Capítulo 42

42

El sirviente que estaba desmontando la tienda de Auraya desató una por una las cuerdas de las esquinas. Cuando la estructura se combó y cayó al suelo, Danyin exhaló un profundo suspiro.

«Lleva dos días fuera —pensó—. La culpa es mía. —Movió la cabeza para intentar librarse del pesimismo que se había apoderado de él—. Eso no lo sé con certeza. Tal vez haya una buena razón para su desaparición».

Sin embargo, lo dudaba. Los Blancos se comportaban como si la ausencia de Auraya no tuviera nada de extraño. No habían dado ninguna explicación al respecto, y si alguien abrigaba sospechas, no se había atrevido a expresarlas. Por otro lado, Danyin conocía lo bastante bien a los Blancos para identificar los pequeños gestos que delataban inquietud y rabia.

Por eso había estado intentando hablar con ellos. Danyin había decidido que lo más prudente era no abordar a Juran, pues el líder de los Blancos era quien mostraba señales de rabia cuando alguien mencionaba a Auraya. La respuesta de Dyara a sus preguntas había sido buscarle algo que hacer. Rian simplemente se había encogido de hombros y había dicho que no era un momento oportuno para hablar del asunto.

¿Y Mairae? Estaba rehuyendo a Danyin. Para tratarse de alguien cuyo deber era estar disponible mientras los otros Blancos estuvieran ocupados, se le daba asombrosamente bien evitarlo.

El consejero bajó la vista hacia la jaula que tenía a su lado. Ni siquiera Travesuras parecía tener ganas de hablar. Había entrado en su jaula sin rechistar, como si esperara que al portarse bien conseguiría que su dueña regresara.

¿O quizá su secuestro lo había asustado tanto que ya no quería deambular por el campamento? Danyin sintió una punzada de compasión por el viz. Tras la marcha de Auraya, Travesuras se había hecho un ovillo en las rodillas de Danyin. En lugar de dormir, se había pasado horas allí acurrucado, mirando en torno a sí y sobresaltándose ante el menor ruido.

—¿Eres capaz de guardar un secreto?

Danyin pegó un brinco al oír aquella voz suave y familiar detrás de sí. Al reconocerla, se volvió y se llevó una sorpresa al ver a Mairae. Estaba más seria de lo que jamás la había visto.

—¿Me habría contratado Dyara si no lo fuera? —contestó él.

Ella se acercó y bajó la mirada hacia Travesuras.

—Fue un poco cruel ordenar que se lo llevaran, pero no teníamos tiempo para pensar otra solución —murmuró. Lo miró a los ojos—. Solo puedo alegar que la idea no fue mía.

Danyin clavó la vista en ella.

—¿Travesuras? De modo que se trataba de una distracción, ¿no? Para mantenerme apartado de la junta de guerra.

Ella se encogió de hombros con ademán evasivo. «O tal vez mi suposición no es del todo correcta».

—Y también de Auraya. Era para mantenerme apartado de Auraya.

Ella bajó la barbilla ligeramente en un sutil gesto de asentimiento.

«¿Por qué? —Danyin tenía sus conjeturas al respecto, pero se obligó a barajar otros motivos—. O querían ocultarme algo, o evitar que yo le dijera algo a Auraya. Si lo que pretendían era ocultarme algo, no tenían por qué recurrir al engaño. Bastaba con que me pidieran que abandonara la junta de guerra. No había necesidad de raptar a Travesuras.

»O sea que es más probable que su intención fuera impedir que yo comunicara algo a Auraya. O que Auraya me leyera la mente. Lo que ocupaba mi pensamiento en aquel momento era la teoría de Mairae de que Auraya tenía un amante».

Respiró hondo.

—¿De modo que es cierto? ¿Eran acertadas mis sospechas?

Mairae esbozó una sonrisa torcida.

—Creía que, en tu opinión, eran solo amigos.

—¿O sea que no lo eran?

La sonrisa se esfumó.

—No. Debes jurar que no se lo dirás a nadie.

—Lo juro.

«Auraya y Leiard. ¿Cómo pude no darme cuenta? ¿Tan ansioso estaba por creerla infalible que no veía lo que no quería ver?»

Mairae apartó la vista y suspiró.

