Capítulo 12

12

El agua rizada de las olas se extendía en todas direcciones. Los reflejos del sol naciente formaban un mosaico color naranja en la superficie. De vez en cuando un ave marina pasaba volando, aparentemente ajena al barco y a sus ocupantes.

Al tender la mirada hacia el oeste, Danyin alcanzaba a ver las formas azules y desdibujadas de las montañas sobre una franja estrecha y oscura de tierra. La cordillera del Ocaso bordeaba la costa occidental de Hania hasta el estrecho del Espejo, donde se sumergía en el mar formando una línea de islotes que conducían a las grandes islas de Somrey. Según las crónicas antiguas, algunas de aquellas montañas habían escupido fuego y ceniza en otros tiempos, pero se habían enfriado y ahora estaban en calma.

—Danyin.

Se volvió, sorprendido. Auraya rara vez se levantaba antes del amanecer. Llevaba su larga cabellera recogida en una sencilla cola de caballo en vez de en uno de sus elaborados peinados habituales. Tenía el entrecejo fruncido.

—Buenos días, Auraya la Blanca —saludó él realizando el gesto del círculo—. Hace una mañana preciosa, ¿verdad?

Ella lanzó una mirada fugaz al alba, pero su expresión ceñuda no se suavizó.

—Sí. —Lo miró—. Dejaré el barco antes de una hora. ¿Cuidarás de Travesuras y te asegurarás de que Leiard llegue sano y salvo a su alojamiento?

Al dirigir la vista hacia la cubierta, Danyin advirtió que cuatro marineros estaban desatando una chalupa pequeña que había estado firmemente sujeta al buque durante buena parte de la travesía.

—Por supuesto —respondió él. Ella se mordió el labio. Danyin tendió la mano, pero no llegó a tocarle el brazo—. ¿Podéis hablarme del motivo de vuestra marcha?

Ella se volvió despacio, recorriendo la tripulación con la mirada.

—Un poco —dijo en voz baja—. Juran ha recibido varios informes de que un monje pentadriano, probablemente un espía, ha sido visto en aldeas y ciudades de la costa norte de Hania. Ha enviado a Dyara a capturarlo y me ha pedido que me aproxime desde el norte para cortarle la retirada.

Él asintió en señal de que comprendía sus temores. Auraya apenas había empezado a adiestrarse en el uso de sus dones. Tal vez estaba a punto de dirigirse hacia su primer enfrentamiento con un hechicero.

«Los dioses la protegerán —se dijo—, y Dyara probablemente convertirá la experiencia en una lección», añadió con sarcasmo.

Los labios de Auraya se curvaron en un esbozo de sonrisa cuando le leyó la mente.

—Regresaré a Jarime con Dyara, así que te dejo a ti al mando, Danyin Lanza.

—¿Sabe Leiard que os marcháis y por qué?

Ella negó con la cabeza.

—Repítele lo que te he dicho, pero a los demás explícales solo que he partido para ocuparme de ciertos asuntos en la costa.

Él respondió con un gesto afirmativo.

—Así lo haré.

Ella guardó silencio, contemplando la tierra lejana. Mientras navegaban hacia allí, Danyin luchó contra una ansiedad creciente. «Ella está entre los Elegidos de los dioses —se recordó a sí mismo—. Sabrá cuidarse sola».

Cayó en la cuenta de que lo que le preocupaba no era la seguridad de Auraya. Tal vez se vería obligada a matar al espía. Era una carga que él habría preferido que no recayera sobre ella tan pronto.

«Ojalá Mairae hubiera vuelto con nosotros», pensó, en vez de quedarse en Somrey para establecer acuerdos comerciales y preparar las visitas de otras delegaciones bajo los términos de la alianza. En el mismo momento en que esto le vino a la mente, Danyin supo que era un pensamiento innoble. Tal vez Mairae estaba perfectamente entrenada, o eso suponía él, pero merecía tan poco como Auraya llevar el peso de una muerte sobre su conciencia.

