Capítulo 13
13
Lo primero en lo que se fijó Leiard cuando Danyin Lanza abrió la puerta de los aposentos de Auraya fue en la palidez del consejero. No era solo porque no estaba disimulando su miedo a las alturas tan bien como de costumbre, sino por el pasmo y la admiración que lo embargaban.
—Tejedor de sueños Leiard —dijo Danyin entrecortadamente—. Mairae quiere que subas al tejado. Las escaleras te llevarán hasta allí.
—Gracias, Danyin Lanza.
Una ráfaga de aire frío salió de la habitación. Cuando Leiard se detuvo y miró por encima del hombro de Danyin, vio a un par de trabajadores de pie ante una ventana desprovista de cristal.
«De modo que por eso su miedo se ha intensificado. Es demasiado consciente de que nada lo separa del abismo. Pero ¿por qué falta el cristal? ¿Lo habrá roto alguien que se ha caído?» No percibía en el consejero o en los otros hombres nada que indicara que esto había ocurrido.
Danyin cerró la puerta con firmeza, tapándole la vista del interior de la habitación. Leiard sacudió la cabeza y empezó a subir las escaleras. El misterio seguramente se esclarecería cuando hablara con Auraya.
El Heraldo había regresado a Jarime tres días antes, y Leiard había vuelto a la casa de los Tahonero. La noticia de la firma de la alianza había corrido más deprisa, y Tanara ya había organizado una cena de celebración a la que había invitado a otros tejedores de sueños y amigos simpatizantes. No todos estaban tan convencidos como ella de que aquello marcaba el inicio de la paz entre los tejedores y los circulianos, pero había unanimidad respecto a que el acoso a los «paganos» en Jarime se había reducido de forma notable en los últimos meses.
Jayim se había mostrado callado y meditabundo durante la velada. Más tarde, había hecho a Leiard varias preguntas sobre su intervención en aquel asunto. A Leiard le dio la sensación de que el muchacho estaba a punto de tomar una determinación sobre su futuro. No lo presionó. Jayim tenía que decidir por sí mismo.
Por la mañana, un ambiente de expectación imperaba en la casa. Jayim había estado tenso y taciturno, claramente esperando el momento oportuno para hablar. Al final del desayuno, había preguntado a Leiard si aún quería ser su maestro. Tras un breve intercambio de palabras, este había conseguido un discípulo.
Tanara apenas había tenido tiempo de asimilar lo sucedido cuando había llegado la orden de que Leiard acudiera a la Torre Blanca. Él se había marchado, dejando al chico sonriendo de oreja a oreja y a su madre planeando otra cena de celebración. Ahora, mientras subía los escalones hacia el tejado, se preguntó si estaba contento con el acuerdo. Jayim era un muchacho inteligente y dotado. El entrenamiento y la madurez lo convertirían en un buen tejedor de sueños. Entonces ¿por qué no lograba ahuyentar la desazón? ¿Añoraba la soledad, o simplemente lo abrumaba la carga de instruir a un discípulo? ¿O tal vez albergaba la esperanza, muy en el fondo, de que Auraya regresara a su lado?
«En ese caso, sería un necio».
El final de la escalera apareció. Una pequeña puerta entreabierta oscilaba con suavidad. Leiard sintió el frescor del aire en la cara.
Cuando salió, algo descendió velozmente hasta ocultarse tras el borde de la torre. Leiard se detuvo con el ceño fruncido. Aquello era demasiado grande para tratarse de un pájaro. Por unos instantes, le había parecido entrever proporciones humanas. ¿Había llegado un siyí a Jarime? Se le aceleró el pulso al pensarlo. Que él supiera, ningún siyí había volado nunca tan lejos. Se dirigió a toda prisa hacia la barandilla de la azotea.
Cuando se asomó por encima, vio la figura con claridad. No se trataba de un siyí, sino de un ser humano de tamaño normal. Contra toda lógica, esa persona, aquella mujer, no tenía alas. Un cirque blanco ondeaba hacia atrás desde sus hombros. Ella estaba describiendo círculos en el aire. Cuando volvió el rostro hacia arriba, a Leiard le dio un vuelco el corazón.
«¡Auraya!»
Se quedó mirándola con incredulidad. «¿Cómo es posible?»
«Con magia, obviamente», respondió una voz en su cabeza.
Nunca había presenciado hazaña semejante. Aunque muchos hechiceros lo habían intentado, ninguno lo había conseguido. Hasta ese momento, él ni siquiera sabía que era posible, pero allí estaba ella, desafiando la atracción de la tierra.
«¡Está volando!»
