Capítulo 43

43

Leiard abrió los ojos. Iba montado en un arem, solo. Las montañas se erguían ante él. El camino serpenteaba hacia ellas. Presa de un pánico súbito, tiró de las riendas de su montura.

«Me dirijo hacia el paso. ¿Qué está ocurriendo? Debería estar yendo en la dirección contraria».

«Así es —respondió Mirar—, pero el necio de tu discípulo ha huido y tenemos que encontrarlo».

«¿Jayim? ¿Por qué iba a querer huir?»

«No lo sé. Cuando fui a buscarlo, se había marchado».

«¿A buscarlo? ¿Os separasteis?»

«Pensé que agradecería un poco de intimidad».

Leiard concibió una sospecha creciente.

«¿Por qué? ¿Qué has hecho?»

«Le compré un regalo para mantenerlo distraído. ¿O habrías preferido que presenciara una discusión con Auraya?»

«¿Qué regalo?»

«Una puta. ¿Quién iba a imaginar que un joven como Jayim se asustaría por eso?»

Leiard soltó un gruñido y se llevó las manos a la cara.

«Se supone que eres sabio y que conoces bien la mente y el corazón humanos. ¿Cómo puedes haber cometido un error semejante?»

«Nadie es perfecto».

«Si te equivocaste respecto a Jayim, es posible que también te equivoques respecto a Auraya».

«No —replicó Mirar con firmeza—. Solo un idiota enamorado sería incapaz de ver el peligro en que estabas poniendo a nuestro pueblo. Arlij comparte mi opinión. Juran también».

«¿Y Auraya? —A Leiard se le encogió el corazón—. ¿Qué le has dicho?»

«Nada. No la he visto. Y es una pena. Con las ganas que tenía…»

Con un suspiro, Leiard tendió la mirada hacia las montañas. «Todavía es posible que se te presente la oportunidad. Tenemos que encontrar a Jayim». Juran había dejado claro que Leiard debía asegurarse de que su relación con Auraya permaneciera en secreto. Jayim no podía enterarse de ello más que a través del propio Leiard, pues no podía conectar con otro tejedor de sueños sin correr el riesgo de transmitirle esa información.

«Con la excepción de Arlij —pensó—. Ella lo sabe. —Espoleó al arem para que reanudara la marcha—. Arlij podría tomarlo como discípulo».

«¡Ah, tienes toda la razón! —exclamó Mirar—. Te he devuelto el control porque suponía que encontrarías a Jayim más fácilmente que yo. No hacía falta. No es necesario que regresemos».

«Por supuesto que lo es. Soy el maestro de Jayim. No puedo traspasarle esa obligación a otra persona sin el consentimiento del chico… o de esa persona».

«Claro que puedes. Juran te ordenó que te alejaras. Se enfadará si vuelves. Tu deber de evitar problemas a tu pueblo pesa más que tu responsabilidad para con Jayim».

«¿Que me alejara de qué? —alegó Leiard—. ¿De la tienda de campaña? ¿De las montañas? ¿De Ithania del Norte? No, me ordenó que me alejara de Auraya. Mientras rehúya encontrarme con ella, estaré obedeciendo su orden. Regresaré y encontraré a Jayim».

«No. Lucharé contra ti».

Leiard sonrió.

«Lo dudo. Creo que estás de acuerdo conmigo en esto».

«¿Por qué estás tan seguro?»

«Tú estableciste estas normas. Estás incluso más obligado a seguirlas que yo».

No obtuvo respuesta a esto.

Leiard caviló sobre cómo encontrar a Jayim. Primero debía contactar con Arlij. Pero si era de día, estaría despierta y sería imposible comunicarse con ella mediante una conexión en sueños. Por otra parte, tal vez percibiría que él la buscaba. Algunos tejedores con poderes excepcionales eran capaces de ello, cuando no estaban distraídos con otras cosas. Leiard descabalgó y condujo al arem a un lado del camino en el que una roca grande y alargada se alzaba en posición vertical. Alguien había grabado unos números en la superficie. Aquellos hitos habían sido colocados hacía poco por los circulianos en la carretera este-oeste, a intervalos de aproximadamente un día de camino.

