Capítulo 15

15

Danyin se había pasado buena parte de las últimas dos semanas en un estado de admiración y asombro. No era el único, aunque suponía que figuraba entre los pocos que habían conseguido mantener la calma pese a todo lo que había sucedido. Muchos de los sacerdotes deambulaban por ahí presos del aturdimiento, se deshacían en alabanzas a los dioses o se entregaban a elucubraciones sobre las maravillas que les deparaba el futuro.

Mientras su platén atravesaba el arco de entrada al templo, Danyin reflexionó sobre los acontecimientos que habían conducido a aquella situación.

La primera revelación había sido el retorno de Auraya. No había sido un buque o un platén lo que la había llevado de vuelta a la ciudad. En vez de ello, se había aproximado al templo volando como una gran ave blanca y sin alas. Según le contó un sirviente, la llegada de Dyara fue considerablemente más discreta. Había regresado a lomos del cargador en el que se había marchado, con aspecto de que «tenía mucho en que pensar».

La segunda revelación había sido menos agradable. Auraya le había referido a Danyin su enfrentamiento con el hechicero pentadriano y le explicó que el descubrimiento de su nuevo don había sido resultado de su derrota. Sin embargo, esta información debía guardarse en secreto. Los Blancos no deseaban sembrar innecesariamente el miedo entre la población anunciando que los pentadrianos contaban con un hechicero tan poderoso que había vencido a una Blanca.

Danyin no se había acostumbrado a la idea de que la mujer para la que trabajaba fuera capaz de llevar a cabo acrobacias aéreas que ni siquiera los pájaros podían realizar. Tras la llegada de los embajadores siyís, había percibido un cambio sutil en el comportamiento de los otros Blancos hacia Auraya, como si la aparición de aquellos seres del cielo explicara que las deidades le hubieran concedido ese nuevo poder.

«Tiene sentido, supongo —pensó—. ¿Significa eso que tendré que acompañarla en un viaje a Si?»

Desde entonces, las reuniones de Danyin con Auraya se habían reducido a una o dos al día. Carecía de conocimientos sobre los siyís y sobre su idioma, y caer en la cuenta de que en aquellos momentos no le resultaba útil había sido un golpe duro para él. En las pocas ocasiones en que la había observado en presencia de ellos le había parecido evidente su fascinación por aquellos individuos alados. Los siyís, por su parte, se mostraban igual de cautivados con ella.

«No me extraña —pensó—. Tiene más en común con ellos que con cualquier persona de aquí».

Cuando el platén se acercó a los edificios del templo, Danyin advirtió que los pocos sacerdotes que había por allí a aquella hora tan temprana estaban enfrascados en el nuevo pasatiempo no oficial, y que él llamaba «contemplación del cielo». No obstante la mayoría estaba mirando la torre. No había tardado mucho en correrse la voz de que en la habitación de Auraya habían transformado una ventana en puerta para que ella y sus amigos siyís no tuvieran que ascender hasta la azotea del edificio cada vez que quisieran hacer ejercicios acrobáticos. El público solía prorrumpir en gritos de entusiasmo cuando la veía salir.

Danyin sintió un escalofrío al pensar en la ventana-puerta de sus aposentos. Tal vez debía alegrarse de que ella ya no lo necesitara.

«Claro que sigue necesitándome», se dijo. Pero eso no lo consolaba. Tenía ante sí la oportunidad de informarse sobre uno de los pocos pueblos sobre los que no sabía nada, pero no podía aprovecharla porque Auraya no lo invitaba a participar en las conversaciones con ellos.

El platén se detuvo. Danyin se apeó y dio las gracias al cochero. Mientras avanzaba con paso decidido hacia el interior de la torre, los sacerdotes lo saludaban con una inclinación cortés de la cabeza, y él correspondía con la señal del círculo. La jaula descansaba en el fondo del hueco de la escalera. El consejero se concentró en su respiración mientras el artilugio lo transportaba hacia arriba, y se distrajo de la distancia creciente que lo separaba del suelo recordando unos versos que había memorizado y traduciéndolos al dunwayano. Cuando la jaula se paró frente a los aposentos de Auraya, él salió y llamó a la puerta.

