Capítulo 1

1

Aunque Danyin Lanza había estado en el interior del templo de Jarime en varias ocasiones, aquel día tenía la sensación de que entraba por primera vez. Lo había visitado en el pasado en representación de otros o para prestar servicios de poca importancia como traductor. Esta vez la situación era distinta: había acudido para emprender lo que esperaba que fuera el trabajo más importante de su carrera.

Independientemente de cómo acabara aquello, de si fracasaba o sus tareas resultaban tediosas o desagradables, aquel día quedaría grabado a fuego en su memoria. Se percató de que estaba más atento que de costumbre a cuanto lo rodeaba, tal vez con el fin de absorber los detalles y reflexionar sobre ellos más adelante. «O quizá solo porque estoy muy nervioso —pensó—. El viaje se me está haciendo interminable».

Habían enviado un platén a recogerlo. El pequeño carro de dos ruedas cabeceaba con suavidad, al compás del andar del arem que tiraba de él, adelantando despacio a otros vehículos, criados y soldados, así como a los hombres y mujeres ricos que paseaban por el camino. Danyin se mordió el labio y resistió el impulso de pedir al hombre encaramado en el angosto pescante que arreara al animal para que avanzara más deprisa. Todos los sirvientes del templo destilaban una dignidad serena que no invitaba precisamente a darles órdenes. Tal vez esto se debía a que su actitud recordaba la de los sacerdotes, que desde luego no recibían órdenes de nadie.

Se acercaban al final de una carretera larga y ancha. La bordeaban casas grandes de dos y tres plantas que contrastaban con el revoltillo de bloques de viviendas, tiendas y almacenes que componían la mayor parte de la ciudad. Las residencias de la vía del Templo eran tan caras que solo los más ricos podían permitírselas. Aunque Danyin pertenecía a una de las familias más acomodadas de Jarime, ninguno de sus parientes vivía allí. Eran mercaderes a quienes el templo y la religión les interesaba tanto como el mercado y su cena: los consideraban necesidades básicas por las que no valía la pena armar mucho alboroto, a menos que pudieran amasar una fortuna con ello.

Danyin pensaba de forma distinta desde que tenía uso de razón. Creía que había otras cosas valiosas aparte del oro. Cosas como la lealtad a una causa noble, la ley, un código de conducta civilizado, el arte y la búsqueda de conocimiento; cosas que en opinión de su padre podían comprarse o eran prescindibles.

El platén llegó al Arco Blanco, la entrada al templo. Las efigies talladas en relieve de los cinco dioses se erguían majestuosas sobre la cabeza de Danyin. Unos surcos estrechos rellenos de oro imitaban de forma espectacular los rayos luminosos que despedían cuando cobraban forma visible. «Sé lo que comentaría mi padre al respecto: si a los dioses no les importa el dinero, ¿por qué no está hecho su templo de palos y arcilla?»

El platén atravesó el arco, y el templo apareció ante él en todo su esplendor. Danyin suspiró con admiración. Tenía que reconocer que se alegraba de que el edificio no fuera de palos y arcilla. A su izquierda estaba la Cúpula, una semiesfera enorme en cuyo interior se celebraban ceremonias. Los elevados arcos de su base daban acceso al interior y producían la impresión de que la Cúpula flotaba a poca distancia del suelo. Dentro se encontraba el altar en que los Blancos entraban en comunión con los dioses. Aunque Danyin no lo había visto, tal vez su nuevo cargo le brindaría la oportunidad.

Junto a la Cúpula se alzaba la Torre Blanca, el edificio más alto que jamás había existido y que parecía llegar hasta las nubes. Naturalmente, era solo una ilusión. Danyin había estado en las habitaciones más altas y sabía que las nubes quedaban aún muy lejos. Por otro lado, este efecto debía de causar un gran impacto en los visitantes. Danyin comprendía las ventajas de impresionar tanto al plebeyo como al gobernante extranjero.

A la derecha de la torre se hallaban las Cinco Casas, una gran construcción hexagonal que servía de alojamiento para el clero. Danyin nunca había entrado en ella y probablemente jamás lo haría. Aunque respetaba a los dioses y a sus devotos, no albergaba el menor deseo de ordenarse sacerdote. A sus cincuenta y un años, era demasiado mayor para abandonar algunas de sus malas costumbres. Además, su esposa nunca le habría dado su consentimiento.

«Por otro lado, tal vez la seduzca la idea. —Sonrió para sí—. Siempre se queja de que pongo su casa y sus planes patas arriba cuando estoy allí».

Una extensión considerable de terreno despoblado rodeaba los edificios del templo. Había caminos pavimentados y arriates dispuestos en círculos concéntricos. La circunferencia era el símbolo sagrado del Círculo de los Dioses, y, al pensar en algunas de las maneras en que dicho símbolo se había incorporado al templo, Danyin se preguntaba si los diseñadores y arquitectos originales habían sido unos fanáticos dementes. ¿De verdad hacía falta decorar las letrinas comunitarias con elementos circulares, por ejemplo?

