Capítulo 10

10

Hay un tipo especial de tensión que se apodera de quienes se acercan al final de un viaje. Para la tripulación del Heraldo, esta sensación tenía que ver con la tarea más sutil de maniobrar para arribar a un puerto que ya estaba atestado de embarcaciones. Para los pasajeros, se trataba del ansia por dejar atrás la incomodidad de la nave, matizada por una combinación de esperanzas y dudas ante lo que les esperaba cuando llegaran a su destino.

Leiard observó al consejero de Auraya, que se encontraba de pie frente a las dos Blancas sentadas. Danyin Lanza era inteligente y culto, y se había mostrado cortés con Leiard, aunque algún comentario ocasional delataba su aversión hacia los tejedores de sueños en general.

Centró su atención en Mairae. De todos los Blancos, sin contar a Auraya, era la que mantenía una actitud más amable hacia él. Su calidez parecía una parte natural de su carácter más que algo estudiado, pero saltaba a la vista que prefería compañías de alta cuna. Aunque se compadecía de los pobres y alababa la laboriosidad de mercaderes y artesanos, no los trataba de la misma manera que a los ricos y poderosos. Leiard suponía que para ella los tejedores ocupaban una posición intermedia entre los pobres y los artesanos, y seguramente le inspiraban más lástima que desprecio.

Auraya, en cambio, no sentía compasión ni desdén hacia los tejedores de sueños. Leiard fijó los ojos en ella y lo recorrió una ligera oleada de orgullo. Era imposible evitarlo cuando pensaba en lo que ella había conseguido. Los otros Blancos habían aceptado al tejedor y sus consejos, aunque algunos claramente a regañadientes.

«Confían en que yo haga posible esta alianza. ¿Quién iba a imaginarlo? Los Elegidos de los dioses, fiándose de un tejedor de sueños».

Una ráfaga de aire frío golpeó el barco, acercándolo más a la ciudad. Las casas cuadradas de piedrablanca de Arbim estaban construidas en una pendiente que descendía abruptamente hasta el agua. Semejaban un cúmulo de escaleras descomunales. Algunas zonas verdes salpicaban aquel mar de blancura. A los somreyanos les encantaban los jardines.

En el centro del puerto se erguía una enorme estatua sobre una columna gigantesca. El desgaste que había sufrido parecía indicar una gran antigüedad, y las facciones resultaban casi irreconocibles. Esto despertó un recuerdo en la mente de Leiard que lo sacudió con fuerza. Era una imagen de la misma estatua, pero menos deteriorada. Un nombre iba asociado a ella.

«Svarlen. Dios del mar».

Tenía que tratarse de un recuerdo de conexión, un recuerdo de una época muy remota. Leiard alzó la mirada hacia el coloso mientras el buque pasaba junto a él, dejando que la imagen de una estatua más nueva se superpusiera a la actual. Al oír una sirena, se volvió de nuevo hacia la ciudad.

Un barco impulsado por remeros acudía a su encuentro. Era de gran anchura y tenía una decoración espectacular. Llevaba el emblema del Consejo de Sabios pintado en la vela. A una orden del capitán del Heraldo, los marineros arriaron la vela y la nave avanzó a la deriva hasta detenerse. Cuando el barco del consejo se aproximó de costado, las tripulaciones respectivas se lanzaron cuerdas para asegurar las dos embarcaciones entre sí.

Tres individuos de aspecto importante iban de pie en la cubierta, cada uno con el fajín dorado que los señalaba como miembros del Consejo de Sabios. A la izquierda estaba un sacerdote superior robusto y de cabello cano. Leiard recordó que se llamaba Halid. A la derecha se encontraba una mujer de mediana edad con un chaleco de tejedora de sueños. Debía de tratarse de Arlij, la representante de los tejedores ante el Consejo. La líder de su pueblo.

Leiard había estado deseando conocerla. En los mensajes que el Consejo había enviado a los Blancos a través de los sacerdotes de ambos países, ella se revelaba como una mujer perspicaz y orgullosa. El orgullo no estaba bien visto entre los tejedores, pero, como Leiard se obligó a sí mismo a recordar, tampoco lo estaban los juicios precipitados. Los tiempos que corrían exigían que la líder de los tejedores fuera fuerte.

