Capítulo 14

14

Una luz color naranja bañaba las cuestas de piedra del Claro. Mientras el sol se ponía, se encendían hogueras en el centro del calvero formando un círculo. Las canciones, el batir de tambores y los silbidos con que los siyís se llamaban unos a otros llenaban el aire.

Todos estos sonidos contribuían a crear una atmósfera festiva y cargada de expectación. Tryss sintió una punzada de emoción al contemplar la escena. Había siyís de todas las edades, vestidos con sus mejores galas y con dibujos de colores vivos pintados en la piel bronceada. Tanto hombres como mujeres iban adornados con joyas. Cada rostro resultaba extraño y maravilloso, pues todos llevaban máscaras.

Cuando Tryss tomó tierra junto a su padre, paseó la vista alrededor, impresionado. Como de costumbre, la variedad y la factura de las caretas eran increíbles. Había máscaras de animales, insectos y flores; máscaras decoradas y máscaras cubiertas de símbolos. Tryss reprimió una exclamación de sorpresa al ver un antifaz cuidadosamente tallado que representaba un siyí con las alas desplegadas, sonrió ante un hombre que tenía una mano descomunal por cabeza y soltó una carcajada al fijarse en una mujer cuya máscara era una oreja enorme.

Unas chicas lo adelantaron a toda prisa, entre risitas, luciendo antifaces hechos de plumas. Un anciano cojeaba en dirección contraria, con la cabellera cana derramándose por debajo de la desgastada figura de una cabeza de pez. Dos niños pequeños estuvieron a punto de chocar contra las piernas de Tryss mientras se abrían paso entre la gente, uno de ellos con el rostro oculto tras un sol, el otro cubierto en parte por una media luna.

Mientras Tryss seguía a su padre hacia su puesto habitual en el gran círculo, alzó una mano para enderezarse la máscara. Le parecía anodina y ridícula en comparación con algunas de las que había visto; no era más que un diseño de hojas otoñales repintado con el que había asistido a un festival de trei-trei hacía años. No había tenido tiempo de fabricarse una careta nueva, pues dedicaba todos sus ratos libres a ejercitarse en el uso de su arnés nuevo y sus cerbatanas.

Drili estaba complacida con sus progresos, aunque seguía errando la mitad de los tiros. Ella le había asegurado que la gente no esperaba que los arqueros dieran en el blanco siempre, por lo que tampoco se lo exigirían a él. Tryss no estaba tan seguro de ello. Cuando llegara el momento de hacer una demostración de su invento, tenía que deslumbrar y emocionar a su público. Necesitaba poner de manifiesto que su método era mejor que cazar con arco desde el suelo o que tender trampas.

Suspiró. Aquella noche quería olvidarse de todo eso. El trei-trei de verano, que se organizaba hacia el final de la estación, era la última Congregación festiva anterior a la llegada del largo invierno, una última oportunidad de celebrar y gastar energías en vuelos acrobáticos.

Además, ese año, él tenía una acompañante.

Cuando los padres de Tryss ocupaban su sitio entre la tribu, dos voces se destacaron por encima del bullicio general.

—… la he visto antes, ¿tú no?

—Sí, hace tres años, creo. Una mano de pintura no basta para darle buen aspecto a una máscara vieja, ¿a que no? ¡Y encima, una hoja seca en verano! Ni siquiera ha acertado la estación.

Tryss decidió fingir que no había oído las voces, pero la madre dirigió la vista hacia ellos.

—Ya no te llevas bien con tus primos, ¿verdad?

Parecía preocupada. Tryss se encogió de hombros.

—Ellos no se llevan bien conmigo —replicó—, al menos desde que me harté de que me hicieran quedar como un idiota para sentirse mejores —añadió por lo bajo.

Ella arqueó las cejas.

—Así que es por eso. Pensaba que había otra razón.

Él la miró con el entrecejo arrugado, pero algo había captado la atención de su madre. Ella posó los ojos en él, asintió con expresión significativa y se volvió de nuevo hacia otro lado. Al seguir la dirección de su mirada, él vio a una joven con cara de mariposa y al instante supo que se trataba de Drili. Ninguna otra chica caminaba como ella, pensó, con aplomo pero sin ostentación. Su elegancia no era en absoluto artificiosa.