Con la espalda apoyada en la roca, Leiard cerró los ojos y se sumió en un trance onírico. No le resultó difícil, pues se sentía como si llevara días sin dormir.

«Y así es».

«¡Silencio!»

Leiard comenzó a respirar despacio y buscó una mente conocida.

¿Arlij?

Aguardó unos momentos y la llamó de nuevo. Tras la tercera llamada, oyó una respuesta débil.

¿Leiard? ¿Eres tú?

Sí, soy yo.

Te oigo distinto. ¿Eres tú… y no Mirar?

Sí, soy yo. ¿Está Jayim contigo?

Sí.

Suspiró aliviado.

¿Dónde estáis?, preguntó.

En la carretera este-oeste. Estamos volviendo sobre nuestros pasos. Raeli dice que se ha visto a numerosos pentadrianos salir de unas minas a este lado de las montañas. El ejército circuliano está regresando a toda prisa para enfrentarse con ellos. ¿Dónde estás tú?

En la carretera este-oeste también. Dudo que os haya adelantado, así que seguramente os dirigís hacia mí. Os esperaré aquí.

Bien. Jayim se alegrará de verte.

Leiard abrió los ojos. Se puso de pie y condujo al arem hasta un lugar desde donde alcanzaba a ver el camino y se sentó de nuevo. Le hacían ruido las tripas a causa del hambre, pero estaba demasiado cansado para levantarse e ir a ver si había comida en las alforjas del arem.

«¿Cuánto hace que dejé que tomaras el control?», le preguntó a Mirar.

«Un día y medio».

«¿Qué has hecho durante todo ese tiempo?»

«Es mejor que no lo sepas…, aunque, a decir verdad, me pasé casi todo el rato buscando a Jayim».

Leiard exhaló un suspiro.

«Tienes razón, prefiero no saberlo».

Soltó el cabestro del arem, que aprovechó la oportunidad para ponerse a pastar. Llevar a un jinete era más descansado para las bestias que tirar de un tarne muy cargado. Mientras tuvieran agua en abundancia y un poco de hierba a un lado de la carretera para comer cada noche, podían avanzar durante días a un buen ritmo. Leiard examinó al animal, una hembra, con ojo crítico. No estaba enferma ni herida. Mirar no la había hecho caminar hasta la extenuación.

Aunque no tenía ganas más que de tumbarse a dormir, Leiard se levantó para ocuparse de su montura.

El sol brillaba más alto en el cielo cuando los tejedores de sueños aparecieron. Arlij, como de costumbre, conducía el primer tarne de la caravana. Leiard montó en el arem y esperó.

—Tejedor de sueños Leiard —saludó Arlij cuando se encontraba cerca—. Me alegra que hayas vuelto con nosotros. Nos ahorra la molestia de buscarte después.

—Y yo me alegro de volver a verte, representante tejedora —respondió él—. ¿De verdad habrías venido a buscarme?

Cuando el tarne llegó frente a él, Leiard guió a su arem de modo que avanzara junto al vehículo. Arlij lo miró con desaprobación.

—¿Después de lo que me ha contado Jayim? Que no te quepa la menor duda. —Frunció el ceño—. Pareces cansado. ¿Has dormido? ¿Has comido?

Él hizo una mueca.

—Creo que hace un buen rato que no. No recuerdo nada de lo ocurrido en el último día y medio.

—Entonces Jayim estaba en lo cierto. Mirar se apoderó de ti.

—¿Se dio cuenta?

—Sí. Temía que fuera algo permanente, así que acudió a nosotros, lo que me puso en una situación difícil. ¿Debía ir a buscarte o cumplir con mi deber de sanadora?

—Tomaste la decisión correcta.

—Jayim no opinaba lo mismo. —Posó la vista en el muchacho—. El ejército circuliano desciende a paso veloz por la carretera. Debemos apartarnos de su camino y a la vez mantenernos lo bastante cerca para ser útiles. Jamás me habría imaginado que alguien pudiera atravesar las montañas por debajo.