—Siento lástima por ella. No se puede obligar al corazón a ser sensato. Toma sus decisiones a su manera. Juran lo expulsó. Supongo que Auraya tardará un tiempo en perdonar a nuestro líder.

—¿Dónde está ella?

Mairae posó los ojos en él.

—No lo sabemos. Se niega a responder a nuestras llamadas. Creo que no está muy lejos. Volverá cuando empiecen los combates, tal vez incluso antes.

—Por supuesto —convino él. Por alguna razón, se sintió mejor al decirlo en voz alta. Ella volvería. Quizá en el último momento, quizá llena de recriminaciones, pero volvería.

Mairae rió entre dientes.

—No te culpes, Danyin Lanza. Si hay algún responsable en todo esto, soy yo, entre otras cosas por incitarte a especular sobre quién era el objeto de las visitas de Auraya. Creo que estarás de acuerdo conmigo en que separarlos era lo mejor. Tanto para ella como para Ithania del Norte.

Danyin asintió. Aunque ella tenía razón, él no podía evitar sentir una decepción paternal por Auraya. De todos los hombres del mundo, ella no habría podido elegir a un amante más inapropiado. Leiard también habría debido prever las consecuencias de sus amoríos y haberles puesto fin.

Su respeto hacia el tejedor de sueños había disminuido. «Al parecer el amor convierte en necios hasta a los sanadores paganos sabios», pensó con ironía.

Ahora el sirviente estaba cargando en un tarne las últimas piezas de la tienda de campaña de Auraya y sus pertenencias. Cuando el hombre se volvió hacia ellos con expectación, Mairae se apartó de Danyin.

—Me alegro de haber hablado de esto —dijo—. Cuida bien a Travesuras. Está previsto que lleguemos al paso esta noche. Nos vemos en la tienda de la junta de guerra.

Él realizó el signo del círculo y la observó alejarse con aire resuelto. Cuando la perdió de vista, recogió la jaula de Travesuras, indicó a los criados que se unieran a la procesión y echó a andar hacia el tarne de los consejeros.

Auraya caminaba de un lado a otro.

La hierba que pisaba crecía en un saliente rocoso que discurría a lo largo de la vertiente empinada de un valle más o menos paralelo al que seguía la carretera este-oeste en su ruta hacia el paso. Ella se imaginaba que los exploradores de la antigüedad perdían días enteros recorriendo aquel valle con la esperanza de cruzar la cordillera. Sin duda se llevaban un gran chasco cuando topaban con los barrancos escarpados y el terreno impracticable que había al final. Aunque un escalador habría podido atravesar las montañas desde allí, no le habría resultado posible a un viajero corriente, y menos aún a un platén o un tarne.

El lugar de Auraya estaba en el valle contiguo, no en ese.

«¿Por qué no me decido a regresar? Juran no es responsable de la deslealtad de Leiard. Aunque lo fuera, no puedo castigar a toda Ithania del Norte por sus actos».

A pesar de todo, no se hacía el ánimo de reunirse con el ejército. Al principio le había parecido razonable y sensato pasar unas horas a solas. Su mente era una vorágine de rabia, dolor y culpabilidad, y temía que si volvía, desahogaría su ira gritándole a Juran o rompería a llorar desconsoladamente. Antes necesitaba recuperar el control de sí misma.

Esas horas se habían convertido en un día, y el día en tres. Cada vez que creía que había logrado dominar sus emociones y echaba a volar hacia el paso, acababa por dar media vuelta sin poder evitarlo. La primera vez que había virado en redondo, había sido por vislumbrar a lo lejos a los tejedores; la segunda, por avistar una caravana de prostitutas. La noche anterior, se había echado atrás por la mera idea de encontrarse cara a cara con Juran. Todo aquello despertaba en ella unos sentimientos tan intensos que no estaba segura de poder disimular.

«Alcanzarán el paso esta noche —pensó—. Me reencontraré con ellos allí. Tal vez simplemente esté allí cuando lleguen. Sí, se sentirán tan aliviados por estar al fin en su destino que no me prestarán demasiada atención».

Suspiró y movió la cabeza. «Esto no debería estar pasando. No estaría pasando de no ser por Juran». Quizá debía estarle agradecida, pues gracias a él había descubierto cómo era Leiard en realidad.