El sol ascendía y la costa se aproximaba poco a poco. La línea negra que Danyin había avistado de lejos se transformó en un acantilado oscuro y erosionado. Un edificio con varias torres robustas construido cerca del borde del precipicio resultaba visible. Bajaron la chalupa al agua, y Auraya subió a bordo con agilidad para ocupar su lugar junto a los remeros.

Acodado sobre la borda, Danyin los observó alejarse. Auraya, sentada con la espalda muy recta, no miró atrás.

—Consejero Danyin Lanza.

Al volverse, Danyin vio a Leiard sentado detrás de él. Se preguntó cuánto rato llevaba allí el tejedor de sueños.

—¿Sí, tejedor Leiard?

Leiard se acercó a la borda y dirigió la mirada hacia la chalupa.

—Deduzco que Auraya no desayunará con nosotros.

Danyin negó con la cabeza.

—No. Va a reunirse con Dyara para encargarse de un espía pentadriano y después regresará a Jarime por tierra.

Leiard asintió. Contempló la embarcación por un momento más antes de posar los ojos de nuevo en Danyin. Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba.

—Entonces será mejor que bajemos antes de que se enfríen las tartahojaldres.

Con una risita, Danyin se apartó de la borda y siguió a Leiard a la cubierta inferior.

Cuando la chalupa se encontraba más cerca de los acantilados, Auraya se preguntó cómo podrían tomar tierra de forma segura. Las olas reventaban contra la pared vertical de roca negra, lanzando gotitas saladas al aire. Era evidente que cualquier embarcación que intentara echar amarras allí acabaría hecha pedazos. Agachándose y tirando enérgicamente de los remos, los marineros consiguieron que la barca rodeara un saliente del acantilado. Entonces apareció una playa angosta de arena oscura sembrada de rocas negras. Auraya exhaló un suspiro de alivio cuando pusieron rumbo hacia allí.

Alzó la vista y divisó una línea zigzagueante de escalones tallados en la pared que conducían a la cima. El fondo de la chalupa rozó la arena. Los hombres recogieron los remos, desembarcaron saltando sobre el costado y, aprovechando el impulso de una ola, arrastraron la barca playa adentro.

Auraya se puso de pie y bajó a tierra. Cuando sus sandalias se hundieron en la arena, un agua muy fría le remojó los pies. Tras dar las gracias a los remeros, echó a andar hacia la base de la escalera, mientras ellos empujaban la chalupa de vuelta hacia el agua.

La escalera era empinada, estrecha, y los peldaños eran cóncavos a causa del desgaste. Cuanto más ascendía, más vertiginosa le resultaba la altura respecto de la playa. El viento la golpeaba con fuerza, y ella, nerviosa, se imaginó qué le ocurriría si resbalaba. Dyara no le había enseñado a sobrevivir a una caída. ¿Un escudo defensivo como el que se usaba para protegerse de ataques mágicos la salvaría también del impacto contra la arena o las rocas que se hallaban mucho más abajo?

Tal vez lo mejor era no pensar en ello. Auraya apartó su mente del tema con decisión y continuó su ascenso. Sus pensamientos pronto se centraron de nuevo en la misión que Juran le había encomendado. El pentadriano había sido visto merodeando por las casas de bebidas, tal vez para escuchar las conversaciones de los clientes con la esperanza de captar información de interés para su pueblo. Su descripción no coincidía con la del hechicero poderoso al que se había enfrentado Rian: era mayor y moreno. Aun así, ella no podía evitar sentir cierta aprensión.

«Es imposible que haya dos hechiceros con tanto poder —le había asegurado Juran—. Topamos con alguien así una vez cada siglo. Ese hombre se hospeda en posadas modestas. Dudo que sus dones sean tan extraordinarios como los de un sacerdote superior».

Cuando llegó por fin a la cumbre del acantilado, a Auraya le sorprendió encontrarse con una pequeña multitud que la esperaba. Uno de los edificios de piedranegra que se alzaba al borde del precipicio estaba circundado por una aldea.

