Capítulo 45
45
Aunque el sol estaba alto en el cielo, un viento gélido obligaba a quienes observaban desde la cresta a arrebujarse en sus tagos. Danyin dirigió la vista hacia uno y otro lado, observando aquella extraña mezcla de sirvientes del campamento y personajes importantes que se habían juntado para mirar la batalla. Formaban una larga hilera en el borde del valle. En su mayor parte estaba integrada por criados, cocineros y otros servidores del campamento. En el centro había un pabellón. Habían extendido una alfombra sobre la hierba y colocado sillas para las personas de mayor rango: los dos reyes y el presidente del Consejo de Somrey. Los consejeros, cortesanos y sirvientes estaban fuera del pabellón y solo entraban cuando los llamaban. Unos mozos de cuadra permanecían cerca, con las monturas preparadas.
Los Blancos habían insistido en que ninguno de los dos monarcas participara en la batalla. Danyin sonrió al recordar la discusión.
—Estamos más que dispuestos a luchar junto a nuestros hombres —había dicho el rey Berro indignado cuando le habían comunicado que no había lugar para él ni para el rey Guire en la contienda.
—Tened por seguro que lo sabemos —había respondido Juran—, pero si combatís en la batalla, moriréis. En cuanto los pentadrianos encuentren una brecha en nuestra defensa, y no hay duda de que la encontrarán, atacarán a todo aquel que parezca una figura relevante para nosotros. —Hizo una pausa—. Podríais disfrazaros de soldados rasos para aumentar las posibilidades de sobrevivir, pero preferiría que no lo hicierais. Vuestras vidas son demasiado importantes para ponerlas en riesgo.
Berro había arrugado el entrecejo al oír esto.
—Entonces ¿por qué enviáis a la portavoz Sirri a la batalla?
—Es difícil distinguirla de otros siyís, y como ellos eligen a sus líderes, han nombrado a un portavoz sustituto en el caso de que ella muera.
—Yo he nombrado a mi heredero —le había recordado Berro a Juran.
—Es un niño —había señalado Juran sin ambages— que tardará unos años en poder hacerse cargo de sus responsabilidades. —Cruzó los brazos—. Si queréis aventuraros a salir al campo de batalla, no os lo impediremos. Pero no os protegeremos si eso implica renunciar a la victoria. Buscar la gloria os costará la vida… y debilitará vuestro reino.
En aquel momento, el presidente Meeran había carraspeado.
—Soy un gobernante elegido, pero tampoco queréis que luche.
—No —había respondido Juran volviéndose hacia el somreyano—. Perdonad que os lo diga, pero sois viejo y no tenéis experiencia en combate. Vuestra habilidad para negociar y conciliar nos resulta más valiosa.
A continuación, había pedido a Meeran que asumiera el mando de los no combatientes durante la batalla y que negociara en nombre del ejército si los circulianos salían derrotados. Nadie había preguntado por qué I-Portak, el líder dunwayano, tomaría parte en la batalla. Todos sabían que el dirigente de la nación guerrera estaba obligado a luchar junto con su pueblo, pues, de lo contrario, tendría que ceder el poder a otro. Varios hechiceros dunwayanos, sus guerreros de fuego, lo acompañaban.
Danyin miró a Lanren Rapsoda. El asesor militar se encontraba unos pasos por delante de los observadores, siguiendo la batalla con atención. Tenía todo el cuerpo tenso, y abría y cerraba los puños sin cesar. La luz del sol se reflejaba en el anillo blanco que llevaba en el dedo medio de la mano derecha.
La sortija conectaba a Rapsoda con Juran, lo que ofrecía al líder de los Blancos una vista del campo de batalla desde lejos. Danyin bajó la vista hacia el valle y frunció el ceño.
Los hechiceros pentadrianos y los Blancos llevaban horas lanzándose descargas unos a otros, pero ninguno de los bandos parecía aventajar al otro. Como gran parte de la magia que se liberaba era prácticamente invisible desde aquella distancia, costaba formarse una idea precisa de lo que ocurría. Lo único que él alcanzaba a ver eran los efectos de la magia cuando unos conseguían herir a otros.
Los soldados eran quienes se llevaban la peor parte. Aunque ningún ejército había matado claramente a más enemigos que el otro, Danyin había notado que siempre eran los soldados y sacerdotes protegidos por Mairae o Rian quienes sufrían. Dos de los hechiceros pentadrianos parecían tener la misma dificultad. Ambos bandos utilizaban la fuerza de sus miembros más poderosos para reforzar las defensas de los hechiceros débiles.
