Capítulo 19
19
Una sensación de asfixia despertó a Leiard. Se incorporó, jadeando, y echó un vistazo alrededor. Aunque la habitación estaba a oscuras, él intuía que el sol no tardaría en salir. No recordaba el sueño que lo había arrancado de su descanso.
Se levantó, se lavó, se cambió de ropa y salió sigilosamente de su dormitorio. Tras crear una luz diminuta, cruzó la sala común y se encaminó hacia el jardín de la azotea. Salió al aire frío y se acercó a los asientos de jardín en los que impartía las clases a Jayim.
Se sentó y reflexionó sobre su sueño. Lo único que conservaba de él era una vaga sensación de miedo. Cerró los ojos y se concentró en un ejercicio mental concebido para recuperar sueños perdidos, pero nada afloró. Solo el miedo permanecía.
Los sueños que sí recordaba eran aquellos en los que aparecía Auraya. Algunos eran agradables, llenos de dicha y pasión. No había tenido sueños tan excitantes desde… hacía tanto tiempo que ya no lo recordaba. Por desgracia, otros estaban plagados de consecuencias aciagas, acusaciones, venganzas y castigos terribles, espantosos.
«Tendrías que haberte marchado. Deberías haber tenido presente lo que ella es», dijo una voz en su cabeza.
«Lo tenía».
«Deberías haberlo tenido más presente».
Aquella otra voz en su mente (los pensamientos que Arlij creía una manifestación de los recuerdos de conexión de Mirar) le hablaba a menudo a Leiard últimamente. Era lógico que, si iba a discutir consigo mismo sobre Auraya, el Mirar ilusorio se opusiera a que él mantuviera cualquier tipo de relación con los Blancos. Al fin y al cabo, él había muerto a manos de uno de ellos.
Se preguntó brevemente si Mirar había influido de algún modo en él aquella noche, en la alcoba de Auraya. Sin embargo, Leiard era reacio a culpar a su identidad secundaria de cualquiera de sus actos. Ninguna voz lo había incitado a seducir a Auraya. Mirar había permanecido en silencio hasta primera hora de la mañana siguiente, cuando Leiard había salido de la torre.
Auraya le había dado un beso de despedida y le había pedido que guardara en secreto su escarceo. Era una petición razonable, teniendo en cuenta quién era él. Y quién era ella. ¿Lo había visto salir alguien? No había topado con ningún sirviente, pero estaba preparado para comportarse como si no hubiera ocurrido nada, salvo que había acudido a una consulta a altas horas de la noche.
Sin embargo, aquella mentira le parecía poco creíble. A los criados les gustaba imaginar que por las noches, detrás de las puertas, la gente se entregaba a cosas más estimulantes que las discusiones políticas, sobre todo cuando una consulta había durado toda la noche. Si sospechaban que se había acostado con Auraya, los otros Blancos lo habrían leído en sus mentes. En caso de que alguno de los Elegidos de los dioses quisiera confirmarlo, le bastaría con mandar llamar a Leiard y leerle la mente a él.
Por el momento, nadie lo había llamado. Esperaba que eso significara que su visita había pasado inadvertida y no era objeto de elucubraciones. Se estremeció al pensar en las consecuencias que un escándalo semejante tendría para su pueblo. Sin embargo, en los momentos en que lograba sustraerse a la preocupación, no podía evitar discurrir planes para verla en secreto cuando regresara.
«Si ella quiere, claro. Tal vez me considere un entretenimiento de una noche, un amante al que desechará cuando se dé cuenta de lo inconveniente que es tenerlo cerca. Ojalá pudiera averiguar qué es lo que quiere».
Había una manera, pero era peligrosa. Podía conectar en sueños con ella.
«No seas idiota. Si te denuncia, te condenarán a la lapidación».
«No se lo dirá a nadie».
—Leiard.
Sobresaltado, levantó la mirada. Le sorprendió ver a Jayim de pie ante él. La claridad tenue del alba empezaba a iluminar el jardín. Leiard estaba tan embebido en sus pensamientos que no había reparado en la presencia del joven.
Bostezando, el chico se sentó frente al tejedor de sueños. Iba envuelto en una manta. «Se avecina el invierno —pensó Leiard—. Debería enseñarle maneras de entrar en calor».
—¿Practicaremos de nuevo la conexión mental? —preguntó Jayim.
Leiard contempló al muchacho. No habían vuelto a conectarse desde el día en que Jayim había descubierto la atracción de Leiard hacia Auraya. Esto había perturbado tanto al maestro, que había aplazado las clases siguientes sobre aquella técnica.