Un sacerdote dio unos pasos al frente.

—Bienvenida a Caram, Auraya la Blanca. Soy el sacerdote Valem.

Ella sonrió.

—Gracias, sacerdote Valem.

Este señaló a un hombre bien vestido, de ojos claros y cabello entrecano.

—Este es Borean Cantero, el jefe de nuestra aldea.

Ella lo saludó con una inclinación de cabeza, y el hombre correspondió realizando el signo del círculo con ambas manos. Otros miembros de la comitiva lo imitaron. Auraya advirtió que llevaban ropas sencillas. Aunque la mayoría rehuían su mirada, unos pocos la contemplaban con respeto reverencial. Ella les dedicó una sonrisa cálida.

—Soy también el propietario de la casa de vigía —dijo Borean apuntando con el dedo al edificio que se erguía a la orilla del acantilado—. El sacerdote Valem ha dispuesto que os alojéis allí.

—Será un honor para mí visitar tu hogar —respondió Auraya—. Espero no haberte causado muchas molestias.

—Ninguna en absoluto —contestó él. Le indicó con un gesto cortés que lo siguiera, y se encaminaron hacia la casa. El sacerdote los alcanzó y avanzó al otro lado de ella—. De vez en cuando alquilo habitaciones a viajeros, por lo que no es tan insólito para mí recibir visitas —aseveró Borean—. Sin embargo, no puedo prometeros las comodidades de Jarime.

—Ni yo ni mi compañera Blanca llevamos una vida de lujos. ¿Es muy antigua la casa?

No tuvo que fingir interés mientras él le relataba la larga historia del edificio. Lo había construido un antepasado suyo hacía cientos de años, como hogar y también como atalaya, para prevenirse contra cualquier intento de invasión por mar.

Cuando llegaron ante la puerta, ella se detuvo a agradecer a los aldeanos que hubieran acudido a recibirla. Una vez dentro, animó a Borean a enseñarle la casa, y el sacerdote caminó tras ellos en silencio. El interior estaba repleto de artefactos, pero no era excesivamente suntuoso. Finalizaron el recorrido en una de las torres achaparradas, donde Borean le mostró el conjunto de habitaciones que ponía a su disposición.

—He pedido a las mujeres del pueblo que os sirvan…

Lo interrumpió un estrépito procedente de abajo, seguido del grito de una mujer. Se oyeron los pasos de alguien que corría. Borean y el sacerdote Valem intercambiaron una mirada de perplejidad. El jefe de la aldea se excusó y se dirigió hacia la puerta del conjunto de habitaciones. Cuando se disponía a salir, un hombre con un tago de viaje marrón apareció en el umbral, interponiéndose en su camino. Sus ojos, tras desplazarse sobre Borean y el sacerdote, se posaron en los de Auraya.

A esta se le erizó el vello ante la fijeza de su mirada. Había algo extraño en él. Tenía la piel pálida, pero los ojos tan negros que ella no podía distinguir sus pupilas. Sin embargo, no era esta la causa de su rareza. Auraya lo estudió con más detenimiento, y se le hizo un nudo en el estómago cuando comprendió de qué se trataba.

No podía leerle la mente.

—¿Quién eres…? —empezó a decir Borean.

El hombre se volvió hacia el jefe de la aldea, que se tambaleó hacia atrás. Cayó pesadamente, con las manos en el vientre, jadeando. Auraya invocó magia y se apresuró a crear una barrera protectora a través de la habitación entre Borean y el hechicero. El jefe de la aldea se alejó de la puerta a gatas, pugnando todavía por respirar. Ella se abalanzó hacia él para cogerlo del brazo y ayudarlo a levantarse, sin apartar la vista del hombre que estaba en la puerta.

—¿Estás herido? —murmuró.

—Solo… me falta… el aliento —respondió él con voz ronca.

—¿Hay alguna otra salida?

Él asintió.

