Capítulo 8
8
Jarime era una ciudad con muchos ríos. Estos la dividían en barrios, algunos más acomodados que otros, y servían de vías a embarcaciones que transportaban personas y mercancías. Abastecían a la población de agua que, una vez utilizada, se canalizaba hacia el mar a través de túneles.
El templo estaba acotado en parte por un río, uno de cuyos afluentes atravesaba terreno sagrado. A la orilla de este riachuelo había varias zonas agradables con árboles que brindaban a los sacerdotes la paz y el recogimiento que necesitaban para la meditación y la oración. La desembocadura permanecía custodiada para evitar que los intrusos perturbaran la tranquilidad, pero si un visitante llevaba la autorización adecuada, se le permitía navegar con las barcas de poco calado del templo hacia el interior del recinto.
El lugar favorito de Auraya junto al río era un pabellón pequeño de piedrablanca. A un lado, unas escaleras descendían hacia el agua, donde había unos norayes a los que podían amarrarse las barcas. En aquel momento, un viz hacía equilibrios en lo alto de uno de los postes, estudiándolo con detenimiento. Alzó la vista hacia el noray siguiente, y Auraya contuvo el aliento cuando el animal saltó. Cayó sobre el poste sin problemas, tomó impulso y continuó brincando de un noray a otro.
—De verdad espero que sepas nadar, Travesuras —dijo ella—. Al menor descuido, irás a parar al río.
Cuando llegó al último noray, el viz se irguió sobre sus patas traseras y fijó la vista en ella, parpadeando.
—Ohuaya —dijo. En una serie de movimientos rápidos, se dejó caer del poste, corrió hacia donde ella estaba sentada y subió a su regazo de un salto—. ¿Tetepié?
Ella se rió y le acarició los carrillos.
—Nada de tentempiés.
—¿Duces?
—Nada de dulces.
—¿Comida?
—Nada de comida.
—¿Gochina?
—Nada de golosinas.
El viz guardó silencio por unos instantes.
—¿Pemio?
—Nada de premios. —Auraya esperó, pero él se quedó callado, mirándola con ojos implorantes—. Más tarde —añadió ella.
El viz tenía una noción limitada del tiempo. Entendía los conceptos de «noche» y «día», así como las fases de la luna, pero no comprendía las unidades de tiempo más pequeñas. Como ella no podía decirle «dentro de unos minutos», tenía que conformarse con «más tarde», lo que en otras palabras significaba «ahora no».
Travesuras era una compañía extraña y divertida. Siempre que ella regresaba a sus aposentos, él la recibía con brincos, repitiendo su nombre una y otra vez. Costaba resistirse a semejante bienvenida. Auraya intentaba encontrar una hora al día para adiestrarlo, tal como le habían recomendado los somreyanos, pero podía considerarse afortunada cuando conseguía dedicarle unos minutos. A pesar de todo, el viz aprendía deprisa, así que tal vez era suficiente.
Buscarle un nombre había sido todo un reto para ella. Tras enterarse de que el viz de Mairae se llamaba Nebulosa, había decidido ponerle un nombre menos rimbombante. Danyin le había contado que una anciana llamaba Virtud al suyo, al parecer para poder terminar las conversaciones diciendo «pero cuido celosamente de mi Virtud». Ahora, cuando Auraya discutía sus planes con Danyin cada mañana, él siempre sonreía al oírla comentar: «Debo reservar un tiempo para Travesuras».
Aquella mañana, sin embargo, ella no llevaba consigo a Travesuras para proseguir su adiestramiento, sino para usarlo como distracción si la conversación tomaba un cariz incómodo. Tenía curiosidad por ver cómo reaccionaría el viz ante su visita, aunque tenía el hábito, que Auraya no había logrado quitarle, de expresar en voz alta su opinión sobre la gente en su presencia.
Abrió su cesta y sacó de ella uno de los juguetes complicados de la colección que los somreyanos le habían facilitado. Lo dejó a un lado y comenzó a leer las instrucciones de uso. Para su sorpresa, descubrió que se trataba de un juguete ideado para enseñar al viz a forzar cerraduras con la mente. No sabía si le hacía más gracia que el animalillo fuera capaz de algo así, o que a los somreyanos les hubiera parecido una habilidad apropiada para enseñarle.
Oyó un chapoteo y volvió la mirada río arriba. Apareció una batea, impulsada por dos hombres provistos de pértigas. Cuando vio al pasajero, Auraya suspiró, aliviada. No estaba segura de si Leiard aceptaría su invitación. Nunca antes se habían reunido en el recinto del templo, sino en lugares reservados y tranquilos de la ciudad. Consciente de que todo lo relacionado con los circulianos le provocaba nerviosismo y miedo a Leiard, ella se había preguntado si él se atrevería a visitar el templo de nuevo.
Sin embargo, allí estaba.
Y era una suerte. Si no hubiera reunido el valor suficiente para entrar en el templo, no podría llevar a cabo el cometido que ella quería encomendarle. Contempló la batea mientras se acercaba. Travesuras bajó de su regazo y trepó correteando por una columna hasta el techo del pabellón. Los hombres de las pértigas desviaron la embarcación de la corriente, y, cuando llegaron cerca de los escalones de piedra, uno de ellos saltó a la orilla y arrojó las amarras en torno a los norayes.