Ahora la idea de conectar con su discípulo lo aterraba. Si lo hacía, era probable que Jayim se enterara de la noche que había pasado con Auraya. Percibiría también la esperanza de Leiard de continuar con aquella relación. Y, si Jayim lo sabía, habría dos personas en Jarime en cuyas mentes podrían leer el secreto de Leiard.
—No —respondió Leiard—. Hace una mañana fresca. Te explicaré cómo afecta el frío al cuerpo y te enseñaré formas de contrarrestarlo.
El sacerdote superior Ikaro se detuvo frente a la sala de audiencias del rey Berro. Tras respirar hondo, pasó al interior. Había ayudantes, consejeros y representantes de los principales gremios de pie cerca del trono. El asiento, sin embargo, estaba vacío. El rey se hallaba erguido frente a una urna descomunal.
Ikaro advirtió que la vasija estaba decorada al nuevo estilo. La habían recubierto con una capa de esmalte negro en la que luego habían tallado motivos y figuras, de modo que quedaba al descubierto la arcilla blanca de debajo. El rey posó la vista en Ikaro y le indicó con una señal que se acercara.
—¿Os gusta, sacerdote Ikaro? Me representa a mí, nombrando heredero a Cimro.
—Desde luego —contestó Ikaro situándose junto al rey—. Hay gracia y destreza en esos trazos, y los detalles son exquisitos. Me concedéis un gran honor, majestad.
El monarca arrugó el entrecejo.
—¿Al mostraros esto? Tengo la intención de instalarlo aquí. Lo veréis cada vez que entréis en esta sala.
—Pero no tendré la oportunidad de detenerme a admirarlo, majestad. Mi atención estará centrada en asuntos más importantes.
El rey sonrió.
—Eso es verdad. —Se apartó de la urna y se dirigió con paso tranquilo hacia el trono—. No sabía que fuerais un entendido en arte.
—Sencillamente aprecio la belleza.
Berro rió entre dientes.
—Entonces es de lo más irónico que hayáis puesto mi ciudad patas arriba buscando a una arpía vieja y fea. —El soberano se acomodó en su trono. Su expresión se tornó seria, y sus dedos tamborilearon sobre el brazo del asiento—. ¿Durante cuánto tiempo más pretendéis que sigamos con esa búsqueda?
Ikaro frunció el ceño. Aunque no había examinado los pensamientos del rey (solo podía leer mentes en presencia de Huan), no le hacía falta. Berro no disimulaba su impaciencia. Las palabras tranquilizadoras no aplacarían su enfado esta vez. Ikaro no estaba seguro de cómo apaciguarlo, salvo…
—Se lo preguntaré a los dioses.
El rey abrió los ojos desorbitadamente. Los hombres y mujeres se miraron, algunos de ellos con escepticismo.
—¿Ahora?
—A menos que sea un momento inoportuno —añadió Ikaro—. Podría hacerlo en el templo del palacio.
—No, no —dijo Berro—. Hablad con ellos, si creéis que es lo correcto.
Ikaro asintió y cerró los ojos.
—Uníos a mis plegarias —murmuró juntando las manos para formar un círculo. Cuando entonó un conocido cántico de alabanza, se sintió agradecido al oír que muchas voces suaves se unían a la suya. Le infundían valor. Tras finalizar el canto, hizo una pausa e inspiró profundamente—. Chaia, Huan, Lore, Yranna, Saru: os ruego que uno de vosotros me hable y me manifieste cuál es vuestra voluntad.
Aguardó, con el corazón latiéndole a toda prisa. Se le erizó el vello de la piel cuando el aire se cargó de energía.
Sacerdote superior Ikaro.
Se oyeron gritos ahogados por toda la sala. Ikaro abrió los párpados y miró alrededor. Si bien no había rastro del dueño de la voz, a juzgar por la expresión de los presentes, ellos también la habían oído.
—¿Huan? —preguntó.
En efecto.
Ikaro agachó la cabeza.
—He hecho lo que me ordenasteis, pero no he encontrado a la hechicera. ¿Debo seguir buscando? ¿Hay alguna otra manera en que pueda encontrarla?
Deja que crea que te has dado por vencido. Suspende la búsqueda. Dejad de controlar a la gente en el puerto y la puerta principal. En cambio, enviad a sacerdotes de paisano a vigilar esas vías de salida. Si ella cree que habéis desistido de buscarla, quizá aproveche la oportunidad para abandonar la ciudad. Yo estaré ojo avizor por si lo intenta.
Ikaro asintió.
—Si es posible encontrarla por este medio, la encontraré —aseveró con determinación.