Leiard reflexionó sobre el precio que habían pagado los siyís por poder surcar los cielos, y de pronto le dolía contemplarla. No solo le producía dolor, sino una sensación de vacío, como si sus últimas esperanzas se desvanecieran. Por mucho que Auraya se hubiera desilusionado con su vida, nada podría convencerla de que renunciara a aquello.
Lucía una gran sonrisa, totalmente concentrada en las acrobacias que ejecutaba con entusiasmo pero con cierta lentitud.
—¡Leiard! —Había reparado en su presencia—. ¡Mira lo que puedo hacer! —le gritó.
Realizó otro giro en el aire. Cuando el viento levantó su cirque, él advirtió que Auraya llevaba pantalones debajo en vez de la vestidura larga habitual. Sin duda esta le habría estorbado al volar, por lo menos con un mínimo de dignidad.
A Leiard se le escapó una sonrisa. El timbre infantil de la voz de Auraya le recordó a la niña que había sido. Cuando la joven posó la vista en un punto situado detrás de él, su sonrisa perdió fuerza. Descendió en picado y Leiard la observó aterrizar en el tejado.
Un sacerdote caminaba hacia ellos. Pese a su porte majestuoso, su semblante reflejaba una cordial preocupación. Algo en él le resultaba conocido a Leiard.
«Es él», anunció la voz en el fondo de su mente.
«¿Quién?», preguntó él. Aunque no obtuvo respuesta, no la necesitaba. El cirque del sacerdote carecía de adornos, y solo había un Blanco al que Leiard no había conocido aún.
—Juran —dijo Auraya—, te presento al tejedor de sueños Leiard. Leiard, te presento a Juran el Blanco.
De pronto, la imagen del rostro de Juran lleno de determinación acudió a la memoria de Leiard, junto con una oleada de miedo que consiguió contener. No podía rehuir aquel encuentro. «Juran no tiene motivos para hacerme daño», se dijo.
El Blanco arrugó el entrecejo, pues sin duda había leído los pensamientos de Leiard, pero sus facciones se relajaron.
—Tejedor asesor Leiard —saludó—, me alegra conocerte al fin. Gracias por contribuir a sellar la alianza con Somrey. Auraya y Mairae me aseguran que tu ayuda fue muy valiosa.
Leiard inclinó la cabeza.
—Fue un placer ayudarlas. —Miró a la Blanca—. Y, al parecer, los dioses están complacidos con la labor de Auraya.
Juran sonrió.
—Podrían habernos avisado —repuso apesadumbrado, pero sin asomo de reproche. Su expresión se tornó seria de nuevo—. Auraya me ha hablado de los recuerdos de conexión. Dice que conservas muchos que pertenecían a Mirar.
La sonrisa de Auraya se esfumó. Posó en Leiard una mirada ceñuda de inquietud.
—Así es —respondió este—. No tengo idea de quién me los transmitió ni dónde. No había participado en una conexión de memorias desde hacía muchos años.
Juran asintió.
—¿De cuándo son esos recuerdos?
—Son fragmentarios —contestó Leiard con sinceridad—. Es difícil saber a qué época pertenecen. Algunos son antiguos, a juzgar por los monumentos que aparecen en ellos sin señales de deterioro. En otros casos es imposible determinarlo.
Juran abrió la boca como para añadir algo, pero movió la cabeza y se volvió hacia Auraya.
—Tenemos muchas cosas que hacer hoy, y estoy seguro de que tu asesor agradecería que eligiéramos un marco más acogedor que la azotea de la torre para comentar vuestra estancia en Somrey.
—Entonces tal vez lo mejor sería reunirnos en tus aposentos —propuso ella—. En los míos he hecho sustituir una ventana por una puerta. Hay… un poco de corriente.
Juran arqueó las cejas.
—En mis aposentos, pues. —Miró a Leiard—. No nos entretengamos más. —Con un gesto cortés, indicó a Leiard que caminara a su lado hacia la puerta de la escalera.
En cuanto el tejedor acomodó su paso al del líder de los Blancos, el recelo irreprimible se apoderó de él. «No te fíes de él», susurró la otra voz en su cabeza. Leiard respiró hondo y se esforzó por no escucharla. Más valía que empezara pronto a enseñarle a Jayim a conectarse, lo que le permitiría reafirmar su propia identidad con regularidad.
Esta vez las palabras rituales que recitó Juran al principio de la reunión en el altar despertaron en Auraya un sentimiento tanto de gratitud como de lealtad. Las dos frases breves que ella pronunció estaban más cargadas de sinceridad que nunca.
—Os damos las gracias.