Conforme el platén se acercaba a la torre, el corazón de Danyin latía cada vez más deprisa. Sacerdotes y sacerdotisas vestidos de blanco caminaban en distintas direcciones con paso apresurado. Algunos reparaban en su presencia y lo saludaban con una cortés inclinación de cabeza, gesto que sin duda habrían dedicado a cualquier otra persona que llevara una vestimenta elegante. El platén se detuvo frente a la torre, y Danyin se apeó. Dio las gracias al cochero, que inclinó la cabeza una vez antes de arrear de nuevo al arem.

Danyin respiró hondo y se volvió hacia la entrada de la torre. Unos pilares robustos sostenían un arco ancho. Cruzó el umbral. Las luces mágicas del interior iluminaban la sala repleta de columnas que abarcaba toda la planta baja de la torre. Allí se celebraban reuniones y se recibía a las visitas importantes. Puesto que los Blancos, además de ejercer la autoridad máxima en la religión circuliana, eran los gobernantes de Hania, el templo no solo se utilizaba como centro de culto, sino también como palacio. Los líderes de otros países, sus embajadores y otras personalidades relevantes se congregaban allí en las ocasiones trascendentes, o acudían para negociar asuntos políticos. Se trataba de un caso excepcional; en todos los demás territorios el clero ocupaba una categoría inferior a la de la clase dirigente.

La sala estaba atestada de gente, y un murmullo de voces flotaba en el aire. Sacerdotes de ambos sexos iban y venían con paso apresurado o charlaban con hombres y mujeres que llevaban joyas relucientes, jubones confeccionados con finas telas y, encima, tagos, a pesar del calor que hacía. Danyin contempló los rostros con una especie de asombro reverencial. Casi todos los gobernantes, todas las personas famosas, adineradas e influyentes de Ithania del Norte estaban allí.

«No doy crédito a mis ojos».

Lo que los había llevado al templo de Hania era el deseo de presenciar la elección del quinto y último miembro de los Blancos por parte de las divinidades. Ahora que la ceremonia había finalizado, todos querían conocer a la nueva Elegida de los dioses.

Danyin se obligó a seguir caminando entre dos filas de columnas. Estas convergían de forma radial en el centro del edificio. Él se adentraba cada vez más, dirigiéndose hacia un grueso muro circular en cuyo interior una escalera subía en espiral hasta la planta superior. El ascenso a la cúspide de la torre era agotador, pero los constructores habían ideado una solución sorprendente. Una cadena pesada colgaba en el hueco de la escalera hasta atravesar un agujero en el suelo. En la base de los escalones había un sacerdote. Danyin se acercó a él e hizo la señal formal del círculo, juntando el índice y el pulgar de ambas manos.

—Soy Danyin Lanza —dijo—. Vengo a ver a Dyara la Blanca.

El sacerdote asintió.

—Bienvenido, Danyin Lanza —respondió con voz profunda.

Danyin escudriñó al hombre en busca de algún indicio de que estuviera comunicándose mentalmente con otros, pero este ni siquiera pestañeó. La cadena del hueco de la escalera comenzó a moverse. Danyin contuvo la respiración. Aún lo asustaba un poco aquel artilugio instalado en el centro de la Torre Blanca. Al alzar la mirada, vio un gran disco de metal que descendía hacia ellos.

Se trataba de la base de un recinto metálico tan ancho como el hueco de la escalera. Todo el mundo lo llamaba «la jaula», por razones obvias. Su aspecto era muy similar al de los armazones de juncos en los que encerraban a los animales en el mercado, y seguramente inspiraba en sus ocupantes una sensación de vulnerabilidad parecida. Para alivio de Danyin, no era la primera vez que montaba en aquel armatoste. Aunque dudaba que algún día llegara a sentirse cómodo en él, no estaba tan aterrado como en ocasiones anteriores. Solo le faltaba que el miedo se sumara al nerviosismo que sentía por estar a punto de empezar a ejercer un cargo importante.

Una vez que el recinto de metal se detuvo al fondo del hueco, el sacerdote abrió la puerta e hizo pasar a Danyin. La jaula se elevó, y él pronto perdió de vista al hombre. La escalera parecía girar en torno a él conforme la jaula ascendía. En los peldaños había un trasiego considerable de hombres y mujeres vestidos con cirques, uniformes de criados o los suntuosos ropajes de los ricos e importantes. Las plantas inferiores albergaban aposentos y salas de reuniones para los dignatarios extranjeros. Sin embargo, cuanto más subía la jaula, menos personas había. Finalmente, Danyin llegó a los niveles superiores, donde vivían los Blancos. La jaula redujo su velocidad antes de detenerse por completo.

Danyin abrió la puerta y salió. A dos pasos de distancia, en la pared de enfrente, había una puerta. Vaciló por un momento antes de acercarse a ella. Aunque ya había hablado con Dyara, el segundo miembro más poderoso de los Blancos, su presencia aún lo intimidaba un poco. Se limpió el sudor de las manos restregándolas contra sus costados, respiró hondo y alzó el puño para llamar.