La presencia de la diosa se desvaneció. Ikaro alzó la vista hacia el monarca, que se había quedado pensativo.
—Los dioses nunca se habían dirigido a vos de esta manera hasta hace poco, ¿verdad?
—Sí —reconoció Ikaro.
El rey adoptó una expresión ceñuda.
—Sin duda la diosa sabe que le estoy agradecido por el fin de las restricciones sobre mi ciudad, pero para asegurarme le expresaré mi gratitud en mis oraciones. Aunque no deseo que una hechicera peligrosa deambule por mi ciudad, me preocupa que mi pueblo sufra si se restringe el comercio. ¿Necesitaréis ayuda para seguir las instrucciones de la diosa?
Ikaro sacudió la cabeza, pero después vaciló por un momento.
—Aunque tal vez deberíais informar a los guardias que deben dejar tranquilos a los mendigos que rondan las puertas de la ciudad.
—Mendigos, ¿eh? —Berro esbozó una sonrisa torcida—. Qué disfraz tan original.
Ikaro soltó una risita.
—Y, si no supone una molestia, unos cuantos uniformes de la guardia podrían resultar útiles también.
Berro asintió.
—Me encargaré de que os los faciliten.
Durante todo el día anterior y buena parte de aquella mañana, Auraya y Ziriz habían volado sobre montañas extraordinariamente escarpadas. Aunque ella había vivido casi toda su infancia a la sombra de la cordillera que separaba Dunway de Hania, sus montañas eran meras lomas en comparación con aquellos montes elevados de agudos picos.
Al observar las laderas abruptas y el terreno agrietado, las ramas enmarañadas de los árboles y las peñas puntiagudas, comprendió lo difícil que resultaría viajar a Si a pie. El «suelo» era vertical, y cada palmo de terreno había sido invadido por la vegetación, que incluía desde hierbas espinosas hasta árboles gigantescos.
Ríos anchos y pedregosos atravesaban el bosque. Los enormes troncos caídos que había desperdigados por las márgenes, altas y erosionadas, parecían indicar que las crecidas de primavera convertían a las corrientes de agua en barreras infranqueables. Estas afluían a unos lagos azules y brillantes, desde donde se derramaban para formar dos grandes ríos que desembocaban en el mar.
Habían volado directamente hacia el sudeste desde Jarime y luego torcido hacia el sur para pasar por un hueco entre las montañas. Por la noche habían acampado en una cueva dotada de chimenea y unas camas sencillas, y aprovisionada con alimentos secos. Por la mañana, la despertó el olor a huevos fritos, y le sorprendió descubrir que Ziriz había echado a volar al alba para saquear algunos nidos. Saltaba a la vista que los siyís no tenían reparos en comerse a otros seres alados.
Habían volado en dirección sudeste toda la mañana. Ahora, cuando el sol se aproximaba a su cénit, una extensión de roca alargada y despejada en la falda de una montaña llamó la atención de Auraya.
—Es el Claro —le explicó Ziriz—. El lugar principal donde nos reunimos y donde vivimos.
Ella asintió en señal de comprensión.
¿Juran?
Auraya.
Estoy a punto de llegar a mi destino.
Avisaré a los demás. Están ansiosos por verlo.
Auraya sonrió al percibir ligeramente su entusiasmo. Incluso a Juran, por lo general tan serio, lo emocionaba la perspectiva de ver la tierra de los siyís.
No mucho después, una sombra pasó sobre ella. Al levantar la mirada, vio a tres siyís que volaban más arriba. La contemplaban fascinados. Ella se acercó a Ziriz.
—¿Debo detenerme a saludarlos?
—No —respondió él—. Si te detienes a saludar a todos los siyís que vienen a mirarte embobados, no llegaremos al Claro hasta el anochecer. —Alzó la vista hacia los recién llegados y esbozó una sonrisa—. Vas a atraer a una auténtica multitud.
Mientras seguían adelante, ella miraba de vez en cuando hacia arriba para sonreír a los siyís que volaban en lo alto. Al poco rato, otros se unieron a ellos, y luego otros más, hasta que ella sintió que la seguía una nube grande con numerosos pares de alas batientes. Conforme se aproximaban al Claro, Auraya comenzó a distinguir las figuras de unos siyís que estaban de pie en el suelo rocoso, y ellos comenzaron a fijarse en ella. Algunos alzaron el vuelo para investigar. Otros simplemente se quedaron en la empinada pendiente, observando.