—Bien. Vete, y llévate al sacerdote contigo.

Juran, llamó mientras los dos hombres se marchaban por una puerta lateral.

¿Sí?

El espía pentadriano está aquí.

¿Tan pronto?

. Fortaleció la conexión para que él viera al hechicero a través de sus ojos.

¿Qué has descubierto en su mente?

Nada. No puedo leérsela. ¿Es una habilidad común entre los pentadrianos?

No lo sé. Tendremos que considerar esa posibilidad. Me pondré en contacto con Dyara.

Ha venido a buscarme. No hay otra razón para que haya entrado en esta casa. ¿Estás seguro de que es un espía? No se comporta como tal.

Seguramente cree que eres una sacerdotisa de cierta importancia y pretende sacarte información por la fuerza. Dudo que sepa quién eres.

—Tú debes de ser Auraya la Blanca —dijo el pentadriano.

Ella se quedó mirándolo, sorprendida.

Creo que podemos descartar esa teoría. —Pensó en Juran—. ¿Dónde está Dyara?

A una hora de camino —respondió Dyara—. Dale conversación, Auraya, y procura que no salga de la casa. No tardaré en llegar.

—Soy Auraya —dijo—. ¿Y tú quién eres?

—Kuar, Voz Primera de los Dioses —contestó.

¡Por el gran Chaia! ¿Es el líder de los pentadrianos? —exclamó Juran con incredulidad—. ¿Por qué iba el líder de una secta a aventurarse a viajar al norte solo? Sin duda está mintiendo.

El pentadriano comenzó a acercarse a Auraya, dando un paso lento tras otro.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella.

—He venido a verte —respondió el hechicero.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Para averiguar… —Llegó frente a la barrera de Auraya.

Cuando extendió los brazos ante ella, su tago se abrió y dejó al descubierto una vestimenta negra y un colgante de plata en forma de estrella. La Blanca frunció el entrecejo. Un espía no se internaría en un país extranjero sin nada más que un tago para encubrir el atuendo de su pueblo.

—¿Qué quieres averiguar? —inquirió ella.

Una descarga de energía golpeó su escudo, lo que hizo restallar rayos de magia a lo largo de su superficie. Auraya contuvo un grito de asombro ante la fuerza del azote. El ataque cesó, y el hechicero la contempló con serenidad.

—Cuánta fuerza tenéis los paganos —respondió él.

Ella clavó en el pentadriano lo que esperaba que fuera una mirada fría.

—¿Eso ha respondido a tu pregunta?

El hombre se encogió de hombros.

—No del todo.

Auraya cruzó los brazos y fijó los ojos en él con aire desafiante. Por dentro temblaba de la impresión.

Juran —dijo—. Sospecho que tu teoría de que nace un hechicero poderoso cada cien años es errónea. Y creo que tu teoría de que es un espía tampoco es correcta.

Me temo que tienes razón respecto a ambas cosas —convino Juran—. Es poderoso, pero tú también lo eres.

Pero ¡a duras penas he aprendido a escudarme!

Es todo cuanto necesitas. Cuando Dyara llegue, ella se ocupará de él.

El hechicero entornó los párpados. Una segunda descarga de magia hizo vibrar la barrera. A cada lado de la habitación, la energía sobrante escaldó la pintura y prendió fuego a los muebles y las colgaduras. La fuerza del ataque aumentaba, obligando a Auraya a invocar cada vez más magia para resistirlo.

¡Qué fuerte es, por todos los dioses!

Tu escudo es demasiado grande —le advirtió Juran—. Encógelo en torno a ti. Así podrás mantenerlo de un modo más eficiente.

Ella siguió su consejo. La repentina contracción de la barrera ocasionó que el ataque del hechicero hiciera añicos cuadros, muebles y ventanas. Ella sintió una punzada de culpabilidad ante todos aquellos destrozos.

El ataque se interrumpió. Ella escrutó el rostro del pentadriano. Tenía una expresión pensativa. Dio otro paso hacia delante.