Al contemplar otra vez a su madre, Tryss reflexionó sobre su insinuación de que Drili era la causa de las pullas de sus primos. Seguramente estaba en lo cierto. Los corroía la envidia. No había motivo. Drili lo apreciaba y lo ayudaba con sus inventos, pero él no tenía la menor idea de si lo consideraba algo más que un amigo.

Salvo por el pequeño detalle de que lo había engatusado para que la invitara a ir con él al trei-trei, y una chica no hacía eso si no estaba interesada en que hubiera algo más que amistad entre el chico y ella.

Los últimos rayos del sol habían desaparecido. Mientras Drili y su familia se colocaban en su lugar, las notas de los instrumentos que había en torno al círculo comenzaron a sincronizarse. El alboroto cesó de inmediato. El portavoz de otra tribu, vestido con el atuendo tradicional de Maestro de Combinaciones, se acercó al centro del círculo. Era el encargado de dirigir las festividades, elegir el orden de las combinaciones de vuelo y otorgar los premios.

—Desde que, siglos ha, Huan declaró que había finalizado su obra y que estábamos preparados para gobernarnos por nosotros mismos, nos reunimos cada invierno y cada verano para festejar y manifestar nuestro agradecimiento —proclamó—. Afinamos nuestras habilidades y ponemos a prueba nuestra destreza para que ella nos contemple y se enorgullezca de nosotros. En primavera, rendimos homenaje a los más ancianos y los más jóvenes entre nosotros. En verano, celebramos la relación entre el hombre y la mujer, ya sean una pareja recién formada o compañeros de muchos años. —Alzó los brazos—. Así pues, ¡que las parejas den comienzo al trei-trei!

Cuando los músicos atacaron una antigua melodía de ritmo animado, los padres de Tryss intercambiaron una sonrisa y se quitaron los antifaces. Corrieron hacia delante, remontaron el vuelo y se unieron a las otras parejas que giraban ejecutando los movimientos tradicionales. Tryss desvió la mirada hacia la tribu de Drili. Ella lo observaba con expectación.

Él echó a andar hacia ella, pero se detuvo cuando dos figuras familiares se acercaron a la chica desde los lados. La sonrisa de Drili se transformó en un gesto ceñudo cuando Ziss la agarró de la muñeca.

Aunque Tryss no alcanzó a distinguir sus palabras entre la confusión de voces, el modo en que sacudía la cabeza dejó claro lo que quería expresar. Ziss puso cara de pocos amigos, pero no la soltó. Ella se volvió de golpe y clavó la vista en Trinn, que estaba al otro lado, y la rabia asomó a su rostro. Se zafó de la mano de Ziss y se alejó con grandes zancadas.

Tryss advirtió que el padre de Drili tenía la atención puesta en ella. La arruga entre sus cejas se hizo más profunda cuando la joven llegó junto a Tryss.

«¿Eso es desaprobación?», se preguntó el chico.

—Tryss —dijo ella—, no ibas a dejar que me desembarazara de tus primos yo sola, ¿verdad?

Él sonrió.

—Eres perfectamente capaz de defenderte sola, Drili.

—Es todo un detalle que pienses eso, pero me habría parecido mucho más halagador que acudieras valerosamente a mi rescate —refunfuñó ella.

—Entonces tendrías que haberme dado tiempo para llegar hasta allí antes de encargarte tú de ellos —repuso Tryss.

La música cambió y ella alzó la mirada hacia los voladores, con un brillo de ilusión en los ojos.

—Sería un honor para mí que volaras conmigo —dijo él, incómodo al pronunciar palabras tan formales.

Drili esbozó una gran sonrisa y se quitó el antifaz. Él hizo lo mismo y dejó su careta en el suelo, junto a la de ella. Cuando se volvió hacia el círculo echó un vistazo a sus primos. Los dos lo fulminaron con la mirada.

