Capítulo 5
5
Era la torre más alta que ella hubiera visto jamás, tan alta que las nubes se desgarraban a su paso. Emerahl tenía sentimientos encontrados. Habría debido huir. En cualquier momento, ellos la verían. Pero ella quería mirar. No podía apartar la vista. Algo en aquella elevada estructura blanca la cautivaba.
Se acercó. La torre se alzaba imponente sobre ella. Pareció combarse hacia abajo. Emerahl comprendió, demasiado tarde, que no era una ilusión. Se habían formado grietas en zigzag a lo largo de las juntas de los sillares gigantescos con los que estaba construida la torre. Iba a derrumbarse.
Ella dio media vuelta e intentó correr, pero el aire era denso, pegajoso, y tenía las piernas demasiado débiles para moverse a través de él. Advirtió que la sombra de la torre se alargaba ante ella y se preguntó por qué no había tenido el buen sentido de correr hacia un lado para salir de su trayectoria.
Entonces el mundo estalló.
La oscuridad y el silencio se impusieron de golpe. Emerahl no podía respirar. Unas voces la llamaban por su nombre, pero ella no conseguía introducir en sus pulmones el aire suficiente para responder. Poco a poco, las frías tinieblas la envolvieron.
—¡Hechicera! —La voz estaba llena de rabia, pero aun así representaba una oportunidad de salvación—. ¡Sal de allí, vieja ramera entrometida!
Emerahl despertó sobresaltada y abrió los ojos. En lo alto, el interior de la pared circular del faro se desvanecía en la negrura. Ella oyó unos pasos que se aproximaban y el murmullo de varias voces procedentes de la abertura en la pared donde en otro tiempo había dos grandes puertas talladas. Al otro lado avistó la silueta de una persona de espaldas anchas.
—Sal, o entraremos a buscarte. —Era un tono amenazador que destilaba ira, pero en el que se percibía también un asomo de miedo.
De mala gana, Emerahl ahuyentó de su mente las reminiscencias de la pesadilla (le habría gustado analizarla antes de olvidar los detalles) y se apresuró a levantarse.
—¿Quién eres? —preguntó con severidad.
—Erine, jefe de Corel. Sal ahora mismo, o enviaré a mis hombres a por ti.
Emerahl se dirigió hacia la entrada. En el exterior había catorce hombres. Algunos tenían los ojos alzados hacia el faro, otros volvían la mirada hacia atrás y los demás observaban a su líder. Todos mostraban el entrecejo arrugado y empuñaban una especie de arma rudimentaria. Era evidente que ninguno de ellos la veía, pues estaban bajo el sol intenso de la mañana, mientras que ella permanecía oculta entre las sombras del faro.
—De modo que así llamáis hoy en día a ese conjunto de casuchas —comentó saliendo al umbral—. Corel. Bonito nombre para un villorrio fundado por contrabandistas.
El hombre de espaldas anchas casi le enseñó los dientes con furia.
—Corel es nuestro hogar. Más te vale mostrar un poco de respeto, o te…
—¿Respeto? —Ella levantó la vista hacia él—. Vienes aquí gritándome órdenes y amenazas, ¿y esperas que te muestre respeto? —Dio un paso hacia él—. Regresad a vuestra aldea, hombres de Corel. No conseguiréis nada de mí hoy.
—No queremos ninguno de tus venenos o trucos, hechicera. —Los ojos de Erine relampaguearon—. Queremos justicia. Te has metido demasiadas veces donde no te llaman. No volverás a convertir a una de nuestras mujeres en una hechicera ramera. Vamos a expulsarte.
Ella lo contempló estupefacta antes de esbozar lentamente una sonrisa.
—¿O sea que tú eres el padre?
La expresión del hombre cambió. Tras unos instantes de temor, pasó a reflejar rabia.
—Sí. Te mataría por lo que le hiciste a mi pequeña Rinnie, pero los demás creen que eso traería mala suerte.