Leiard se levantó con un movimiento elegante. Desembarcó y subió las escaleras. Auraya lo observó con una admiración teñida de melancolía. Había algo atractivo en el aire de dignidad y sosiego de Leiard, en la agilidad pausada con que se movía.
No obstante, cuando sus miradas se encontraron, ella advirtió que esta impresión de calma era solo una fachada. Los ojos de Leiard vacilaron, se apartaron de los suyos y volvieron a posarse en ellos, pero solo por un instante. Ella titubeó antes de estudiarlo con mayor detenimiento. El temor pugnaba contra la esperanza en sus pensamientos.
Auraya se alegró de haber insistido en encontrarse con él a solas. Dyara había querido supervisar la entrevista, como de costumbre, pero Auraya había supuesto que la presencia de otra Blanca lo intimidaría, sobre todo la de una que destilaba desaprobación ante la mera mención de los tejedores de sueños.
En aquel momento, Auraya percibió que la esperanza se imponía sobre el temor. Leiard veía en ella una posibilidad de cambio para su pueblo que hacía que el miedo que el templo despertaba en él valiera la pena. Auraya se percató de que la confianza de Leiard solo se extendía a ella. Él no la consideraba capaz de hacer daño a los tejedores de forma deliberada, y pensaba que tampoco se alegraría si los otros Blancos los perjudicaran. Ella representaba la mejor oportunidad para la paz que se les había presentado a los tejedores de sueños.
Sin embargo, Auraya cayó en la cuenta de que él no estaba del todo convencido. Lo único que importaba a los circulianos eran los dioses y ellos mismos. Despreciaban y temían a los tejedores. Leiard se preguntaba si estaba cometiendo una tontería al fiarse de ella. Resultaba frustrante no poder leer las emociones de Auraya. Tal vez había cambiado después de convertirse en una Blanca. Quizá todo era una trampa…
Auraya frunció el ceño. En sus encuentros anteriores, había percibido indicios de que él poseía la facultad de captar sentimientos con la mente, pero era la primera vez que Leiard pensaba en ello explícitamente, lo que confirmaba sus sospechas. Leiard nunca le había mencionado aquella facultad, ni siquiera cuando ella era niña.
«De modo que no me lo contaba todo en aquel entonces —se dijo—. No me sorprende. A los vecinos de la aldea no les habría gustado saber que él podía leer parte de sus pensamientos, aunque solo fueran las emociones. Me pregunto si comparte esta habilidad con los demás tejedores de sueños».
Todo esto le pasó por la cabeza mientras Leiard subía hacia el pabellón. Auraya sonrió cuando él se detuvo unos escalones por debajo, con sus ojos a la misma altura que los de ella.
—Auraya —dijo—. Auraya la Blanca. Así es como debo dirigirme a ti, ¿no es cierto?
Ella se encogió de hombros.
—Oficialmente, sí. En privado puedes llamarme por el nombre que te sea más cómodo. Excepto «aliento de boñiga». Eso me ofendería.
Él arqueó las cejas, y sus labios se curvaron en una sonrisa. Al ver que los hombres de las pértigas se tapaban la boca con la mano para disimular la risa, Auraya se volvió hacia ellos y agitó el brazo.
—Gracias. ¿Podéis regresar dentro de una hora?
Ellos asintieron antes de realizar la señal del círculo con las dos manos. Tras soltar las amarras de los norayes, subieron de nuevo a la batea, agarraron sus pértigas y empujaron la embarcación río abajo.
Auraya se refugió bajo la sombra del pabellón, consciente de que Leiard la seguía.
—¿Cómo te va? —preguntó.
—Bien —respondió él—. ¿Y a ti?
—Igual. Mejor. Me alegro de que hayas cambiado de idea respecto a marcharte de la ciudad.
Leiard sonrió.
—Yo también.
—¿Cómo están tus anfitriones?
—Bien. El maestro de su hijo murió el invierno pasado, y él no encontraba sustituto. He asumido la tarea, por el momento.
Ella sintió una leve punzada de envidia. ¿O no era más que nostalgia del pasado? Fuera cual fuese la razón, esperaba que el muchacho comprendiera lo afortunado que era al tener a Leiard como maestro.
—Yo habría pensado que era más fácil encontrar a un maestro tejedor de sueños en la ciudad que en otro sitio —comentó—. Seguro que hay otros aquí, aparte del chico y tú, ¿no?
Leiard se encogió de hombros.
—Sí, pero ninguno de ellos estaba libre para hacerse cargo de un discípulo. No instruimos a más de uno a la vez, e incluso los tejedores a los que nos gusta enseñar necesitamos tomarnos ratos para descansar de las exigencias constantes de la labor de maestro.
«¿Exigencias constantes?» ¿Significaba eso que Leiard estaría ocupado durante años?
—¿De modo que tu nuevo discípulo acaparará todo tu tiempo? —preguntó Auraya.