Las otras fuerzas en combate no estaban tan igualadas. Para consternación de Danyin, los soldados pentadrianos llevaban la ventaja.
Al principio no daba esa impresión. Los pentadrianos eran menos numerosos. No tenían platenes de guerra ni caballería. Cuando los dos ejércitos chocaron, sin embargo, quedó claro que casi todos los soldados de infantería pentadrianos estaban entrenados y preparados para enfrentarse a ambas cosas.
Por otro lado, estaban los voranes.
Aquellas bestias descomunales sembraban la muerte y la destrucción a su paso. Se movían tan deprisa, que solo un golpe de suerte o el esfuerzo coordinado de muchos arqueros podía abatirlos. Los animales parecían disfrutar matando. Ante los ojos de Danyin, cuatro de ellos apartaron a un grupo de soldados de la batalla principal. Les arrancaron la garganta a quienes intentaron hacerles frente y persiguieron a los demás hasta salir del valle, trotando con facilidad tras ellos y lanzándoles mordiscos a los talones con actitud juguetona.
—¿Por qué no tenemos animales así? ¿Por qué no hay voranes que luchen por nosotros? —murmuró el rey Berro.
—Supongo que los Blancos no han tenido tiempo para criarlos —respondió Guire con suavidad.
—Son una abominación —masculló una mujer. Varias cabezas se volvieron hacia ella. La tejedora asesora Raeli les sostuvo la mirada con frialdad—. Si los Blancos crearan unas bestias tan malignas, ¿serían mejores o más nobles que esos pentadrianos?
Los dos reyes se quedaron pensativos, aunque saltaba a la vista que sus palabras no habían convencido del todo a Berro.
—En vez de ello han criado cargadores —dijo Meeran—, y mi pueblo les ha proporcionado unos pequeños ayudantes. —Señaló con la cabeza la jaula que sujetaba Danyin.
El consejero bajó la vista hacia Travesuras. El viz había estado callado durante la batalla. Danyin no se había atrevido a dejarlo en el campamento, pues estaba convencido de que el animalillo se escaparía para ir en busca de Auraya.
—¿Rainas y vices? —resopló Berro. Miró hacia la izquierda, a los mozos que sujetaban a los cinco cargadores por si los Blancos los necesitaban—. Solo los Blancos tienen cargadores, y ni siquiera los están utilizando. ¿Y de qué sirve en una guerra una mascota que habla?
—Salir —dijo Travesuras.
El peso cambió de posición en la jaula. Danyin bajó los ojos.
—No. Quieto.
—Salir —insistió Travesuras—. Fuera. Correr.
—No. Auraya volverá más tarde.
El viz comenzó a corretear en círculo dentro de la jaula, ocasionando que se balanceara.
—¡Correr! Viene malo. ¡Correr! ¡Esconder! ¡Correr!
Danyin arrugó el entrecejo. El viz estaba cada vez más alterado. Quizá su secuestrador se encontraba cerca. El consejero paseó la vista por los rostros que lo rodeaban. Los más cercanos contemplaban al viz con curiosidad. Dirigió la mirada más lejos, a izquierda y derecha y hacia atrás.
Entonces vio cuatro figuras negras que se aproximaban a paso veloz desde el otro lado de la cresta.
Dio la voz de alarma. Sonaron varios gritos cuando los demás avistaron a los voranes. Hubo un momento de vacilación en que las personas se agarraban unas a otras, despavoridas, o chocaban entre sí al intentar huir. La hilera de observadores se deshizo. La mayor parte de ella se derramó por la pendiente hacia la batalla, dejando a unos pocos paralizados de miedo en la cresta. Los observadores situados hacia el centro permanecían inmóviles y unidos, siguiendo las indicaciones de una voz que destilaba fuerza y seguridad.
—Entrad todos en el pabellón y no salgáis —dijo el sacerdote superior Halid dando unas grandes zancadas hacia delante para colocarse entre los voranes y el pabellón—. Yo me encargo de esto.
Danyin frunció el ceño cuando cayó en la cuenta de que el representante somreyano era el único observador adiestrado en la magia, aparte de Raeli, aunque no tenía idea de la magnitud de sus dones. No todos los tejedores de sueños eran hechiceros poderosos.