—No, lo que pasa es que sencillamente no tienen una sensación de pérdida tan grande como la tuya —replicó ella—. Solo probaban suerte con Rinnie, intentando averiguar hasta dónde les permitirías llegar. Tú, en cambio —entornó los párpados—, has estado aprovechándote de ella durante años y ahora no puedes tocarla. Y te encanta conseguir lo que quieres. Te saca de tus casillas que ya no esté a tu merced.
—Cierra el pico —gruñó él, con el rostro enrojecido—, o te…
—Tu propia hija —le espetó ella—. Vienes aquí llamándola «mi pequeña Rinnie» como si fuera una niña inocente a la que quieres y proteges. Dejó de ser una niña inocente cuando descubrió que su propio padre representaba la mayor amenaza para ella.
Ahora los otros hombres lanzaban miradas inquietas a su líder. Emerahl no estaba segura de si su incomodidad se debía a la acusación que ella había hecho o a que sabían lo que él le hacía a su hija y no se lo habían impedido. Erine, consciente de todos los ojos puestos en él, se esforzó por controlarse.
—¿Eso fue lo que ella te contó, vieja necia? Lleva años inventándose esas historias. Siempre intenta…
—No, no me lo contó —repuso Emerahl. Se dio unos golpecitos en la cabeza con el dedo—. Veo la verdad, incluso cuando la gente no quiere que la vea.
Esto no era cierto; no le había leído la mente a la chica. Sus habilidades de lectura mental ya no eran lo que habían sido. Todos los dones debían practicarse, y ella había vivido aislada durante demasiado tiempo.
Aun así, sus palabras produjeron el efecto deseado. Los otros hombres se miraron entre sí, y algunos fijaron la vista en Erine con los párpados entornados.
—Estamos hartos de tus mentiras y de tus condenadas hechicerías —farfulló Erine. Dio un paso hacia delante—. Te ordeno que te marches.
Emerahl sonrió y cruzó los brazos.
—No.
—Soy el jefe de Corel, y…
—Corel está allí abajo —señaló ella—. Yo vivo aquí desde antes de que los padres de tus abuelos construyeran su primera barraca. No tienes autoridad sobre mí.
Erine se rió.
—Eres vieja, pero no tanto. —Se volvió hacia sus acompañantes—. ¿Habéis visto cómo miente? —La miró de nuevo—. Los vecinos no pretenden hacerte daño. Quieren darte la oportunidad de que recojas tus cosas y te marches en paz. Si sigues aquí cuando regresemos dentro de unos días, no esperes que te tratemos con amabilidad.
Dicho esto, giró sobre los talones y se alejó con paso rígido, haciendo señas a los demás de que lo siguieran. Emerahl suspiró. «Insensatos. Volverán y tendré que darles la misma lección que a sus bisabuelos. Se quedarán enfurruñados durante una temporada e intentarán matarme de hambre. Echaré en falta las verduras y el pan, y tendré que salir a pescar otra vez, pero con el tiempo se olvidarán del asunto y vendrán de nuevo en busca de ayuda».
Seis hombres aguardaban frente a la casa de camino Linde del Bosque; tres sacerdotes y tres lugareños. En la penumbra creciente, el ribete azul de los cirques de los sacerdotes parecía negro. Los otros hombres iban vestidos con ropa sencilla de campesinos y llevaban mochilas.
Adem movió los hombros para colocarse el equipo en una posición más cómoda y salió a la calle. Se sintió reconfortado al oír detrás de sí los pasos de sus compañeros cazadores de voranes. Uno de los sacerdotes se volvió hacia ellos, y los otros cinco siguieron su ejemplo. Adem sonrió cuando examinaron su atuendo con consternación visible. Los cazadores viajaban ligeros de equipaje, sobre todo cuando atravesaban el bosque. A veces llevaban una muda limpia para cambiarse después de un día de matanzas, pero también acababa manchada de sangre y tierra.
En su oficio, la ropa limpia era el distintivo de un cazador fracasado. Adem contempló divertido los cirques blancos inmaculados de sus patrones. Supuso que las prendas sucias no causaban buena impresión en un sacerdote. Debía de ser un fastidio mantenerlas limpias.
—Me llamo Adem Tailer —dijo—. Este es mi equipo. —No se molestó en presentar a los hombres. Los sacerdotes no recordarían la lista de nombres.