Él negó con la cabeza.
—Todo, no.
—¿Te obligará a quedarte en Jarime?
—No si yo decido irme. El discípulo va allí donde va su maestro.
—No estarás pensando en visitar Somrey, ¿verdad?
Él enarcó las cejas.
—¿Por qué?
Ella adoptó una expresión circunspecta y un tono formal.
—Tengo una propuesta para ti, Leiard. Una propuesta seria de una Blanca a un tejedor de sueños.
Observó la reacción de Leiard a su cambio de actitud. Él se inclinó apartándose de ella y su expresión se tornó recelosa, aunque su mente estaba llena de esperanza.
—No te sientas forzado a aceptar —prosiguió—. Si lo que te propongo no te conviene, es posible que convenga a otro tejedor de sueños. Si crees que ningún tejedor se prestaría a ello, házmelo saber, por favor. Decidas lo que decidas, agradeceré tu consejo.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Los Blancos desean establecer una alianza con Somrey —le dijo Auraya. Mientras explicaba la situación, él permanecía callado, escuchando y asintiendo de vez en cuando en señal de que entendía—. Juran me pidió que revisara las condiciones del tratado —continuó ella—, y caí en la cuenta de que mis conocimientos sobre los tejedores eran más limitados de lo que creía. Las dudas que me surgieron… —Sonrió—. Me habría gustado que estuvieras aquí para despejarlas. Comprendí que lo que necesitábamos era un tejedor que nos asesorara, alguien que nos señalara los términos de la alianza que podrían ser conflictivos, que nos ayudara a negociar, que acudiera a defender los intereses de los tejedores de todas partes. —Hizo una pausa escrutándole el rostro—. ¿Quieres ser nuestro asesor sobre los tejedores, Leiard? ¿Me acompañarás a Somrey?
Él la contempló en silencio. Cuando se recuperó de la sorpresa, comenzó a meditar sobre su oferta, a debatir consigo mismo.
«Esta es la oportunidad que Tanara pensaba que se me podía presentar. No puedo desaprovecharla. Aceptaré.
»¡No! Si lo haces, tendrás que entrar en la Torre Blanca. Juran estará allí. ¡Los dioses estarán allí!
»No puedo dejar pasar esta oportunidad por miedo.
»Debes dejarla pasar. Es peligroso. Deja que ella elija a otro. Encuentra tú a otro.
»No hay nadie más apto que yo para la tarea. La conozco, y ella me conoce a mí.
»Es una esclava de los dioses.
»Es Auraya».
Resultaba curioso presenciar la lucha interior de otra persona. La razón y la esperanza estaban prevaleciendo sobre el temor, pero ella vio que el miedo se hallaba muy arraigado en él. ¿Qué había originado su pavor profundo hacia los dioses? ¿Le había sucedido algo que le había infundido aquel terror? ¿O se trataba de un sentimiento habitual entre los tejedores de sueños? Las historias que ella había oído sobre la época en que los tejedores sufrían una persecución brutal bastaban para poner los pelos de punta a cualquiera.
Él tendría que combatir ese miedo cada vez que entrara en el templo. De pronto, Auraya comprendió que no podía pedirle aquello. Tendría que encontrar a otro tejedor de sueños. No podía pedir a un amigo que se enfrentara a semejante terror.
—No tienes que ser tú —le dijo—. De todos modos, tal vez estés demasiado ocupado instruyendo al muchacho. ¿Puedes recomendarme a otro tejedor?
—Me… —Leiard hizo una pausa y sacudió la cabeza—. Has vuelto a sorprenderme, Auraya —dijo en voz baja—. En un principio he creído que querías consejo sobre esta alianza. Lo que propones es demasiado importante para que yo te dé una respuesta sin dedicar un tiempo a reflexionar sobre ello.
Ella asintió.
—Desde luego. Piénsalo. Comunícame tu decisión dentro de… Bueno, no sé exactamente qué plazo puedo darte. Una semana. Tal vez más. Te avisaré…
Los dos se sobresaltaron cuando algo cayó sobre el hombro de Auraya.
—¡Pemio! —gorjeó una voz aguda junto a su oído.
—¡Travesuras! —jadeó ella llevándose la mano al corazón, que latía a toda prisa—. ¡Eso ha sido una descortesía!
—¡Peeemio! —exigió el viz.
Saltó de su hombro al de Leiard. Auraya comprobó aliviada que el tejedor de sueños desplegaba una gran sonrisa.
—Ven aquí —dijo cerrando sus dedos en torno al cuerpo del animal.
Travesuras emitió un maullido de protesta cuando Leiard lo levantó y lo volvió panza arriba. Cuando el tejedor empezó a rascarle la tripa, el viz se relajó y cerró los ojos. Al poco rato yacía con abandono en una de las manos de Leiard, abriendo y contrayendo los deditos.
—Qué patético —exclamó ella.
Él sonrió y le tendió el viz. Por un momento, sus miradas se encontraron por encima de la bestezuela. Ella sintió un extraño placer al fijarse en el brillo que había asomado a los ojos de Leiard. Pocas veces lo había visto tan… juguetón.