Los motivos de su agradecimiento incluían ahora el don extraordinario que los dioses le habían conferido. Juran la había mandado llamar a la azotea temprano, pues quería intentar dominar aquella técnica. Aunque Auraya se la había explicado con la mayor claridad posible e incluso le había transmitido mentalmente su interpretación sobre ella, él no había sido capaz de imitarla.
—Tal vez debería lanzarme desde lo alto de la torre —había murmurado. Al echar una ojeada al suelo por encima de la barandilla, se había estremecido—. No, creo que hay riesgos que no vale la pena correr. No sería una forma agradable de descubrir que este don está concebido solo para ti.
Era una posibilidad interesante. ¿Concederían los dioses un don único a cada uno de los demás? Tal vez les ofrecerían una explicación hoy…
—Guiadnos.
En cuanto esta palabra salió de su boca, sus pensamientos se desviaron hacia la otra razón por la que estaban allí reunidos, y su humor se ensombreció. Tenían que hablar de su encuentro con el hechicero pentadriano.
Una vez finalizado el breve ritual, Juran contempló a los otros Blancos con seriedad.
—Dos hechiceros negros —dijo—, ambos pentadrianos, ambos poderosos. Uno de ellos aseguraba ser Kuar, el líder de su secta. De ser cierto, ¿por qué vino aquí solo? ¿Por qué vino el otro pentadriano? ¿Suponen un peligro para Ithania del Norte? —Hizo una pausa y posó la vista en cada uno de ellos, expectante.
—La respuesta a tu última pregunta es evidente —dijo Dyara—. El hombre que se hacía llamar Kuar venció a Auraya en un combate de fuerza pura. Ella es más fuerte que Rian y Mairae, lo que significa que el hechicero representa una amenaza para tres de nosotros, como mínimo. El primer pentadriano nos demostró lo peligrosos que son para los habitantes de Ithania del Norte.
—Kuar no mató a civiles —le recordó Juran—. No debemos juzgar a todos los pentadrianos por los actos del primer hechicero al que nos enfrentamos. Tal vez este abusaba de su poder aprovechando que no se hallaba bajo el control de sus superiores.
Dyara frunció el entrecejo y asintió.
—Cierto.
—Podemos estar seguros de que nos desprecian —señaló Rian—. Ambos nos tildaron de paganos.
—Sí —convino Auraya—. Kuar me instó a apelar a los dioses, como si no creyera que ellos fueran a protegerme.
Es obvio que la religión es la principal causa de su resentimiento contra nosotros, y que son peligrosos, dijo Mairae.
Incluso a través de la conexión telepática, Auraya percibió la impaciencia de la mujer.
Quiero saber de qué son capaces, y si están planeando más ataques.
—Debemos enviar a más espías —aseveró Dyara.
Juran movió la cabeza afirmativamente.
—Ya tenemos algunos allí, pero es hora de incrementar su número. Necesitamos a más sacerdotes para agilizar la comunicación.
—Sabemos que no les gustan los sacerdotes circulianos —advirtió Rian—. Han expulsado a todos los sacerdotes que han viajado a Ithania del Sur.
—Los que enviemos ahora irán de incógnito.
—Si los descubren, los matarán.
Juran torció el gesto.
—Es un riesgo que debemos correr. Busca voluntarios entre los sacerdotes y asegúrate de que estén bien informados. No enviaré a nadie que no asuma el peligro de forma consciente.
Rian asintió.
—Así lo haré.
Juran se frotó la barbilla, pensativo.
—Kuar se esforzó por pasar inadvertido al principio. No llamó la atención sobre sí mismo como había hecho el primer hechicero pentadriano. Al parecer, ambos querían poner a prueba nuestras defensas y nuestra fuerza. Espero que hayan concluido que somos un pueblo demasiado poderoso para plantearse algún acto hostil. —Suspiró—. Salta a la vista que ninguno de nosotros podría plantar cara por sí solo a uno de esos hechiceros pentadrianos. Tendremos que actuar con más reserva para que solo unas pocas personas de confianza sepan cuándo uno de nosotros está separado de los demás. —Juntó las cejas—. Esperemos que esos dos no regresen aquí juntos.
Auraya sintió un escalofrío al pensar en ello, lo que le valió una mirada comprensiva por parte de Dyara. La actitud de la mujer hacia Auraya había cambiado sensiblemente. Se mostraba menos crítica con ella y casi la trataba con camaradería. Auraya esperaba que la causa fuera su éxito en Somrey, pero sospechaba que Dyara sencillamente le brindaba su apoyo porque suponía que Auraya había quedado muy afectada tras su enfrentamiento con Kuar.
