándose a este bienestar, regresó a su alcoba y se acostó.
«Ahora tal vez pueda dormir».
Los acantilados de Toren eran altos, oscuros y peligrosos. Durante las tempestades, el mar azotaba la pared de roca como si se empeñara en derribarla. Incluso en las noches tranquilas, las olas, aparentemente molestas por la presencia de la barrera natural, espumeaban allí donde rompían contra la peña. Si aquella guerra entre la tierra y el agua avanzaba hacia un desenlace, se desarrollaba con demasiada lentitud para que los ojos mortales adivinaran quién saldría vencedor.
En un pasado remoto, muchas embarcaciones habían sido víctimas de esta batalla. En casi todas las noches, los acantilados negros apenas resultaban visibles, y se convertían en una amenaza oculta cuando las nubes tapaban la luna. Desde la construcción del faro, más de mil años atrás, los naufragios habían cesado.
Las paredes curvas de la torre, hechas de la misma piedra que el precipicio sobre el que se alzaba, resistían los embates del tiempo y los elementos. El interior de madera, en cambio, había sucumbido hacía mucho a la podredumbre y el abandono, que solo habían respetado una escalera de piedra que ascendía en espiral por dentro de la pared. En lo alto había una habitación cuyo suelo era una enorme losa circular en la que se había practicado un agujero. Las paredes levantadas sobre ella habían sufrido un deterioro aún peor; solo se mantenían en pie los arcos. El tejado se había desplomado años atrás.
El centro de la estancia había estado ocupado en otro tiempo por una esfera de luz tan intensa que cegaba a todo aquel que cometía la imprudencia de mirarla durante más de unos instantes. Los hechiceros se habían encargado de su mantenimiento, y durante siglos aquellas aguas habían sido seguras para los navegantes.
Emerahl, una hechicera sabia, era la única humana que visitaba la habitación últimamente. Hacía años, mientras limpiaba de escombros parte de la estructura hueca, había encontrado una de las máscaras de los hechiceros que llevaban tanto tiempo muertos. En los agujeros para los ojos había incrustadas gemas oscuras que filtraban la luz deslumbrante que ellos alimentaban con magia.
Ahora el faro se caía a pedazos, abandonado, y las naves debían encontrar sin su ayuda el paso entre los oscuros acantilados. Cuando Emerahl llegó a la habitación superior, se detuvo unos instantes para recuperar el aliento. Apoyó una mano arrugada en la columna de un arco y tendió la vista hacia el mar. Unas luces diminutas atrajeron su mirada. Los barcos siempre esperaban al amanecer para cruzar el estrecho situado entre las peñas y las islas.
«¿Sabrán de la existencia de este lugar? —se preguntó—. ¿Seguirá contando la gente historias de la luz que brillaba aquí? —Soltó un resoplido suave—. Si lo hacen, dudo que sepan que un hechicero edificó el faro por orden de Tempre, el dios del fuego. Seguramente ni siquiera recuerdan su nombre. Murió hace solo unos siglos, pero es tiempo suficiente para que los mortales olviden cómo era la vida antes de la Guerra de los Dioses».
¿Había alguien en la actualidad que conociera los nombres de los dioses muertos? ¿Había académicos que estudiaran el tema? Tal vez en las ciudades. A los hombres y mujeres corrientes, que luchaban por sacar el máximo partido de sus vidas, no les importaban estas cuestiones.
Emerahl bajó los ojos hacia el cúmulo de casas que bordeaba la costa. Entonces advirtió que algo se movía más cerca del faro y se le escapó un leve gruñido de desánimo. Hacía semanas que nadie se atrevía a visitarla. Una joven delgada con un jubón muy andrajoso subía la cuesta con dificultad.
Exhalando un largo suspiro, Emerahl contempló de nuevo las casas y rememoró el día en que habían llegado los primeros hombres. Un puñado de ellos había conseguido escalar los acantilados desde un único barco y había acampado en la zona. Ella había supuesto que se trataba de contrabandistas. Habían levantado unas barracas provisionales, y durante los primeros meses las habían desmontado y reconstruido hasta que habían encontrado un lugar lo bastante resguardado de las frecuentes tormentas para que las cabañas se mantuvieran en pie. En una ocasión se habían acercado a Emerahl con la intención de robarle, y ella les había enseñado a respetar su deseo de que la dejaran en paz.
Los hombres se marchaban y regresaban con regularidad, y pronto unos barcos se sumaron al primero, seguidos de otros más. Un día arribó una embarcación de pesca cargada con mercancía y mujeres. Al poco tiempo, se oyó el tenue llanto de un bebé por la noche, y luego el de otro. Los bebés crecieron, y algunos de los niños llegaron a la edad adulta. Las muchachas se convirtieron en madres siendo aún demasiado jóvenes, y muchas no sobrevivieron al parto. Los habitantes de la aldea que alcanzaban los cuarenta años podían considerarse afortunados.