«Era como examinar la mente de una persona distinta —pensó moviendo la cabeza—. Creía conocerlo tan bien… Creía que mi don de leer la mente era una garantía de que nadie podía engañarme. Obviamente, me equivocaba».

Siempre había percibido algo misterioso en Leiard. Había supuesto que se trataba de aspectos profundos de su ser que rara vez afloraban. Había atribuido esta diferencia entre la mente de Leiard y las de las personas comunes o los demás tejedores a los recuerdos de conexión que guardaba. Ahora sabía que había algo más. Sabía que él era capaz de ocultarle partes de sí mismo.

Leiard le había dicho que los recuerdos de conexión a veces se manifestaban como una mente distinta en el interior de la suya. Incluso le había confesado que aquella sombra de Mirar no la apreciaba, pero ella nunca había percibido esa otra personalidad. Nunca la había oído hablar.

Tenía que asumir la posibilidad de que no la hubiese oído porque estaba fuera de su alcance. El problema era que si Leiard era capaz de encubrir una faceta de sí mismo, seguramente también era capaz de mentirle. Tal vez aquella otra personalidad en su mente no era más que una explicación que Leiard esperaba que ella creyera si algún día captaba sus sentimientos auténticos.

Soltó un gemido. «¡Esto no me conduce a ningún sitio! Llevo días atormentándome. Si al menos pudiera pensar en otra cosa…»

Miró en torno a sí, examinando el lugar donde se encontraba. El saliente se extendía hacia ambos lados. En algún momento del pasado lejano, la superficie de la pendiente se había desmoronado, dejando la roca desnuda y formando aquel saliente que ascendía desde el fondo del valle hasta las cumbres de las montañas.

Casi todo el saliente estaba oculto bajo árboles y plantas, pero si se desbrozaba y se allanaba el terreno, podía abrirse fácilmente un sendero estrecho.

Quizá era un antiguo camino abandonado. Pero ¿adónde conducía? Llena de curiosidad, Auraya decidió seguirlo. Se abrió paso a través de los árboles y la vegetación que invadían el saliente. Unos cientos de pasos más adelante, la senda llegaba a su fin. La pared de su derecha era un cúmulo de piedras medio oculto tras las hierbas que habían crecido en la tierra que había entre ellas.

Ella giró para volver sobre sus pasos y se quedó paralizada por la sorpresa.

A unos pies de distancia, había una figura luminosa. Alto y fuerte, aunque no de complexión robusta, el hombre era la viva imagen de la virilidad atlética. Su boca perfectamente masculina se curvó en una sonrisa.

Auraya.

—¡Chaia!

Ella se postró en el suelo con el corazón desbocado. «He estado demasiado tiempo ausente. Debería haber regresado antes». De pronto, su autocompasión le pareció ridícula. Egoísta. Se avergonzaba de sí misma. Había descuidado su deber para con los dioses, y la paciencia de estos se había agotado…

Aún no, Auraya, pero es hora de que perdones a tus compañeros Blancos y a ti misma. Levántate y mírame a la cara.

Ella se enderezó, pero mantuvo la vista gacha.

No te avergüences de tus sentimientos. Eres humana, y además joven. Sientes empatía por quienes no son como tú. Es de lo más natural que tu empatía se convierta en amor.

Él se acercó y extendió la mano hacia su rostro. Cuando sus dedos tocaron la mejilla de Auraya, ella notó un hormigueo, pero no una sensación de presión. Chaia era incorpóreo. Su tacto era el de la magia pura.

Sabemos que no has desamparado a tu pueblo. Sin embargo, no debes permanecer más tiempo aquí sola. Estás en peligro, y no deseo que sufras daño alguno.

Dio un paso hacia Auraya, que alzó la vista hacia él y sintió que la tristeza y la ira la abandonaban, desplazadas por un temor reverente. Chaia sonreía como un padre a un niño, con afecto indulgente. A continuación, se inclinó y rozó los labios de Auraya con los suyos.

Acto seguido, desapareció.

Ella soltó un jadeo y retrocedió dos pasos. «¡Me ha besado! ¡Chaia me ha besado! —Se llevó los dedos a los labios. El recuerdo de aquella sensación era muy vívido—. ¿Qué significa?»

El beso de un dios no podía representar lo mismo que el de un mortal. Se acordó de que él le había sonreído como un padre divertido por alguna travesura de su hija pequeña. Eso es lo que ella debía de parecer a sus ojos: una niña.