La tercera persona del barco, situada entre las otras dos, era un anciano delgado que, aunque empuñaba un bastón, tenía una mirada despejada y alerta. Leiard supuso que era Meeran, presidente del Consejo.

Tras levantarse de su asiento, Auraya y Mairae dieron las gracias al capitán del Heraldo y pasaron a la embarcación que había ido a recibirlos. Las siguieron Leiard y Danyin, que llevaba la jaula de Travesuras. El viz refunfuñaba, molesto. A lo largo de la travesía, Auraya le había enseñado a sobrellevar el encierro a cambio de premios generosos. A pesar de ello, la tolerancia de la mascota hacia la jaula no duraba más de una hora.

Una vez que las Blancas se hallaban a bordo, Meeran dio un paso al frente.

—Bienvenidas a Somrey, Elegidas de los dioses. —Tras ejecutar una ligera reverencia, hizo la señal formal del círculo—. Soy el presidente Meeran. Es un placer para nosotros veros de nuevo, Mairae Labragemas, y un honor ser el primer país extranjero en acoger a Auraya Tintor.

Los ojos de Arlij se posaron en los de Leiard. Su mirada era intensa e inquisitiva, y el tejedor de sueños percibió en ella incertidumbre y recelo. Inclinó la cabeza, y ella correspondió bajando la barbilla brevemente.

—Estamos encantadas de visitar vuestras hermosas islas, presidente Meeran —contestó Mairae—, y me complace retomar el trato con vos y con todos los miembros del Consejo. —Miró a Halid y Arlij. Estos le dedicaron una inclinación de cabeza y murmuraron una respuesta.

—Estaba deseosa de conoceros a todos —aseveró Auraya con una sonrisa de entusiasmo. Los labios de Arlij se curvaron hacia arriba, pero su expresión risueña no se extendió a sus ojos—. Me han hablado mucho de la belleza de vuestro país, y espero visitar algunos de sus rincones —añadió Auraya—, si dispongo de tiempo para ello.

«En otras palabras, si arreglamos este asunto con rapidez», pensó Leiard.

—En ese caso, organizaremos un recorrido para vos —dijo Meeran sonriendo con franqueza. Desplazó la vista hacia Danyin, que estaba al otro lado de Mairae—. Tú debes de ser Danyin Lanza. Tuve el placer de comerciar con tu padre en mis años mozos.

Danyin soltó una risita.

—En efecto. Me hablaba a menudo de tu habilidad para el regateo con tanta admiración como mordacidad.

La sonrisa de Meeran se ensanchó.

—Ya me lo imagino, aunque quisiera creer que ahora hago mejor uso de esa habilidad, por el bien del pueblo. —Fijó la vista en Auraya, y Leiard se preguntó si ella había reparado en la sutil advertencia que encerraban las palabras del hombre. Acto seguido, Meeran dirigió su atención a Leiard—. Y tú debes de ser el tejedor asesor Leiard.

Este asintió.

—¿Habías estado antes en Somrey?

—Guardo recuerdos de este lugar, pero son muy antiguos.

Arlij arqueó levemente las cejas.

—Pues sé bienvenido de nuevo, tejedor de sueños —dijo Meeran—. Tengo muchas ganas de oír cómo alcanzaste un puesto tan especial y prometedor como el de tejedor asesor de los Blancos. Y ahora —añadió volviéndose y dando una palmada—, os ofreceremos un refrigerio.

El barco se había apartado de la nave, y las espaldas de los remeros se doblaban al tiempo que los remos cortaban el agua. Meeran guió a sus visitas hacia unos asientos y conversó amablemente con ellas mientras los sirvientes les servían copas de una bebida caliente con especias llamada ahm.

Una muralla alta se extendía a lo largo de toda la ciudad. En lo alto de ella había una larga hilera de personas. Las más próximas al borde estaban sentadas con las piernas colgando. Conforme el barco del consejo se acercaba, las voces del gentío se hacían más audibles. Auraya y Mairae saludaron agitando el brazo, lo que levantó gritos de entusiasmo entre la multitud.

La embarcación no atracó frente a la aglomeración, sino que siguió adelante. Leiard vio que guardias armados impedían que la gente traspasara los límites de una zona del puerto. Al otro lado, no había más que una fila de sacerdotes, y hacia ellos se dirigía el barco.