Sus nudillos no golpearon más que aire, pues la puerta se abrió hacia dentro. Una mujer alta de mediana edad le sonrió.

—Tan puntual como siempre, Danyin Lanza. Adelante.

—Dyara la Blanca —saludó él con respeto, realizando el signo del círculo—. Mal podía llegar tarde, cuando habéis tenido la amabilidad de enviarme un platén.

Ella arqueó las cejas.

—Si bastara con enviar un platén para garantizar la puntualidad, unas cuantas personas a quienes he convocado en el pasado me deberían una explicación. Pasa y siéntate.

Dio media vuelta y se adentró de nuevo en la habitación con paso decidido. Su altura, combinada con su atuendo de sacerdotisa circuliana, le habría conferido un aspecto imponente aunque no hubiera sido una Blanca inmortal. Cuando él la siguió hacia el interior de la estancia, advirtió que había otro miembro de los Blancos presente. Efectuó de nuevo la señal del círculo.

—Mairae la Blanca.

La mujer sonrió, y a Danyin se le alegró el corazón. La belleza de Mairae era legendaria en toda Ithania del Norte. Las canciones de alabanza comparaban sus cabellos con el reflejo del sol en el oro, y sus ojos con zafiros. Se decía que con una sonrisa podía conseguir que un monarca renunciara a su reino. Danyin dudaba que le bastara con sonreír para ganarse el apoyo de los reyes actuales, pero había un brillo atractivo en los ojos de Mairae y una calidez en su actitud que siempre lo hacía sentirse a gusto.

Más joven que Dyara, no era tan alta ni rezumaba una adusta seguridad como ella. Dyara había sido elegida la segunda de los cinco Blancos. Su Elección se había llevado a cabo setenta y cinco años atrás, cuando ella contaba cuarenta y dos, por lo que su conocimiento del mundo abarcaba más de un siglo. Mairae, elegida a los veintitrés años hacía un cuarto de siglo, poseía menos de la mitad de la experiencia de Dyara.

—No dejes que el rey Berro te robe hoy todo tu tiempo —le advirtió Dyara a Mairae.

—Ya encontraré algo con que distraerlo —respondió esta—. ¿Necesitas ayuda con los preparativos para los festejos de esta noche?

—Aún no. Sin embargo, tenemos por delante un día entero en el que puede gestarse algún desastre. —Se quedó callada, como si se le hubiera ocurrido una idea, y miró a Danyin de reojo—. Mairae, ¿podrías hacerle compañía a Danyin mientras yo compruebo algo?

—Por supuesto —respondió Mairae con una sonrisa. Cuando la puerta de la habitación se cerró detrás de Dyara, la Blanca sonrió de nuevo—. Todo esto es aún demasiado abrumador para nuestra nueva compañera —le confió en tono de complicidad—. Todavía recuerdo esa sensación. Dyara me mantenía tan ocupada que no me quedaba tiempo para pensar.

Danyin sintió una punzada de aprensión. ¿Qué haría si la nueva Blanca era incapaz de cumplir con sus obligaciones?

—No te alarmes, Danyin Lanza —le dijo Mairae, risueña, y él recordó que todos los Blancos sabían leer la mente—. No le ocurre nada malo. Solo sigue un poco descolocada por el sitio donde se encuentra.

Danyin asintió, aliviado. Observó a Mairae. Quizá era una buena ocasión para obtener información sobre el miembro más reciente de los Blancos.

—¿Cómo es? —preguntó.

Mairae frunció los labios mientras meditaba su respuesta.

—Inteligente. Poderosa. Leal a los dioses. Compasiva.

—Me refiero a qué la diferencia de los otros Blancos —precisó él.

Ella se rió.

—¡Ah! Dyara no me había avisado que eras un adulador. Eso me gusta en un hombre. Mmm. —Entornó los ojos—. Intenta ponerse en la piel de todas las partes en conflicto y, naturalmente, procura averiguar lo que la gente quiere o necesita. Creo que será una buena conciliadora.

—¿O negociadora, tal vez? Tengo entendido que estuvo implicada en aquel incidente con los dunwayanos hace diez años.

—Sí. Fue su aldea la que ellos invadieron.

—Ah. —«Interesante».

De pronto, Mairae se enderezó y miró la pared que Danyin tenía detrás. «No —se corrigió—, no está mirando la pared. Tiene la atención puesta en otra parte». Empezaba a reconocer los pequeños gestos que revelaban que un Blanco había establecido comunicación mental con otro. Mairae posó de nuevo la vista en él.

—Tienes razón, Danyin Lanza. Acaban de informarme de que el rey Berro desea verme. Me temo que debo dejarte. ¿Te las arreglarás bien aquí solo?

—Sí, por supuesto —respondió él.

Mairae se levantó.

—Estoy segura de que nos veremos a menudo, Danyin Lanza. Y no me cabe la menor duda de que serás un buen consejero.

—Gracias, Mairae la Blanca.

