Capítulo 31
31
Leiard bajó la vista hacia la nieve que se acumulaba sobre las orejas peludas y los cuernos gruesos y cortos de los aremes que avanzaban delante de él. El andar lento y pesado de las bestias grandes y cubiertas de manchas que arrastraban el tarne de cuatro ruedas resultaba relajante. Los aremes eran seres fuertes y apacibles, muy aptos para tirar de vehículos o arados. Leiard recordaba haber visto estatuas en ruinas de aremes uncidos a carros que databan de épocas remotas, por lo que sabía que habían sido domesticados miles de años atrás. Se podía cabalgar sobre ellos, pero caminaban despacio, respondían a las órdenes con demasiada lentitud y tenían el lomo demasiado ancho para ser monturas cómodas. Ningún hombre o mujer noble se rebajaría jamás a montar en un arem. Por otro lado, los rainas de huesos finos y carácter inconstante que los nobles utilizaban como caballerías no eran buenas bestias de tiro, aunque se les podía adiestrar para tirar de platenes de carreras.
A diferencia de otros animales, los aremes carecían al parecer de dones mágicos. La mayor parte de los seres vivos se valía de magia en pequeñas cantidades para buscar alimento, defenderse o encontrar pareja. Leiard sospechaba que, si los aremes tenían algún poder, era la capacidad de leer el lugar al que se dirigían en la mente del carretero. Poseían una memoria extraordinaria para los caminos y sitios por donde habían pasado y se contaban muchas anécdotas sobre carreteros que se habían dormido durante el trayecto a causa de una borrachera o una enfermedad y habían despertado en su casa. O en casa de su amante.
Los tejedores de sueños se turnaban para conducir los tres tarnes de cuatro ruedas que habían comprado en Jarime con el fin de transportar sus tiendas de campaña, víveres y pertrechos. Algunos caminaban delante para derretir o apartar la nieve que obstruía ciertos tramos de la carretera. Lo único que Leiard alcanzaba a ver del carro que tenía delante era el toldo impermeable que protegía los grandes sacos de provisiones que iban atados a él. De nada servía que mirase hacia atrás; su propio tarne, no menos cargado que los otros, le tapaba la vista. Oía las voces de los tejedores que integraban el grupo de Arlij.
—¿Crees que el ejército nos alcanzará? —preguntó Jayim.
Leiard se volvió hacia el joven que iba sentado a su lado antes de fijar de nuevo los ojos en los aremes.
—No. La mayoría de los soldados viaja a pie.
—¿Por qué? —preguntó Jayim.
Leiard soltó una risita.
—No hay suficientes rainas adiestrados en Hania ni para la mitad del ejército, y menos aún para proporcionar uno a cada somreyano también.
Jayim se mordió el labio.
—Pero si avanzamos casi tan lentos como si fuéramos andando, y nos detenemos continuamente por la nieve, así que no podemos llevarles mucha ventaja.
—Tal vez sí. No olvides que nosotros no tenemos que mantener el orden en un ejército entero. Imagínate el tiempo y el esfuerzo que se necesita para acampar cada noche, distribuir los alimentos y la leña para las hogueras, resolver disputas, despertarlos a todos por la mañana y conseguir que recojan sus cosas y se pongan en marcha. Aunque las últimas nevadas lleguen a su fin y el tiempo mejore, tendrán mucho que hacer.
Jayim se quedó pensativo.
—Debe de ser interesante de ver. Casi desearía que viajáramos con ellos, aunque entiendo los motivos por los que vamos por nuestra cuenta.
Leiard asintió. Unos días antes, tras conectar mentalmente con Jayim, le había mostrado recuerdos de conexión de guerras anteriores. Los tejedores de sueños no podían tomar partido y atendían a los enfermos y heridos al margen de su credo o nacionalidad, lo que solía concitar animosidad contra ellos. En el pasado, más de un tejedor había sido asesinado por «ayudar al enemigo».
Los tejedores de sueños no viajaban con las tropas. Iban delante y detrás, en grupos pequeños. Aguardaban a cierta distancia mientras duraba la locura del combate y, más tarde, acudían al campo de batalla y a los campamentos de ambos ejércitos simultáneamente para ofrecer su asistencia.
Jayim posó la mirada en Leiard y la desvió enseguida.
—¿Qué ocurre? —preguntó el tejedor.
—Nada.
