Capítulo 33

33

«Se supone que las llanuras son extensiones de terreno plano, ¿no?», pensó Danyin mientras ascendía por la colina. Las llanuras Doradas podían describirse más bien como «onduladas». Lo eran un poco menos en su zona occidental, pero allí, en el este, podían considerarse planas solo en comparación con las montañas escarpadas que las delimitaban por un lado.

Tampoco hacían honor a la otra parte de su nombre. Las llanuras solo eran doradas en verano, cuando la hierba amarilleaba. Ahora que el invierno acababa de llegar a su fin, estaban teñidas del verde saludable de los nuevos brotes que crecían entre plantas más oscuras.

Al llegar a la cima de la colina, Danyin se detuvo a descansar. Su respiración agitada resonaba con fuerza en el silencio reinante. En cuanto se volvió, su irritación y su incomodidad se esfumaron. A sus pies se encontraba el campamento militar más grande que había visto en su vida.

«El único campamento militar que he visto —se corrigió—. Aunque desde luego es más grande que cualquiera sobre el que haya leído».

Hombres, mujeres, animales, tarnes, platenes y tiendas de todos los tamaños cubrían un valle extenso rodeado de lomas bajas. La hierba que le había valido su bonito nombre a las llanuras estaba pisoteada y sucia de barro. El sol del atardecer iluminaba una vía marrón que se prolongaba a través del valle, por un lado, y se perdía entre las montañas, por el otro. Una franja más ancha de hierba aplastada que bordeaba la parte occidental de la carretera indicaba la dirección por la que había llegado el ejército. En el centro del valle se alzaba una enorme tienda que de alguna manera había conseguido mantenerse blanca a pesar de que la montaban cada noche junto al lodoso camino principal del campamento. Era allí donde los Blancos celebraban sus juntas de guerra.

Costaba imaginar que otras fuerzas pudieran igualar la magnitud de ese ejército. Danyin miró las montañas que se erguían al este. Incluso desde aquella distancia, tenían un aspecto imponente e infranqueable. Él estaba demasiado lejos para ver el camino que subía serpenteando hasta el paso. En algún lugar, al otro lado de aquellos montes, había otras huestes que, según todos los testimonios, eran incluso más numerosas que las que tenía ante sí.

Lo tranquilizaba pensar que el ejército circuliano aún no estaba completo. Por el momento, se encontraba integrado por las tropas de solo tres naciones: Hania, Somrey y Genria (que se había unido a ellos unos días después de su partida de Jarime). Estaba previsto que las fuerzas torenias se incorporaran a la formación al cabo de unos días, los dunwayanos no se hallaban mucho más lejos, y los siyís…, los siyís aparecerían en cualquier momento.

Volviendo la espalda hacia el ejército, Danyin dirigió la vista hacia el cielo del sur. Lucía despejado, salvo por un borrón oscuro cercano al horizonte. «Según ella, ya habían llegado a las llanuras —pensó—. Pero entonces ¿dónde están?»

Contempló el cielo hasta que empezaron a llorarle los ojos a causa del exceso de luz. Apartó la vista y se enjugó las lágrimas con la manga. Al oír unos pasos, devolvió bruscamente su atención a su entorno más inmediato y, cuando se volvió, advirtió que un soldado se acercaba. Era uno de los muchos guardias que patrullaban las colinas próximas al campamento.

—¿Estáis bien, señor? —inquirió el hombre.

—Sí, gracias —respondió Danyin—. Solo me he deslumbrado al mirar el cielo.

El soldado echó un vistazo hacia el sur y se quedó inmóvil, con la mano a modo de visera.

—¿Se ha fijado en esa nube?

Danyin siguió la dirección de su mirada. El borrón oscuro se había agrandado y… fragmentado en una gran cantidad de puntos diminutos. Al consejero le dio un vuelco el corazón.

—Son ellos —murmuró.

Se alejó del soldado que lo observaba desconcertado y bajó por la ladera de la colina a toda velocidad. El trayecto de regreso al campamento se le antojó más largo, pese a que era cuesta abajo, aunque tampoco le ayudaba mucho mirar continuamente hacia atrás porque le preocupaba no llegar a tiempo. Aflojó el paso cuando alcanzó las primeras tiendas de campaña. Los soldados lo siguieron con los ojos, siempre alerta a los signos de nerviosismo entre los líderes y asesores del ejército.

Al llegar al camino principal, Danyin vio que Juran, Dyara, Rian y Mairae ya estaban fuera de la tienda blanca, atentos al cielo. Guire, el anciano rey genriano, se hallaba cerca, con sus consejeros y ayudantes. Meeran, presidente del Consejo de Somrey, aguardaba junto a Halid, representante de los circulianos. Jen de Rommel, un embajador de Dunway, se encontraba al lado del sacerdote dunwayano que siempre lo acompañaba y cuya función principal parecía ser la de facilitar a los Blancos una manera de comunicarse con los líderes dunwayanos ausentes.

Danyin se unió en silencio al pequeño grupo de consejeros. Reparó en la presencia de la nueva tejedora asesora. Raeli asistía en muy raras ocasiones a las juntas de guerra, y cuando lo hacía se mostraba distante y poco interesada. Al sentirse observada, ella se volvió para mirarlo a los ojos. Él inclinó la cabeza cortésmente. Raeli apartó la vista. Danyin reprimió un suspiro.