Leiard se encogió de hombros.

—No es la primera vez. No todo el camino es subterráneo. Las minas comunican con cuevas de piedra caliza, que a su vez comunican con valles ocultos en los que los pastores apacientan a sus gabras. Hay otra mina abandonada a este lado de las montañas, aunque la última noticia que tenía al respecto era que la entrada se había hundido. Algo que cualquier hechicero poderoso arreglaría sin dificultades, por otra parte.

Arlij fijó la vista en él y movió la cabeza.

—Si no hubieras renunciado a tu cargo, habrías podido formar parte de la junta de guerra. Hace unos días analizaron la posibilidad de que los pentadrianos recorrieran las viejas minas que hay bajo las montañas. Tú los habrías prevenido.

—En ese caso, ¿me habrían creído?

Las comisuras de los labios de Arlij se torcieron hacia arriba.

—Auraya sí.

—No me habías comentado que habían hablado de eso.

Arlij arrugó el entrecejo.

—Raeli nos lo dijo anteayer. La noche en que te marchaste.

—O sea que si Juran no me hubiera expulsado, yo habría podido decirte que la posibilidad era real, tú habrías podido advertir a Raeli, y los Blancos no la habrían creído a ella.

Arlij echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Tendré que explicarle esto a Juran algún día. —Adoptó un aire meditabundo—. Es lo que haré si Juran se entera de que has vuelto y protesta.

—No puedo quedarme, Arlij.

Ella le lanzó una mirada seria y decidida.

—Tienes que quedarte con nosotros, Leiard. Lo que te sucede es antinatural y peligroso. Solo nosotros podemos ayudarte. Tengo la intención de llevarte conmigo a Somrey cuando esta guerra absurda haya terminado. Dudo que Juran se oponga a que haya una porción considerable de mar entre tú y Auraya. —Arqueó una ceja—. ¿Te parece bien?

Leiard apartó los ojos. Lo que ella le proponía era mucho más sensato que ir de un lado a otro a ciegas y sin rumbo fijo. Sin duda Mirar lo comprendería. Sintió una gratitud repentina hacia Arlij y se volvió hacia ella.

—Creo que cuanto más me empeño en irme, más motivos encuentro para quedarme. Gracias, representante tejedora. Me quedaré contigo.

Ella se mostró aliviada.

—Me alegro. Y ahora, vete ahí detrás a ver a tu discípulo. Ha estado preocupado por ti.

—Jade.

La voz arrancó a Emerahl de un sueño profundo. Su cuerpo abandonó su letargo a regañadientes. Frunció el entrecejo, irritada, inspiró y abrió los ojos.

Rozea estaba agachada sobre ella, sonriente.

—Deprisa, incorpórate. He enviado a los criados a buscar algunas cosas. Tenemos que dejarte presentable.

Emerahl se enderezó, restregándose los ojos. El tarne estaba parado.

—¿Presentable? ¿Por qué?

—El ejército viene hacia aquí. En cualquier momento nos adelantará. Es la oportunidad ideal para luciros. Vamos, despabílate. Tienes una pinta horrorosa.

La colgadura de la portezuela se abrió, y una criada le entregó a Rozea una jofaina con agua, una toalla y la caja de cosméticos de Emerahl. Esta vio que la caravana se había detenido a un lado de la carretera. Acto seguido, reparó en un sonido rítmico y lejano; el sonido de un gran número de pies que marchaban al compás de unos tambores.

—¿El ejército está retrocediendo? —El corazón de Emerahl dio un brinco cuando comprendió todo lo que implicaban las palabras de Rozea.

El ejército estaba regresando del paso. Para Rozea, era una ocasión de exhibir su mercancía que no podía desaprovechar. Para Emerahl, verse expuesta a la mirada de cientos de sacerdotes podía tener consecuencias catastróficas.

—Sí —dijo Rozea—. Está bajando por la carretera. No sé por qué. Lo averiguaremos cuando lleguen, cosa que ocurrirá de un momento a otro. Arréglate un poco. Voy a ver a las otras chicas. Enviaré a una sirvienta a buscarte.