Leiard sonrió y esperó. No era habitual últimamente que Jayim se mostrara reacio a hablar. Al cabo de unos minutos, el chico se volvió hacia Leiard.
—¿Crees… crees que te encontrarás con Auraya en algún momento?
Al oír su nombre, Leiard se estremeció de esperanza y expectación. Respiró hondo y se recordó a sí mismo por qué estaba allí con Arlij.
—Tendréis que veros en secreto, ¿verdad? —insistió Jayim.
—No necesariamente.
—Supongo que estarás a salvo mientras no haya cerca otros Blancos que te lean la mente.
—Sí.
—¿Crees que volveréis a… estar juntos? ¿Una última vez? —preguntó Jayim.
Leiard miró de reojo a Jayim, que esbozó una sonrisa.
—No es cosa de risa, Jayim. Nos he puesto en un grave peligro. ¿Es que no lo entiendes?
«No seas tan aguafiestas. El pobre muchacho es virgen. Lo que vio en tu mente fue más interesante que todo lo que haya imaginado antes».
Leiard arrugó el entrecejo al oír aquella voz tan familiar en su cabeza.
«No te decides a irte, ¿verdad, Mirar?»
«Librarte de mí te costará unas cuantas conexiones mentales más. Tal vez muchas».
—Claro que lo entiendo —respondió Jayim, con expresión seria. Luego sonrió otra vez—. Pero tienes que verle el lado gracioso también. Habiendo tantas personas entre las que elegir… Es como una de esas obras de teatro que les gustan a los nobles y que retratan relaciones escandalosas y amores trágicos.
—Y sus consecuencias —añadió Leiard.
«Me gusta su actitud —dijo Mirar—. Tiene sentido del humor, el muchacho. A diferencia del hombre dentro del que estoy atrapado…»
—A veces los amantes salen bien librados —señaló Jayim.
—Los finales felices son un lujo que se permite la ficción —observó Leiard.
Jayim se encogió de hombros.
—Es verdad. Sabía que guardabas un secreto, pero no me esperaba algo tan… tan…
—¿Subido de tono? —aventuró Leiard.
Jayim rió entre dientes.
—Sí. Fue una sorpresa. No sé por qué, pero pensaba que los Blancos no… esto…, que practicaban la abstinencia. Me imagino que es pedirle demasiado a una persona que es inmortal. Tal vez por eso Mirar era como era.
Leiard contuvo una risotada. «¿Y bien? ¿Esa es la razón por la que te portabas tan mal?»
«No lo sé. Puede. ¿Alguien sabe por qué hace las cosas que hace?»
«Has tenido tiempo de sobra para llegar a una conclusión».
«A veces uno no da con las respuestas, aunque disponga de todo el tiempo del mundo. La inmortalidad no hace omnisciente a nadie».
—Me pregunto si todos los Blancos son así —comentó Jayim—, si la inmortalidad los vuelve… Ya sabes. Me imagino que, si los otros Blancos se acostaran con todo bicho viviente, la gente lo sabría.
Leiard frunció el ceño, indignado.
—Auraya no se acuesta con todo bicho viviente.
—A lo mejor sí. ¿Cómo podrías saberlo?
—Basta de cotilleos —dijo Leiard con firmeza—. Si tienes tiempo para chismorrear, también lo tienes para dar clase.
Jayim emitió un quejido de fastidio.
—¿Mientras viajamos?
—Sí. Viajaremos mucho durante los próximos años. Tendrás que acostumbrarte a recibir tu instrucción por el camino.
El muchacho suspiró. Se volvió a medias para dirigir la vista atrás, pero cambió de idea.
—No puedo creer que no vaya a regresar a casa cuando esto termine —murmuró en una voz apenas audible. Acto seguido, enderezó la espalda y miró a Leiard—. Bueno, ¿qué voy a aprender hoy?
«Ha ocurrido algo», decidió Imi mientras seguía a Teiti, su tía y mentora, por el pasillo. Primero, un mensajero se había acercado a Teiti, jadeando a causa del esfuerzo, y había susurrado algo al oído de la anciana antes de marcharse cojeando. Luego, Teiti le había dicho a Imi que debía dejar la piscina y a los otros niños, y se la había llevado a casa a rastras sin escuchar sus protestas.