Se marchó, dejando tras ella un silencio inusualmente profundo. «Es porque aquí no llegan ruidos del exterior», pensó Danyin. Dirigió la mirada a la ventana, grande y circular, a través de la que se veía el cielo. Un escalofrío le bajó por la espalda.

Se puso de pie y se armó de valor para acercarse al ventanal. Aunque ya la había contemplado antes, la vista desde la Torre Blanca aún le causaba vértigo. El mar se abría ante él. Avanzó un poco más y divisó la ciudad que se extendía a sus pies, una ciudad de juguete, con casas diminutas y personas aún más diminutas. Cuando dio otro paso, notó que el corazón se le aceleraba cuando avistó la Cúpula, semejante a un huevo descomunal semienterrado en el suelo.

Entonces vio el suelo. Mucho, mucho más abajo.

El mundo se inclinó y empezó a girar en torno a él. Danyin retrocedió hasta que no vio más que el mar y el cielo. Su cabeza dejó de dar vueltas de inmediato. Tras respirar hondo varias veces, su pulso recuperó poco a poco la normalidad.

Entonces oyó que la puerta se abría a su espalda, y el corazón le dio un vuelco. Al volverse, vio a Dyara entrar en la habitación. La acompañaba una sacerdotisa. En cuanto Danyin dedujo quién era, su aprensión cedió el paso a la curiosidad.

La nueva Blanca, aunque tan alta como su acompañante, tenía los brazos más delgados y el rostro anguloso. El tono de su cabello era un poco más claro que el castaño terroso de Dyara. Sus ojos grandes e inclinados hacia arriba le conferían un ligero aspecto de pájaro. Ella lo miró con expresión inteligente, y en su boca se dibujó una sonrisilla divertida. Sin duda lo estudiaba y leía todos sus pensamientos mientras él la contemplaba.

Costaba romper con los hábitos arraigados. A lo largo de los años, él había aprendido a juzgar el carácter de una persona a primera vista, y ahora no podía evitarlo. Cuando Dyara y ella caminaron hacia él, se fijó en el nerviosismo que delataba la postura de los hombros de la nueva Blanca. Sin embargo, su mirada firme y la determinación en sus labios parecían indicar que su seguridad natural en sí misma no tardaría en aflorar. Según le habían dicho a Danyin, ella contaba veintiséis años, y su apariencia lo confirmaba, pero había una madurez en su expresión que traslucía un conocimiento del mundo y una experiencia superiores a los de cualquier mujer noble de su edad.

«Sin duda tuvo que estudiar a conciencia y aprender con rapidez para convertirse en una sacerdotisa superior siendo tan joven —pensó Danyin—. Además, debe de poseer dones extraordinarios. Para tratarse de una chica que llegó de aquella aldea pequeña cuyos habitantes fueron tomados como rehenes por los dunwayanos, ha realizado grandes progresos».

Dyara sonrió.

—Auraya, te presento a Danyin Lanza —dijo—. Será tu consejero.

Danyin hizo la señal formal del círculo. Auraya empezó a alzar las manos para corresponder a su gesto, pero se detuvo y las bajó de nuevo a los costados.

—Te saludo, Danyin Lanza —dijo en cambio.

—Os saludo, Auraya la Blanca —contestó él.

«Habla con aplomo —advirtió—. O al menos consigue que la inquietud no se le note en la voz. Solo le falta mejorar un poco su porte. —Ella se puso derecha y alzó la barbilla—. Eso está mejor —pensó él. Entonces cayó en la cuenta de que seguramente Auraya le había leído la mente y había corregido su postura en consecuencia—. Me llevará un tiempo acostumbrarme a estas lecturas mentales», reflexionó Danyin.

—Me da la impresión de que trabajaréis bien juntos —observó Dyara. Los guió hacia las sillas—. Danyin nos ha sido útil en el pasado. Su perspectiva sobre la relación con Toren fue especialmente lúcida y nos ayudó a sellar una alianza con el rey.

Auraya lo miró con interés sincero.

—¿De verdad?

Él se encogió de hombros.

—Me limité a exponer lo que había aprendido de mi estancia en Toren.

Dyara soltó una risita.

—Y además es de una modestia refrescante. Su información sobre otros pueblos te resultará igual de útil. Habla todos los idiomas de Ithania.

—Excepto el siyí y el elay —puntualizó él.

—Tiene buen ojo para la gente. Sabe dar consejo a hombres y mujeres poderosos con discreción y sin ofenderlos.

Auraya desvió su atención de Dyara hacia él mientras hablaban. Frunció los labios al oír el último comentario.

—Un don muy útil, sin lugar a dudas —dijo.

—Te acompañará siempre que recibas a alguien en audiencia. Debes permanecer atenta a sus pensamientos; te guiarán en tus respuestas.

Auraya asintió y posó la vista en Danyin, como pidiéndole disculpas.

—Danyin es plenamente consciente de que eso forma parte de sus funciones —le aseguró Dyara. Sonrió a Danyin y añadió dirigiéndose a Auraya—: Aunque eso no significa que debas olvidar las buenas maneras que te he enseñado.