Emerahl cogió la jofaina y la toalla. Cuando Rozea salió, se lavó la cara. «Tengo que encontrar un modo de evitarlo… cuanto antes». Bajó la vista hacia la caja y deslizó la tapa con el pie. Si no presentaba un aspecto decente, tal vez Rozea dejaría que no se exhibiera con las demás. La excusa tendría que ser convincente, pero en su larga vida Emerahl había visto a suficientes personas enfermas para saber cómo aparentar que estaba indispuesta, y los poderes de sanación podían utilizarse con otros fines.

Levantó la jofaina con agua, cerró los ojos y se concentró en su estómago.

Cuando la colgadura del tarne se descorrió de nuevo, Emerahl yacía en el asiento, con la cabeza cerca de la portezuela. Cuando la luz intensa entró a raudales, ella crispó el rostro y escondió la cabeza entre los brazos. La sirvienta clavó los ojos en ella, se fijó en el contenido de la jofaina y se alejó a toda prisa. Rozea apareció al cabo de un momento.

—¿Qué es esto? —preguntó en tono tenso.

Emerahl movió la cara ligeramente, de modo que Rozea pudiera ver las ojeras oscuras que se había pintado.

—Lo he intentado —dijo con voz débil—. Creía que podía fingir… Lo siento.

Tras llamar de nuevo a la criada y ordenarle que se llevara la jofaina, Rozea subió al carruaje.

—¿Qué… qué te pasa?

Emerahl tragó saliva y se frotó el vientre.

—Me ha sentado mal la comida, creo. Antes, cuando me he incorporado… Uf. Me siento fatal.

—Estás hecha una lástima. —Rozea puso mala cara, frustrada—. No puedo permitir que espantes a los clientes, ¿verdad? —Tamborileó con los dedos sobre su manga—. No importa. Eres mi favorita y no estás hecha para los ojos de los soldados rasos. Solo para quienes pueden permitirse pagar por contemplar una belleza única.

Emerahl emitió un leve lamento de resignación. La madama sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro.

—Descansa. Estos malestares no duran mucho. Seguro que esta noche ya estarás bien.

Cuando Rozea se marchó, Emerahl irguió la cabeza y levantó ligeramente la colgadura de la portezuela. Aunque no vio nada, los pasos de los soldados sonaban con más fuerza. Las risitas apagadas de las otras prostitutas, que estaban cerca, la hicieron sonreír. La situación era emocionante para ellas. De pronto, una voz masculina (la de uno de los guardias) exclamó: «¡Aquí llegan!».

Un jinete apareció, y ella sintió que su corazón dejaba de latir.

«Juran».

A primera vista, le pareció que no era distinto del hombre que ella había conocido cien años atrás. Cuando lo observó con más detenimiento, se percató de que no era así. La edad se reflejaba en sus ojos, en su expresión adusta y determinada. Seguía teniendo un aspecto apuesto y seguro de sí mismo, pero el tiempo lo había cambiado, aunque ella no acertaba a distinguir en qué, ni tenía la menor intención de averiguarlo.

Cuando el hombre se alejó, pasaron otros dos jinetes. Eran un hombre y una mujer, los dos bien parecidos. Ambos llevaban una túnica clara sin adornos. Dos Blancos más. La mujer lucía también un semblante severo. Aparentaba unos cuarenta años. El hombre que iba a su lado, en cambio, parecía mucho más joven. Tenía una mirada inquietantemente intensa. Cuando dirigió su atención hacia la caravana del burdel, frunció el ceño con desaprobación antes de alzar la barbilla y desviar la vista.

Los seguía un tarne. En su interior viajaban dos mujeres jóvenes. También iban vestidas de blanco y las dos eran atractivas. La rubia tenía una expresión más franca que la otra. Cuando vio la caravana, sus labios se curvaron en una leve sonrisa irónica que la hizo parecer mayor y más sabia de lo que correspondía a su apariencia física.