Habían seguido una de las rutas secretas, lo que había despertado de inmediato las sospechas de Imi. Cuando habían llegado al palacio, los guardias no le habían sonreído como era su costumbre. La habían ignorado por completo, rígidos y serios. Los que custodiaban las puertas de su habitación sí le habían sonreído, pero algo en las miradas que lanzaban a uno y otro lado del pasillo le decía que también estaban nerviosos por alguna razón.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Teiti cuando las puertas se cerraron tras ellas.
Teiti bajó la vista hacia Imi y arrugó el entrecejo.
—Ya te lo he dicho, princesa. No lo sé.
—Pues averígualo —le ordenó Imi.
Teiti cruzó los brazos con cara de desaprobación. A diferencia de los otros servidores del palacio, Teiti no se dejaba intimidar fácilmente. Era miembro de la familia, no una criada, y ocupaba una categoría solo ligeramente inferior a la de Imi.
Sin embargo, no reprendió a Imi. La desaprobación en su semblante cedió el paso a la preocupación.
—Santa Huan —musitó—. Espera aquí. Voy a ver qué sucede.
Imi sonrió y juntó las manos.
—¡Gracias! ¡Date prisa, por favor!
La anciana se dirigió hacia las puertas con paso resuelto. Llevó la mano al pomo y se volvió para contemplar a Imi con recelo.
—Pórtate bien, Imi. No vayas a ninguna parte. Quédate aquí, por tu propia seguridad.
—Eso haré.
—Si no estás aquí cuando vuelva, no te explicaré nada —le advirtió.
—Ya te he dicho que me quedaré aquí.
Teiti entornó los ojos antes de apartar la mirada y salir de la habitación. Cuando las puertas se cerraron tras la mujer, Imi corrió a su dormitorio. Se acercó a una talla que había en una pared y deslizó la mano detrás. Después de buscar a tientas, encontró el cerrojo. Tiró de él, y la talla se abrió hacia fuera, como una puerta, sin hacer ruido.
Detrás había un agujero. El padre de Imi se lo había enseñado muchos años atrás. Le había indicado que si unas personas malas invadían el palacio, ella debía meterse en el agujero y esperar a que se marcharan.
No le había dicho que la abertura era la entrada de un túnel. Ella lo había descubierto una noche en que el aburrimiento había vencido a su miedo a internarse en un lugar oscuro y desconocido. Sosteniendo una vela ante sí, solo había conseguido avanzar un poco a gatas antes de topar con una pared de piedra y argamasa.
Sin embargo, no era una barrera totalmente sólida. El adulto que la había construido debía de tener poco espacio para moverse, pues no había hecho un buen trabajo. Ella había alcanzado a oír voces procedentes del otro lado, que se colaban por las grietas y resquicios de la pared. No había entendido muy bien lo que decían.
Así pues, desde hacía un mes, entraba sigilosamente en el agujero todas las noches, mucho después de su hora de dormir, y arrancaba trocitos de la pared. Tiraba el polvo y las migas de argamasa en el retrete. Las piedras más grandes las sacaba de su habitación ocultas en la ropa.
Ahora, mientras trepaba al agujero, se felicitó de nuevo por su descubrimiento. Una vez que hubo eliminado la barrera, había continuado gateando hasta que encontró una portezuela de madera, cerrada con un pestillo por el lado del túnel. Al abrirla, había llegado a un armario pequeño. Al otro lado, había una habitación con las paredes recubiertas de tubos.
Había deducido de inmediato lo que era. Su padre le había confiado que poseía un dispositivo que le permitía escuchar lo que decían personas en otras partes de la ciudad, o hablar con ellas. Le había descrito los tubos que transmitían el sonido.
Él no sabía que ella lo había encontrado, ni que lo utilizaba.
Ir allí era una diversión deliciosa para ella. Siempre se cercioraba de que su padre fuera a estar ocupado en algún sitio hasta tarde antes de arrastrarse por el túnel que conducía a aquella habitación. Una vez allí, aplicaba el oído a las aberturas en forma de oreja de los tubos y escuchaba conversaciones entre personas importantes, discusiones entre criados y diálogos románticos entre amantes secretos. Estaba al tanto de los rumores que circulaban por la ciudad…, y también de la verdad.
Al llegar a la portezuela de madera, Imi comprobó si se oían voces y pasó al otro lado. Se acercó a toda prisa al tubo que sabía que comunicaba con la sala de audiencias del rey y apretó la oreja contra la abertura.