—Por supuesto que no.

—Ahora que hemos terminado con las presentaciones, debes bajar a las plantas inferiores. El rey de Toren te espera para reunirse contigo.

—¿Ya voy a reunirme con reyes? —preguntó Auraya.

—Sí —dijo Dyara con rotundidad—. Han venido a Jarime a presenciar la Elección. Ahora quieren conocer a la Elegida. Ojalá me fuera posible retrasar este momento, pero no puedo.

—No te preocupes —repuso Auraya encogiéndose de hombros—. Simplemente confiaba en disponer de más tiempo para familiarizarme con mi nuevo consejero antes de solicitarle sus servicios.

—Ya os familiarizaréis el uno con el otro al trabajar juntos.

Auraya hizo un gesto afirmativo.

—Muy bien. —Le dedicó una sonrisa a Danyin—. Pero quisiera conocerte mejor en cuanto tenga la oportunidad.

Él agachó la cabeza.

—Y yo estoy deseando tratar más con vos, Auraya la Blanca.

Las dos mujeres se levantaron y se encaminaron hacia la puerta, seguidas por Danyin. Él había conocido al fin a la mujer para quien trabajaría, y nada en su actitud auguraba que su labor fuera a resultar difícil o desagradable. Su primera misión sería un asunto muy distinto.

«Ayudarla a lidiar con el rey de Toren —pensó—: he aquí un auténtico reto».

Tryss cambió ligeramente de posición, abriendo y cerrando los dedos de los pies contra la áspera corteza de la rama. Al mirar hacia abajo por entre el follaje del árbol, vio que algo se movía en la maleza y se puso tenso, lleno de expectación. Sin embargo, aunque estaba ansioso por inclinarse hacia delante, desplegar las alas y lanzarse en picado, permaneció inmóvil.

Sentía comezón por el sudor que se deslizaba por su cuerpo, mojaba la malla de fibra de caña de su chaleco y sus pantalones, y le picaba en la membrana de las alas. Las correas que llevaba en torno a las caderas y el cuello le apretaban y lo incomodaban, y los punzones que colgaban contra su abdomen le resultaban pesados. Demasiado pesados. Lo arrastrarían hasta el suelo en cuanto intentara volar.

«No —se dijo—. Controla tus instintos. El arnés no te estorbará. No entorpecerá tu vuelo. Son más peligrosas las puntas de estos punzones». Si se pinchaba con ellas… Dudaba que tuviera muchas probabilidades de sobrevivir si caía bajo los efectos de un somnífero mientras estaba encaramado en una rama delgada a muchas alturas de hombre por encima del suelo.

Se puso rígido al advertir otro movimiento más abajo. Cuando tres yervos salieron al claro que tenía debajo, contuvo la respiración. Vistos desde arriba parecían barriles estrechos de piel marrón, y la perspectiva reducía sus puntiagudos cuernos a meros tocones. Poco a poco, los animales se acercaron al reluciente arroyo, arrancando bocados de hierba conforme avanzaban. Tryss deslizó la mano por las correas y las palancas de madera del arnés, asegurándose de que todo estuviera en su sitio. A continuación, respiró hondo varias veces y se dejó caer.

Los yervos eran herbívoros gregarios de sentidos muy desarrollados que les permitían detectar la posición y la actitud de todos los miembros de su rebaño. También podían percibir las mentes de otros animales cercanos y descubrir si tenían la intención de atacar. Los yervos eran corredores veloces. Los únicos depredadores que conseguían cazarlos eran los que aprovechaban el factor sorpresa o poseían el don del engaño mental —como el temido leramer—, pero incluso estos solo tenían posibilidades de atrapar a los miembros más viejos o enfermos del rebaño.

Mientras Tryss descendía, vio que los yervos, al captar la proximidad de una mente hostil, se ponían tensos y miraban alrededor, confundidos y sin saber hacia dónde huir. Era inconcebible para ellos que un depredador los atacara desde arriba. A medio camino del suelo, Tryss extendió los brazos hacia los lados y notó que las membranas de sus alas se henchían, oponiendo resistencia al aire. Surgió de la fronda del árbol, precipitándose hacia su presa.

El terror se apoderó de las bestias cuando se percataron de que prácticamente lo tenían encima. Se dispersaron entre sonoros bramidos. Tryss siguió a uno de ellos, agachando la cabeza para esquivar las ramas de otros árboles. Lo persiguió hasta un claro y, cuando le pareció que se encontraba en la posición adecuada sobre el animal, tiró de la correa que llevaba enrollada en torno al pulgar derecho. Uno de los punzones se desprendió de su cintura.

En ese momento, el yervo cambió bruscamente de dirección. El punzón erró su objetivo y desapareció entre la hierba. Aguantándose las ganas de soltar una maldición, Tryss ladeó las alas y siguió al animal. Esta vez intentó no pensar en que estaba a punto de atacar. Despejó su mente de todo pensamiento que no fuera el de alinear su trayectoria con la del yervo, alzó el pulgar izquierdo y notó que se liberaba del pequeño peso del punzón.