La abrió la propia Auraya, que lo recibió con una sonrisa. No era exactamente la misma sonrisa radiante que había lucido durante las últimas dos semanas, sino una expresión más apagada. Danyin se preguntó qué había empañado su buen humor.

—Adelante —dijo ella, y lo acompañó hasta una silla. Cuando él se sentó, echó un vistazo rápido a las ventanas. Comprobó aliviado que la «puerta» de vidrio estaba cerrada—. Sé que estás decepcionado por no haber tratado más a los embajadores siyís —señaló Auraya—. Tal vez esto te parezca una indiscreción por mi parte, pero lo cierto es que se sienten intimidados por los pisatierra, sobre todo porque casi todos aquellos con los que habían topado eran invasores y asesinos. He procurado que haya el menor número de pisatierra posible cerca de ellos.

Mientras hablaba, un bulto peludo que estaba en una silla próxima se desenroscó. Travesuras los miró, parpadeando soñoliento, se desperezó, trepó al regazo de Auraya y se hizo un ovillo de nuevo. Auraya no pareció fijarse en él.

—Mi intención era compensarte llevándote conmigo, pero me temo que no será posible.

—¿Llevándome con vos?

Un brillo que él había llegado a conocer bien asomó a los ojos de Auraya.

—A Si, para entablar negociaciones sobre una alianza. Juran les envió una propuesta hace meses, y quieren que uno de nosotros los acompañe cuando regresen a Si. —Su sonrisa se desvaneció—. Pero el viaje llevaría meses y el camino discurre por terrenos escabrosos. Tendrías que escalar montañas para llegar hasta allí, Danyin. Juran ha decidido que debo partir sola.

—Ah. —Danyin sabía que no podría ocultarle su desencanto, así que no se molestó en disimular—. Tenéis razón —dijo—. Estoy decepcionado. Y también preocupado. En Somrey, nos teníais a Mairae, al tejedor de sueños Leiard y a mí para asesoraros. Perdonad mi franqueza, pero aún sois demasiado inexperta para negociar una alianza por vuestra cuenta. ¿Ese viaje no puede esperar?

Ella movió la cabeza.

—Necesitamos aliados, Danyin. En el futuro es posible que no sean solo hechiceros solitarios quienes se aventuren a penetrar en nuestro territorio desde el continente del sur. Sin embargo, no iniciaré las negociaciones con los siyís de inmediato. Antes dedicaré unos meses a aprender todo lo que pueda sobre ellos.

—En ese caso, tal vez si yo partiera ahora llegaría a tiempo para ayudaros a negociar.

—No, Danyin —dijo ella con firmeza—. Te necesitamos aquí.

Rebuscó algo bajo su cirque, se inclinó hacia delante y abrió la mano. En la palma sostenía un anillo blanco. Una sortija de sacerdote. Danyin la contempló, sorprendido.

—Es un gran honor que no merezco —dijo—, pero no deseo ordenarme…

—No es un anillo de sacerdote. —Auraya sonrió—. Es lo que llamamos un «anillo de conexión». Como sabes, los sacerdotes pueden comunicarse entre sí mediante sus anillos. Aunque sus sortijas son sencillas, los dones que poseen se lo permiten. Esto —explicó tomando el aro blanco entre sus dedos— es un objeto más refinado, y su fabricación requirió bastante tiempo. Si necesito comunicarme contigo, puedo hacerlo a través de esto. Pero solo sirve para eso. No puedo conectarte con otra persona. —Se lo tendió—. Si te lo pones, podré hablar contigo desde Si. No lo pierdas. Es el único que tengo.

Él cogió el anillo y lo alzó para examinarlo. Era liso, sin adornos, y Danyin no logró determinar de qué material estaba hecho. Lo deslizó en torno a su dedo y levantó la vista hacia ella.