—Soy el sacerdote Hakan —respondió el más alto de los clérigos—. Estos son los sacerdotes Bariu y Poer. —Tras señalar a un clérigo de cabello cano y a uno ligeramente corpulento, hizo un gesto en dirección a los tres lugareños—. Y estos son nuestros porteadores.
Adem realizó rápidamente el signo del círculo en señal de respeto hacia los sacerdotes y saludó a los porteadores con una cortés inclinación de la cabeza. Los lugareños parecían inquietos. No era para menos.
—Gracias por ofreceros voluntarios —añadió Hakan.
Adem soltó una risotada breve.
—¿Voluntarios? No somos voluntarios, sacerdote. Queremos las pieles. Tengo entendido que los voranes son unos hijos de puta muy grandes y muy negros. Seguro que sus pellejos se venderán a buen precio.
Una de las comisuras de los labios del sacerdote Hakan se curvó hacia arriba, pero sus dos acompañantes hicieron una mueca de desagrado.
—No me cabe duda de ello —respondió—. Bien, ¿cómo propones que procedamos?
—Buscaremos huellas allí donde se produjo el último ataque.
Hakan asintió.
—Os llevaremos allí.
Mientras cruzaban la aldea, varios rostros se asomaron a las ventanas. Se oyeron voces que les deseaban buena suerte. Una mujer salió a paso veloz por una puerta con una bandeja repleta de copas pequeñas rebosantes de tipli, el licor local. Los cazadores bebieron alegremente, mientras los porteadores apuraban las suyas con una prisa reveladora. Los sacerdotes tomaron un sorbo antes de devolver sus copas medio llenas a la bandeja.
Siguieron adelante hasta salir del pueblo. Las formas oscuras de los árboles se apiñaban a ambos lados. El sacerdote corpulento alzó una mano y todos quedaron deslumbrados cuando apareció un resplandor intenso.
—Nada de luces —dijo Adem—. Eso los ahuyentará si están cerca. Pronto saldrá la luna. Nos proporcionará claridad suficiente cuando se nos acostumbre la vista.
El sacerdote miró a Hakan, que movió la cabeza afirmativamente. La luz parpadeó y se apagó, por lo que avanzaron tambaleándose en la oscuridad hasta que se les adaptaron los ojos. El tiempo transcurrió con lentitud, marcado por los pasos de sus botas. Justo cuando la luna pugnaba por descollar sobre las copas de los árboles, el sacerdote Hakan se detuvo.
—Ese olor… Debemos de estar cerca —comentó.
Adem se volvió hacia el clérigo corpulento.
—¿Podéis crear una luz suave?
El sacerdote asintió. Extendió la mano de nuevo, y de ella surgió una chispa diminuta. Adem vislumbró más adelante los restos de un platén. Caminaron hacia el vehículo, que estaba inclinado hacia un lado, sobre una rueda rota. El hedor se hizo más penetrante conforme se acercaban y resultó proceder del cuerpo de un arem, al que le faltaban los trozos que los voranes habían devorado.
El suelo estaba cubierto de huellas, pisadas de animales enormes que le aceleraron el pulso a Adem. Intentó determinar el número. ¿Diez? ¿Quince? Las huellas convergían en un montón de tierra revuelta. Unas pisadas humanas, más recientes, las cruzaban. Un objeto reluciente captó la atención de Adem. Este se agachó y recogió un pedazo de cadena dorada del suelo pisoteado. Estaba recubierta de una sustancia endurecida que sospechó que era sangre seca.
—Fue aquí donde encontraron al mercader —murmuró Hakan—. O lo que quedaba de él.
Adem se guardó la cadena.
—Muy bien, caballeros. Registrad la zona y encontrad rastros que se alejen de aquí.
No tardaron mucho en dar con ellos. Al poco rato, Adem guiaba a los sacerdotes hacia el interior del bosque, siguiendo una pista tan visible que solo le faltaba estar formada por huellas gigantes que brillaran en la oscuridad. Calculó que las presas les llevaban un día de ventaja. Esperaba que los sacerdotes estuvieran preparados para una larga caminata. No interrumpió la marcha hasta que la luna se hallaba en lo más alto del cielo, y solo les dio unos minutos de descanso.