—… sobre las ventajas del comercio. Las obras de arte que veo en esta estancia, las joyas que lleváis, me dicen que tenéis artesanos de talento aquí. Ellos podrían elaborar objetos destinados a venderse fuera de Borra. A cambio, podríais gozar de algunos de los artículos de lujo de nuestras tierras, como las hermosas telas que se confeccionan en Genria y centellean como estrellas, o las piedras de fuego de color rojo encendido de Toren.
Era una voz femenina de acento extraño. La mujer hablaba despacio y de forma entrecortada, como si eligiera y meditara cada palabra con cuidado. Imi contuvo el aliento al oír la descripción de la tela centelleante y las piedras de fuego. Parecían cosas maravillosas, y esperaba que su padre le comprara algunas.
—También hay una gran variedad de especias, hierbas y alimentos exóticos que quizá queráis degustar, y sé que hay personas en el norte que pagarían una fortuna por la oportunidad de probar sabores y productos nuevos de Borra. No creáis que solo tenemos mercancías lujosas que ofrecer. Mi pueblo posee muchos remedios eficaces para tratar toda clase de enfermedades, y no me sorprendería que vosotros conocierais curas que nosotros no hemos descubierto aún. Hay muchas cosas que podemos intercambiar, majestad.
—En efecto. —A Imi se le aceleró el pulso cuando oyó la voz de su padre—. Es un bonito discurso, pero ya lo hemos oído antes. Los pisatierra vinieron una vez asegurando que solo deseaban comerciar con nosotros. En vez de ello, nos robaron y se llevaron objetos sagrados de esta misma sala. Cuando les dimos caza y recuperamos nuestras pertenencias, juramos no volver a fiarnos de los pisatierra. ¿Por qué habríamos de romper ese juramento y confiar en ti?
«¿Una pisatierra? —pensó Imi—. ¡Esa mujer es una pisatierra! ¿Cómo habrá llegado a la ciudad?»
—Comprendo vuestra ira y vuestra cautela —dijo la mujer—. Yo haría lo mismo si hubiera sufrido una traición semejante. Os recomendaría encarecidamente que conservarais esa prudencia si abrís vuestras puertas a los mercaderes. No son siempre personas de honradez intachable. Pero yo no soy mercader. Soy una sacerdotisa superior de los dioses, uno de los cinco Elegidos para representarlos en este mundo. No está en mis manos erradicar el engaño, pero puedo contribuir a evitarlo, o a garantizar que sea castigado. Una alianza con nosotros incluiría un acuerdo de defensa mutua. Os ayudaríamos a proteger vuestro territorio de invasores, si accedierais a prestarnos ayuda.
«Eso parece un poco ridículo —pensó Imi—. Somos muy pocos, y en cambio los pisatierra son un montón».
—¿Qué ayuda podemos ofrecerte a ti, una hechicera poderosa que está al mando de grandes ejércitos de pisatierra?
—Toda la ayuda que podáis prestar, majestad —respondió la mujer con serenidad—. Los siyís acaban de firmar un acuerdo parecido con nosotros. Aunque no sean corpulentos ni de brazos fuertes, hay muchas maneras en que pueden ayudarnos.
Se impuso el silencio. Imi oyó que su padre hacía chasquear la lengua contra el paladar, como solía hacer cuando se abismaba en sus pensamientos.
—Si eres quien afirmas ser —dijo de pronto—, deberías poder invocar a Huan ahora mismo. Hazlo, para que le pregunte si dices la verdad.
La mujer emitió un sonido leve, como una risa ahogada.
—Que yo sea uno de sus representantes no me autoriza para dar órdenes a una diosa. —Tras una pausa, bajó tanto la voz que Imi apenas la oía—. No obstante, le he hablado de vuestro pueblo recientemente. Dice que sois vosotros quienes debéis tomar la decisión, y que no interferirá. —Se produjo otro silencio—. Ya lo sabíais, ¿verdad? —agregó en un tono de ligera sorpresa.
—La diosa ha expresado lo mismo a nuestros sacerdotes —admitió el rey—. Debemos decidir por nosotros mismos. Lo interpreto como una señal de que confía en mi criterio.
—Eso parece —convino la mujer.
—Mi criterio me dice lo siguiente: no sé lo suficiente sobre ti, pisatierra. No veo motivo para poner en peligro nuestras vidas por unas cuantas baratijas. Tu oferta de protección es tentadora, como sin duda sabes, pero ¿cómo podéis defendernos si vivís en el otro extremo del continente?
—Encontraremos a los saqueadores y nos encargaremos de ellos —respondió la mujer—. Para hacer frente a cualquier otra amenaza que surja, se enviarán buques desde Porin.