«Inmortales —pensó Emerahl—. Son fáciles de identificar cuando has conocido a unos cuantos. Me pregunto si yo soy igual de transparente».

La otra mujer llevaba el cabello suelto. Tenía los ojos grandes y el rostro triangular. Contempló la caravana y desvió la mirada enseguida. Emerahl se percató de que no lo había hecho por desdén. La mujer parecía afligida.

Su vehículo se perdió de vista y otro tarne ocupó su lugar. Estaba profusamente decorado y lo rodeaban unos soldados con uniformes elaborados. Emerahl reconoció los colores y símbolos del actual rey de Toren. Después pasaron otros tarnes elegantes: genrianos, somreyanos, hanianos. Entonces aparecieron varios sacerdotes. Emerahl dejó caer la colgadura de la portezuela y se tumbó boca arriba, con el corazón latiéndole a toda prisa.

«Son esos a los que llaman los Blancos —pensó—. Los escogidos por los dioses para hacerles el trabajo sucio entre los mortales».

Escuchó los sonidos del ejército que desfilaba y los gritos de las chicas que intentaban llamar la atención. La intranquilizaba saber que muchos adoradores de los dioses estaban pasando por su lado y que solo el toldo del tarne la separaba de ellos. «No debería haberme quedado con el burdel después de la emboscada —decidió—. Debería haber cogido mi dinero y puesto tierra por medio».

Sin embargo, se habría sentido culpable por dejar desprotegidas a las chicas; no habría tenido la certeza de que estaban a salvo. «Y si me hubiera largado, no se me habría presentado esta oportunidad única para ver a los Elegidos de los dioses sin que ellos me vean a mí. —Sonrió—. Creo que empiezo a tener espíritu aventurero —reflexionó—. Y ahora ¿qué?»

Suspiró. La caravana se había reunido con el ejército, aunque de una forma inesperada. Ahora Rozea podría conseguir guardias nuevos. No había motivos para que Emerahl se quedara. «Puedo marcharme… ¿O no?»

La caravana seguramente avanzaría en la retaguardia y acamparía junto a las tropas esa noche. Esto representaba para ella el mismo peligro que antes: el de que se corriese la voz de que la favorita de Rozea había huido, y un ejército entero estuviera tentado de buscarla.

Por otro lado, si se quedaba corría un nuevo riesgo. Rozea podía mencionar los increíbles poderes de su favorita a quien no debía, lo que sin duda ocasionaría que Emerahl recibiera la visita de algún sacerdote curioso.

Profirió una maldición.

La colgadura de la portezuela se abrió. Al levantar la mirada, vio que Rozea la contemplaba. La mujer se sentó frente a ella con expresión seria.

—Al parecer, el enemigo ha encontrado otra vía para atravesar las montañas. Los circulianos se dirigen hacia ellos a toda prisa para cortarles el paso.

—¿Los seguiremos? —preguntó Emerahl con voz débil.

—Sí, a cierta distancia. No sabemos si los pentadrianos pretenden tenderles una emboscada. No quiero que acabemos atrapadas en medio de una batalla.

—No, claro.

—Por el momento, descansa —dijo Rozea en tono tranquilizador. Levantó la colgadura de la portezuela, tras la que desfilaban filas de soldados rasos, para alivio de Emerahl—. Dudo que tengamos clientes hoy. Por lo visto, el ejército avanzará durante toda la noche. Ya los alcanzaremos mañana… Ah, ahí está el capitán Spirano.

Se levantó de un salto y bajó del vehículo. Emerahl se recostó de nuevo y escuchó los pasos de marcha, que sonaban de forma ininterrumpida. Cuando cesaron al fin, ella estaba segura de que habían pasado horas.

Las chicas callaron. Seguramente habían aprovechado la ocasión para dormir sin el vaivén constante del tarne. Emerahl oyó que los guardias retaban a Rozea a una partida de fichas. Escuchó durante un rato, mientras se armaba de valor, y entonces se incorporó y se limpió la cara con la toalla húmeda.

Cuando bajó del tarne, Rozea alzó la vista hacia ella.