—Hay formas mucho más civilizadas de conseguir lo que te propones —le aseguró Auraya—. Podríamos idear algún tipo de prueba. Organizar unos juegos anuales, tal vez. La gente acudiría desde…

Cuando un azote brutal impactó contra su escudo, ella se concentró en invocar y canalizar la magia. El hombre la observaba atentamente sin el menor atisbo de esfuerzo pese a que la intensidad de su ofensiva crecía aún más. Ella advirtió que ya no podía invocar magia lo bastante deprisa para frenar su ataque. Una luz blanca la deslumbró cuando él derribó sus defensas. Auraya experimentó un breve instante de agonía. Trastabilló hacia atrás, sin resuello, y bajó la vista hacia su propio cuerpo. Seguía viva y, para su sorpresa, indemne.

¡Huye! —La comunicación de Juran resonó como un grito en su mente—. Él es más fuerte. Ya no puedes hacer nada.

La certeza de que el pentadriano podía matarla la sacudió como un golpe. Presa del terror, se apresuró a generar otro escudo. Al alzar la vista hacia el hechicero, vio que había desplegado una gran sonrisa. «Hasta aquí llega mi inmortalidad —pensó ella—. ¡La gente me recordará como la inmortal menos longeva de la historia!» Dio unos pasos hacia la puerta lateral y topó con una fuerza invisible.

—No, no —dijo el pentadriano—. No te vas. Quiero ver si apelas a tus dioses. ¿Ellos aparecerán? Sería interesante. Aclararía muchas dudas.

¿Tienes alguna ventana detrás?, preguntó Dyara.

Sí, pero si me dirijo hacia ella, él me impedirá el paso.

Entonces tendrás que resistir su ataque. Le llevará un tiempo echar abajo tus defensas otra vez. Aprovecha ese lapso para acercarte a la ventana.

Auraya reculó. El hechicero ensanchó su sonrisa, seguramente complacido por el miedo que veía en ella. «¡Le tengo miedo!» Auraya llegó al cuadrado de luz proyectado por la ventana rota que tenía a su espalda y notó el calor del sol en las pantorrillas. El hechicero bajó la mirada hacia sus pies y frunció el ceño. Lo posó fugazmente en la ventana y achicó los ojos.

Una energía invisible golpeó su escudo. Aunque Auraya se opuso a ella, sus fuerzas insuficientes no impidieron que se viera empujada contra la pared. La ventana estaba a la distancia de un brazo. El pentadriano se acercó con grandes zancadas hasta detenerse frente a ella.

—¿Dónde están tus dioses? —preguntó—. Ya conozco tu poder. No tardaré mucho en derrotarte de nuevo. Apela a tus dioses.

Ella tenía la ventana muy cerca, pero no podía moverse. El hechicero sacudió la cabeza.

—No existen. Sois impostores. Merecéis morir.

Separó los dedos frente al pecho de Auraya. Esta intentó retroceder, pero tenía la espalda contra la dura pared. Si al menos fuera posible atravesarla…

«Pero ¡por supuesto que puedo!» Concentró energía y la lanzó hacia atrás en una gran descarga. La pared cedió con un crujido ensordecedor. Auraya vio los ojos del hechicero, desorbitados de estupefacción, mientras ella se precipitaba en el vacío. Se preparó para el impacto de su escudo contra el suelo.

Pero el impacto no se produjo.

Ella continuaba cayendo. Al volverse cabeza abajo vio arena, rocas y agua que se aproximaban a toda velocidad.

«¡Tengo que detenerme!»

Sintió que la magia la recorría, obedeciendo la orden de su mente. La sensación de caída cesó con una sacudida violenta. Por un momento, estuvo demasiado aturdida para pensar. Inspiró una vez, y luego otra. Abrió los ojos despacio, incapaz de recordar cuándo los había cerrado.

Un muro de arena oscura se extendía ante ella, al alcance de su mano.