—Hay otra cuestión que me inquieta —le dijo.

Con una sonrisa, Auraya se reclinó en su silla.

—Tu preocupación por mí me conmueve, Danyin, pero en Si estaré más a salvo de los pentadrianos que en cualquier otro sitio. Es un lugar lejano, poco poblado, difícil de atravesar. Si se acercaran intrusos, los siyís los descubrirían antes de que se internaran en su país. ¿Por qué iban a emprender los pentadrianos un viaje tan arduo?

—Para encontraros —respondió él.

—No sabrán que estoy allí —aseveró Auraya.

—Entonces… por la misma razón por la que iréis vos.

—Que yo sepa, los siyís no han invitado a los pentadrianos a su país a negociar un tratado, ni los pentadrianos han intentado aliarse con otros países.

Danyin suspiró y meneó la cabeza, dándose por vencido.

—Bueno, ¿cuánto tiempo estaré mano sobre mano?

Ella soltó una risita.

—No lo estarás, Danyin. Solo pasaré unos meses fuera, aunque, si consigo mi objetivo, quizá Juran me envíe a hablar con los elay. Hace meses que no recibe informes sobre los progresos del mensajero que mandó a su país.

—Los pueblos del mar. —Danyin emitió un silbido suave—. Pronto no quedarán misterios en el mundo.

Una expresión de intranquilidad asomó al rostro de Auraya, que apartó la mirada. Travesuras se revolvió. Cuando bajó los ojos hacia el animalillo, su dueña recuperó la sonrisa.

—Hay otro asunto del que quería hablar contigo, Danyin.

—¿De qué se trata?

—¿Podrías venir por aquí cada día para pasar un rato con Travesuras durante mi ausencia? Ten cuidado: se está volviendo muy taimado. Lo encuentro a menudo reptando por el alféizar de la ventana. He mandado instalar un cerrojo, pero ya ha aprendido a abrirlo, así que pediré que claven la ventana al marco antes de irme.

Danyin se estremeció.

—No dejéis de hacerlo. Yo cuidaré de él.

Ella rió entre dientes.

—Gracias. Estoy segura de que Travesuras agradecerá la compañía.

Cuando Danyin se marchó, Auraya comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación.

«Sé que he mostrado una seguridad en mí misma que en realidad no siento —pensó—. No me preocupa un aspecto en concreto del viaje, sino el hecho de que debo embarcarme en él sola».

No perdería el contacto con el resto del mundo. Podría comunicarse con los otros Blancos en cualquier momento. Juran le había indicado que lo consultara antes de tomar cualquier decisión importante. Era una orden tan reconfortante como razonable.

Dyara no había opuesto la menor objeción. Había dedicado una buena parte del trayecto de regreso a Jarime a impartirle clases de magia, aunque en un tono menos severo. Ya no estaba empeñada en impedir que Auraya corriese riesgos hasta que realizara a la perfección todos los ejercicios, y en cambio parecía resuelta a transmitirle todos sus conocimientos de magia lo más rápidamente posible. Le insistía en que practicara siempre que tuviera la oportunidad.

—Los demás tuvimos tiempo de aprender a nuestro propio ritmo. Es posible que tú, por ser la última de nosotros, no lo tengas —le había comentado de forma críptica.

Con ello solo había conseguido que a Auraya le resultara más difícil no preocuparse por el futuro. Algunas noches despertaba de pesadillas en las que se veía a sí misma atrapada, indefensa, presa de la magia del hechicero pentadriano. No la tranquilizaba saber que existía alguien más poderoso que ella y que al parecer quería hacer daño a los suyos.

Se detuvo frente a la ventana. Como cualquier mortal, no podía hacer otra cosa que depositar su fe en los dioses.

—Li-ar.

Al volverse, advirtió que Travesuras miraba fijamente la puerta, con las orejas puntiagudas erguidas y alerta. Con una risita, Auraya atravesó la habitación. Cuando abrió la puerta, Leiard se quedó paralizado, con la mano en el aire, a punto de llamar.