Todos se apretujaron dentro del pabellón, buscando la dudosa protección de sus paredes de tela. Fuera, los mozos de cuadra se apresuraban a tapar con telas la cabeza de los rainas, incluidos los cargadores, con la esperanza de que no se asustaran ni se soltaran. Los llevaron lo más cerca posible del pabellón.
Rapsoda seguía de pie en el exterior, con la espalda hacia el pabellón y su atención puesta en la batalla. Danyin advirtió que el hombre miraba desconcertado a la gente que huía hacia el valle. Lo llamó. Rapsoda se volvió y la perplejidad de su expresión cedió el paso a la preocupación cuando asimiló lo que estaba pasando. Mientras caminaba hacia el pabellón, Danyin oyó cerca el gañido de dolor de un animal.
Cuando dirigió la vista hacia allí, vio que uno de los voranes yacía retorciéndose en el suelo. Los otros se alejaban rápidamente, torciendo hacia uno y otro lado para esquivar las descargas de Halid.
—Ah, la magia —murmuró Rapsoda—. Los soldados pierden la fuerza con la edad, mientras que los hechiceros siguen siendo útiles.
«Siempre y cuando mantengan ágiles sus reflejos», añadió Danyin para sus adentros. Halid consiguió herir a otro vorán, pero había errado casi todos sus azotes, pues los animales se movían demasiado deprisa. El hombre no parecía capaz de anticiparse a sus rápidos cambios de dirección.
—Tu mascota ha resultado tener su utilidad, después de todo —susurró una voz al oído de Danyin—. No te preocupes por él. Ya volverá.
Se volvió y clavó los ojos en Raeli, que bajó la vista. Al seguir la dirección de su mirada, Danyin descubrió que la jaula que aún sujetaba estaba vacía, con la puerta abierta. Sintió una punzada de angustia. Desplazó la mirada en torno a sí, buscando al viz.
—No te molestes. Sabe cuidar de sí mismo —le aseguró Raeli.
—¿También protegerse de los voranes?
—No van a la caza de vices, sino de…
Sus palabras quedaron ahogadas bajo un alarido de dolor seguido de unos chillidos inhumanos. Al volverse, Danyin vio a Halid tambalearse bajo el peso de unas formas negras con plumas. La túnica blanca del sacerdote estaba salpicada de sangre.
—¡Los pájaros! —exclamó alguien—. ¡Ayudadlo!
—Sus ojos —siseó Rapsoda—. Han ido a por sus ojos.
Meeran bramó órdenes. Unos criados se dirigieron hacia allí, se detuvieron y retrocedieron apresuradamente hasta el pabellón. Danyin vio que algo negro se abalanzaba sobre Halid y lo derribaba. El terror se apoderó de él cuando otras dos siluetas negras saltaron por encima del anciano sacerdote. El grupo reculó con brusquedad, y el consejero se vio arrojado a un lado de un empujón.
Perdió el equilibrio, pero alguien lo asió del brazo antes de que cayera al suelo. Reinaba el caos: se oían gritos, exclamaciones, órdenes y los chillidos de las aves. ¿Cómo podía tan poca gente hacer tanto ruido? Una mano lo agarró del brazo y le dio la vuelta.
Se encontró frente a Raeli. La contempló, sorprendido. Advirtió que detrás de ella un raina se alejaba a galope, montado por el rey Berro.
—No te alejes de mí —le indicó Raeli—. Me está prohibido matar, pero puedo escudarte.
Él asintió. Cuando ella se volvió hacia el pabellón, sonó un fuerte chasquido y la estructura se vino abajo. La lona estaba cubierta de pájaros. Raeli extendió las manos a los costados. Se produjo un chisporroteo en el aire, que se llenó del batir de muchas alas cuando la bandada alzó el vuelo.
El golpeteo rápido de unos cascos atrajo la atención de Danyin. Vio que los cargadores se alejaban a toda velocidad, cada uno con dos jinetes. Danyin respiró aliviado al comprobar que el presidente Meeran era uno de ellos.
—Bien —comentó Raeli—. Menos problemas para mí.
Entonces una figura oscura salió arrastrándose de debajo del pabellón y arrancó a correr tras ellos.
Raeli torció el gesto.
—Espero que esos cargadores sean tan veloces como afirma la gente.