—¿Dónde está Kuar ahora? —preguntó Dyara.
—Fue visto dirigiéndose hacia el norte un día después de su encuentro con Auraya. Luego, como el hechicero anterior, robó una embarcación.
—¿Y qué hay de la hechicera vista en Toren? —inquirió Rian.
Juran sacudió la cabeza.
—No es pentadriana. Según los informes que he recibido, vivía sola en un faro antiguo y vendía remedios a los lugareños. El jefe de la aldea no veía esto con buenos ojos, así que pidió a un sacerdote que la echara, pero ella huyó antes de que este llegara. El sacerdote habría dejado correr el asunto, pero las historias que se contaban sobre la mujer lo inquietaron, sobre todo la afirmación de los aldeanos de que llevaba más de cien años viviendo allí. Le preocupa que pueda ser una indómita.
—¿Una anciana? ¿Podría tratarse de la Arpía? —preguntó Rian.
Juran se encogió de hombros.
—Las personas pueden vivir más de un siglo, y las historias del pasado suelen exagerarse con cada generación. Sin embargo, estamos obligados a investigar todos los rumores sobre indómitos, así que he encomendado al sacerdote la tarea de encontrarla.
—¿No es peligroso? —quiso saber Auraya—. Si es una indómita, será más poderosa que él.
Juran asintió.
—Es un riesgo que el sacerdote ha decidido correr. Nosotros desde luego no disponemos de tiempo para ir a la caza de esa mujer. —Meneó la cabeza—. Si él nos confirma que ella es una indómita, tendremos que… —Su voz se apagó y todos miraron alrededor, sorprendidos, cuando los cinco lados del altar comenzaron a desplegarse. Se pusieron de pie lentamente.
—¿Qué significa esto? —preguntó Auraya.
—Los dioses están aquí —jadeó Rian, con un brillo de fervor religioso en los ojos.
De pronto, unos pasos resonaron bajo la enorme Cúpula.
Dyara puso cara de impaciencia.
—Si son ellos, han adoptado una forma humilde hoy. No, alguien está a punto de interrumpirnos, sin duda por una razón importante. —Inclinó la cabeza y lanzó una mirada significativa por encima del hombro de Rian.
Se volvieron todos a una para ver a un sacerdote superior caminar a toda prisa hacia ellos.
—Perdonad la intrusión —resolló cuando alcanzó el estrado—. Dos embajadores acaban de llegar.
—¿De qué país son? —preguntó Juran.
—Son… de Si.
«¡Los siyís!» Auraya inspiró con brusquedad y oyó que Dyara emitía una leve exclamación de asombro. Juran posó la vista en ella, con una ceja arqueada, antes de apartarse de su silla.
—Entonces será mejor que vayamos a recibirlos —dijo.
Salieron del altar y se encaminaron con paso veloz hacia el borde de la Cúpula. Cientos de sacerdotes congregados delante del edificio miraban hacia arriba. Cuando Auraya siguió la dirección de su mirada, el corazón le dio un vuelco al divisar las diminutas figuras aladas que describían círculos en torno a la torre.
—Seguramente no saben que estamos aquí abajo —dijo Dyara—. ¿Nos reunimos con ellos en lo alto de la torre?
Auraya sonrió.
—Yo podría ahorraros el esfuerzo.
Dyara clavó los ojos en Auraya con expresión indescifrable. Juran soltó una risita.
—El propósito de los dioses se hace más claro con cada momento que pasa —murmuró—. Adelante, Auraya. Reúnete con ellos en su propio territorio, por así decirlo.
Auraya se concentró en la percepción del mundo que la rodeaba y en su posición relativa a él. Tras invocar magia, comenzó a elevarse con velocidad creciente hasta que la pared de la torre pasó a gran velocidad frente a ella. Alcanzaba a entrever rostros en las ventanas. Los siyís no repararon en ella hasta que casi se hallaba a su altura. Entonces se alejaron rápidamente, sobresaltados.
Auraya redujo la velocidad hasta quedar flotando en el aire y los observó mientras empezaban a dar vueltas alrededor de ella sin acercarse. Desde aquella distancia, pudo comprobar que todo lo que le habían contado sobre los siyís era inexacto. Excepto lo que le había dicho Leiard, rectificó.
Semejaban niños, pero no solo por su tamaño, sino también porque sus cabezas eran grandes en proporción a su cuerpo. Tenían el pecho amplio y los brazos enjutos, pero musculosos. Sus alas carecían de plumas, y no las llevaban sujetas a su espalda, contrariamente a lo que rezaba la leyenda. Sus brazos eran sus alas: los huesos alargados de sus dedos formaban el armazón de una membrana traslúcida que se extendía entre las yemas y el torso.