De pronto, se acordó de que, años atrás, su madre le había dicho que las mujeres de la aldea temían que ella se hubiera enamorado de Leiard, que era más joven de lo que parecía.
«Entiendo que estuvieran preocupadas. Yo lo creía un hombre vetusto, pero no era más que una niña y solo me fijaba en su cabello blanco y su larga barba. No debe de tener más de cuarenta años, y si se afeitara y se cortara el pelo creo que estaría bastante guapo, con el encanto de su aspecto avejentado».
El viz despertó de su trance e irguió la cabeza.
—¿Más rasca?
Los dos soltaron una risita. Leiard depositó al animalillo en el asiento. Travesuras se puso a mendigar comida otra vez, así que Auraya abrió su cesta y sacó refrigerios para todos. A continuación, leyó en voz alta las instrucciones del juguete y discutió con Leiard la conveniencia de enseñarle semejantes trucos al animal.
La batea reapareció demasiado pronto. Leiard esperó a que la amarraran antes de ponerse de pie. Se quedó inmóvil durante unos instantes y bajó la vista hacia ella.
—¿Cuándo partirás hacia Somrey?
Ella se encogió de hombros.
—Depende de si encuentro a un asesor. Si no, Mairae seguramente partirá sola dentro de un mes, más o menos.
—¿Y si lo encuentras?
—Antes de eso.
Él asintió, dio media vuelta y echó a andar hacia la batea. Tras alejarse unos pasos se detuvo y miró hacia atrás, esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza.
—Ha sido un placer hablar contigo, Auraya la Blanca. Acepto el puesto que me has ofrecido. ¿Cuándo quieres que nos reunamos?
Ella clavó los ojos en él con asombro.
—¿Qué hay del tiempo que debías dedicar a reflexionar sobre ello?
Él respondió con un gesto vago.
—Ya lo he hecho.
Auraya lo estudió con atención. No encontró el menor signo de la agitación que dominaba su mente unos minutos atrás. Al parecer la razón había vencido al miedo, ahora que él había tenido ocasión de pensar en ello.
—Le comunicaré a Juran que has aceptado. Cuando necesite que acudas a la torre, te enviaré un mensaje.
Él hizo un gesto de asentimiento. Giró sobre los talones, descendió hasta la batea y se dobló para acomodarse en el asiento bajo. A una señal de Auraya, los hombres de las pértigas tiraron las amarras sobre la cubierta y subieron a bordo. Poco después, impulsaban la embarcación río arriba, con Leiard sentado serenamente entre ellos.
Mientras los seguía con la mirada, Auraya recapacitó sobre las dudas que la habían corroído antes del encuentro. Había temido que él no se presentase, pero lo había hecho. Le había preocupado que la reunión fuera tensa, pero se había sentido tan a gusto con él como siempre. Al mismo tiempo, se había preguntado con ansia qué respondería Leiard.
Ahora solo le inquietaba la posibilidad de que la nueva situación acabara con su amistad.
En cuanto la batea se perdió de vista, Auraya llamó a Travesuras, recogió su cesta y se encaminó de regreso hacia la Torre Blanca.
Fiamo apuró lo que quedaba de aguapicante y se reclinó contra el mástil. Estaba especialmente complacido consigo mismo, y no solo por efecto del licor. El verano siempre era una buena temporada para la pesca, pero la de hoy había sido mejor que de costumbre. Había ganado una buena suma de dinero.
Se sonrió. La mayor parte iría a parar a manos de la tripulación, cuando regresaran, y de su esposa, pero él se había propuesto guardarse un poco para comprarles regalos a sus hijos en su próximo viaje al nordeste.
Por lo pronto, no tenía nada que hacer salvo vagar por el muelle de Meran. El viento había cesado, y seguramente no volvería a soplar hasta el anochecer. Mientras tanto, se anunciaba una tarde templada y plácida que no servía más que para matar el tiempo bebiendo con su tripulación.
Sus hombres eran vecinos y familiares. Llevaba años trabajando con ellos, primero como marinero a las órdenes de su padre, y luego como capitán, desde que él había muerto de putridez pulmonar, cinco años atrás.
Fiamo notó que el barco se escoraba ligeramente y oyó pasos de botas sobre la pasarela. Alzó la vista y sonrió de oreja a oreja al ver al Viejo Marro subir a bordo con una jarra de barro y una hogazaplana.
—Provisiones —dijo el hombre—, tal como ordenaste.
—Ya era hora —comentó Fiamo con aspereza—. Creía que te habías…
—¡Capitán! —interrumpió Harro, el más joven de sus hombres, hijo de un vecino.
Fiamo levantó la mirada hacia el muchacho al percibir un dejo de incertidumbre y advertencia en su voz. Harro estaba de pie en la proa, con los ojos fijos en la pequeña aldea.
—¿Eh?
—Se… se aproxima por el camino una manada de voranes. Unos diez.
—¿Cómo?