«Y los padres no besan a sus hijos cuando están enfadados —se dijo ella—. Dan besos para consolarlos y expresarles su amor. Seguro que esa era su intención».

Sonriente, se acercó al borde del saliente. Había llegado el momento de partir, de volver con el ejército. Invocó magia y se impulsó hacia arriba. El valle empequeñeció bajo sus pies. Comenzó a volar en dirección al paso.

Un rumor sordo atrajo su atención hacia el suelo. Una columna de polvo surgió de las rocas. La hierba, la tierra y las piedras comenzaron a moverse. Las palabras de Chaia resonaron en la mente de Auraya. «Sin embargo, no debes permanecer más tiempo aquí sola. Estás en peligro…»

Si ella se encontraba en peligro, eso significaba que lo que estaba sucediendo abajo constituía una amenaza incluso para una hechicera poderosa. La recorrió una oleada de miedo a la que siguió una curiosidad igual de intensa. Se detuvo en el aire y bajó la mirada. Las rocas rodaban cuesta abajo hacia el valle, levantando una polvareda a su paso. En algún lugar en las entrañas de la tierra, algo (o alguien) estaba a punto de emerger.

Auraya había oído historias de montañas que explotaban, escupían roca fundida y causaban estragos en áreas extensas. Si eso era lo que iba a ocurrir de un momento a otro, seguramente no convenía que ella se quedara flotando justo encima de las rocas que se movían. Debía alejarse volando lo más rápidamente posible.

No obstante, la zona afectada era reducida. Las montañas que la rodeaban no presentaban signos de convulsión. El único lugar donde ocurría algo extraño era aquel donde ella se encontraba hacía unos momentos.

«Chaia no me ha indicado que regrese con el ejército, sino solo que no me quede aquí sola. ¿Estaré a salvo si observo lo que pasa desde el otro lado del valle?»

Voló hasta una formación rocosa situada sobre la otra cresta y miró hacia atrás. Vio que se abría un socavón conforme más piedras se desprendían del suelo.

Le vinieron a la mente las leyendas de monstruos enormes que vivían en cuevas bajo las montañas. Teniendo en cuenta lo exagerados que eran los relatos sobre los siyís, que los describían como seres humanos hermosos con alas de pájaro unidas a la espalda, probablemente esas historias no eran muy veraces. Por otra parte, si una bestia así estaba a punto de aparecer, ella quería verla.

«Pero será mejor que me asegure de que no me vea».

Escudriñó el peñasco en busca de algún escondrijo y se dejó caer en una grieta oscura. Era tan estrecha que Auraya solo cabía de costado, y en ella se respiraba un aire húmedo y frío, pero le permitía permanecer oculta mientras oteaba el valle.

Un estampido devolvió su atención a la vertiente opuesta. Rocas y arena salieron despedidas de la cueva. Hubo unos momentos de silencio y quietud. La vegetación que rodeaba el saliente había quedado arrasada. Las hierbas, los árboles y las enredaderas habían volado por los aires junto con la tierra y las piedras. Lo que quedaba era claramente obra del hombre.

Auraya advirtió que lo que ella había tomado por piedras naturales eran cantos labrados. La vertiente expuesta estaba formada por muros derruidos. Un dintel gigantesco descansaba sobre los bordes de un enorme agujero. Ella alcanzó a ver unas figuras sencillas talladas en él: un pico y una pala.

Era la entrada de una mina.

El estómago le dio un vuelco cuando recordó que en la junta de guerra se había discutido y descartado la posibilidad de que los pentadrianos estuvieran atravesando las montañas por medio de las minas. Según el embajador dunwayano, las galerías no llegaban hasta Hania.

Saltaba a la vista que se equivocaba. Cuando una figura con una túnica negra surgió de la oscuridad, con un reluciente colgante en forma de estrella, Auraya empezó a comprender hasta qué punto sus compañeros Blancos y ella habían infravalorado al enemigo. El hechicero alzó el rostro para exponerlo a la luz del sol, y a Auraya se le heló la sangre. Era el que la había atacado y vencido hacía unos meses. Kuar.

Buscó una mente conocida.

¿Juran?

Obtuvo respuesta de inmediato.