Unos embarcaderos de madera maciza habían sido construidos a lo largo del muro del muelle. Cuando el casco del barco se detuvo contra uno de ellos, los tripulantes sacaron sus remos del agua. Mientras unos amarraban el bote, otros tendían una pasarela tallada y pintada para que los visitantes desembarcaran.

Meeran los guió a tierra y luego por unas escaleras. Desde la cima del muro, los sacerdotes contemplaban a Mairae y Auraya con una reverencia y una emoción tan intensas que Leiard las percibía sin esfuerzo. Dos sacerdotes superiores se acercaron para que Halid los presentara. Al dirigir la vista más allá, Leiard advirtió que se encontraba en el recinto del templo de Arbim. El edificio, de un estilo más humilde que los de Jarime, tenía el mismo diseño que la mayor parte de las construcciones de la ciudad: sencillo y de una sola planta.

Cuando oyó que alguien pronunciaba su nombre, Leiard se centró de nuevo en las presentaciones. Los sacerdotes superiores lo observaban con curiosidad y recelo disimulados. Una vez que todos se hubieron presentado, Arlij anunció que debía marcharse.

—He de regresar a la Casa de los Tejedores. Esta noche llevaremos a cabo la conexión de primavera —explicó. Se volvió hacia Leiard—. ¿Te gustaría asistir, tejedor Leiard?

A él se le aceleró el pulso. Una conexión: la oportunidad de consultar a otros tejedores de sueños sobre sus extraños recuerdos.

—Sería un honor —respondió de forma pausada—. Sin embargo, es posible que requieran mi presencia aquí.

—Esta noche no, Leiard —dijo Auraya. Lo miró a los ojos con serenidad e inclinó la cabeza de manera casi imperceptible. «Reúnete con los tuyos —parecía decir su expresión—. Demuéstrales que eres de fiar»—. Pero necesitaremos tu asesoramiento mañana por la mañana —añadió.

—Entonces asistiré —contestó él— y regresaré esta noche.

Arlij asintió.

—Estaré encantada de reunirme de nuevo con todos vosotros mañana —dijo con un movimiento cortés de la cabeza.

Los demás respondieron en voz baja. Cuando ella dio media vuelta, un sacerdote se aproximó a ellos y se ofreció a guiarlos a través del templo.

La líder de los tejedores guardó silencio mientras seguían al sacerdote. Tras un corto trecho, salieron a un patio. Un tarne de cuatro ruedas con toldo y cochero los aguardaba allí.

—El sacerdote superior quería que nos marcháramos por la verja principal —dijo Arlij—, pero he insistido en que saliéramos por aquí. En la parte de delante seguramente se habría aglomerado una muchedumbre que habría dificultado nuestra salida.

Leiard hizo un gesto en señal de conformidad. ¿Estaba insinuando ella que la multitud podía ser peligrosa, o simplemente que les obstaculizaría el paso? Aunque Somrey era la nación más tolerante con los tejedores de sueños y la que más apoyo les brindaba, en todos los países había grupos reducidos que se oponían a la mayoría.

El tarne, austero y poco decorado, era de alquiler. Leiard se acomodó junto a Arlij en el asiento. La líder de los tejedores indicó al cochero adónde se dirigían, y poco después circulaban por las calles estrechas y concurridas de la ciudad.

Mientras el tarne se acercaba a la Casa de los Tejedores, Arlij observaba a su acompañante. No era como ella esperaba, aunque, por otro lado, sus expectativas no eran muy definidas. Lo había imaginado más como un circuliano que como un tejedor de sueños.

Por el contrario, Leiard se comportaba más como un tejedor que ella misma. El modo en que respondía a sus preguntas le recordaba mucho a su maestro. Kifler, que desconocía la fecha de su nacimiento, había residido durante casi toda su vida en un paraje remoto. Él también era un hombre callado y observador.

Las respuestas de Leiard acerca de su relación con Auraya la Blanca habían dejado sin habla a Arlij. Había empezado a instruirla cuando era niña con la esperanza de que ella se convirtiera en su discípula. En vez de ello, Auraya se había unido a los circulianos. Si Arlij se hubiera llevado una decepción semejante, dudaba que hubiese sido capaz de encontrarse frente a frente con su antigua alumna sin luchar contra el resentimiento. Leiard parecía haber aceptado la decisión de Auraya y su nombramiento como Blanca. Incluso se refería a ella como una amiga.