Entonces Drili y él arrancaron a correr. Se separaron y se elevaron en el aire. Tryss notó que el calor de una hoguera producía una corriente ascendente bajo sus alas que lo impulsaba hacia arriba, con Drili a su lado. Al cabo de un momento habían encontrado un lugar entre las parejas y seguían los movimientos sencillos de una combinación pública poco complicada.

Había participado en combinaciones muchas veces, pero nunca de aquella manera. En sus primeros años, había volado con su madre, siguiendo sus movimientos con cuidado. Más tarde, había tenido que dirigir a sus primos más jóvenes. Drili no dirigía ni seguía. A Tryss le bastaba con fijarse en sus leves cambios de postura para saber qué quería o qué planeaba hacer, y ella respondía a él del mismo modo. Resultaba tan emocionante como tranquilizador, tan liberador como hipnótico.

Permanecieron en el aire ejecutando una combinación tras otra, concentrados únicamente el uno en el otro, sin importar si las piezas eran alegres o lentas. Tryss descubrió que podía realizar combinaciones complejas que nunca se había molestado en practicar. Finalmente, la música cesó y ellos descendieron al suelo para mirar cómo instalaban aros y postes para las pruebas acrobáticas. Poco después, había siyís volando de un lado a otro a gran velocidad, suscitando gritos de entusiasmo entre los espectadores.

Durante una de las ovaciones más ruidosas, Drili se inclinó hacia él.

—Escabullámonos —susurró.

Tryss se volvió hacia ella, sorprendido. Drili lo tomó de la mano y lo guió entre la multitud hacia el bosque oscuro que bordeaba el Claro. Se detenían de cuando en cuando para mirar o charlar con viejos amigos. Tras lanzar una mirada lenta y cautelosa alrededor, ella se le acercó de nuevo.

—Avanza cincuenta pasos cuesta arriba por el bosque, párate y espera. Contaré hasta cien y luego te seguiré.

Él asintió. Echó un vistazo en torno a sí para asegurarse de que nadie lo miraba y aguardó a que uno de los acróbatas iniciara una maniobra complicada para internarse en el bosque con paso veloz. Reinaba la oscuridad entre los árboles. Los inmensos troncos tenían una presencia siniestra que él nunca había percibido de día. No acertaba a entender por qué: los siyís llevaban casi tres siglos viviendo allí y los árboles nunca les habían hecho el menor daño.

De pronto, se percató de que había perdido la cuenta de los pasos y se detuvo. Al cabo de un rato oyó los sonidos suaves de algo que se aproximaba. Cuando una sombra femenina apareció y él reconoció el andar de Drili, suspiró aliviado.

—Creo que tus primos nos han visto marcharnos —le dijo ella.

Él se volvió y soltó una palabrota al verlos atravesar la orilla del bosque a toda prisa en dirección a ellos.

—Seguro que han estado observándonos toda la noche.

—Idiotas —murmuró Drili—. Cualquiera que crea que puede ganarse a una chica con crueldad es un imbécil. Sígueme. Trata de no hacer ruido.

Avanzaron con sigilo por el bosque. A oscuras era imposible no pisar ramitas u hojas secas, pero los años de tránsito habían despejado el suelo y lo habían allanado para formar senderos. Tryss estaba tan centrado en caminar tras Drili y en despistar a sus perseguidores que, cuando ella se detuvo, tardó un momento en comprender dónde estaban.

Al final del camino había una gran enramada. En el interior brillaba una luz que se reflejaba en las paredes.

—¡Es la Enramada de los Portavoces! —exclamó él—. No deberíamos estar aquí.

—¡Chisss! —Drili se llevó el dedo a los labios y echó una ojeada por encima del hombro de Tryss—. No se atreverán a seguirnos. Y no habrá nadie en la Enramada. Todos están en la fiesta.

—Entonces ¿por qué está iluminada?

—No lo sé. Seguramente uno de los portavoces dejó un farol encendido, como guía para…

Tryss se quedó paralizado cuando tres figuras surgieron de entre los árboles y se acercaron a la Enramada con paso decidido. Para su alivio, los recién llegados no dirigieron la mirada hacia ellos, pero en cuanto llegaron a la Enramada entraron sin vacilar. La luz de dentro proyectaba sus sombras deformadas contra las paredes.