Unas horas después, llegaron a un claro pequeño. Estaba lleno de pisadas de voranes… y de personas. Solo había marcas de un par de botas en el suelo del bosque. No habían encontrado rastros humanos desde que habían abandonado el escenario del ataque. Los hombres de Adem iban y venían a toda prisa entre los árboles.
—Por lo visto se detuvieron anoche —musitó él.
—Se marcharon por aquí —dijo uno en voz baja.
—¿Hay huellas humanas alejándose? —preguntó Adem.
Hubo una larga pausa.
—No.
—Según los testigos, el hombre cabalga a lomos de uno de ellos —intervino Hakan.
Adem se colocó al lado de Hakan.
—Era algo que me parecía posible. Pero supongo que son lo bastante grandes. Me…
—¡Centinela! —siseó uno de sus hombres.
Los cazadores se quedaron paralizados. Adem miró alrededor, escrutando la espesura y aguzando el oído.
—¿Centinela? —susurró Hakan.
—A veces un miembro de la manada se rezaga para comprobar si alguien los sigue.
El sacerdote fijó la vista en Adem.
—¿Tan listos son?
—Más vale que os hagáis a la idea.
Un sonido apenas perceptible atrajo la atención de Adem hacia la derecha. Oyó que sus hombres aspiraban bruscamente al ver que una sombra se alejaba con sigilo. Una sombra enorme. Adem soltó una palabrota.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hakan.
—La manada sabe que nos acercamos. Dudo que podamos alcanzarlos ahora.
—Eso depende —murmuró el clérigo.
—¿De qué? —La voz de Adem no disimulaba su escepticismo. ¿Qué sabían los sacerdotes de los voranes?
—De si el jinete afloja el paso o si quiere que los encontremos.
«No le falta razón». Adem emitió un gruñido de mala gana en señal de conformidad.
—Reanudemos la marcha —dijo Hakan.
Durante las horas siguientes avanzaron lentamente por el bosque, persiguiendo un rastro un día más fresco que el anterior. La oscuridad se hizo más densa conforme la noche se aproximaba a aquella hora previa al amanecer en que reinaba una quietud fría. Los sacerdotes bostezaban. Los exploradores los seguían trabajosamente, demasiado exhaustos para mantenerse atemorizados. Los compañeros cazadores de Adem caminaban con evidente falta de entusiasmo. Él tuvo que reconocer para sus adentros que sus posibilidades de dar alcance a la manada eran exiguas.
Entonces un grito humano rasgó el silencio. Adem oyó varias maldiciones y se descolgó el arco de la espalda. El sonido procedía de algún sitio cercano. Tal vez uno de los rastreadores…
Aparecieron varias sombras que saltaban y lanzaban dentelladas.
—¡Luz! —gritó Adem—. ¡Sacerdote! ¡Luz!
Sonaron más alaridos, de terror y de dolor. Adem oyó unos pasos y, al volverse, vio que una figura oscura se arrojaba sobre él. No había tiempo de encajar una flecha en la cuerda del arco, así que empuñó su cuchillo, se agachó, rodó y asestó una puñalada hacia arriba. El arma se hundió en algo que se la arrancó de las manos. Se oyó un aullido de agonía y el sonido de algo pesado que caía cerca.
De pronto, la luz inundó el bosque. Adem se encontró frente a los ojos amarillos del vorán más grande que había visto jamás. Divisó de soslayo unas figuras blancas, pero no se atrevía a apartar la vista de la bestia para mirarlas. El vorán soltó un gañido y se irguió. Le goteaba sangre del pelo apelmazado del vientre. Adem sopesó sus posibilidades. El animal estaba cerca, pero dolorido y tal vez débil a causa de la pérdida de sangre. Intentar huir habría sido inútil. Aquellos seres podían alcanzar a un hombre en diez zancadas, aunque estuvieran heridos. Adem buscó una flecha a tientas.