—Tejedor de sueños Leiard. —Sonrió—. Adelante.

—Gracias, Auraya la Blanca.

—¡Li-ar! —Travesuras bajó de un salto de la silla. Leiard se rió mientras el viz trepaba a toda prisa por la parte delantera de su ropa hasta sus hombros.

—Le caes bien.

—Qué suerte tengo —respondió él con sequedad. Crispó el rostro cuando Travesuras empezó a olisquearle la oreja.

Auraya se puso seria al pensar en el favor que había pedido a Danyin. Aunque Travesuras no le tenía antipatía al consejero, parecía apreciar más a Leiard. El primer impulso de Auraya había sido pedir al tejedor de sueños que acudiera de vez en cuando a ver a Travesuras, pero sabía lo incómodo que se sentía en el templo. Más valía ahorrarle la molestia.

Reprimió un suspiro. ¿Cómo habían llegado sus dos asesores a tener miedo de visitarla? Para Leiard, implicaba estar en un lugar que era dominio de los dioses; para Danyin, estar muy lejos del suelo.

Quizá esta era una de las razones por las que disfrutaba tanto de la compañía de los embajadores siyís. Al igual que ella, les encantaba volar y adoraban a los dioses, o por lo menos a Huan. Auraya no conocía otro pueblo que venerara a una deidad por encima de las demás. Por otro lado, era lógico. Huan los había creado.

—Te he hecho venir para dejarte claro que no me he olvidado de ti —le dijo a Leiard—. He estado tan ocupada que no he tenido tiempo para visitas extraoficiales. Lo lamento, porque en el futuro no se nos presentarán muchas ocasiones para hablar.

Leiard le dirigió una mirada inquisitiva.

—Iré a Si a negociar otra alianza.

Él enarcó las cejas.

—¿A Si? —Sonrió—. Te gustará. Los siyís son un pueblo apacible y generoso. Sincero y práctico.

—¿Qué sabes de ellos?

—Algunas cosas. —Levantó a Travesuras de su hombro y se sentó. El viz se acurrucó de inmediato en sus rodillas. Auraya, sentada frente a él, sintió una punzada de celos al ver que su mascota parecía preferir a su visita—. Los siyís aparecen en mis recuerdos —declaró Leiard—. Como has hablado largamente con ellos, sin duda sabes casi lo mismo que yo. Tal vez no hayan mencionado los tabús de su cultura.

Ella se inclinó hacia delante.

—¿Como cuáles?

—No todos los siyís pueden volar —le dijo él—. Unos nacen incapacitados para ello, otros pierden esa facultad. La vejez es especialmente cruel con ellos. Ten cuidado con la manera en que te refieras a esos siyís. Nunca los describas como tullidos.

—¿Cómo debo referirme a ellos?

Él movió la cabeza.

—No tienen un término de uso habitual. Si vas a reunirte con un siyí, deja que sea él o ella quien decida el lugar. Si es capaz de volar, vendrá a ti. Si no, debes ir tú a donde esté. De este modo, no parecerá que des por sentado que el primero no puede volar, y tratarás al segundo con respeto al no llamar la atención sobre su incapacidad.

—Entendido. Me he fijado en que se cansan fácilmente cuando caminan.

—Sí. —Hizo una pausa y luego rió por lo bajo—. Suelen tratar a los pisatierra como a los siyís que no pueden volar. Pero tú… —Frunció el ceño—. No debes permitírselo, o dará la impresión de que esperas recibir favores que no mereces.

«Valioso consejo —comprendió ella—. No me habría extrañado que los siyís concertaran siempre los encuentros conmigo en mi lugar de alojamiento».

—¿Algo más?

Él se quedó callado por unos instantes y se encogió de hombros.

—Es todo cuanto recuerdo en estos momentos. Si se me ocurre algo más antes de que te vayas, me aseguraré de hacértelo saber.

Ella asintió.

—Gracias. Si te viene algo a la memoria después de mi partida, díselo a Danyin. Se ocupará de mis asuntos durante mi ausencia.