Drili respiraba agitadamente. Volvió la vista hacia atrás por si venían los primos de Tryss y, de repente, se acercó a la Enramada y se acuclilló al pie de uno de los árboles gigantescos y vetustos.

—Si tus primos nos encuentran, nos delatarán —le dijo—. Será mejor que nos escondamos aquí, aunque corramos el riesgo de que nos descubran los portavoces.

Dirigió la mirada de nuevo hacia la Enramada. Ahora se oían voces.

—Nos han atacado —dijo un hombre en tono sombrío—, pero no eran personas, sino pájaros.

—¿Pájaros? ¿Seguro? —Tryss reconoció la voz de la portavoz Sirri.

—Sí. Eran unos veinte. Se abalanzaron todos a la vez hacia nosotros desde lo alto de los árboles.

—¿Qué clase de pájaros?

—Eran de una clase que nunca había visto. Son como kiris grandes y negros.

—Muy grandes —añadió una tercera voz—. La envergadura de sus alas era casi igual a la nuestra.

—¿De veras?

—Sí.

—¿Os han hecho daño?

—Nos han herido con el pico y las garras. Todos tenemos arañazos —dijo el primer visitante con gravedad—. Niril ha perdido un ojo, y Liriss los dos. La mitad de nosotros tiene rasgada la membrana de las alas, y es posible que ni Virri ni Dilir vuelvan a volar jamás.

Se impuso un silencio.

—Es terrible —comentó Sirri con aflicción sincera—. ¿Qué habéis hecho después? ¿Cómo habéis huido de ellos?

—No hemos huido. Nos han obligado a aterrizar. Intentamos dispararles, pero se dispersaron en cuanto nos vieron sacar los arcos, como si entendieran para qué servían. —El portavoz hizo una pausa—. Caminamos durante un rato, y los que estábamos en condiciones echamos a volar, a poca altura, entre las copas de los árboles, con la esperanza de poder tomar tierra y defendernos si nos atacaban de nuevo.

Se oyó un suspiro.

—Lo último que necesitábamos era un nuevo peligro, como si no tuviéramos que enfrentarnos ya a bastantes.

—Nunca había oído hablar de esos pájaros. Lo más probable es que se trate de una especie invasora. Deberíamos exterminarlos antes de que se multipliquen y se conviertan en una amenaza para todos.

—Estoy de acuerdo. Debemos poner sobre aviso a todas las tribus y…

—Hay algo más —interrumpió el tercer hombre—. Mi hermano aquí presente cree que son imaginaciones mías, pero estoy seguro de haber visto a una pisatierra.

—¿Una pisatierra?

—Sí. La vi mientras nos alejábamos. Nos observaba, y los pájaros se arremolinaban en torno a ella.

—Entiendo las dudas de tu hermano. Los pisatierra jamás se habían adentrado tanto en las montañas. ¿Qué aspecto tenía la mujer?

—Piel morena, ropa negra. Es todo cuanto puedo decirte. Solo he alcanzado a verla por un instante.

—Qué raro. Debo reflexionar sobre lo que me habéis contado. ¿Hay algo más que deba saber?

—No.

—Entonces os acompañaré hasta donde está vuestra tribu.

Las sombras deformadas se desplazaron de un lado a otro de la Enramada, y tres figuras salieron de ella. Con el corazón desbocado, Tryss las miró alejarse a toda prisa.

—Creo que no les gustaría saber que hemos oído eso —susurró.

—No —convino Drili—. Al menos no nos han visto.

—No.

—Deberíamos regresar.

Sin embargo, Tryss advirtió de pronto lo cerca que se encontraba de ella. No tenía ganas de apartarse, y Drili tampoco hacía ademán de moverse de donde estaba. Él percibía el calor que emanaba de su piel y el olor del sudor mezclado con un inconfundible aroma femenino.

Ella se le acercó.

—¿Tryss?

Su tono era vacilante e interrogativo, y de algún modo él supo que ella no iba a preguntarle nada. La pregunta era su nombre.

—¿Drili? —murmuró él.

Apenas la veía en la penumbra; solo vislumbraba la silueta de su mandíbula, perfilada por la luz de las estrellas. Se inclinó despacio hacia delante.