Fiamo se levantó apresuradamente y por unos instantes se le nubló la visión a causa del aguapicante y el movimiento brusco. Cuando se le despejó la vista, vio lo que el chico había divisado. Meran era el puerto más grande que la gente de la región podía alcanzar en un día de navegación, pero como aldea era diminuto. Un camino que arrancaba al final del muelle ascendía con una pendiente constante por colinas sinuosas. En aquel momento, una fila ondulante de seres oscuros bajaba saltando por el camino.
—Que los dioses nos protejan —jadeó haciendo el símbolo del círculo con una mano—. Suelta amarras. Toca la campana.
En cierta ocasión había visto un vorán a la luz de la luna llena. Era descomunal; seguramente el miedo lo había agrandado ante sus ojos. Estos voranes eran más grandes de lo que su imaginación había concebido jamás. Además, la luz del sol no parecía molestarles. Corrían camino abajo hacia él en una masa negra y serpenteante.
—Deprisa —masculló.
La tripulación se había levantado para contemplar aquel espectáculo imposible. Al oír su orden, se abalanzaron sobre las cuerdas. Fiamo se acercó a la borda y gritó una advertencia a los otros pescadores que tenían sus embarcaciones amarradas allí. Notó que su barco cabeceaba cuando sus hombres lo apartaron del muelle de un empujón. Harro tocaba la campana de alarma con frenesí.
Desplegaron las velas, pero estas permanecieron laxas. Fiamo se percató de que tenía el corazón desbocado. Vio que los pocos aldeanos que aún estaban en las calles del pequeño pueblo avistaban a la manada y corrían a refugiarse en sus casas. La distancia entre el barco y el embarcadero aumentaba poco a poco. El trecho del camino entre los voranes y el embarcadero se acortaba con mucha más rapidez.
—¡A los remos! —bramó Fiamo.
Los hombres se apresuraron a obedecer. Ante la mirada fija de Fiamo, las bestias llegaron al pie de la cuesta. Una figura apareció en medio de ellas, y a Fiamo se le escapó un grito ahogado de incredulidad.
—¡Un hombre! ¡Hay un hombre montado en uno de ellos! —exclamó Harro.
Al mismo tiempo, Fiamo advirtió que la velocidad del barco se incrementaba cuando los remos se hundieron en el agua a ambos lados. Recorrió el muelle con la vista. Las otras barcas, más pequeñas y ligeras, se movían más rápidamente. Su embarcación era ahora la más cercana al muelle. Aunque dudaba que incluso los voranes de semejante tamaño fueran capaces de salvar aquella distancia de un salto, intuía que aún no estaba fuera de peligro.
La manada inundó la aldea como una marea negra. Fiamo veía mejor ahora al jinete, un hombre vestido con prendas que ningún plebeyo llevaría. El barco se encontraba ya a más de veinte pasos largos del muelle y se alejaba cada vez más deprisa, pues el miedo infundía fuerzas a la tripulación. Los voranes pasaron de largo las casas, trotaron hasta el embarcadero y se arremolinaron en el borde. El jinete desplazó la mirada por los barcos que huían y la posó en el de Fiamo. Levantó la mano.
Fiamo respiró hondo, dispuesto a desafiar la orden del desconocido de que regresara a puerto. Sin embargo, no se oyó voz alguna por encima del agua. En vez de eso, el barco se detuvo con una sacudida.
Y entonces comenzó a retroceder a gran velocidad.
Los remos se atascaron en sus horquillas. Los marineros pugnaban en vano por moverlos. El chico profirió un chillido agudo. Otros invocaron a los dioses a gritos. Fiamo se puso en cuclillas, paralizado de terror, mientras su barco se dirigía hacia tierra, raudo como una mujer que hubiera vislumbrado a lo lejos a su amor perdido.
«Nos estrellaremos contra el muelle», pensó.
En el último momento, el barco frenó. Incluso antes de que topara con el embarcadero, los voranes empezaron a saltar hacia la cubierta. Se levantaron grandes columnas de agua cuando los hombres que sabían nadar se arrojaron al mar. «Yo debería lanzarme también —se dijo Fiamo, pero permaneció donde estaba—. Menudo idiota estoy hecho. No soy capaz de abandonar mi nave tan fácilmente».
Un pensamiento se había alojado en su mente. Si aquel hombre podía controlar a las bestias, entonces solo debía temerle a él. Con un hombre era posible negociar.
Aun así, el corazón le latía con fuerza en el pecho mientras los voranes pasaban veloces por su lado, con la lengua colgando de sus fauces de dientes afilados. Unos pocos lo rodearon, pero no le saltaron al cuello. Unos alaridos de dolor le hicieron volver la cabeza, y soltó un grito de horror al ver a los voranes con las mandíbulas cerradas sobre los brazos y las piernas de los marineros, alejándolos de la borda a rastras. El casco se hundió un poco más debido al peso añadido.
Fiamo miró de nuevo al frente al oír el chirrido de madera contra madera y advirtió que la pasarela se movía sola hacia el borde de la cubierta. Cuando se apoyó en el muelle, el desconocido subió a bordo a lomos de su vorán. Descabalgó y fijó la vista en Fiamo.
—Capitán —dijo con un acento extraño—, diga a hombres que cojan los remos.