—Así lo haré. ¿Cuándo te marchas?

—Dentro de unos días.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Si?

—Todo el que sea necesario, mientras mi presencia les sea grata. Lo más seguro es que pase allí unos meses.

Él hizo un gesto afirmativo.

—Es poco probable que necesites mi consejo durante ese tiempo, ahora que se ha firmado el tratado con Somrey.

—Cierto —convino ella—, pero echaré de menos tu compañía.

Leiard sonrió, con un centelleo en los ojos.

—Y yo la tuya.

—¿Cómo le va a Jayim, tu nuevo discípulo?

La expresión del tejedor denotaba remordimiento y determinación a la vez.

—No está acostumbrado al trabajo duro —dijo—, aunque la verdad es que muestra una fascinación natural por los remedios y la sanación. Nos queda un largo camino por recorrer.

—Al menos cuando me vaya tendrás más tiempo para ello.

—Pero no una excusa para evadirme de mis responsabilidades —señaló él.

Ella soltó una risita, y un tintineo débil atrajo su atención hacia un reloj que descansaba sobre la mesa auxiliar.

—Ah, me temo que deberás volver a ellas ahora. Tengo clase con Dyara.

Se puso de pie. Leiard cogió a Travesuras con delicadeza y lo dejó a un lado antes de levantarse y seguirla hasta la puerta. Cuando le deseó suerte, ella negó con la cabeza.

—Estoy segura de que encontraré un momento para hablar contigo antes de irme.

Él asintió, dio media vuelta y comenzó a bajar la escalera. Auraya cerró la puerta con una tristeza repentina.

«Lo echaré de menos. Me pregunto si él me echará de menos a mí». Se dirigió a la ventana con paso tranquilo y contempló a la gente que iba y venía mucho más abajo. Por los pensamientos de Leiard, ella sabía que la consideraba algo más que una persona que podía ayudar a su pueblo. Le profesaba afecto. Admiración. Respeto.

La asaltó un sentimiento de culpa. La idea que se le había ocurrido en el jardín del templo somreyano acudió de nuevo a su mente. Había cavilado sobre ella varias veces, incapaz de decidir qué debía hacer. La razón le decía que disuadir a la gente de que ingresara en la secta de los tejedores era lo correcto. Los dioses no acogían las almas de quienes les daban la espalda. Al evitar que otros se unieran a los tejedores evitaría la muerte de muchas almas.

No obstante, causar la extinción de los tejedores de sueños tampoco le parecía bien. Aquellas personas se habían convertido en tejedores por voluntad propia y eran conscientes del sacrificio que eso implicaba.

Enriquecer los conocimientos de los circulianos sobre la sanación era innegablemente un propósito loable. Sin embargo, leer de forma deliberada la mente de los tejedores de sueños para obtener ese conocimiento era inmoral. En cambio, encargarse de que su gente descubriera esos conocimientos por sí misma no lo era.

«Si me lo planteo únicamente como una forma de incrementar el saber de los sacerdotes respecto a la sanación, no estaré haciendo nada malo. ¿Por qué habría de sentirme culpable si eso condujera a la desaparición de los tejedores de sueños?

»Por haber seguido adelante pese a haber previsto las consecuencias».

Suspiró. «Salvar a los tejedores no es mi responsabilidad.

»Leiard debería tenerme miedo —pensó. Movió la cabeza—. Todo gira en torno a Leiard. ¿Estoy debatiéndome en la duda simplemente porque temo perder su amistad?»

De nuevo le vino a la mente la advertencia de Juran. «Pero ten cuidado, Auraya, de no ponerte en una situación comprometida en aras de la amistad. Es un error muy fácil de cometer». Se apartó de la ventana. «No hay prisa. Llevar a cabo un proyecto así requiere años. Sus efectos tardarán por lo menos una generación en notarse. Leiard morirá mucho antes».

Se sentó junto a Travesuras y le rascó la cabeza. «Tal y como van las cosas, tal vez no tenga tiempo para ello. Entre negociar alianzas y evitar una muerte prematura a manos de esos pentadrianos, creo que estaré ocupada durante una buena temporada».