Todo parecía demasiado bonito para ser cierto. Que los dioses hubieran elegido a alguien que simpatizaba con los tejedores de sueños y había recibido sus enseñanzas era increíble. Que consintieran que su pueblo acariciara siquiera la idea de colaborar con los tejedores lo era aún más. ¿Habían aceptado al fin la existencia de los paganos?

Arlij lo dudaba. Un siglo de persecución había diezmado a los tejedores de sueños, pero no los había eliminado. Los primeros años de violencia tras la muerte de Mirar habían movido a los más compasivos a apiadarse de los tejedores, y a los más rebeldes a unirse a la secta. Tal vez ahora los dioses intentaban ganarse a los paganos aparentando generosidad y benevolencia.

«No lo conseguirán —pensó—. Mientras los tejedores transmitan recuerdos de generación en generación mediante las conexiones, ninguno de ellos olvidará la verdadera naturaleza de los dioses».

El tarne dobló una esquina y se detuvo frente a un edificio grande. Había mucho movimiento en la calle, un trasiego continuo de personas que entraban y salían del edificio. Leiard elevó la vista hacia los símbolos tallados en la fachada.

—La única Casa de los Tejedores que sigue en pie en Ithania del Norte —le informó Arlij—. Bien, entremos.

Él la siguió al interior de una sala espaciosa. Tres sabios tejedores ancianos salieron al encuentro de Arlij y le hablaron en somreyano. Cuando ella lo presentó como el tejedor asesor de los Blancos, el recelo asomó a sus rostros.

Leiard los saludó en somreyano. Arlij se quedó mirándolo, sorprendida.

—Tu dominio de nuestro idioma es impresionante —le dijo.

—Conozco muchas lenguas —respondió él encogiéndose de hombros.

—La conexión de primavera está a punto de iniciarse —anunció alguien.

Al fijarse en Leiard, Arlij percibió un brillo de emoción en sus ojos. Saltaba a la vista que esperaba aquel momento con ansia. Ella echó a andar hacia el pasillo. Leiard la siguió, con los tres ancianos tejedores detrás, más callados que de costumbre, según le pareció a Arlij. «Sin duda han deducido que él participará en el acto, y están cavilando sobre si se trata de algo bueno o malo. Es una apuesta arriesgada. Puede que él descubra muchas cosas sobre nosotros, pero tienen que comprender que nosotros podemos averiguar también muchas cosas sobre las intenciones de Leiard y los Blancos respecto a la alianza».

¿Había pensado en ello Auraya cuando lo había autorizado para apartarse de su lado durante la tarde?

El pasillo desembocaba en una gran puerta de madera. Arlij la abrió y salió a un jardín redondo que estaba en un nivel inferior. El aire era fresco y húmedo. Varios tejedores de sueños se hallaban ya allí, formando un círculo discontinuo. Leiard paseó la mirada alrededor con un ligero desconcierto en el semblante, como si reconociera aquel sitio.

Arlij se incorporó al corrillo y se apartó para hacerle un hueco a Leiard. Los tejedores ancianos de la sala ocuparon sus puestos. Arlij esperó a que reinara el silencio y dejó que la quietud del lugar serenara sus pensamientos antes de pronunciar las palabras rituales.

—Nos hemos reunido esta noche en paz y en busca del entendimiento. Nuestras mentes se conectarán entre sí. Los recuerdos fluirán entre nosotros. Nadie debe buscar, espiar o imponer su voluntad a otros. Por el contrario, nos integraremos en una sola mente.

Alzó los brazos a los lados y tomó a sus vecinos de la mano. Sus sentidos captaron primero dos mentes, y luego docenas de ellas, conforme los demás tejedores de sueños unían sus manos y pensamientos. Surgió un sentimiento de euforia compartida, y se produjo una breve pausa.

Un torrente de imágenes e impresiones barrió de inmediato toda noción del mundo físico. Recuerdos de la infancia se mezclaban con los de sucesos recientes. Rostros familiares aparecían tras los de personas desconocidas. Fragmentos de conversaciones rememoradas resonaban en los pensamientos de todos. Arlij no hizo el menor esfuerzo por guiarlos; dejó que los recuerdos embarullados fluyeran libremente.