Este se clavó en el lomo de la bestia, justo detrás de la cruz. Una sensación de triunfo recorrió a Tryss. Mientras el animal continuaba corriendo, el punzón se sacudía adelante y atrás, golpeándose contra su piel. Tryss lo observaba con nerviosismo, temiendo que la punta no se hubiera hundido lo suficiente para que la droga entrara en su torrente sanguíneo, o que el punzón se desprendiera.

Sin embargo, permanecía firmemente sujeto al lomo del yervo. Este aminoró el paso, dando traspiés hasta detenerse, por lo que Tryss comenzó a sobrevolarlo en círculos como un ave carroñera. Escrutó los alrededores con la mirada en busca de lerameres u otros depredadores grandes. Si no tenía cuidado, le robarían su presa.

Debajo, el yervo se había tambaleado y había caído de costado. Tras asegurarse de que podía aterrizar sin peligro, Tryss se posó con suavidad a varios pasos del animal. Aguardó a que se le pusieran los ojos vidriosos antes de acercarse. Los aguzados cuernos de un yervo podían inutilizarle con facilidad las alas a un siyí.

Vista de cerca, la bestia parecía enorme. Tryss calculó que no le habría llegado a la altura de los hombros, de haber estado ambos en pie. Deslizó la mano sobre la piel del yervo. Despedía calor y un intenso olor animal. Tryss se dio cuenta de que sonreía de emoción.

«¡Lo he conseguido! ¡He derribado sin ayuda a uno de los animales grandes del bosque!»

Los siyís no cazaban bestias de gran tamaño. Eran una raza pequeña, ligera y frágil, con pocos poderes mágicos. Sus piernas no estaban hechas para correr largas distancias, y los movimientos de sus brazos —sus alas— eran limitados. Aunque hubieran podido levantar una lanza o una espada, no habrían sido capaces de empuñarla con firmeza. Sus manos, integradas en la estructura de las alas salvo por el pulgar y el índice, no servían para realizar tareas que requiriesen fuerza. Cada vez que Tryss examinaba su cuerpo, se preguntaba si la diosa Huan, que hacía muchos cientos de años había creado a su pueblo a partir de los pisatierra —los humanos que habitaban el resto del mundo—, había olvidado proporcionarles recursos para defenderse o alimentarse.

Puesto que no había armas que los siyís pudieran utilizar en pleno vuelo, la mayoría creía que la diosa no los había concebido como un pueblo de cazadores o guerreros. En cambio, debían recolectar y cultivar grano, frutas, verduras y frutos secos. Estaban condenados a atrapar y criar animales pequeños y vivir en un lugar que no fuera accesible para los pisatierra: la inhóspita e infranqueable cordillera de Si.

En las montañas, las tierras cultivables eran escasas y poco extensas, y muchos de los animales cuya carne comían resultaban cada vez más difíciles de cazar. Tryss estaba convencido de que Huan no había creado a su pueblo con el propósito de que muriese de hambre. Suponía que por eso los había dotado de inventiva. Bajó la vista hacia el artefacto que llevaba atado al cuerpo con correas. Era de diseño sencillo. El reto había sido idear un mecanismo simple que, sin dificultarle los movimientos necesarios para el vuelo, le permitiera lanzar los punzones.

«¡Con esto podemos cazar! Tal vez incluso podríamos defendernos, recuperar parte del territorio que los pisatierra nos han robado». Sabía que el invento no les serviría para combatir contra ejércitos de invasores, pero sí para librarse con facilidad de los grupos de forajidos pisatierra que ocasionalmente se adentraban en Si.

«Sin embargo, dos punzones son pocos —decidió—. Estoy seguro de que podría llevar cuatro. No pesan tanto. Pero ¿cómo los lanzaría? Solo tengo dos pulgares».

Ya pensaría en ello más tarde. Al contemplar al yervo dormido, comprendió que tenía un problema. Llevaba consigo una cuerda, con el fin de izarlo y dejarlo colgado de un árbol, fuera del alcance de la mayor parte de los depredadores, mientras él volaba de vuelta a casa en busca de alguien que admirara su proeza y lo ayudara a descuartizar su presa. Ahora dudaba que tuviera la fuerza suficiente incluso para arrastrar el animal hasta el tronco más cercano. No le quedaba otro remedio que dejarlo allí y esperar que los depredadores no lo encontraran. Eso significaba que debía conseguir ayuda cuanto antes. Volaría más deprisa sin el arnés. Se lo desabrochó, se lo quitó de los hombros y lo ató a un árbol. Desenfundó su cuchillo, cortó un mechón de la crin del yervo y se lo guardó en el bolsillo. Tras comprobar la dirección del viento, arrancó a correr.

Hacía falta una gran cantidad de energía para despegar del suelo. Tryss pegó un salto y batió las alas. Resollando a causa del esfuerzo, alcanzó una altura en la que los vientos soplaban con más fuerza y le permitían planear y remontar el vuelo. En cuanto recuperó el aliento, aceleró con impulsos vigorosos de las alas, aprovechando las corrientes de aire favorables.