—Decía que siempre había deseado que la enterraran en una caja, como a la gente decente.

Rayo posó la vista en su hermana antes de mirar de nuevo el cuerpo de la anciana.

—Las cajas son caras.

—Todavía le queda dinero —dijo Tiro—. Lo menos que podemos hacer es gastar una parte en una caja.

—No hace falta —terció su hermana—. Cuando estábamos en el hoyo vimos una caja que parecía un ataúd. Por eso nos pusimos a hablar del tema. Puede que aún esté allí.

—Pues id a ver —le espetó Rayo a Tiro.

El chico se alejó a toda prisa con otros dos.

Rayo se agachó y tomó la mano de la mujer. Estaba fría y rígida.

—Gracias, Emeria. Nos pusiste buenos a mi hermana y a mí, y fuiste la mar de generosa. Te traeremos la caja, si sigue allí. Espero que no te importe que nos quedemos con tu dinero y tus cosas. Tampoco lo vas a necesitar ahora que estás con los dioses.

Los demás asintieron. Rayo trazó un círculo en la frente de la anciana y se enderezó. Tal vez los chicos necesitarían ayuda si la caja del hoyo era lo bastante grande para usarse como ataúd. Además, tendrían que cavar. Eso requeriría mucho tiempo y energía. Se volvió hacia su hermana.

—Llévate sus trastos —dijo. Con un movimiento afirmativo de la cabeza, ella puso manos a la obra.

Una hora más tarde, el cuerpo de Emerahl yacía en la caja. La hermana de Rayo y las otras niñas habían subido a las colinas a recoger flores. Aunque habían despojado el cadáver de todo menos de su gastada nagua, presentaba un aspecto correcto y respetable con las flores esparcidas encima.

Una vez que cada uno hubo pronunciado unas palabras rápidas y emotivas de despedida, taparon la caja con unas tablas chamuscadas de madera de la casa quemada bajo la que vivían. Rayo y los otros chicos excavaron una fosa en el pequeño patio situado en la parte de atrás. La tierra era dura, por lo que ya había oscurecido cuando terminaron. Finalmente entraron en la casa, sacaron la caja a hombros y la depositaron en el agujero.

Cuando no quedaba más que un montículo de tierra, esparcieron más flores encima y regresaron a su sótano. Todos estaban callados y cabizbajos.

—¿Ónde están sus cosas? —le preguntó Rayo a su hermana.

Esta se alejó y regresó con un fardo de ropa y el morral de Emerahl, que colocó en el centro de la habitación mientras los demás se agolpaban alrededor. Hicieron una mueca cuando abrió la bolsa y un fuerte olor a pescado emanó de su interior.

La muchacha extrajo con delicadeza los objetos que contenía el morral.

—Son remedios. Ella me explicó para qué sirven y cómo se usan. Decía que estos los vendería, pues en realidad no sirven pa’ nada, pero que hay personas que creen que los convierten en buenos amantes, así que valen mucho dinero.

—Podemos venderlos —dijo Rayo.

Ella asintió. Sacó una pequeña cartera de piel y vació su contenido en el suelo. Los otros contemplaron la pila de monedas con una sonrisa de oreja a oreja.

—Esto lo llevaba siempre consigo, atado a la cintura. Son sus fondos secretos.

—Nuestros fondos secretos —la corrigió Rayo—. Lo justo es que haya algo para cada uno. Empecemos por la ropa. Yo me quedo con el tago. ¿Quién quiere el sayo?

Mientras se repartían las pertenencias de Emerahl, Rayo sintió una cálida satisfacción. La mujer no había convivido mucho tiempo con ellos, pero mientras todos conservaran algo que le hubiera pertenecido, era como si una pequeña parte de ella siguiera estando allí.

«Espero que esté contenta allí arriba, con los dioses —pensó—. Ojalá se den cuenta de que se han llevado la mejor parte».