—No llegarían aquí a tiempo. Ahora propondrás que os deje mantener un buque amarrado aquí. Luego querréis establecer una colonia para la tripulación. Eso sería inaceptable.
—Lo entiendo. Encontraremos una alternativa. Si discutimos el asunto…
—No. —Imi reconoció el dejo de severidad y obstinación que adoptaba su padre cuando había tomado una determinación. Juntó las cejas, desilusionada. Todo lo que la mujer había dicho sobre acuerdos comerciales parecía tan emocionante… Sin duda la forma más fácil de librarse de los saqueadores era pagar a alguien para que lo hiciera.
—¡Imi!
Ella pegó un brinco al oír la voz. Era la de Teiti, y no procedía del tubo, sino del agujero en el armario. Su mentora había vuelto. El corazón de Imi latía a toda prisa. La única razón por la que podía oír a la mujer era que había dejado abierta la losa tallada que hacía las veces de puerta. Si Teiti descubría el túnel, las visitas de Imi a la habitación de los tubos seguramente se acabarían.
Imi se abalanzó hacia el armario. Cerró la puerta tras de sí y se encajonó en el túnel. Le costó más cerrar la portezuela de madera; ella había crecido un poco últimamente y no tenía mucho espacio para torcerse hacia atrás y correr el cerrojo.
Avanzó a gatas tan deprisa como pudo, se detuvo frente a la salida del túnel y se asomó al exterior. Teiti se paseaba por la habitación contigua. Cuando echó un vistazo debajo de una silla, Imi reprimió una carcajada. Teiti creía que ella se había escondido.
—Imi, estás siendo una niña mala. ¡Sal ahora mismo!
La mujer se dirigió hacia el dormitorio. Imi se quedó paralizada y, cuando Teiti se paró a examinar el interior de un armario, sacó el brazo rápidamente y tapó la abertura con la talla.
Se quedó escuchando mientras Teiti registraba la alcoba, llamándola con voz temblorosa. Imi frunció el ceño. ¿Estaba enfadada su mentora? ¿O solo molesta? La voz sonó más débil cuando la mujer regresó a la habitación principal. Entonces Imi oyó un gimoteo apagado. Se sonrojó a causa del sentimiento de culpa. ¡Teiti estaba llorando!
Empujó la talla a un lado, salió del agujero de la forma más silenciosa posible y, tras colocar la losa en su sitio con todo cuidado, corrió a la otra habitación.
—Lo siento, Teiti —gritó.
La mujer alzó la vista y soltó un jadeo de alivio.
—¡Imi! ¡No ha tenido gracia!
A la muchacha no le costó mucho mostrarse compungida. Aunque Teiti era una mentora estricta, en ocasiones podía ser divertida y generosa. A Imi le gustaba gastar bromas a sus amistades, pero solo para hacerlas reír. No quería herir los sentimientos de nadie.
—¿Qué pasa? Debe de ser algo serio —dijo.
Teiti se secó los ojos y sonrió.
—Sí. Hay una pisatierra en el palacio. No sé cómo ha entrado, ni por qué, pero más vale que nos quedemos aquí por si surgen problemas. —Teiti hizo una pausa con una arruga en el entrecejo—. No es que crea que estás en peligro, princesa. Ella ni siquiera sabe de tu existencia, así que me parece que estás a salvo.
Imi pensó en la mujer a la que había oído hablar con su padre. Era una hechicera y una sacerdotisa de los dioses, que quería que los elay y su gente fueran aliados, una palabra que quería decir «amigos». No daba la impresión de ser una persona temible.
Imi asintió.
—A mí también me lo parece, Teiti.
La luna estaba radiante y blanca como una sonrisa. Cuando Tryss había reparado en ella por primera vez, no había podido evitar pensar que era un buen augurio. Ahora, varias horas después, la pálida media luna semejaba más bien una mueca burlona.
«O un arma mortífera —pensó. Exhaló un largo suspiro que se condensó en volutas en torno a él y sacudió la cabeza—. Supersticiones absurdas. Solo es una roca enorme atrapada en el agua congelada del cielo superior. Ni más ni menos».
—No me lo puedo creer. Está caminando de un lado a otro. El tranquilo y serio Tryss, caminando impaciente de un lado a otro.
Tryss dio un respingo al oír la voz.
—¡Sreil! —susurró—. ¿Qué ha ocurrido?