El vorán se aproximó cautelosamente, con la lengua rosa colgándole de las fauces. «Unas fauces en las que cabría la cabeza de una persona», pensó Adem sin poder evitarlo. Colocó la flecha, tensó la cuerda, apuntó entre los ojos de la fiera y soltó.
La saeta rebotó en el cráneo del vorán.
Adem se quedó mirándola con incredulidad. El animal había retrocedido de un salto, sorprendido.
—¿Dónde estás, hechicero? —gritó Hakan—. ¡Muéstrate!
«¿Mago? —pensó Adem—. ¿Magia? ¿Los voranes están protegidos con magia? ¡No es justo!»
—A mí no me des órdenes, sacerdote —replicó una voz de acento extraño.
El vorán gimió de nuevo y se desplomó de costado. Adem vio su cuchillo clavado en el abdomen. Decidió que podía correr el riesgo de despegar la mirada.
Sacerdotes, cazadores y porteadores se habían arracimado bajo un resplandor que flotaba en el aire. Estaban rodeados de voranes.
El sacerdote mayor se había acuclillado junto a otro. Hakan, de pie, mantenía la vista fija en el bosque. Ante los ojos de Adem, un desconocido salió del follaje a la luz. Su cabellera larga y pálida se derramaba sobre una prenda negra de varias capas. Contra el pecho llevaba un colgante grande de plata en forma de estrella de cinco puntas.
—Has matado a personas inocentes, hechicero —lo acusó Hakan—. Ríndete y sométete a la justicia de los dioses.
El hechicero soltó una carcajada.
—No respondo ante vuestros dioses.
—Lo harás —aseveró Hakan.
Chispas de luz salieron despedidas desde el sacerdote hacia el extranjero. Justo antes de alcanzar su objetivo, se desviaron hacia un lado e impactaron en los árboles, arrancando trozos de la corteza. Adem reculó. No era prudente presenciar una batalla mágica de cerca. El vorán herido gruñó, lo que le recordó que otras bestias acechaban por ahí. Se detuvo, dudando entre probar suerte contra una manada de voranes o permanecer a poca distancia del combate de magia.
—Tu magia es débil, sacerdote —dijo el extranjero.
El aire vibró, y Hakan se tambaleó hacia atrás, alzando los brazos. Adem vio aparecer un brillo tenue que formaba un arco en torno al sacerdote y sus hombres. Hakan no contraatacó. Al parecer iba a destinar todos sus esfuerzos al grupo del que formaba parte.
Uno de los rastreadores situado detrás de los sacerdotes dio media vuelta y arrancó a correr. Apenas había avanzado dos pasos cuando cayó al suelo con un alarido. Adem contempló horrorizado las piernas del hombre. Estaban torcidas en ángulos raros, y los pantalones se le estaban empapando rápidamente de sangre.
Adem notó que se le secaba la boca. «Si esto es lo que el hechicero les hace a quienes están fuera de la barrera, más vale que me quede quieto, esperando que no se fije en mí». Se agachó despacio detrás de un arbusto, desde donde aún podía observar la batalla. El arco en torno a los sacerdotes y cazadores se había expandido hasta formar una esfera que los envolvía a todos. El hechicero extranjero rió para sí en voz baja, un sonido que le provocó un escalofrío a Adem.
—Ríndete, sacerdote. No puedes ganar. —Extendió la mano y dobló los dedos, como si agarrara algo que tuviera delante.
—Jamás —jadeó Hakan.
El hechicero agitó la mano. Adem se quedó de una pieza cuando la esfera se estremeció de un lado para otro. Los hombres que estaban dentro trastabillaron y cayeron de rodillas. Hakan se llevó las manos a la cabeza y emitió un grito mudo. El sacerdote mayor se puso en pie de un salto y aferró a Hakan por el hombro. Adem vio que el semblante de Hakan se relajaba un poco y oyó que el otro sacerdote soltaba un grito ahogado. Al mismo tiempo, la esfera de luz parpadeó.
Hakan se vino abajo. Adem miró con más detenimiento y se le heló la sangre al advertir que los labios del sacerdote mayor se movían. Captó fragmentos de una plegaria y percibió la desesperación en aquellas palabras.
El sacerdote creía que iban a morir.