—Lo son —declaró Danyin—, aunque no sé si…
Se sobresaltó al oír un gruñido escalofriante que procedía de debajo del pabellón. Retrocedió mientras algo se movía y se contorsionaba bajo la lona, pero Raeli se quedó donde estaba. Se agachó para coger el borde de la tela.
—¡No lo liberes!
Sin hacerle caso, ella la apartó. Danyin se estremeció al ver los cuerpos ensangrentados que había debajo. Una forma negra se irguió sobre sus patas traseras y se arrojó sobre Raeli. Ella hizo un ademán rápido, y el vorán se vio despedido hacia un lado. La miró con un espeluznante brillo de inteligencia en los ojos antes de escabullirse.
Una voz conocida maldecía con vehemencia. Al bajar la vista, Danyin vio sorprendido que Rapsoda se esforzaba por ponerse de pie. La sangre manaba a raudales de las heridas profundas que tenía en el brazo.
—Puedo sanarte —se ofreció Raeli acercándose para examinarlo.
Rapsoda vaciló, adoptó una mirada distante por un momento y frunció el entrecejo.
—Gracias, tejedora asesora —dijo en tono formal—, pero tengo que rechazar tu oferta. Un vendaje bastará por ahora.
Ella apretó los labios.
—Veré qué encuentro.
Danyin sintió cierta empatía hacia ella y, curiosamente, un poco de rabia. «Resultará que estoy de acuerdo con Auraya en que la prohibición de utilizar los servicios de los tejedores es absurda». El vorán aún merodeaba por allí. Sin darle la espalda en ningún momento, Raeli arrancó una tira de tela del sayo de un criado muerto y vendó la herida de Rapsoda con ella.
—Si los Blancos pretenden que te quedes aquí, será mejor que te envíen a un sacerdote cuanto antes —dijo—. Puedo mantener a raya a uno o dos de esos seres, pero dudo que pueda con más. —Su expresión se endureció—. Dile a tu líder que mi gente llegará dentro de unas horas. Recuérdale que nunca tomamos partido; que ofreceremos nuestra ayuda a todos. Si los pentadrianos la aceptan y los circulianos no, la responsabilidad no será nuestra.
Lanren le devolvió la mirada y asintió.
—Varios sacerdotes ya vienen hacia aquí.
El sol estaba bajo en el cielo cuando la caravana de los tejedores de sueños se detuvo. Su número había crecido y ahora rondaba los cien. Leiard sabía que los tejedores con los que él viajaba no eran los únicos que se dirigían hacia el campo de batalla. Otras caravanas aguardaban en valles cercanos. Si estaban dispersos reducían el riesgo de que los circulianos, si sucumbían a un impulso fanático demencial después del combate, borraran del mapa a cientos de tejedores de una tacada.
Se habían detenido a una hora de camino del campo de batalla, y Arlij había reunido a un grupo de veinte personas para que la acompañaran hasta allí. La mayoría de los que quedaran llegaría cuando la contienda hubiera terminado. Unos pocos se quedarían para proteger los tarnes por si unos oportunistas decidían saquearlos.
Leiard se había unido al grupo de Arlij. Había optado por llevar a Jayim consigo, pues sabía que el muchacho los seguiría a hurtadillas si lo obligaban a quedarse. Ahora, al llegar a aquel escenario de devastación, percibió que la curiosidad y la expectación de Jayim daban paso al espanto.
El valle estaba ennegrecido a causa del barro revuelto y la hierba y los cadáveres chamuscados que lo cubrían. Un fragor constante, amortiguado por la distancia, llegaba hasta sus oídos. Era una combinación de gritos, alaridos, el entrechocar de armas y escudos, y los estampidos y la crepitación de la magia. Cinco figuras blancas se enfrentaban a cinco negras desde extremos opuestos del valle. El aire entre ellos emitía destellos y se curvaba. Grandes franjas de tierra quemada y sembrada de cuerpos indicaban los lugares donde los ataques entre hechiceros habían traspasado las barreras de protección.
Leiard recordó otras batallas de menor magnitud pero igual de truculentas. Aunque esos recuerdos no le pertenecían, eran muy vívidos. Desolación y dolor. Vio que había elementos nuevos en este conflicto. Unas bestias oscuras (los voranes que Auraya había descrito), letales y difíciles de matar, causaban estragos en el ejército circuliano. Los siyís revoloteaban y se lanzaban en picado sobre las cabezas de soldados y hechiceros. Unas formas negras más pequeñas los acosaban, rasgándoles las alas o atacándolos en masa para arrastrar a sus víctimas hasta el suelo.