Integraban un pueblo fuerte y feo.
Su rudeza se suavizó con el paso de las generaciones y la influencia de los forasteros. Estos llegaban para establecer relaciones comerciales, y algunos se quedaban. Las casas de piedra de la zona reemplazaron las barracas construidas con materiales de desecho. La aldea creció. Soltaban a los animales domésticos para que pastaran las hierbas correosas de la cima del acantilado. Los huertos de verduras pequeñas y bien cuidadas desafiaban el aire salado, las tempestades y la pobreza del suelo.
De vez en cuando, uno de los vecinos emprendía una excursión hasta el faro en busca de remedios y consejos de la mujer sabia que vivía allí. Emerahl lo toleraba porque le llevaban regalos: comida, ropa, pequeñas baratijas, noticias del mundo. No era reacia a los intercambios, siempre y cuando estos aportaran un poco de variedad a su vida diaria y a su dieta.
Sin embargo, los aldeanos no siempre hacían un buen uso de los remedios de Emerahl. Una señora le pidió hierbela para sus hemorroides, pero la utilizó para envenenar a su esposo. Otra envió a su marido a por una cura para la impotencia y este, después de su siguiente viaje, acudió a ella de nuevo porque necesitaba un remedio para las verrugas genitales. Si Emerahl hubiera sabido que el muchacho dotado de magia que quería aprender a aturdir a los peces y a encender fuego iba a emplear estas habilidades para atormentar al tonto del pueblo, jamás se las habría enseñado.
Pero ella no era responsable de nada de aquello. Lo que la gente decidiera hacer con lo que le compraban era problema suyo. Si no hubiera habido una mujer sabia a quien recurrir, la señora habría encontrado otra manera de matar a su esposo, el marido infiel habría caído en el desenfreno de todos modos (aunque tal vez con menos entusiasmo) y el matón dotado se habría valido de piedras y de sus puños.
La joven de la aldea estaba a punto de llegar al faro. ¿Qué le pediría? ¿Qué le ofrecería a cambio? Emerahl sonrió. La gente la fascinaba y a la vez la repelía. Eran capaces de demostrar tanto una bondad asombrosa como una crueldad atroz. La sonrisa de Emerahl se torció. Había catalogado a los habitantes de la aldea como ejemplares crueles de la humanidad.
Se dirigió hacia las escaleras y comenzó a descender. Cuando la chica llegó a la entrada sin puerta del faro, jadeando y con los ojos desorbitados, Emerahl casi había bajado del todo. La anciana se detuvo. Canalizó rápidamente su energía, y el montón de palos y ramas que había en el centro comenzó a arder. La joven se quedó mirando el fuego antes de alzar la vista hacia Emerahl, atemorizada.
«Parece tan escuálida y cansada… Por otro lado, yo también».
—¿Qué quieres, niña? —inquirió Emerahl.
—Dicen… dicen que ayudas a la gente.
Hablaba con voz débil y apagada. Emerahl supuso que a la muchacha no le gustaba llamar la atención. Al estudiarla con detenimiento, observó señales de desarrollo físico en el rostro y el cuerpo de la chica. Se convertiría en una mujer atractiva, aunque flaca y huesuda.
—¿Quieres un encantamiento para atraer a un hombre?
—No —respondió la joven con un estremecimiento.
—¿Para ahuyentar a un hombre, entonces?
—Sí. Y no solo a uno —añadió la muchacha—. A todos los hombres.
Emerahl se rió con suavidad y continuó bajando los escalones.
—Así que a todos los hombres, ¿eh? Algún día tal vez quieras hacer una excepción.
—No lo creo. Los odio.
—¿A tu padre también?
—A él más que a nadie.
«Ah, la típica adolescente». Pero cuando Emerahl llegó a la parte inferior de la escalera, vio una desesperación profunda en los ojos de la chica. Se puso seria. No se trataba de una niña enrabietada y rebelde. Las atenciones no deseadas que debía de soportar la tenían aterrorizada.
—Acércate al fuego.
La muchacha obedeció. Emerahl señaló un viejo banco que había encontrado en la playa después de un naufragio, al pie del acantilado, mucho antes de que se fundara la aldea.
—Siéntate.
La chica así lo hizo. Emerahl se acomodó sobre la pila de mantas que le servían de cama, con un crujido de rodillas.
—Sé preparar una poción que deshincha las velas de un hombre, ya me entiendes —le explicó a la joven—, pero administrarla es peligroso, y los efectos son pasajeros. La poción resulta inútil a menos que sepas lo que ocurrirá y hagas planes con antelación.