Poco a poco, ocurrió lo inevitable. Todos sentían curiosidad respecto al recién llegado. Algunos comenzaron a preguntarse quién era, y los que lo sabían revelaron su identidad. La respuesta de Leiard empezó por la confirmación de que ejercía el cargo de tejedor asesor y luego incorporó poco a poco varias capas de pensamiento. Arlij comprendió que el hombre albergaba la esperanza de ayudar a su pueblo. Vio también el afecto y la admiración que le profesaba a Auraya. Al mismo tiempo, él reveló su temor hacia los Blancos y sus dioses.

La líder reparó, divertida, en que los pensamientos de Leiard comenzaban a discurrir en círculos. Cada vez que su mente se centraba en la desconfianza y aversión que sentía por los dioses y los Blancos, pensar en Auraya lo tranquilizaba. Aunque no la consideraba capaz de hacerle daño a él o a otros tejedores de sueños por voluntad propia, no era tan necio para creer que no lo haría si los dioses se lo ordenaban. A su juicio, el riesgo valía la pena.

Fue un alivio para todos comprobar que él colaboraba con Auraya por el bien de su gente, y no por los dioses; ni siquiera por ella. No obstante, estar con otros circulianos aparte de Auraya despertaba un miedo profundo en él. Un temor así solo podía proceder de la experiencia. ¿Le había ocurrido algo terrible? Mientras Arlij reflexionaba sobre esto, los pensamientos de Leiard se desviaron hacia otras cuestiones que le preocupaban. Reveló que recuerdos extraños acudían a su memoria sin que él los evocara. En ocasiones afloraban a su mente pensamientos que sentía que no eran del todo suyos. La curiosidad de los otros tejedores conectados se avivó.

Como consecuencia, estos recuerdos se desbordaron.

Arlij vio al Guardián del puerto. La estatua no estaba tan deteriorada como en la actualidad, y de pronto ella supo qué representaba. Era un dios, y no el que veneraban ahora los circulianos.

Vio una Arbim más pequeña, con la muralla del embarcadero a medio construir. Vio la Casa de los Tejedores como un edificio nuevo pintado con colores vivos y acogedores.

Vio el rostro de un anciano tejedor de sueños y supo que era su predecesor de siglos atrás. Acompañaba a la imagen un pensamiento que no parecía corresponder a la voz interior de Leiard.

«Era un hombre orgulloso, aquel líder de los tejedores. Tuve que persuadirlo para que no negara sus cuidados al presidente, aunque este se lo merecía. Fue la última vez que visité Somrey. En aquel entonces apenas podía calificarse de reino; ni siquiera estaba considerado una parte de Ithania del Norte. ¿Quién iba a imaginar que se convertiría en el único refugio para los tejedores de sueños?»

A Arlij le latía el corazón a toda prisa. «Leiard tiene razón —se dijo—. Estos pensamientos no son suyos. Son de Mirar».

Ya había topado antes con pensamientos de conexión similares. Muchos de los tejedores de sueños poseían reminiscencias sueltas de Mirar que habían adquirido a través de las conexiones. El antiguo líder se había conectado con otros tejedores durante tanto tiempo que muchos de sus recuerdos seguían en circulación. En cierto modo resultaba reconfortante la idea de que el ritual que Mirar había instaurado para fomentar la comprensión y la enseñanza rápida sirviera también para mantener viva una parte de él en la mente de sus seguidores.

Sin embargo, Leiard poseía algo más que fragmentos de la memoria de Mirar. Su cabeza estaba tan llena de recuerdos que la personalidad del líder parecía cobrar forma en su interior. Era como si lo conociera tan bien que hubiera podido predecir su comportamiento o sus palabras.

Arlij percibió la emoción de los otros tejedores. Notaba que animaban a Leiard a liberar más recuerdos, pero el torrente había amainado ahora que él había tomado conciencia de la fuente de la que manaban. Arlij se percató de que hasta ese momento Leiard no sabía ni sospechaba la verdad. Ni siquiera estaba seguro de quién le había transmitido dichos recuerdos. Seguramente había sido su maestro o maestra, aunque solo se acordaba de esa persona de forma vaga.

Esto era otra cosa que lo molestaba. ¿Por qué eran tan borrosos muchos de sus propios recuerdos?