«Tengo que largarme de aquí».
Adem se enderezó y se alejó unos pasos de la batalla.
—Tú lo has querido —dijo el hechicero.
Adem se volvió hacia atrás a tiempo para ver la mano del hechicero cerrarse en un puño. El sacerdote mayor profirió un grito que cesó de golpe. La luz se extinguió y se impuso un silencio sepulcral.
Poco a poco, los ojos de Adem se acostumbraron a la débil claridad del alba. Se percató de que estaba mirando el sitio donde unos momentos antes estaban los clérigos y los cazadores, y fue incapaz de apartar la vista de la sangrienta pila de extremidades aplastadas, armas, mochilas y cirques sacerdotales, ni siquiera mientras arrojaba el contenido de su estómago en el suelo.
Se oyó el gañido de un animal cerca. Una voz pronunciaba palabras extrañas en un tono tranquilizador. Adem vio que los voranes se reunían alrededor del hechicero para que los acariciara. El animal herido gimió de nuevo, y el hechicero miró hacia arriba, a los ojos de Adem.
Aunque sabía que no tenía la menor posibilidad, Adem echó a correr.
Cuando Auraya entró en la habitación de Juran paseó la mirada por los rostros de los demás Blancos. Juran la había despertado hacía poco rato para que conectara con los sacerdotes que luchaban contra el hechicero. Había percibido las mentes de los otros Blancos, así como su espanto y consternación.
—Lo siento, Auraya —dijo Juran—. Si hubiera sabido que el enfrentamiento acabaría tan mal, no te habría despertado.
Ella sacudió la cabeza.
—No te disculpes, Juran. No podías conocer el desenlace de antemano, y no es una novedad para mí que en este mundo suceden cosas terribles, aunque agradezco tu preocupación.
Él la acompañó hasta una silla.
—Qué desgracia —murmuró. Comenzó a andar de un lado a otro de la habitación—. No debería haberlos enviado. Tendría que haber investigado por mí mismo.
—No tenías manera de saber que ese hechicero era tan poderoso —repitió Dyara—. Deja de culparte y siéntate.
Auraya miró a Dyara, divertida pese a la gravedad del momento, por oírla emplear un tono tan severo con Juran. Al líder de los Blancos no pareció importarle. Se dejó caer en la silla y exhaló un profundo suspiro.
—¿Quién es ese hechicero? —preguntó Rian.
—Un pentadriano —respondió Mairae—. El informe incluye un esbozo del colgante en forma de estrella. Los llevan los Servidores de los Dioses.
—Un poderoso hechicero sacerdote —añadió Dyara.
Juran asintió despacio.
—Tenéis razón. Bueno, ¿para qué ha venido?
—No para establecer relaciones comerciales o proponer una alianza, por lo visto —dijo Mairae.
—No —convino Dyara—. Tenemos que determinar si lo ha enviado alguien o si actúa por su cuenta. Sea como fuere, debemos encargarnos de él, y mandar a un sacerdote superior a plantarle cara sería demasiado arriesgado.
Rian movió la cabeza afirmativamente.
—Uno de nosotros debe ir a su encuentro.
—Sí. —Juran miró uno por uno a los Blancos—. Quienquiera que vaya estará ausente durante unas semanas. Auraya no ha completado su entrenamiento aún. Mairae está ocupada con los somreyanos. Dyara está instruyendo a Auraya. Yo iría, pero… —Se volvió hacia Rian—. Nunca te has enfrentado a un hechicero. ¿Dispones de tiempo para ello?
—Claro que no —dijo Rian con una sonrisa sombría—, pero me las arreglaré. El mundo necesita que alguien lo libere de este pentadriano y sus voranes.
Juran asintió.
—Entonces coge un cargador y vete.
Rian se enderezó en su asiento, con un brillo de determinación en la mirada. Mientras el joven se levantaba y salía de la habitación con paso decidido, Auraya sintió por un momento una compasión teñida de ironía hacia el hechicero pentadriano. Por lo que había visto hasta entonces, todos los rumores sobre el fanatismo implacable de Rian eran ciertos, salvo los más extremos.