Fiamo hizo el esfuerzo de dirigir la vista hacia los miembros que quedaban de su tripulación, que estaban acurrucados unos contra otros y rodeados de voranes. Alcanzaba a oír las plegarias a los dioses que murmuraban algunos.
—Ya habéis oído, muchachos. A los remos. —Aunque le temblaba la voz, conservaba el tono de autoridad suficiente para que los marineros se encaminaran despacio hacia sus puestos, por entre los voranes.
—Levantad los remos y mantenedlos arriba —ordenó el hechicero.
Cuando los hombres obedecieron, el barco empezó a apartarse del muelle. La pasarela se deslizó hasta caer al agua, como un mal presagio. Para asombro de Fiamo, su embarcación avanzó cada vez más deprisa, surcando las aguas pese a la quietud de los remeros y la falta de viento.
«Magia», pensó. Echó un vistazo al extranjero, que no despegaba los ojos de tierra. Al seguir la dirección de su mirada, Fiamo vio una figura lejana que descendía a galope por el camino hacia la aldea. Un jinete blanco sobre una montura del mismo color.
«¿Podría tratarse de…?»
El recién llegado se detuvo al final del embarcadero y se apeó de un salto. El barco se estremeció y frenó, haciendo que Fiamo y muchos de los voranes perdieran el equilibrio. El capitán sintió un gran alivio cuando la nave empezó a moverse hacia atrás. Se fijó bien en la figura blanca.
«¡Lo es! ¡Es uno de los Blancos! ¡Estamos salvados!»
El extranjero farfulló algo, y la fuerza que los impulsaba hacia el muelle cesó. Libre, el barco flotó a la deriva hasta detenerse.
—Remad —masculló el hombre—. Ya.
Los hombres vacilaron, mirando a Fiamo con incertidumbre.
Los voranes gruñeron.
Los hombres empuñaron los remos y empezaron a bogar. Fiamo se puso en pie otra vez. Poco a poco, el barco se alejó mar adentro. Una vez que la figura lejana quedó reducida a un punto blanco, el hechicero negro rió entre dientes. Volvió la espalda hacia la costa y paseó la vista por la cubierta y la tripulación. Cuando sus ojos se encontraron con los de Fiamo, le sonrió de una manera que le heló la sangre.
—Capitán, ¿tiene más remos?
Fiamo miró alrededor. Harro y el Viejo Marro estaban allí de pie, con las manos vacías. El chico gimoteó cuando dos voranes se le acercaron.
—No —reconoció Fiamo—, pero…
A una señal muda del hombre, los animales se abalanzaron sobre ambos y los asieron por la garganta. Mientras la sangre manaba a borbotones, Fiamo sintió que le flaqueaban las piernas y se dejó caer sobre la cubierta. No percibía gritos, pero sí el sonido de extremidades que se agitaban desesperadamente.
—Seguid remando —bramó el hechicero.
Fiamo lo oyó caminar por la cubierta hacia él. Los ruidos de los animales que devoraban a sus presas resultaban demasiado audibles en aquella calma chicha.
«Viejo Marro. El hijo de mi vecino. Los dos muertos. Muertos».
El hechicero se alzaba imponente frente a él.
—¿Por qué? —preguntó Fiamo con voz ronca, incapaz de contenerse.
El hombre desvió la vista.
—Tienen hambre.
El sonido de tela que se tensaba atrajo la mirada de Fiamo hacia arriba. Las velas estaban henchidas de aire. El viento de la tarde había llegado.
Pero no se atrevía a imaginar adónde los llevaría hoy.
Era la torre más alta que ella hubiera visto jamás, tan alta que las nubes se desgarraban a su paso…
«No, otra vez no».
Emerahl se arrancó del sueño y abrió los ojos. Había tenido aquella pesadilla casi todas las noches durante el último mes. Siempre era igual: la torre se derrumbaba, y ella se asfixiaba lentamente bajo los escombros. Si dejaba que el sueño siguiera su curso hasta el final, despertaba nerviosa y asustada, así que había aprendido a interrumpirlo en cuanto empezaba.
«Al fin y al cabo, acabaría por despertarme de todos modos. Más vale hacerlo a mi manera».
Tras exhalar un suspiro, se levantó, llenó una tetera de agua y encendió una hoguera. Las llamas proyectaban sombras fantasmagóricas en las paredes del faro. La más amenazadora era la suya propia, con la espalda encorvada y el cabello desgreñado.
«Vieja bruja —pensó al fijarse en la silueta—. No me extraña que los del pueblo te tengan miedo».
Hacía varios días que no veía a ninguno de ellos. De vez en cuando se preguntaba si «la pequeña Rinnie» seguía evitando los abusos de su padre y sus compinches. El resto del tiempo, disfrutaba de la tranquilidad.
«Entonces ¿por qué tengo estas pesadillas?», se preguntó. Sacó unas hojas secas de un tarro y las espolvoreó en una taza. La tetera comenzó a silbar conforme el agua se calentaba. Ella entrelazó los dedos y analizó el sueño.