Tienes muchos recuerdos de conexión —le explicó ella—. Y has pasado muchos años aislado. Con el tiempo, olvidas fácilmente qué recuerdos te pertenecen y cuáles no. Los límites se desdibujan, así que debes definirlos de nuevo. El mejor método para ello es la conexión. La reafirmación de tu identidad después de una conexión refuerza tu noción de ti mismo.

Pero al conectarme acumularé más recuerdos de conexión, señaló Leiard.

En efecto. Sin embargo, cuanto más te conectes, menor será este problema. Por el momento, conéctate con un solo tejedor de sueños para que la transferencia de recuerdos por cada autoafirmación sea mínima. Conéctate con personas más jóvenes, pues tienen menos recuerdos que transferir. El muchacho al que estás instruyendo, por ejemplo, cumpliría bien este propósito.

Jayim. —Leiard pensó en la escasa experiencia de la vida que tenía el chico—. Sí, resultará de lo más apropiado…, si decide seguir siendo un tejedor de sueños.

El desencanto de varios tejedores se hizo sentir. Habían caído en la cuenta de que Leiard no podría participar en otra conexión con ellos mientras estuviera en Arbim, por lo que ya no verían más recuerdos de Mirar. Arlij esbozó una sonrisa irónica. Su gente había dejado a un lado sus recelos y ahora aceptaba a Leiard y se fiaba de él. ¿Era solo porque atesoraba los recuerdos de Mirar?

«No —concluyó—. Sus intenciones son buenas. Es leal a nosotros, aunque esta lealtad sería puesta seriamente a prueba si se viera obligado a elegir entre los suyos y Auraya». Que él tuviera un buen concepto de la nueva Blanca era también una buena señal.

Satisfecha, inició la última parte del ritual, la autoafirmación.

«Soy Arlij, líder de los tejedores de sueños. Nací en Tirninya, soy hija de Linin Botero y…»

Se guardó sus pensamientos para sí mientras rememoraba los acontecimientos que en su opinión la definían mejor. Cuando abrió los ojos, comprobó que Leiard seguía enfrascado en el ritual. Las arrugas en su frente se hicieron más profundas, exhaló un suspiro profundo y la miró. Ella sonrió y le soltó la mano.

—Nos has sorprendido a todos, Leiard.

Él desplazó la vista hacia los otros tejedores, que se habían apiñado en grupos para hablar, sin duda sobre él.

—El descubrimiento de esta noche ha sido una sorpresa para mí también. Tengo mucho en que pensar. ¿Sería una desconsideración que me marchara ahora?

Arlij sacudió la cabeza.

—No, ellos lo comprenderán. Normalmente la mayoría se va a casa poco después de la conexión, aunque creo que harían una excepción esta noche si te quedaras. Nos vemos fuera, antes de que se abalancen sobre ti. —Lo acompañó a la puerta, ahuyentando con un gesto a un tejedor anciano que se disponía a abordarlos—. Leiard debe regresar junto a sus compañeros de viaje —anunció suscitando murmullos de desilusión.

Leiard se llevó la mano al corazón, la boca y la frente, y los tejedores lo imitaron.

Mientras lo guiaba por el pasillo en dirección a la entrada de la Casa, a Arlij no se le ocurría nada que decir; solo se agolpaban en su cabeza preguntas que más valía dejar para más tarde. Al salir de la Casa, se encontraron con un platén de alquiler que acababa de llegar. De él descendió una familia con un niño enfermo. Arlij hizo una seña al cochero.

—¿Puedes llevarnos? —le preguntó.

—¿Adónde? —inquirió el hombre.

—Al templo —le indicó ella—. A la entrada posterior.

El hombre arqueó las cejas. Tras negociar un precio justo y pagar al cochero, Arlij observó a Leiard mientras este subía al carruaje.

—Espero verte mañana —dijo.

—Sí. —Leiard le sonrió y volvió la mirada al frente.

El cochero, interpretándolo como una señal, sacudió las riendas, y el vehículo se puso en marcha.

Arlij meneó la cabeza lentamente. Resultaba extraño enviar a un tejedor a un templo circuliano.

Cuando el platén desapareció tras una esquina, ella entró a toda prisa en la Casa. Tal como imaginaba, el tejedor Niran, su confidente más íntimo, la aguardaba en el vestíbulo. Tenía los ojos desorbitados de asombro.