En momentos como aquel, perdonaba a la diosa Huan por obligar a su pueblo a pasar tantos apuros y dificultades. Le encantaba volar. Al parecer, a los pisatierra les encantaba usar las piernas. Se divertían con una actividad llamada «baile» que consistía en caminar o correr con movimientos preestablecidos, solos, en pareja o en grupo. Lo más parecido entre los siyís era el trei-trei, que se practicaba como rito de cortejo o como deporte que ponía a prueba la destreza y la agilidad.

Tryss interrumpió sus reflexiones cuando avistó más adelante una franja de roca desnuda que atravesaba el bosque como una cicatriz larga y estrecha. Se dividía en tres escalones que descendían por la ladera. Se trataba del Claro, donde se había asentado la población de siyís más numerosa. Muchos de ellos llegaban y partían a diario desde aquella peña abrupta. Tryss descendió despacio, buscando rostros conocidos. Casi había llegado a la enramada de sus padres cuando divisó a sus primos. Los gemelos estaban sentados en la tibia roca de la pendiente inferior, a cada lado de una chica.

Tryss notó una opresión en el pecho cuando reconoció a la joven de huesos finos y cabello brillante: era Drili. Ella y su familia se habían convertido recientemente en sus vecinos. Tryss describió un círculo en el aire, planteándose la posibilidad de continuar su búsqueda en otra parte. Antes se llevaba bien con sus primos, cuando estaba dispuesto a soportar que se metieran con él por sus costumbres extrañas.

Entonces la familia de Drili se había instalado en el Claro, y ahora sus primos competían por la atención de la chica, a menudo a costa de Tryss. Este había aprendido a evitar su compañía cuando ella estaba cerca.

Antes ellos respetaban su ingenio, y él aún deseaba compartir con ellos sus logros, pero no podía hablarles del éxito de su cacería en presencia de Drili. Lo utilizarían como pretexto para burlarse de él. Además, se quedaba sin habla ante ella. No, tendría que encontrar a otra persona.

Entonces se percató de que desde arriba tenía una buena vista del pequeño y fascinante hueco entre los pechos de la chica que el chaleco dejaba al descubierto, y la sobrevoló una vez más de forma casi inconsciente. Su sombra pasó por encima de Drili, que alzó la mirada. Tryss se estremeció de gusto y turbación cuando ella le sonrió.

—¡Tryss! Baja y ven aquí con nosotros. Ziss y Trinn acaban de contarme un chiste de lo más gracioso.

Los dos chicos miraron hacia arriba y fruncieron el ceño, visiblemente molestos por haber dejado de acaparar el interés de la joven. «Pues mala suerte —pensó Tryss—. Acabo de abatir un yervo. Quiero que Drili lo vea». Descendió en picado, plegó las alas y aterrizó con delicadeza ante ellos. La muchacha arqueó las cejas. A él se le hizo de inmediato un nudo en la garganta que le impedía hablar. Fijó la vista en ella y notó el picor que siempre sentía en la cara cuando se sonrojaba.

—¿Dónde has estado? —inquirió Ziss—. La tía Trill ha estado buscándote.

—Será mejor que vayas a ver qué quiere —le advirtió Trinn—. Ya sabes cómo es.

Drili se rió.

—Oh, no parecía tan preocupada. No creo que tengas que ir ahora mismo. —Sonrió de nuevo—. Bueno, ¿dónde has estado toda la mañana?

Tryss tragó en seco y respiró hondo. Esperaba poder articular al menos una palabra.

—Cazando —barbotó.

—¿Cazando qué? —se mofó Ziss.

—Yervos.

Los dos chicos soltaron un resoplido de burla e incredulidad. Trinn miró a Drili y se inclinó hacia ella como para contarle un secreto, pero habló en voz lo bastante alta para que Tryss lo oyera.

—Tryss tiene ideas muy raras, ¿sabes? Cree que puede cazar animales grandes atándose piedras al cuerpo y dejándolas caer sobre ellos.

—¿Piedras? —dijo ella con el entrecejo fruncido—. Pero ¿cómo…?

—Punzones —balbució Tryss—. Punzones con jugo de florrim en la punta. —Le ardían las mejillas, pero al pensar en el yervo inconsciente, lo invadió una oleada de orgullo—. Y ya he cazado uno. —Se llevó la mano al bolsillo y sacó el mechón de crin de yervo.

Los tres siyís lo contemplaron con interés. Ziss alzó la vista hacia Tryss, entornando los ojos.

—Nos estás gastando una broma —lo acusó—. Le has cortado esto a un yervo muerto.

—No. Está dormido, a causa del florrim. Os lo demostraré. —Tryss miró a Drili, sorprendido y aliviado por poder pronunciar al fin frases enteras delante de ella—. Traed vuestros cuchillos y nos daremos un banquete esta noche. Pero si esperáis demasiado, un leramer lo encontrará y nos quedaremos sin nada.