Siempre era el mismo. Los detalles no variaban. Más que una fantasía, parecía una reminiscencia, pero ella no recordaba haber vivido una experiencia así. Se enorgullecía de su buena memoria y de que nunca había reprimido recuerdos del pasado. Ya fueran buenos o malos, los aceptaba como una parte de sí misma.
Tenía la sensación de que aquel sueño poseía un significado. Era algo que hacía mucho tiempo que no sentía. Le recordaba… ¡un sueño enviado por un tejedor!
Esta revelación le provocó un extraño estremecimiento de sorpresa. Era posible que un hechicero, o incluso un sacerdote, hubiera aprendido a hacerlo, pero algo le decía que era obra de un tejedor de sueños.
Pero ¿con qué objeto lo enviaban? ¿Se lo habían mandado exclusivamente a ella, o a todas aquellas personas lo bastante sensibles para captarlo? Tamborileó con los dedos en sus rodillas. El contenido de un sueño podía encerrar pistas sobre su origen. Reflexionó sobre las torres que sabía que habían existido en otros tiempos. La del sueño no se asemejaba a ninguna, pero podía simbolizar otra torre, o algún otro edificio que se hubiera venido abajo. Un escalofrío le bajó por la espalda. Mirar había muerto cuando Juran, líder de los circulianos, había destruido la Casa de los Tejedores de Jarime y lo había sepultado bajo los cascotes. Se decía que su cuerpo había quedado tan aplastado que apenas resultaba reconocible.
¿Significaba esto que alguien estaba soñando con la muerte de Mirar? En ese caso, se trataba de alguien con dotes de tejedor tan extraordinarias que le permitían proyectar el sueño con la fuerza suficiente para que Emerahl lo recibiera. Era lógico que un tejedor tuviera un sueño relacionado con el trágico fin de su líder, pero ¿por qué se repetía una y otra vez? ¿Y por qué lo proyectaba?
La tetera comenzó a repiquetear con suavidad. De pronto, Emerahl no estaba de humor para un somnífero. Tenía ganas de pensar. Apartó la tetera del fuego y la dejó a un lado. Cuando el burbujeo remitió, oyó unas voces débiles procedentes del exterior.
Suspiró. Finalmente habían venido. Había llegado el momento de enseñar a esos aldeanos a respetar a sus mayores.
Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. En efecto, una columna de hombres subía por el sinuoso sendero hacia el faro. Ella sonrió con tristeza y sacudió la cabeza.
«Necios».
Su diversión se desvaneció de inmediato. Al frente de la columna marchaba un hombre vestido de blanco de pies a cabeza.
«¡Un sacerdote!» Apartó la vista, profiriendo una palabrota. Ninguno de los sacerdotes circulianos era lo bastante poderoso para vencerla, pero todos estaban en comunicación con sus dioses. Y si los dioses la veían a través de los ojos de aquel sacerdote…
Soltó otra maldición y volvió a entrar a toda prisa. Cogió una manta, arrojó sus pertenencias más preciadas sobre ella y la ató con un cordel. Abrazando el fardo contra el pecho, se dirigió hacia el fondo de la habitación.
—¡Hechicera!
Era la voz del jefe de la aldea. Emerahl se quedó paralizada y luego se obligó a moverse. Invocó magia y barrió con ella la tierra que cubría una parte del suelo, dejando a la vista una piedra rectangular grande.
—¡Sal de ahí, hechicera! ¡O entraremos y te sacaremos a rastras!
«¡Deprisa!» Invocó magia de nuevo, y más polvo salió despedido. Apareció el hueco de una escalera. Ella extrajo la tierra densa del pasadizo que había al otro lado. Quedó al descubierto una pared de roca, luego una cavidad. Finalmente, con una exhalación de alivio, Emerahl despejó la entrada de un túnel.
—Tú lo has querido. Vamos a entrar.
—Entraré yo primero, por vuestra seguridad —dijo una voz desconocida. Se oyó una protesta débil—. Si es una hechicera, como decís, puede ser más peligrosa de lo que imagináis. Ya me he enfrentado antes con los de su calaña.
Emerahl huyó por el túnel. Tras avanzar unos pasos en la oscuridad, se volvió y proyectó su mente. La tierra cayó en cascada dentro del túnel a medida que ella la atraía hacia sí. No alcanzaba a ver si era suficiente para disimular el pasadizo.
«Más vale que me dé prisa, entonces». Creó una luz, revelando una escalera que descendía hacia la negrura. Con el fardo bien sujeto, bajó a toda velocidad.
La escalera parecía interminable, pero por lo menos el túnel no estaba demasiado deteriorado. Las paredes o el techo habían cedido en algunas partes, por lo que ella tenía que abrirse paso con cuidado. Empezaba a notar que la humedad del ambiente aumentaba cuando oyó un eco apagado a su espalda.
Ella maldijo otra vez. Aquel túnel había sido su secreto durante más de cien años. Se lamentó de no haber ahuyentado a los contrabandistas en cuanto habían aparecido, pero temía, no sin motivo, que la noticia de que una hechicera temible vivía en el faro atrajese atención indeseada. Ahora los descendientes de esos contrabandistas estaban expulsándola de su hogar.