—Ha sido… ha sido…

—Increíble —convino ella—. Acompáñame a mi habitación. Tenemos que hablar.

—De entre todos los tejedores —jadeó él mientras la seguía escaleras arriba—, tenía que ser precisamente el asesor de los Blancos quien poseyera los recuerdos de Mirar.

—Un hombre extraordinario en una situación extraordinaria —comentó ella.

Cuando llegaron ante la puerta de su habitación, la abrió e invitó a Niran a pasar primero. Él se volvió hacia ella.

—¿Crees que los Blancos lo saben?

Arlij reflexionó.

—Si él lo ignoraba, ¿cómo iban a saberlo ellos?

—Todos los Blancos pueden leer mentes. Sin duda Juran habrá reconocido rasgos de Mirar en Leiard.

Ella pensó en el aspecto y el porte de Leiard. No se asemejaba en absoluto al Mirar que había visto en los recuerdos de conexión.

—Si los ha reconocido, no se ha disgustado por ello. Y si no, ahora que Leiard y nosotros lo sabemos, los Blancos lo descubrirán también. Solo espero que esto no le cause problemas.

Niran abrió mucho los ojos y asintió con convicción en señal de conformidad.

—También saben que Leiard ha estado trabajando en beneficio de todos. —Alzó la vista hacia Arlij—. Lo que de por sí resulta bastante curioso, ¿no crees?

Ella movió la cabeza afirmativamente.

—¿Te parece curioso que alguien que lleva en su interior una parte de la conciencia de Mirar propugne esta alianza?

—Sí.

—Hagan lo que hagan los Blancos respecto a Leiard, una cosa está clara. —Se acercó a la chimenea, donde una botella de ahm se calentaba al fuego—. Deberíamos considerar la posibilidad, por extraña que parezca, de que una alianza entre Somrey y los Blancos sea lo que Mirar hubiera querido.

Tryss observaba con aprensión la mota que se agrandaba en el cielo. Habían pasado horas desde que Drili le había asegurado que se reuniría con él. El joven se había puesto su arnés nuevo tres veces, decidido a no esperarla. Sin embargo, en cada ocasión se lo había quitado de nuevo. Ella le había arrancado la promesa de que no lo probaría en su ausencia, y él no quería defraudarla.

Ahora, mientras contemplaba a la siyí que se acercaba, Tryss notó que el pulso se le aceleraba, primero por el miedo, luego por la emoción. Drili había ido a verlo trabajar muchas veces. Aunque él temía que la chica acabara por aburrirse, ella simplemente se quedaba sentada a su lado, parloteando sin parar. Tryss descubrió que, para su sorpresa, le gustaba oírla. La chica hablaba sobre todo de sus familias respectivas, o de la alianza propuesta por los pisatierra, pero a menudo le planteaba preguntas sobre los objetos que había creado. A veces le hacía sugerencias. De cuando en cuando, eran buenas.

La mota había aumentado de tamaño hasta convertirse en una figura que descendía hacia él. Tryss suspiró de alivio al reconocer las manchas en las alas de Drili. Recogió el arnés, agachó la cabeza para pasarla por el lazo de la correa del cuello y comenzó a atarse las otras sujeciones.

Drili anunció su llegada con un silbido. Se posó en el suelo con elegancia y caminó hacia él con aire resuelto y una sonrisa de oreja a oreja.

—Menuda pinta tienes con eso —comentó.

—Llegas tarde —dijo él, totalmente incapaz de adoptar un tono de irritación.

—Lo sé, perdona. Mi madre me ha obligado a pelar guirris durante horas. —Dobló los dedos—. ¿Estás listo?

—Llevo horas listo.

—Entonces vamos allá.

Remontaron el vuelo juntos. Las correas del arnés de Tryss susurraban al viento. Era más ligero que el anterior, pues constaba de menos piezas. No obstante, la mayor parte del peso se encontraba justo debajo de su pecho, por lo que lo notaba más que con el arnés anterior.

—¿Es cómodo? —gritó Drili para hacerse oír.

—Soportable —respondió él.

Descendieron en picado hacia un valle estrecho. A diferencia de la ladera de la montaña, en la que solo crecían los árboles y hierbas más resistentes, el valle estaba cubierto de vegetación, y era más probable que albergara animales ocultos. Cuando sobrevolaban las copas de los árboles a toda velocidad, algo se elevó de pronto en el aire. Drili soltó un grito de emoción.