Los chicos intercambiaron una mirada. Tryss supuso que estaban ponderando la posibilidad de que estuviera tomándoles el pelo contra la posibilidad de cenar carne.

—Está bien —dijo Ziss irguiéndose y desperezándose—. Iremos a ver a ese yervo.

Trinn se levantó y flexionó las alas. Cuando Drili se puso de pie con la clara intención de seguirlos, el corazón le dio un vuelco a Tryss. Quedaría impresionada al ver el animal. Con una gran sonrisa, él tomó impulso y saltó hacia el cielo.

Comenzó a alejarse, guiándolos, pero arrugó el ceño con irritación cuando los gemelos volaron hacia un grupo de chicos mayores que estaban en un extremo del Claro. Reconoció a Sreil, el atlético hijo de la portavoz Sirri, líder de su tribu. Se le secó la boca al advertir que el grupo alzaba el vuelo hacia él entre silbidos estridentes.

—Así que has cogido a un yervo, ¿eh? —gritó Sreil mientras pasaba por su lado.

—Puede que sí —respondió Tryss.

Le hicieron más preguntas, pero él se negó a explicar cómo había abatido a la bestia. En días anteriores no había conseguido persuadir a muchos siyís de que echaran un vistazo a su arnés. Si se ponía a describirlo ahora, se aburrirían y perderían el interés. Por otro lado, en cuanto vieran al yervo querrían saber cómo lo había capturado. La utilidad del arnés quedaría demostrada. Empezarían a tomarse en serio sus ideas. Al cabo de unos minutos, miró hacia atrás. Para su consternación, el grupo que lo seguía había duplicado su número. Las dudas empezaron a minar su seguridad en sí mismo, pero las apartó de su mente. En cambio, dejó que su imaginación fantaseara sobre el futuro. Sreil le llevaría carne a la portavoz Sirri. La líder de los siyís pediría a Tryss que le enseñara su invento. Le encargaría que fabricara más y enseñara a los demás a utilizarlo.

«Seré un héroe. Los gemelos nunca volverán a burlarse de mí».

Despertó de su ensoñación cuando se encontraba cerca del lugar donde había dejado al yervo. Voló en círculos, recorriendo la zona en busca del animal, pero no lo halló. Consciente de las miradas puestas en él, descendió hasta el suelo y caminó de un lado a otro. Había una extensión de hierba aplastada del tamaño de una bestia voluminosa, pero el yervo había desaparecido.

Tryss fijó la vista en el hueco, decepcionado, y se le cayó el alma a los pies cuando los siyís aterrizaron alrededor de él.

—Bueno, ¿qué hay de ese yervo? —preguntó Ziss.

Tryss se encogió de hombros.

—Ya no está. Os he dicho que si tardábamos demasiado lo encontraría un leramer.

—No hay sangre —observó uno de los chicos mayores—. Si se lo hubiera llevado un leramer, habría sangre.

—Tampoco hay señales de que se lo hayan llevado a rastras —añadió otro—. Si el leramer se lo hubiera comido aquí mismo, quedarían los restos.

Tryss reconoció para sus adentros que tenían razón. ¿Dónde estaba el yervo, entonces?

Sreil se acercó y examinó el suelo, pensativo.

—Pero es cierto que un animal grande estuvo tumbado aquí hace poco rato.

—Echándose una siesta, seguramente —comentó alguien.

Algunos soltaron una risita.

—¿Y bien, Tryss? —dijo Ziss—. ¿Has encontrado un yervo dormido y has pensado que podías convencernos de que lo habías matado?

Tryss posó la mirada en su primo y luego en las caras burlonas de los siyís que lo rodeaban. Le ardía el rostro.

—No.

—Tengo cosas que hacer —dijo alguien.

Los siyís comenzaron a alejarse. El aire vibró con su aleteo. Tryss no despegaba los ojos del suelo. Oyó unos pasos que se aproximaban y sintió una palmadita en el hombro. Al alzar la vista, vio que Sreil estaba junto a él, tendiéndole el punzón que había lanzado al yervo.

—Buen intento —admitió.

Tryss apretó los dientes. Cogió el punzón que le ofrecía Sreil y observó al muchacho mayor mientras este corría hacia una zona despejada y se elevaba.

—Has usado florrim, ¿verdad?

Tryss se sobresaltó. No se había percatado de que Drili seguía allí.

—Sí.

Ella estudió el punzón.

—Seguro que hace falta más florrim para dormir a un animal que para dormir a una persona, y dudo que eso se clave muy hondo en la piel de un yervo. Tal vez deberías probar con algo más fuerte o letal. O asegurarte de que no se despierte una vez que se haya dormido. —Dio unos golpecitos en la funda de cuchillo que llevaba sujeta al muslo.

«No le falta razón», pensó él.

Drili le dedicó una amplia sonrisa antes de girar sobre los talones. Cuando saltó para alzar el vuelo, Tryss la contempló con admiración.

A veces se preguntaba cómo podía ser tan estúpido.