Una ira feroz se apoderó de ella. Le entró la tentación de tenderles una emboscada en la oscuridad. Estaría a salvo mientras el sacerdote no la viera. Podía matarlo, junto a los demás, antes de que supieran qué estaba ocurriendo.
«Nada permanece. La única certeza en esta vida es el cambio».
Lo había dicho Mirar. Había llegado a su cambio final: la muerte. Si ella cometía el más mínimo error, se reuniría con él. No valía la pena arriesgarse.
Bajó corriendo los escalones que faltaban.
Abajo había una puerta de piedra. Sería inútil esforzarse por hacer funcionar el mecanismo. Seguramente estaba atascado a causa de la herrumbre. Emerahl extendió las manos y canalizó magia a través de ellas. La energía impactó contra la piedra, que saltó en pedazos con un estampido ensordecedor. Emerahl enfiló una senda angosta que arrancaba a la izquierda de la puerta.
Más que una senda, era un estrecho saliente de roca en el acantilado. Ella extinguió su luz y prosiguió la marcha bajo la claridad de la luna. Su cuerpo de anciana estaba dolorido a causa de su huida por el pasadizo. Ahora caminaba con paso veloz pero inseguro por la vereda, tocando la pared del precipicio con una mano para no perder el equilibrio.
No se atrevía a detenerse para mirar atrás. Cuando los perseguidores llegaran al final del túnel, ella los oiría. Como el acantilado formaba una curva, seguramente ya no alcanzaría a ver la salida desde donde estaba.
El sendero se estrechaba, obligándola a arrimarse a la roca y avanzar poco a poco, haciendo equilibrios sobre los dedos de los pies. Al cabo de un rato, palpó una hendidura en la pared de roca. Se acercó a ella arrastrando los pies y se aupó a la entrada de la cueva.
Ahuecó la mano y creó otra luz. La cueva no era muy profunda, y casi todo el espacio se hallaba ocupado por una barca. La examinó con detenimiento. Estaba hecha de una sola pieza de madera de sal, un material caro, poco común y difícil de trabajar pero que tardaba cientos de años en deteriorarse. El nombre que ella había pintado en la proa hacía tanto tiempo se había descascarillado.
—Hola de nuevo, Buscavientos —murmuró acariciando la fina veta—. Me temo que no tengo velas para ti. Por ahora habrá que apañarse con una sábana.
Aferró la proa y la arrastró hacia la entrada de la cueva. Cuando buena parte de ella sobresalía del acantilado, Emerahl le propinó un empujón firme con magia. El bote voló hacia el exterior y descendió, controlado por su mente, hasta golpear las ondeantes aguas del mar.
Acto seguido, ella tiró el fardo hacia la barca, esperando que sus bienes más frágiles sobrevivieran a la caída. Una ola amenazó con estrellar el bote contra el acantilado, pero Emerahl lo mantuvo en su sitio por medio de su voluntad. Se acercó al borde y respiró hondo. El agua sin duda estaría muy fría.
Entonces oyó voces a su derecha. Al asomarse a la abertura de la cueva, avistó una luz que se movía a menos de cincuenta pasos largos de donde estaba.
Reprimiendo una palabrota, obligó a su cuerpo decrépito a lanzarse hacia delante para alejarse lo más posible del acantilado.
Se precipitó en el vacío.
De pronto, se zambulló en un líquido gélido. Aunque se había preparado para el frío, tuvo que pugnar con todas sus fuerzas por no soltar un grito de impresión y dolor. Dio media vuelta en el agua y pataleó en dirección a la luz de la luna.
Cuando su cabeza salió a la superficie, notó que una ola la empujaba hacia el acantilado. Invocó más magia y ejerció presión contra la presencia sólida que había detrás. El agua borboteó en torno a ella cuando se vio propulsada. Unos momentos después, había alcanzado la barca.
Esta se hallaba peligrosamente cerca de tierra, pues la corriente la había arrastrado mientras ella estaba ocupada buceando y nadando. Se agarró a un costado y se izó a bordo. Permaneció unos instantes tumbada en el fondo, jadeando por el esfuerzo que había hecho y maldiciéndose por haber descuidado tanto su forma física.
Entonces oyó un grito. Se incorporó y volvió la vista atrás. Había hombres aferrados a la pared de roca. No había rastro del sacerdote.
Sonriendo, Emerahl centró su mente en el acantilado y empujó. El bote salió despedido, salpicando agua a ambos lados. La costa retrocedió poco a poco, llevándose consigo a los aldeanos que la habían echado de su casa.
Al pensar esto, blasfemó con rabia.
—¡Un sacerdote! ¡Aquí! Por las pelotas de los dioses, Buscavientos, ¿ya no queda ningún lugar que los circulianos no hayan corrompido con su veneno pestilente?
No obtuvo respuesta. Miró el mástil, que estaba bien asegurado con correas a la parte inferior de la embarcación, y suspiró.
—Bueno, ¿qué sabes tú, de todos modos? Has pasado años encerrada, como una viuda de luto. Supongo que más vale que tú y yo pongamos manos a la obra y busquemos una vela para ti y un nuevo hogar para mí.