—Pensaba que tal vez podrías volverme fea —dijo la chica con rapidez—, para quitarles las ganas de acercarse.
Emerahl fijó la mirada en la muchacha, que se ruborizó y bajó la vista al suelo.
—La fealdad no garantiza tu seguridad, si un hombre está borracho y en condiciones de cerrar los ojos —aseveró en voz baja—. Además, como ya he dicho, quizá quieras hacer una excepción algún día.
La joven frunció el entrecejo, pero guardó silencio.
—Doy por sentado que allí abajo no hay nadie que quiera o pueda defender tu virtud, pues de lo contrario no habrías venido —prosiguió Emerahl—, así que tendré que enseñarte a hacerlo por ti misma.
Agarró una cadena que llevaba al cuello y se la quitó pasándola por encima de su cabeza. La chica contuvo la respiración al ver el objeto que pendía de ella. Era una sencilla gota de resina endurecida de un árbol de démbar. A la luz de la hoguera, emitía un resplandor color naranja intenso. Emerahl tendió el colgante hacia ella.
—Míralo bien.
La muchacha obedeció, con los ojos muy abiertos.
—Escucha mi voz. Quiero que mantengas la vista fija en esta gota. Contempla el interior. Al mismo tiempo, sé consciente del calor del fuego que arde junto a ti. —Emerahl continuó hablando, observando con atención el rostro de la chica. Cuando los intervalos entre los parpadeos de la joven se alargaron, movió el pie. Los ojos clavados en el colgante permanecieron inmóviles. Asintiendo para sí, Emerahl le indicó que extendiera el brazo hacia el colgante. La mano de la muchacha se movió lentamente hacia delante—. Detente, justo ahí, cerca de la gota, pero sin tocarla. Siente el calor del fuego. ¿Lo notas?
La chica asintió despacio.
—Bien. Ahora imagina que absorbes calor del fuego. Imagínate que su suave calidez inunda tu cuerpo. ¿Estás entrando en calor? Sí. Ahora envía esa calidez a la gota.
De inmediato, la resina empezó a brillar. La joven pestañeó y miró el colgante con fijeza, asombrada. El resplandor se apagó.
—¿Qué ha pasado?
—Acabas de hacer un poco de magia —le informó Emerahl. Bajó el colgante y se lo puso de nuevo al cuello.
—¿Poseo algún don mágico?
—Por supuesto. Todo hombre y mujer los poseen. La mayoría apenas es lo bastante poderosa para encender una vela, pero tú lo eres más.
A la chica le centellearon los ojos de emoción. Emerahl soltó una risita.
—Pero no te creas que vas a convertirte en una gran hechicera, niña. Estás dotada, pero no tanto.
Esto produjo el efecto sosegador que la mujer buscaba.
—¿Qué puedo hacer?
—Persuadir a otros de que se lo piensen dos veces antes de prestarte más atención de la que deseas. Provocar una simple punzada de dolor como advertencia, y paralizar temporalmente a aquellos que no lo entiendan o que estén demasiado borrachos para sentir dolor. Te enseñaré a hacer ambas cosas y además te regalaré un pequeño consejo: aprende el arte del halago o del rechazo humorístico. Aunque tal vez te gustaría despojar a esos hombres de su dignidad, un orgullo herido alimenta la sed de venganza. No tengo tiempo de enseñarte algo tan complejo como la técnica para abrir una puerta cerrada con llave o repeler un ataque con cuchillo.
La muchacha asintió con seriedad.
—Lo intentaré, aunque no estoy segura de que funcione con mi padre.
Emerahl vaciló por unos instantes. De modo que era eso.
—Entiendo. Te enseñaré esos trucos esta noche, pero no debes dejar de practicarlos. Es como tocar la flauta de hueso: aunque te acuerdes de una melodía, si no practicas con el instrumento, tus dedos pierden la destreza para tocarla.
La joven asintió de nuevo, esta vez de forma enérgica. Emerahl se quedó callada, contemplando a su alumna con melancolía. Aunque esta había tenido una vida dura, aún gozaba de una ignorancia feliz respecto al mundo, aún estaba llena de esperanza. La mujer bajó la mirada hacia sus propias manos marchitas. «¿Soy diferente de ella, pese a los años que le llevo? Hace mucho que dejé atrás mi juventud, y el mundo ha seguido su curso, pero continúo aferrándome a la vida. ¿Por qué me empeño en ello, si ya no queda nadie como yo?
»Porque puedo», se respondió a sí misma.
Con una sonrisa quebrada, se dispuso a enseñarle a una muchacha más cómo defenderse.