Sus labios se rozaron. Una sensación de euforia lo estremeció. Cuando ella cerró su boca en torno a la suya, Tryss notó que una oleada cálida le corría por las venas. Dos pensamientos le vinieron rápidamente a la cabeza.

«Me desea».

«¡Mis primos se pondrán hechos una furia!»

Sus primos le daban igual. Ella lo deseaba. No cabía la menor duda sobre ello. Aquel no era el beso casto de una amiga. Drili aferró sus hombros con fuerza. Él deslizó los brazos por debajo de las membranas de sus alas y la ciñó por la cintura. Ella retrocedió ligeramente.

—Prométeme una cosa —jadeó.

Él solo veía las estrellas reflejadas en sus ojos.

—Lo que sea.

—Prométeme que mostrarás tu arnés a los portavoces en la siguiente Congregación.

Él titubeó ante aquel cambio de tema tan repentino.

—¿Mi arnés…?

—Sí. —Hizo una pausa—. Pareces sorprendido.

—La verdad es que no estaba pensando en eso ahora mismo —reconoció él.

Ella rió por lo bajo.

—¿De verdad había conseguido captar toda tu atención, por una vez?

Tryss la atrajo hacia sí. Cuando la besó de nuevo, ella abrió la boca. Le acarició suavemente los labios con los suyos, provocándole escalofríos de placer. Él desplegó los dedos tras su espalda y palpó la curva deliciosamente definida de su columna vertebral. Mientras Drili le mordisqueaba el labio inferior, él pasó el dedo a lo largo de una costura de su ropa, allí donde el chaleco dejaba escapar la membrana de sus alas. Notó que ella se ponía rígida de pronto, antes de relajarse y arrimarse a él, apretando los pechos firmes y cálidos contra su pecho.

«Esto es demasiado bueno para ser cierto», pensó él con socarronería. Deslizó las manos bajo el chaleco y suspiró al tocar la piel sedosa de su espalda. Notó que las manos de ella seguían el mismo camino bajo la ropa de él, resbalando desde la base del cuello hasta… Tryss soltó una risita de sorpresa cuando ella le apretó las nalgas. Sin embargo, cuando se disponía a hacer lo mismo, Drili se separó de él. Ambos respiraban de forma anhelante. Ella aspiró profundamente y exhaló despacio.

—Deberíamos regresar.

Él desvió la mirada, desilusionado, aunque sabía que ella tenía razón. Sus primos, sin duda molestos por haber perdido a sus presas en el bosque, volverían junto a sus padres y denunciarían lo que habían visto. «Y eso que no lo han visto todo», pensó él con satisfacción.

—Prométeme que volveremos a hacer esto —dijo. Las palabras escaparon de su boca sin que él las hubiera meditado antes.

Ella rió entre dientes.

—Solo si tú me prometes que les enseñarás el arnés a los portavoces.

Él soltó un largo suspiro y asintió.

—Te lo prometo.

—¿El qué?

—Que les enseñaré el arnés a los portavoces.

—¿En la próxima Congregación?

—Sí. A menos que surja una oportunidad mejor.

—Me parece razonable —dijo ella.

Se quedaron callados por unos instantes. Tryss no podía evitar recordar el tacto de su piel bajo sus manos. Ansiaba tocarla de nuevo.

Ella suspiró.

—¿Crees que serás capaz de encontrar el camino de vuelta solo?

—No.

Ella soltó una carcajada.

—Mentiroso. Claro que eres capaz. Creo que sería mejor que llegáramos desde direcciones distintas. Rodearé el Claro hasta el otro extremo.

—Eso está lejos. ¿Tan malo sería que la gente nos viera juntos?

—Mi padre no quiere que me case con alguien que no sea de nuestra tribu. —Hizo una pausa—. No es que esté proponiéndote que nos casemos. Pero no le gusta que hable contigo.

Él la miró con fijeza y sintió que se le amargaba la noche.

Drili dio un paso hacia él.

—No te preocupes —dijo quitando hierro al asunto—. Le haré cambiar de opinión. —Tras inclinarse y besarlo con firmeza, se escabulló entre sus brazos.