—¡Atrápalo! —chilló.

Era un arke, un ave de rapiña que estaba más acostumbrada a cernerse sobre su presa, abatirse sobre ella y aturdirla con magia paralizante que a convertirse en objeto de persecución. Planeaba por debajo de ellos, aleteando de vez en cuando.

Tryss lo siguió. Tras juntar los brazos y agarrar la cerbatana que llevaba sujeta a un costado, desplegó las alas antes de caer demasiado bajo. Con otro movimiento rápido, se acercó el tubo a los labios. Había llegado la hora de probar la utilidad de su última modificación.

Aferrando un extremo del tubo con los dientes, introdujo el otro en el cesto de dardos diminutos que le colgaba debajo del pecho. Aspiró hasta que notó que uno de ellos se introducía en la cerbatana. Al levantar la mirada de nuevo, vio que el arke había cambiado de rumbo. Tryss inclinó las alas y se lanzó tras él.

El ave planeaba más abajo, sin saber cómo burlar a sus perseguidores. Aunque a los siyís les habría encantado cazar arkes para comer, rara vez se molestaban en intentarlo, de modo que no eran depredadores con los que el ave estuviera familiarizada. Con el tubo fijo entre los dientes, Tryss apuntó lo mejor posible y sopló con todas sus fuerzas.

Falló.

Soltó un gruñido, lo más parecido a una palabrota que pudo proferir con la cerbatana en la boca. Se dobló para aspirar otro dardo hacia el interior del tubo y apuntó de nuevo. Esta vez erró el tiro por el largo de un brazo. Con un suspiro, lo intentó una vez más, pero en el último momento el ave descendió bruscamente para refugiarse entre los árboles.

La frustración envolvió a Tryss como una enredadera estranguladora. Apretó los dientes y notó que la cerbatana se partía. Esta vez masculló una palabrota de verdad, y el tubo cayó de entre sus labios hacia la espesura.

De pronto, lo único que quería era desembarazarse del artilugio que llevaba atado al cuerpo. Voló hacia una peña que se erguía a un lado del valle, aterrizó en ella con violencia, se sentó y comenzó a dar tirones a las correas del arnés. Drili se dejó caer al suelo delante de él.

—Espera, yo me encargo —dijo agarrándole las manos.

A Tryss le entraron ganas de apartarla de un empujón. «¿Por qué estoy tan enfadado?» Se puso de pie, se relajó y dejó que ella aflojara sus ligaduras. La frustración y la rabia remitieron cuando la opresión de las correas disminuyó, y entonces él advirtió que estaba más cerca de ella de lo que jamás se había atrevido a estar.

—Bueno, ¿qué ha pasado? —preguntó Drili mientras el arnés se deslizaba hasta el suelo.

Tryss hizo una mueca.

—He fallado. Luego la cerbatana se ha roto. La… la he aplastado con los dientes.

Ella asintió despacio.

—Puedo fabricarte otra, pero tendrás que aprender a utilizarla mejor.

—¿Cómo?

—Practicando. Ya te dije que no era tan fácil como parecía.

—Pero si he estado practicando.

—En tierra. Tienes que practicar los disparos desde el aire, contra blancos en movimiento. —Desvió la mirada y frunció el ceño—. También creo que necesitas idear algo que te ayude a sostenerla mientras apuntas, y que impida que la pierdas si se te cae.

Él se quedó mirándola y sonrió.

—No sé por qué pierdes el tiempo conmigo, Drili.

Ella fijó los ojos en él y le dedicó una gran sonrisa.

—Te encuentro interesante, Tryss. E inteligente. Aunque a veces eres un poco lento.

—¿Lento? —preguntó él con expresión mortificada.

—Quiero preguntarte algo, Tryss: ¿cuántas veces tiene que repetirle una chica a un chico que no tiene pareja para el treitrei antes de darse por vencida e intentarlo con otro?

Él la contempló, sorprendido. Drili parpadeó y retrocedió unos pasos antes de dar media vuelta y precipitarse desde lo alto de la peña. Al cabo de unos instantes, se elevó en el aire, empujada por una corriente ascendente.

Sacudiendo la cabeza, Tryss abandonó el arnés y echó a volar en pos de ella.