Mientras Leiard observaba, tres siyís se apartaron de la batalla aérea para sobrevolar a los pentadrianos y hacer caer sobre ellos una lluvia de proyectiles. Un siyí se desplomó cuando varios arqueros contraatacaron con una andanada de flechas, pero los seres del cielo habían conseguido causar varias bajas a su paso.
Sin embargo, el número de siyís era tan reducido que cada muerte resultaba devastadora para ellos.
«No me queda más remedio que desear que ganen los circulianos —pensó Leiard de pronto—, o esto será el fin de los siyís».
«Lo más trágico es que todos están aquí —dijo Mirar en tono lúgubre—. Este será el mayor crimen de tu ex amante: convertir a un pueblo pacífico en guerreros y conducirlos a su extinción».
—Bueno, aquí estamos. ¿Cuáles son tus conclusiones, Leiard?
Al volverse, se percató de que Arlij estaba de pie junto a él.
—Es una locura —respondió—. Un desperdicio.
Ella esbozó una sonrisa triste.
—Sí, estoy de acuerdo. Pero ¿qué opinas de los dos ejércitos? ¿Qué puntos fuertes y débiles tiene cada uno? ¿Quiénes vencerán?
Leiard estudió la batalla de nuevo, con expresión ceñuda.
—Se trata de un combate típico. Los hechiceros luchan desde la retaguardia, protegiendo a su ejército y a sí mismos de la magia enemiga. Los más poderosos de los hechiceros menores permanecen a su lado para aportarles su energía.
—¿Te refieres a los Blancos? —preguntó Jayim—. Y a los sacerdotes.
—Así es —respondió Leiard—. Aquellos cuya función es más física que mágica libran una batalla aparte, aunque cuentan con que los hechiceros los protejan. Me refiero a los soldados, arqueros, jinetes, cocheros de platén, siyís, voranes y pájaros negros. Puede que no posean grandes dones, pero aprovechan lo que tienen.
—Los siyís son como arqueros —observó Jayim—. Arqueros voladores.
—En efecto —convino Arlij—. Se basan en el factor sorpresa para atacar y alejarse antes de que los arqueros pentadrianos tengan tiempo de contraatacar.
—Es la misma estrategia que siguen los voranes —señaló otro tejedor de sueños—, pero ellos no tienen que enfrentarse a nada similar a los pájaros negros.
—Los siyís se defienden bien de los pájaros —aseveró Leiard—. Al parecer, las aves solo atacan en grupo, lo que las hace más vulnerables a los proyectiles.
—¿Qué sucedería si el ejército circuliano fuera derrotado, pero los Blancos ganaran? —inquirió Jayim.
Leiard le dedicó una sonrisa sombría.
—Si los Blancos derrotan a los hechiceros pentadrianos, después podrán matar a los enemigos que queden…, o exigirles que se rindan.
—¿Abandonarían a sus soldados para concentrar toda su magia en acabar con los hechiceros negros?
—Quizá, como último recurso.
—No… no lo entiendo. ¿Por qué se molestan en llevar soldados a la batalla? Comprendo que los sacerdotes ayudan a los Blancos proporcionándoles energía mágica, pero no creo que los soldados influyan mucho en el resultado.
Arlij soltó una risita.
—Debes tener en cuenta la motivación tras todas las guerras. Casi siempre es hacerse con el control para arrebatar a los vencidos todas las riquezas posibles. Los invasores hacen planes para después de la batalla. Tras la victoria, deben mantener su dominio. Aunque sean hechiceros poderosos, no pueden estar en más de un lugar a la vez, de modo que traen ayudantes consigo: hechiceros menores, soldados, personas atraídas por la promesa de botines y tierras.
»Los defensores lo saben, así que reúnen un ejército como prevención, por si pierden. Cuantas más muertes haya entre las filas invasoras, menos conquistadores en potencia quedarán para someter a los defensores, y más posibilidades tendrán los conquistados de expulsar a los invasores después.
Jayim asintió despacio.
—Y si esperasen a que la batalla entre los hechiceros terminara, y su bando fuera vencido, los hechiceros enemigos los matarían de todos modos, así que les conviene más luchar ahora.