—Nada —dijo el muchacho—. Solo que he tardado un poco más de lo que imaginaba en atravesar la pared.
Dos figuras emergieron de las sombras, con el sonido de las pisadas amortiguado por la nieve. Aunque la luz de la luna iluminó ambos rostros, Tryss solo vio uno: el de Drili, que iba abrigada con una piel de yervo. El corazón le dio un vuelco cuando se fijó en su semblante. Tenía los ojos desorbitados, y una mirada… dubitativa. Nerviosa.
—¿Estás segura…?
—¿… de que quieres hacer esto?
Habían pronunciado las mismas palabras al unísono. A Drili se le escapó una sonrisa y descubrió que él también sonreía. Tryss se le acercó, la cogió de la mano y le acarició la mejilla. Ella cerró los párpados unos instantes con una expresión de felicidad. Apretó los labios contra los suyos. Drili le devolvió el beso con ardor y firmeza. Él sintió que su cuerpo entero se encendía. El frío del invierno pareció retroceder en torno a ellos. Cuando se separaron, él tenía el pulso acelerado y todas sus dudas se habían evaporado.
«O he perdido el juicio por completo —añadió para sí—. Al fin y al cabo, es lo que dicen que les pasa a los jóvenes».
Se volvió hacia Sreil.
—Y ahora, ¿adónde vamos?
Sreil soltó una risita.
—Tenemos prisa, ¿eh? Sigo pensando que Ryliss es la mejor opción. Está acampado un poco más lejos del Claro que los demás. Ya sabes cómo son los de la montaña del Templo, tan reservados y retraídos. Venid conmigo.
Tryss tomó a Drili de la mano y siguieron a Sreil a través del bosque. Fue una caminata larga; tenían que bordear la cima del Claro. Las siluetas oscuras de los árboles tapaban la luz de la luna, y un manto de nieve lo cubría todo. Tryss y Drili tropezaban con los obstáculos.
La joven emitió un quejido suave.
—¿Qué ocurre? —susurró él.
—Me duelen los pies.
—A mí también.
—¿No habríamos podido ir volando?
—No me cabe duda de que, si fuera posible, Sreil se habría inclinado por esa opción.
—Supongo que es tan doloroso para él como para nosotros.
Ella guardó silencio y, unos minutos después, le dio un apretón en la mano.
—Perdona. Qué romántico por mi parte, quejarme de dolor de pies en nuestra noche de bodas.
Él rió por lo bajo.
—Ya te daré un romántico masaje de pies más tarde, si quieres.
—Mmm. Sí, eso me gustaría.
Cuando una enramada apareció entre los árboles más adelante, una oleada de alivio recorrió a Tryss. Sreil les indicó que esperasen mientras él se cercioraba de que el portavoz Ryliss estuviera solo. Tryss notó un hormigueo en el estómago. Sreil se aproximó a la entrada de la enramada. Una sombra en el interior se dirigió a la puerta. Alguien descorrió la colgadura, y Sreil se volvió hacia ellos y les hizo señas para que se acercaran.
La mano de Drili sujetaba con fuerza la de Tryss mientras caminaban a toda prisa hacia la enramada. Se detuvieron a pocos pasos de la entrada. El portavoz Ryliss los contempló con aire reflexivo, con los ojos ensombrecidos por sus tupidas cejas canas. Agitó la mano.
—Pasad.
Entraron. Había un fuego encendido a un lado, y el humo escapaba por un agujero en el tejado. El calor resultaba reconfortante. Ryliss les señaló unos bancos hechos con troncos, y cuando se sentaron se acomodó en una silla hamaca.
—Así que queréis casaros esta noche —comentó—. Ahí es nada. ¿Estáis seguros los dos?
Tras lanzar una mirada fugaz a Drili, Tryss asintió. Ella sonrió y murmuró un «sí».
—Tengo entendido que esto va contra la voluntad de vuestros padres.
—De los padres de Drili —precisó Tryss—. Los míos no protestarían.
El anciano los observó con seriedad.
—Ambos deberíais saber que, aunque podéis casaros sin permiso de vuestros padres, si lo hacéis, vuestras tribus no están obligadas a organizar un banquete o a daros regalos. Asimismo, vuestros padres no tendrán la obligación de acogeros en su enramada.
—Lo entendemos —respondió Drili.
El portavoz hizo un gesto afirmativo.