En el fondo de su mente, Auraya era consciente de su conexión ininterrumpida con Juran. Uno por uno, los otros Blancos se conectaron también, y ella les permitió ver a través de sus ojos. La inclinada pared de roca que formaba el Claro era como una cicatriz gigantesca en la vertiente de la montaña. Más larga que ancha, estaba rodeada de bosque. Los árboles que crecían en él eran enormes, y sin duda resultaban más imponentes vistos desde el suelo.
La pared de roca era irregular y estaba partida en tres niveles. En el medio, había una hilera de siyís adultos en pie. Auraya supuso que se trataba de los líderes de las tribus: los portavoces.
Unos golpes rítmicos atrajeron su atención hacia varios tambores dispuestos a cada lado del Claro. De pronto, varios siyís empezaron a pasar como una exhalación frente a ella. Al percatarse de que llevaban atuendos idénticos y que todos eran adolescentes, ella comprendió que el propósito de aquella exhibición acrobática era impresionarla.
Se lanzaban en picado y volaban de un lado a otro con movimientos sincronizados. Aunque las figuras que trazaban en el aire eran complicadas, conseguían avanzar a la misma velocidad que Auraya mientras ella y Ziriz descendían hacia los portavoces que los esperaban.
El sonido de los tambores cesó, y los voladores se alejaron veloces como flechas. Ziriz bajó hasta el suelo. Se posó con suavidad ante los portavoces, y Auraya aterrizó junto a él. Una mujer se les acercó con una taza de madera en una mano y algo parecido a un pastelillo en la otra.
—Soy la portavoz Sirri —dijo la siyí.
—Y yo, Auraya la Blanca.
La portavoz tendió ambas cosas a Auraya. La taza contenía agua cristalina. Ziriz le había hablado de aquel rito de bienvenida. La Blanca se comió el pastelillo, dulce y denso, y luego se bebió el agua. Le devolvió la taza a Sirri. Ziriz le había explicado que no era necesario dar las gracias. Los siyís de todas las tribus recibían a los visitantes con comida y agua, pues ellos no podían llevar encima mucho peso. Incluso los enemigos estaban obligados a ofrecer y a aceptar los refrigerios, pero el silencio evitaba que las palabras de agradecimiento se les atragantaran.
Sirri retrocedió un paso y extendió los brazos a los lados, desplegando las membranas de sus alas. Según leyó Auraya en la mente de la mujer, se trataba de un gesto de bienvenida que se reservaba para aquellos que merecían la confianza de los siyís. Puesto que confiaban en los dioses, confiaban por extensión en sus Elegidos.
—Bienvenida a Si, Auraya la Blanca.
Auraya sonrió e imitó el ademán.
—Me complace recibir una acogida tan calurosa por parte de ti y de tu pueblo.
La expresión de Sirri se suavizó.
—Es un honor recibir a una de las Elegidas de los dioses.
Auraya realizó la señal del círculo.
—Y es un honor que la creación más bella y maravillosa de los dioses me brinde su hospitalidad.
Sirri abrió mucho los ojos y se ruborizó. Auraya advirtió que los otros portavoces se miraban entre sí. ¿Había dicho algo inapropiado? No percibía enojo en ellos. Captaba varios pensamientos mezclados, y poco a poco comprendió que, como pueblo, se preguntaban qué lugar ocupaban en el mundo. ¿Tenía un propósito su existencia, o su creación no había sido más que el fruto de un capricho pasajero, una distracción para la diosa que los había concebido? Las palabras de Auraya habían dado a entender que tal vez parte de su finalidad consistía simplemente en ser una expresión de la belleza y maravillar a otros.
Tendría que andarse con tiento. Aquella gente podía atribuir a sus comentarios un significado que ella no pretendía darles. Debía asegurarse de explicarles que no sabía más que ellos acerca de las intenciones profundas de las deidades. Al fin y al cabo, no le habían hablado desde la ceremonia de Elección.
—Hemos convocado una Congregación para discutir la alianza que proponéis —le informó la portavoz Sirri—. Hemos enviado mensajeros a todas las tribus para solicitar la presencia de sus portavoces o representantes. Tendremos que esperar dos o tres días a que lleguen todos. Mientras tanto, hemos organizado un pequeño banquete de bienvenida que tendrá lugar esta noche en la Enramada de los Portavoces, a partir de la puesta de sol.
Auraya asintió.
—Será un placer asistir.
—Faltan muchas horas para el atardecer. ¿Deseas descansar, o dar una vuelta por el Claro?
—Me encantaría conocer mejor vuestro hogar.
Sonriendo, Sirri señaló con un gesto elegante los árboles que había a un lado.
—Será un honor para mí guiarte.