—Exacto —suspiró Arlij—, aunque la mayoría de los soldados no es consciente de ello. Hacen lo que se les ordena y confían en el criterio de sus líderes.
—Se sabe que los hechiceros conceden a los soldados supervivientes la oportunidad de rendirse —añadió Leiard.
Jayim contempló la batalla y arrugó el entrecejo.
—Los circulianos… ¿vamos… vamos ganando o perdiendo?
Leiard miró de nuevo hacia el valle y examinó ambos bandos con detenimiento. Se había fijado en que los soldados circulianos de a pie estaban pasando dificultades, pero esto no le había preocupado, pues, tal como le había dicho a Jayim, la victoria o el fracaso dependían en última instancia de los Blancos.
Los sacerdotes circulianos parecían haber sufrido más bajas que los hechiceros que apoyaban a los líderes pentadrianos. Había muchos más cadáveres con túnica blanca que negra. Al observar los combates, entendió poco a poco el porqué.
Los voranes. Eran tan rápidos y eficientes para matar que de vez en cuando lograban atravesar las defensas circulianas y sorprender a algún sacerdote. Por otra parte, ninguno de los cuerpos del ejército circuliano era tan eficaz para eliminar a los hechiceros enemigos. Los siyís eran los únicos guerreros capaces de atacarlos, pero los pájaros negros los hostigaban constantemente.
—Los pentadrianos llevan ventaja —sentenció.
Arlij exhaló un suspiro.
—Lo más duro para un tejedor de sueños no es enfrentarse a los prejuicios o la intolerancia, sino ver cómo su país pierde una guerra sabiendo que no puede intervenir. —Miró a Jayim—. No nos ponemos de parte de nadie. Si te implicas en la lucha, dejas de ser un tejedor de sueños.
Jayim hizo un gesto afirmativo. Su rostro juvenil estaba surcado por arrugas de tensión, angustia… y determinación. Leiard sintió una mezcla de orgullo y desconsuelo. La voluntad del chico no flaquearía, pero él se detestaría a sí mismo por ello.
Arlij posó en Leiard una mirada directa e inquisitiva.
—¿Y tú?
Leiard la miró, juntando las cejas.
—¿Yo qué?
—¿No te sientes tentado de acudir al rescate de alguien?
Él entendió de inmediato a quién se refería. Auraya. ¿Sería él capaz de presenciar la derrota de Auraya con los brazos cruzados?
De pronto, se le aceleró el pulso. Dirigió la vista al campo de batalla, hacia los cinco Blancos. ¿Cómo no había pensado en ello antes? «Siempre me pareció tan fuerte, tan segura de sí misma… —se dijo—. No me hacía muy feliz que fuera una Elegida de los dioses, pero eso significaba que se encontraba a salvo. Que era inmortal. Que estaba protegida por la magia y por las deidades.
»Las deidades… No permitirán que los humanos a quienes eligieron como representantes pierdan… ¿O sí?»
«Si te crees eso, eres idiota», susurró Mirar.
—¿Qué puedo hacer para salvarlos? —preguntó Leiard con sinceridad—. Dudo mucho que un hechicero por sí solo pueda marcar la menor diferencia. —Consciente de que su voz delataba su ansiedad, se volvió hacia Arlij—. Salvo ejerciendo de sanador, como siempre.
Arlij le dio un apretón amistoso en el hombro.
—Y bastante bueno, por cierto.
Mientras ella se alejaba, Leiard lanzó un profundo suspiro. Ya no quería ser testigo de la batalla, si eso implicaba ver morir a Auraya con una sensación de impotencia absoluta.
«Puedo ahorrarte ese mal trago», se ofreció Mirar.
«No. Estoy aquí para sanar», repuso Leiard.
«Puedo hacerlo en tu lugar».
«No. Cuando esta guerra termine, iremos a Somrey y me libraré de ti».
«¿Crees que Arlij puede curarte? No creo que te guste que fisgonee en tu mente. Tampoco estoy seguro de que la idea me seduzca mucho a mí».
«Creía que querías desaparecer».
«Depende de si los Blancos ganan o no esta batalla. Si salen vencedores, te dejaré ir a Somrey. Veremos si Arlij puede hacer algo respecto a nuestra situación».
«¿Y si los Blancos pierden?», preguntó Leiard.
Mirar no respondió.