—No puedo negarme a oficiar el rito, si lo pedís formalmente.
Tryss se levantó y Drili se puso de pie a su lado.
—Soy Tryss, de la tribu de la montaña Pelada. Deseo casarme con Drili, de la tribu del río Serpiente. ¿Aceptas celebrar el rito?
—Soy Drili, de la tribu del río Serpiente. Deseo casarme con Tryss, de la tribu de la montaña Pelada. ¿Aceptas celebrar el rito?
Ryliss asintió.
—Estoy obligado por ley a acceder a vuestra petición. Ahora, Tryss debe colocarse detrás de Drili. Por favor, tomaos de las manos.
Drili así lo hizo, esbozando una gran sonrisa. Con los ojos brillantes, volvió la vista hacia Tryss. Parecía emocionada y a la vez un poco asustada.
—Es tu última oportunidad de echarte atrás —susurró.
Él sonrió y le aferró las manos con fuerza.
—Solo si consigues soltarte.
—Silencio, por favor —ordenó Ryliss mirándolos con expresión ceñuda—. Estáis asumiendo un compromiso muy serio. Debéis permanecer juntos durante los dos próximos años, aunque os arrepintáis de vuestra decisión. Levantad los brazos.
Abrió un saquito que tenía atado al cinto (la bolsa que llevaban todos los portavoces) y extrajo de él dos cordones finos de colores vivos. Comenzó a atarles dos de las manos entre sí.
—Soy Ryliss, de la tribu de la montaña del Templo. Estoy uniendo a Tryss, de la tribu de la montaña Pelada, y a Drili, de la tribu del río Serpiente, como marido y mujer. A partir de hoy, volaréis juntos. —Centró su atención en el otro par de manos agarradas—. Soy Ryliss, de la tribu de la montaña del Templo. Estoy uniendo a Drili, de la tribu del río Serpiente, y a Tryss, de la tribu de la montaña Pelada, como mujer y marido. A partir de hoy, volaréis juntos.
Tryss se fijó en sus manos. Si volaran tan cerca entre sí, tendrían que estar muy atentos a todos los movimientos del otro.
«Supongo que de eso se trata».
Ryliss dio un paso hacia atrás y cruzó los brazos.
—Al tomar la determinación de uniros el uno al otro, os comprometéis a ser compañeros. Seréis responsables de la salud y la felicidad del otro, así como de la educación de los hijos fruto de vuestra unión. Puesto que es vuestro primer matrimonio, también contraéis las responsabilidades de la edad adulta. Se espera de ambos que colaboréis en las tareas de la tribu con la que decidáis convivir. —Después de una pausa, asintió—. Os declaro casados.
«Ya está», pensó Tryss. Miró a Drili, que sonrió. Él la estrechó contra sí, haciendo que ella encogiera sus brazos contra su cuerpo.
Sreil se aclaró la garganta.
—Solo falta un paso.
Tryss alzó la vista hacia Sreil, desalentado. ¿Qué podía faltar?
—Es verdad. —La comisura de los labios de Ryliss se torció hacia arriba. Era lo más parecido a una sonrisa que había esbozado en toda la noche—. Volveré por la mañana. Por favor, no lo dejéis todo patas arriba. —Dicho esto, salió de la enramada con decisión y desapareció.
Tryss posó los ojos en Sreil, desconcertado.
—¿Qué paso?
La sonrisa de Sreil se ensanchó.
—No puedo creer que me preguntes eso.
—¡Ah! —Tryss notó que se le acaloraba el rostro cuando comprendió a qué se refería Sreil. Drili soltó una risita.
—A veces me maravilla que alguien tan listo pueda ser tan bobo —comentó.
—A mí también —convino Sreil—. Bien. Estoy seguro de que no tendréis dificultades para completar el ritual. No necesitáis mi ayuda, así que me voy a casa.
—Gracias, Sreil —dijo Drili.
—Sí. Te debo una —añadió Tryss.
—No tengo nada que ver con esto —aseguró Sreil, con ingenuidad fingida.
—Nada en absoluto —respondió Tryss—. Está bien, vete. No diremos una palabra.
Riendo entre dientes, Sreil retrocedió hasta salir de la enramada y corrió la colgadura. Tryss oyó el crujir de sus pisadas sobre la nieve, hasta que se apagaron a lo lejos. Drili levantó una mano, contemplando los cordones, y arqueó una ceja.
—Espero que Ryliss no haya apretado demasiado los nudos.