—Tienes mejor aspecto. ¿Cómo te encuentras?

—Mucho mejor —respondió Emerahl. Se acercó a la mesa y examinó la partida—. Fichas. No os imagináis lo antiguo que es este juego.

El rival de Rozea movió una pieza. Emerahl soltó una risita.

—Mala jugada.

El guardia la miró, ofendido. Era el que la había «salvado» del desertor que ella había arrojado de su tarne durante la emboscada.

—¿Qué habrías hecho tú? —preguntó Rozea.

Emerahl se volvió hacia el hombre.

—Es él quien está jugando.

—Adelante —la animó él—. Si ganas la partida por mí, puedes quedarte con la mitad de las ganancias.

Ella se rió.

—Rozea no me dejará llevármela.

—Claro que te dejaré —repuso la madama, sonriente, y devolvió la pieza del hombre a su posición original.

Emerahl clavó los ojos en ella antes de posarlos en el tablero. Invocó un poco de magia y la proyectó. Una ficha negra se deslizó por el tablero, giró en el aire y cayó encima de otra.

Los dos guardias dieron un respingo y luego le dedicaron una gran sonrisa.

—Qué truco tan ingenioso —comentó el simpático.

—Sí —murmuró Rozea sin apartar la vista del tablero—. Muy ingenioso.

—¿Te rindes? —preguntó Emerahl.

—No tengo mucha alternativa —reconoció Rozea.

—¿Qué? —El guardia miró fijamente la mesa—. ¿Ha ganado el juego por mí?

—Sí. —Rozea empujó unas cuantas monedas hacia él—. Me parece que la mitad son para ella.

—Oh, me debes mucho más que eso, Rozea —repuso Emerahl—, y es hora de que me pagues. Me marcho.

La madama se reclinó en su silla y cruzó los brazos.

—Teníamos un trato.

—Pues lo rompo.

—Si te marchas ahora, te irás con las manos vacías.

Emerahl sonrió.

—Ya me lo habías dicho. No me parece justo. Te he hecho ganar una suma considerable. Si no me das la parte que me corresponde, la cogeré por las malas.

Rozea descruzó los brazos y los puso en jarras.

—¿Qué piensas hacer? ¿Lanzarme fichas con magia? Tus hechicerías no me asustan. Si pudieras obligarme a darte dinero, ya lo habrías hecho.

—Tu problema, Rozea, es que crees que los demás somos tan egoístas y avariciosos como tú. Solo me he quedado para proteger a las chicas. Ahora que os habéis reencontrado con el ejército, podrás contratar a otros guardias. Ya no me necesitas.

—¿Necesitarte? —Rozea soltó una carcajada—. Tienes delirios de grandeza.

Emerahl sonrió.

—Tal vez. Hace mucho que no uso la magia para causar daño a alguien. No me gusta. Prefiero encontrar otras soluciones. Así que te doy una última oportunidad. Págame lo que me debes. Ahora mismo.

—No.

Emerahl giró sobre los talones y echó a andar con aire resuelto hacia el tarne en el que dormían Marca y Marea.

—¿Adónde vas? —oyó que preguntaba Rozea en tono imperioso.

Emerahl hizo caso omiso de ella. Cuando llegó al carruaje, abrió la colgadura.

—Chicas, despertad.

Las jóvenes despertaron sobresaltadas y la miraron, parpadeando sorprendidas, mientras ella subía al vehículo.

—¿Jade?

—¿Qué ocurre?

—Me largo —les informó Emerahl volviéndose hacia el asiento delantero—. Levantaos.

Marca y Marea se pusieron de pie. Emerahl buscó a tientas debajo del asiento y encontró un pestillo pequeño. Tiró de él, y el compartimento se abrió. Detrás había varias cajas.

La cara de Rozea apareció en la portezuela.

—¿Qué estás…? ¡No toques eso!

Emerahl sacó una de las cajas. Era prometedoramente pesada.

—¡Dámela! —exigió Rozea.