Él alcanzó a ver el brillo de sus dientes a la luz de la Enramada antes de que ella girase sobre sus talones y se alejara a paso veloz.

Emerahl había aprendido hacía mucho tiempo que el método más sencillo para descubrir los secretos de una ciudad consistía en trabar amistad con sus residentes más jóvenes y pobres. Los niños de la calle, mugrosos y astutos, sabían más sobre su cara oscura que los adultos que la gobernaban. Habían aprendido a pasar inadvertidos y vendían su lealtad a bajo precio.

Ella había ido en su busca al día siguiente de haber huido del mercado en el último momento. Tras encontrar una plaza pequeña en el barrio más humilde de la ciudad, dedicó varias horas a observar y escuchar cuanto sucedía alrededor. Los vecinos no eran tontos, y solo dos de los intentos de hurto que ella presenció tuvieron éxito.

Cuando uno de los muchachos pasó encorvado a su lado, ella lo miró directamente a los ojos.

—Tienes una tos muy fea —comentó—. Será mejor que te la cures antes de que empiece a hacer frío.

El chico aflojó el paso y la examinó con suspicacia, fijándose en su ropa raída pero limpia en su mayor parte.

—¿A ti qué te importa?

—¿Por qué no habría de importarme?

Él se detuvo, entornando los párpados.

—Si así fuera, me darías alguna moneda.

Ella sonrió.

—¿Y qué harías con ella?

—Comprar comida, mí y mi hermana. —Al cabo de unos instantes, añadió—: Tiene una tos peor que la mía.

—¿Qué te parecería si te comprara la comida yo?

En vez de responder, él desvió la mirada.

—Es la única manera en que conseguirás algo de mí.

—De acuerdo. Pero no intentes nada raro. No iré contigo a ningún sitio excepto al mercado.

Tras seguirlo hasta el pequeño mercado local, Emerahl compró fruta y pan para él, y empanadillas de masa fina rellenas de carne recién asada para los dos. Al percatarse de que el niño se guardaba en el bolsillo los últimos bocados, supuso que la historia sobre su hermana era cierta.

—Para la tos —dijo—, tu hermana y tú necesitáis un poco de esto. —Le compró un anticongestivo a un herborista después de olfatearlo con detenimiento para comprobar que llevara las hierbas que aseguraba el vendedor—. Una cucharada tres veces al día. Si tomáis más, os envenenaréis.

Él cogió el frasco con la vista clavada en ella.

—Gracias.

—Ahora, puedes hacerme un pequeño favor a cambio. —Al ver su expresión ceñuda, añadió—: No te preocupes, no te pediré nada raro. Solo quiero consejo. Necesito un lugar donde alojarme durante unos días. Que sea barato. Y tranquilo, no sé si me entiendes.

Aquella noche fue la invitada de una reducida pandilla de niños que vivían en el sótano de una casa quemada situada a las afueras del barrio. Allí descubrió que Rayo, el chico al que había ayudado, tenía de verdad una hermana con una infección de pecho grave, así que echó mano de sus propios remedios para tratar la enfermedad de un modo más agresivo.

La noticia de que los sacerdotes buscaban a una anciana sanadora no tardó en llegar a oídos de los niños. Al día siguiente, le expusieron esta información, así como sus sospechas.

—La ciudad está toa revuelta. Los sacerdotes buscan a una hechicera —dijo Tiro, un crío más pequeño.

—Una señora mayor, como tú —agregó Gae, una niña.

Emerahl soltó un gruñido.

—Eso he oído. Los sacerdotes creen que todas las señoras mayores son hechiceras, sobre todo si saben de hierbas y cosas así. —Los apuntó con un dedo huesudo—. Veréis, lo que pasa es que tienen envidia, porque sabemos más de remedios que ellos.

—Pero eso es una bobada —comentó Rayo—. Sois viejas. Pronto estaréis muertas.

Ella le lanzó una mirada de reproche.

—Gracias por recordármelo. —Suspiró—. Sí que es una bobada. Pero, como bien dices, ¿qué le vamos a hacer? No nos queda otro remedio que soportar sus palizas.

—¿Te han pegado? —preguntó Tiro.