«No es un muro —rectificó—, sino la playa». Al mirar alrededor, vio la pared del acantilado a su derecha y el mar a su izquierda. Estaba flotando en el aire.

«¿Cómo es posible?»

Hizo memoria y se acordó del pensamiento que le había pasado por la cabeza. «Quería detenerme, dejar de moverme».

Era algo más que eso. Se había visto a sí misma moviéndose respecto a lo que la rodeaba; no en relación con el precipicio o el mar, sino con todo. Con el mundo entero.

«Y lo hice. —Meneó la cabeza, asombrada—. Y sigo haciéndolo. ¿Puedo conseguir moverme de nuevo ejerciendo mi voluntad para cambiar de posición respecto al mundo?»

Vaciló por un instante, temerosa de que si examinaba el nuevo don, este desapareciera y ella diera con su cuerpo en la playa. No sería una caída mortal, pero sí desilusionante.

«No obstante —razonó—, si esta facultad, este don, requiriese una gran concentración mental, yo habría sido consciente de él desde el principio». No, se trataba de una habilidad distinta de las que había aprendido hasta entonces. Era como aprender a andar; algo que podía hacer sin pensar en ello.

«Si adquirir un don es comparable a aprender a tocar un instrumento, esto se parece más a cantar».

Si conseguía moverse, sería como si volara. Esta idea le provocó una oleada de emoción.

«Tengo que intentarlo. Yo en relación con el mundo. Quiero darme la vuelta y colocarme boca arriba».

Se colocó de costado en tres movimientos bruscos. El acantilado se alzaba por encima de ella. Pensó en desplazarse más arriba y comenzó a ascender. Primero despacio y luego con velocidad creciente, se elevó en el aire. Decidió que estaría más cómoda en posición vertical. Giró lentamente hasta ponerse cabeza arriba. Sobrepasó el borde del abismo y se detuvo cuando se percató de que tenía la casa de vigía debajo.

De pronto se acordó del hechicero y su euforia se desvaneció. Salía humo del boquete que ella había abierto en un lado del edificio. Los aldeanos acarreaban cubos de agua hacia allí desde un pozo. A Auraya se le formó un nudo de miedo en el estómago mientras intentaba localizar al pentadriano. Si él seguía allí, tendría que retirarse hasta que llegara Dyara.

Sobrevoló la aldea, buscándolo en vano. Entonces avistó una figura oscura que cabalgaba hacia el norte a lomos de un raina. Trató de captar los pensamientos del hechicero, pero no percibió ninguno. Suspiró, aliviada.

«Debe de haber supuesto que he muerto. En cuanto a Juran y Dyara, deben de estar preguntándose qué ha ocurrido. —Sonrió—. No me creerán».

Juran.

¿Auraya? Estás viva. ¿Qué…? ¿Dónde estás?

Por encima de Caram.

No lo entiendo…

Yo tampoco. Como los dioses no podían hacerme más fuerte, me han concedido un nuevo don. Estoy viendo al hechicero. Se marcha. ¿Quieres que lo siga, o voy al encuentro de Dyara?

No te pongas en una situación peligrosa. Reúnete con Dyara. Las dos debéis regresar.

¡No podemos dejar escapar al hechicero!, protestó Dyara.

No nos queda otro remedio. Tú eres más poderosa que Auraya, pero no sabemos si posees la fuerza suficiente, y mientras ella no complete su formación, no debemos enviarla a plantar cara a hechiceros tan peligrosos…, ni siquiera con la ayuda de otros. Encuéntrate con Auraya y volved a Jarime.

Auraya inspeccionó los edificios desde lo alto. Ya no surgían volutas de humo de la casa. Vio salir a Borean, y por sus gestos dedujo que estaba diciendo a los vecinos que el agua ya no era necesaria.

¿Dónde estás, Dyara?

En la carretera, no muy lejos ya.

Me dirigiré hacia el sur para reunirme contigo.

Tras interrumpir la conexión, Auraya ejerció una vez más su voluntad para ponerse en movimiento.