Emerahl abrió la caja. Las chicas emitieron un murmullo de interés al ver las monedas que contenía. Rozea farfulló una palabrota y comenzó a subir al tarne.

Haciendo un ademán, Emerahl le propinó un ligero empujón con magia. Rozea se tambaleó hacia atrás, y los guardias impidieron que cayera al suelo.

—¡Detenedla! —gritó la mujer—. ¡Nos está robando!

—No te estoy robando —replicó Emerahl—. Veamos. Panilo me dijo que le estabas cobrando el doble de lo que él me pagaba en un principio. Eso son cien… —hizo una pausa mientras los guardias intentaban entrar en el tarne de mala gana, y los empujó hacia fuera con suavidad— renes por cliente. Desde que entré a trabajar en tu establecimiento he tenido cuarenta y ocho clientes, muchos de ellos más ricos e importantes que Panilo. Lo dejaremos en la bonita cifra redonda de cinco mil renes, es decir, diez monedas de oro. Restaré una por la comida y el alojamiento de un mes, y también por la ropa, aunque estoy segura de que se la darás a otra chica. Necesitaré algo de suelto, naturalmente, así que…

Emerahl comenzó a contar, consciente de que Rozea se encontraba a unos pasos de distancia, lanzándole una mirada asesina. Las chicas del interior del coche estaban calladas, demasiado perplejas para hablar.

—Jade. Jade. ¿Estás segura de lo que haces? —preguntó Marca por lo bajo, pero en un tono apremiante y ansioso—. Está a punto de librarse una batalla. Te verás totalmente sola.

—No me pasará nada. Las que me preocupáis sois vosotras. No dejéis que Rozea os ponga en peligro. Regresad a Toren lo antes posible.

—No lo entiendo —terció Estrella—. Si eres lo bastante poderosa para sanarme y quitarle a Rozea lo que te debe, ¿cómo es que acabaste en un prostíbulo?

Emerahl levantó la mirada y se encogió de hombros.

—Pues… no lo sé. Por mala suerte, supongo.

La pregunta la hizo sentirse incómoda, y no solo porque podía llevar a sus compañeras a imaginar motivos por los que una hechicera sanadora había recurrido a la prostitución en un momento en que los sacerdotes buscaban a alguien que respondía a esa descripción. Se cobró el resto de su paga en monedas de plata y oro para acelerar la tarea.

Cuando terminó, miró a cada una de las chicas. Aún parecían desconcertadas. Ella sonrió.

—Cuidaos. Y seguid este consejo: si se lo exigís todas juntas, Rozea tendrá que daros lo que os debe. No lo dilapidéis; guardaos una parte para el futuro. Jamás dudéis que os podéis buscar la vida fuera del burdel. Todas sois mujeres talentosas y bellas.

Marca sonrió.

—Gracias, Jade. Cuídate tú también.

Las demás murmuraron palabras de despedida. Emerahl dio media vuelta y se apeó del tarne. Hizo una seña a un criado.

—Tráeme una mochila con comida y agua. Y ropa de calle.

El hombre volvió los ojos hacia Rozea. Para sorpresa de Emerahl, la mujer asintió. El criado se alejó a paso veloz.

—Supongo que no debo obligarte a quedarte si estás tan empeñada en irte —dijo Rozea con resignación—. No me hace muy feliz, pero si tienes que marcharte, adelante. Si en algún momento decides retomar la profesión, siempre serás bienvenida en mi negocio. No soy tan necia como para negarme a ofrecerte trabajo de nuevo.

Emerahl contempló a la mujer, pensativa, y percibió en ella un respeto teñido de resentimiento. «¿Por qué se muestra tan amable ahora? Tal vez me llevo menos dinero del que ella esperaba. Sigo sin acostumbrarme a la manera en que han subido los precios durante el último siglo».

—Lo tendré presente —respondió. El criado regresó y le arrojó una bolsa en los brazos. Ella examinó el contenido rápidamente antes de echársela al hombro—. Cuida bien a las chicas —le indicó a Rozea—. No te las mereces.

Acto seguido, le dio la espalda y enfiló el camino que conducía a Toren.