¡Auraya! ¿Dónde estás?

Aquí.

Cuando le mostró lo que estaba observando, empezaron a salir más pentadrianos de la cueva. Se quedaron parpadeando deslumbrados mientras su líder se dirigía hacia el saliente. Auraya advirtió entonces que la explosión, al llevarse por delante la tierra del suelo, había dejado al descubierto unas losas cuadradas grandes: pavimento.

El hechicero negro llegó al borde y bajó la mirada hacia la pronunciada pendiente. Tendió las manos hacia delante, con la palma hacia abajo. La hierba y la tierra salieron despedidas, revelando una escalera empinada que descendía hasta el fondo del valle. Una vez quedó despejada del todo, el líder pentadriano se apartó a un lado, y sus seguidores comenzaron a bajar.

¿Dónde estás?, repitió Juran, esta vez en un tono más alarmado que acusador.

En un valle paralelo al que estáis siguiendo vosotros. Te lo enseñaré.

Le envió su recuerdo sobre la vista desde arriba.

¿A qué distancia están de la salida del valle?

A un día de camino —calculó ella—. Si han avanzado durante toda la noche, puede que ahora hagan un alto para descansar.

El sonido de voces y pasos de marcha inundó el valle y aumentó de intensidad mientras continuaba el flujo de pentadrianos desde el interior de la mina. Todos parecían profundamente aliviados. Algunos se paraban a respirar hondo y a levantar la cara hacia el sol. Cuando llegaron al suelo del valle, esperaron a que emergiera el resto de sus compañeros. Su líder permanecía en el saliente, sonriendo con visible satisfacción.

«Y no es para menos —pensó Auraya—. Ha logrado algo impresionante».

Esto lo cambia todo —dijo Juran—. Debemos darnos prisa si queremos ir a su encuentro. Los dunwayanos tendrán que desplazarse aún más rápidamente para unirse a nosotros.

Las trampas que tendieron en el paso no servirán de nada.

Al menos impedirán o dificultarán que otros pentadrianos crucen por ahí para pillarnos por sorpresa.

¿Cuánto tardaréis en atajarlos?, inquirió ella.

Un día, tal vez más. Tendremos que hacerles frente en las llanuras.

Lo que significaba perder la ventaja que les habría conferido luchar en el paso. Auraya suspiró. La masa de túnicas negras que se acumulaban abajo no dejaba de extenderse como un charco de tinta.

¿Cómo has encontrado este lugar?

Era Dyara quien le había hecho la pregunta. Auraya no pudo evitar sonreír.

Por casualidad. Estaba caminando por aquel saliente cuando Chaia ha aparecido y me ha advertido que no me quedara allí. En cuanto me he apartado de esa zona, el suelo ha comenzado a moverse.

¿Te ha dicho Chaia que estaban a punto de salir?, preguntó Juran.

No, me ha dicho que era peligroso que permaneciera allí. Al principio he pensado que se refería a que debía alejarme del valle, pero cuando he visto que la destrucción se limitaba a una zona reducida, he decidido esconderme para observar.

Otra figura se unió al hombre en el saliente: una mujer. A Auraya le resultó familiar.

Correrás peligro si te descubren, la previno Juran.

Se oyó el eco de unos chillidos procedentes del túnel.

—convino Dyara—. Márchate ahora mismo. No necesitamos ver nada más.

Un torrente de seres alados surgió de la cueva. Auraya se encogió en su escondite mientras los pájaros negros comenzaban a volar en círculo por el valle.

Creo que eso no sería prudente ahora mismo, a menos que no os importe que sepan que los hemos visto.

Hubo un silencio.

De acuerdo, quédate —accedió Juran—. Espera a que se alejen.

Confiemos en que no decidan acampar allí hoy, añadió Dyara.

El charco de túnicas negras se había convertido en un lago. Al cabo de varios minutos, aparecieron unas formas negras y sinuosas. Voranes. Auraya frunció el ceño al ver que el hechicero asesino al que se había enfrentado Rian se reunía con los otros dos en el saliente.

Tres hechiceros negros. Faltaban dos. Ella no podía hacer nada salvo esperar y observar mientras los demás pentadrianos salían de la mina. Percibió que sus compañeros Blancos apartaban su atención. Debían de estar ocupados organizando la retirada de su ejército por el camino del paso.