Las sisas de sus chalecos les llegaban hasta las caderas, para que cupiesen sus alas. Llevaban la parte inferior de su cuerpo cubierta con unos pantalones ceñidos hechos de la misma tela basta que sus chalecos, y bien sujetos a las piernas por medio de unas correas.
Cuando los dos estrecharon el círculo en torno a ella, captó detalles más sutiles. Los últimos tres dedos de cada mano componían las alas, dejando libres el índice y el pulgar. Auraya se percató de que no estaba segura de si los consideraba bellos o feos. Si bien sus rostros angulosos y de ojos grandes eran de una finura exquisita, su delgadez y sus alas sin plumas no estaban a la altura de las imágenes de ellos que aparecían en pergaminos y cuadros. Por otro lado, volaban alrededor de ella con una elegante desenvoltura que le parecía fascinante.
—Bienvenidos a Jarime, embajadores de Siyí —los saludó—. Soy Auraya la Blanca.
Los siyís intercambiaron una serie de silbidos entre los que intercalaban alguna que otra palabra articulada en tonos agudos. Al leer su mente, ella descubrió que esta era su forma de hablar.
—Debe de ser una de las Elegidas de los dioses —dijo uno de ellos.
—Sin duda —respondió el otro—. ¿Cómo se explicaría si no que esté inmóvil en el aire?
—Su mensaje no decía nada acerca de su capacidad de…
—¿Desafiar la atracción de la tierra? —aventuró el otro.
Ella se concentró en sus mentes y encontró en ellas las palabras que necesitaba. Imitar su lenguaje le resultó más complicado, pero cuando repitió su saludo, los dos se acercaron más.
—Soy Tiril, de la tribu del lago Verde —dijo uno de los siyís—. Mi acompañante es Ziriz, de la tribu del río Bifurcado. Hemos volado grandes distancias para hablar con los Elegidos de los dioses.
—Nuestros portavoces nos han enviado para hablar de la alianza que habéis propuesto —añadió el otro.
Auraya asintió y leyó sus pensamientos en busca de las palabras.
—Los demás Elegidos de los dioses aguardan abajo. ¿Queréis bajar para conocerlos?
Los dos siyís se miraron y acto seguido asintieron. Cuando ella descendió, ellos la siguieron sin dejar de dar vueltas. Auraya comprendió que no podían detenerse en el aire como ella. Tenían que planear continuamente para no perder altura. Ella se fijó en los cambios de postura apenas perceptibles que realizaban para compensar las variaciones del viento. Cuando la Blanca se encontraba cerca del suelo, los siyís se dirigieron velozmente hacia una zona despejada del pavimento para aterrizar. Auraya fue tras ellos.
Cuando sus pies se posaron en el suelo, Juran, Rian y Dyara se aproximaron a ellos. Los siyís observaban la multitud de sacerdotes con nerviosismo visible.
—No temáis —les dijo Auraya—. Simplemente están sorprendidos de veros. No os harán ningún daño.
Los siyís dirigieron su atención a los otros Blancos. Tiril dio un paso al frente.
—Hemos venido para discutir la alianza —dijo escuetamente.
—Habéis volado desde muy lejos —contestó Juran suavizando el tono al hablar su extraño idioma—. ¿Os gustaría descansar y comer algo antes? En la torre disponemos de habitaciones para invitados. —Los dos siyís alzaron la vista hacia la torre con aire dubitativo—. O, si eso no resulta apropiado, podemos montar una tienda de lona en los jardines —añadió Juran.
Tras un breve intercambio de silbidos leves, Tiril hizo un gesto afirmativo.
—Aceptamos con gusto vuestras habitaciones en la torre —respondió.
Juran inclinó la cabeza a su vez.
—En ese caso, os acompañaré dentro y me encargaré de que estéis cómodos. Si os parece aceptable, nos reuniremos mañana para hablar de la alianza.
—Nos parece aceptable.
Cuando Juran se alejó con ellos en dirección a la torre, Auraya se percató de que Dyara la miraba.
—Vaya, todo encaja a la perfección.
Auraya frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
—A que has obtenido la facultad de volar pocos días antes de que llegaran los seres del cielo.
—¿Y crees que yo soy responsable de ello?
—En absoluto. —Dyara sonrió—. Los dioses rara vez son reservados respecto a sus intenciones. En eso estriba nuestra ventaja sobre los pentadrianos. No tenemos que inventarnos señales misteriosas o engaños complicados para convencer a nuestro pueblo de su existencia.