Ella suspiró de nuevo y asintió, señalando un desgarrón en la costura de su tago.

—He elegido un buen momento para ser expulsada de mi casa, ¿a que sí?

—Entonces tú no eres la hechicera. Estás a salvo —le aseguró Gae.

Emerahl contempló a la chica con tristeza.

—Depende de si encuentran lo que buscan. Si no, seguirán fastidiándonos. O a lo mejor pillan a alguna inocente y le cargan el muerto, para no reconocer que han perdido a la que buscaban.

—No permitiremos que eso pase —le dijo Rayo con firmeza.

Ella sonrió.

—Sois muy buenos conmigo al dejar que me quede aquí.

A los niños no parecía importarles que los pocos días que ella había dicho que se quedaría se hubieran convertido primero en una semana y luego en dos. Les daba cosas suyas para que las vendieran. A cambio, ellos le llevaban comida e incluso un poco de aguapicante barata, y de vez en cuando espiaban a los sacerdotes para avisarla cuando la búsqueda concluyera.

—He escuchao la conversación entre dos de ellos —le dijo Tiro una noche, jadeando—. Hablaban del sacerdote superior que dirige la búsqueda. Se llama Ikaro. Dicen que se comunica con los dioses, y que le han dao el don de leer la mente.

—¿O sea que aún no la han encontrado? —preguntó ella.

—Me parece que no.

Emerahl suspiró, aunque su desánimo se debía más bien a la noticia sobre los poderes de su perseguidor.

Por otro lado, las personas a las que Tiro había oído por casualidad tal vez reverenciaban tanto a su superior que creían cualquier rumor que les contaran sobre él. Sin embargo, habría sido arriesgado para ella descartar la posibilidad de que fuera cierto. Si un sacerdote intentara leerle la mente, no encontraría nada. Se requería una habilidad mágica considerable para dominar la técnica de ocultar los propios pensamientos. Quizá él no lo supiera, pero ella no tenía la menor intención de averiguarlo.

Según los niños, los sacerdotes vigilaban a todo aquel que se marchaba de la ciudad, ya fuera en barco, tarne, platén o a pie. Incluso supervisaban los manejos secretos de los bajos fondos. Llevaban a todas las ancianas ante el sacerdote superior para que las examinara. Los circulianos estaban dedicando muchos esfuerzos a encontrarla. Si habían adivinado quién era, los dioses estarían acechando a través de los ojos de cada sacerdote, buscándola. Y si la encontraban…

Se estremeció.

«Me matarán, tal como hicieron con Mirar, la Oráculo y el Granjero, y seguramente con los Mellizos y el Gaviota, aunque nunca he oído testimonios sobre su muerte».

Era tentador cruzarse de brazos y esperar a ver qué ocurría. Los sacerdotes no podían prolongar la búsqueda indefinidamente. No obstante, probarían alguna estratagema antes de darse por vencidos. Emerahl suponía que no tardarían en ofrecer una recompensa. Cuando esto sucediera, ya no podría estar segura de la lealtad de los niños. Se mostraban amables con ella, pero no eran tontos. Ella sabía que, si el precio era lo bastante alto, la entregarían sin vacilar. Después de todo, no se trataba más que de una vieja.

No podía confiar en nadie. Lo que le convenía era transformar su apariencia, lo que implicaba algo más que cambiar su atuendo y el color del pelo. Necesitaba algo mucho más radical.

Aunque un cambio así estaba al alcance de sus capacidades, la idea la llenaba de inquietud. Hacía mucho tiempo que no ejercitaba ese don. Muchas cosas podían salir mal. Precisaba tiempo para efectuar el cambio, tal vez unos días, y nadie debía interrumpirla mientras trabajaba.

No se lo revelaría a los niños, por supuesto. Lo mejor sería que nunca la vieran bajo su nuevo aspecto, o que no supieran siquiera que lo había adoptado. Sin embargo, no resultaría fácil alejarse de ellos. Aunque se le ocurriera una excusa creíble, ¿adónde iría?

Pero tal vez no tendría que marcharse. Muchos de sus problemas se solucionarían si ellos la dieran por muerta.