Otra mujer y otro hombre se sumaron a los tres del saliente. Auraya comprobó aliviada que ninguno de los dos iba acompañado de animales siniestros. Bastante temibles resultaban ya las aves y los voranes. Cada columna del ejército se componía de cientos de hechiceros y soldados pentadrianos. Seguían a cada una cerca de cien hombres y mujeres vestidos de paisano que llevaban cargas pesadas. Unos pocos hombres con túnica caminaban junto a ellos, empuñando un látigo corto.

«Esclavos», pensó Auraya estremeciéndose de indignación y lástima. No había tarnes ni aremes. Los esclavos transportaban todas las provisiones.

Finalmente, el flujo de personas cesó. Cuando el último esclavo llegó al pie de las escaleras, los cinco hechiceros negros formaron una hilera a lo largo del borde del saliente. El líder comenzó a hablar. Su voz atronaba el aire, pero Auraya no lo entendía ni podía leerle la mente. Bajó la mirada hacia los hombres y mujeres congregados y se concentró en sus pensamientos. Las palabras empezaron a resultarle inteligibles.

Kuar hablaba de llevar la verdad y la justicia a Ithania del Norte. Se mofaba de los circulianos por creer en dioses muertos. Solo las deidades nuevas existían. El enemigo pronto lo descubriría.

Auraya retiró sus sentidos y movió la cabeza. La devoción y la fe ciega de aquella gente la inquietaban. Cuando el líder pentadriano alzó la voz, ella volvió a explorar de mala gana las mentes de sus seguidores. Para su sorpresa, estaba apelando a sus dioses para que se manifestaran. Auraya esbozó una sonrisa sombría, preguntándose qué truco de hechicería utilizaría para impresionar a sus partidarios.

Una figura luminosa se materializó junto a él.

Auraya fijó la vista en la aparición. Era la imagen de un hombre cubierto con una armadura exótica. Los sentidos de la Blanca vibraban con la energía que irradiaba aquel ser. ¿Cómo era posible?

Juran.

Auraya, ¿es urgente, o puede esperar?

No, creo que deberías ver esto.

Le mostró lo que estaba presenciando y le transmitió sus percepciones. Los hechiceros negros se habían postrado ante la aparición, al igual que el resto del ejército pentadriano. Incluso los esclavos se habían arrodillado.

Es una ilusión, le aseguró Juran.

En ese caso, es la primera ilusión que he visto que irradie energía. Nunca había percibido nada igual, salvo en presencia de los dioses.

Los dioses que integran el Círculo de los cinco son los únicos que sobrevivieron a su guerra, dijo Juran con rotundidad.

Entonces tal vez se trate de un nuevo dios, aventuró Dyara.

Los cinco hechiceros se habían puesto en pie. Se apartaron a un lado cuando la aparición dio un paso al frente. Aunque el hombre refulgente no emitía sonido alguno, la multitud de abajo prorrumpía en gritos de entusiasmo a intervalos, como si respondiera a sus palabras.

Si es un dios, tenemos motivos para temer que haya más —declaró Rian—. Sabemos que esa gente rinde culto a cinco dioses. ¿Por qué iba este dios a tolerar que adoraran a cuatro deidades más si fueran falsas?

¿Cinco dioses nuevos? —dijo Juran con incredulidad—. ¿Y los nuestros no saben de su existencia?

Tenemos que considerar esa posibilidad, reconoció Mairae.

Sabemos que los hechiceros negros son poderosos —señaló Rian—. ¿Cómo podrían rivalizar con nosotros en fuerza sin la ayuda de los dioses?

Sea como fuere, sabemos que no será una batalla fácil, añadió Dyara.

No —convino Juran—. Nuestro pueblo no debe enterarse de esto. Tendría un efecto… desalentador. Auraya, vete de allí en cuanto puedas. Debemos reunirnos y replantearnos nuestra estrategia.

Así lo haré —contestó Auraya—. Te aseguro que este es el último lugar del mundo donde quisiera estar.

Los pentadrianos estallaron en sonoras aclamaciones. El lago de túnicas negras comenzó a moverse y se dividió en cinco columnas. Auraya murmuró una oración de agradecimiento a Chaia cuando el líder pentadriano se colocó a la cabeza de una columna y empezó a guiar al ejército valle abajo.