«Me temo que incluso voy a echar de menos a Leiard. No era mucho más comunicativo que esta mujer, pero era… ¿cómo calificarlo? Accesible, supongo».

Raeli dirigió su atención hacia el cielo. Danyin se volvió justo a tiempo para ver al primer siyí aparecer sobre la cima de la colina a la que él acababa de subir. Un par de ellos dio una vuelta volando en torno al valle, lo que levantó un murmullo entre los espectadores. De súbito, un torrente de siyís brotó tras la loma. Danyin oyó gritos ahogados y exclamaciones mientras miles de ellos se lanzaban en picado hasta llenar el valle. Cayó en la cuenta de que él también tenía el pulso acelerado de la emoción. Los siyís giraron e hicieron piruetas en el aire antes de descender. El batir de sus alas sonaba como el rugir del viento, y el impacto de sus pies contra el suelo, como el repiqueteo de la lluvia.

Una vez en tierra, su baja estatura se hizo patente de pronto. Sin embargo, su ropa y sus armas contrastaban con su aspecto infantil. A diferencia de los dos mensajeros que habían viajado a Jarime, estos siyís llevaban arcos, carcajes, cuchillos y lo que parecían cerbatanas y dardos sujetos con correas a sus chalecos y pantalones de cuero. Tanto hombres como mujeres tenían el pelo corto, el cuerpo musculoso y un porte orgulloso. Saltaba a la vista que eran guerreros, pequeños pero feroces.

—Interesante. Muy interesante.

Danyin se volvió hacia quien había hecho este comentario. Se trataba de Lanren Rapsoda, que se había convertido en el asesor militar favorito de los Blancos. El hombre miró a Danyin y esbozó una sonrisa lúgubre.

—Está claro que esta gente puede sernos útil.

—Es lo que opina Auraya, sin duda alguna —respondió Danyin.

—Aquí llega ella.

Danyin se dio la vuelta en el momento en que Auraya se posaba en el suelo ante los Blancos. Una mujer siyí bajó velozmente y aterrizó junto a ella.

Auraya sonrió.

—Os presento a Sirri, portavoz de la tribu de la montaña Pelada y líder de los siyís.

Juran dio unos pasos al frente y efectuó el signo del círculo con las dos manos.

—Bienvenidos, portavoz Sirri y siyís todos. Estamos contentos y agradecidos porque hayáis viajado desde tan lejos para ayudarnos a defender nuestras tierras.

Auraya se volvió hacia la otra mujer y emitió una serie de sonidos y silbidos. «Está traduciendo», comprendió Danyin.

Sirri respondió y Auraya interpretó sus palabras para que los presentes las entendieran. Danyin examinó los rostros de quienes lo rodeaban. Algunos parecían fascinados, otros, divertidos. La tejedora asesora se mostraba más indiferente que nunca, mientras que Lanren Rapsoda apenas podía contener el entusiasmo.

Los siyís reaccionaban de maneras distintas al examen del que estaban siendo objeto. Unos observaban a los humanos con recelo, otros mantenían la vista clavada en su líder y en los Blancos. Al fijarse en las semejanzas y diferencias en su indumentaria, Danyin se percató de que estaban apiñados en grupos, cada uno de los cuales constituía sin duda una tribu distinta.

Las presentaciones terminaron cuando Juran alzó la voz para dirigirse a los siyís en la lengua de estos. Danyin esbozó una sonrisa torcida. Casi lo indignaba que un simple don otorgado por los dioses hiciera que resultaran inútiles los conocimientos de idiomas que a él le costaba años adquirir.

Cuando los siyís comenzaron a alejarse por el camino tras su líder para acampar, Auraya se acercó a los otros Blancos. Posó los ojos en Raeli, que le sostuvo la mirada con cara inexpresiva, y luego dedicó una sonrisa a Danyin.

Hola, Danyin Lanza.

Bienvenida a casa, contestó él con el pensamiento.

Gracias. Tenemos muchas cosas que contarnos para ponernos al día.

En efecto. Debo advertiros que Juran tiende a olvidar que los mortales necesitan alimento y descanso. Es posible que no nos sea fácil encontrar un momento para ponernos al día.

En ese caso, tendré que asegurarme de recordárselo.

Una vez que los siyís se retiraron para instalar su campamento, Juran invitó a los demás al interior de la tienda. Lanren Rapsoda los observó entrar en un orden que denotaba el grado jerárquico de cada uno. El líder de los Blancos miró primero al rey de Genria, ya que era el único miembro de la realeza allí presente. Después pasaron los somreyanos, pues el presidente era lo más parecido a un gobernante que tenía su país. Los siguieron los dos dunwayanos, en su calidad de representantes de su pueblo. Lanren estaba ansioso por ver qué lugar se asignaría al rey de Toren, pues la dignidad de ambos soberanos era equivalente. Si bien Guire era un monarca sensato, Berro tenía fama de maleducado y problemático.

A continuación, los asesores entraron en la tienda en un orden indeterminado. Los Blancos no los animaban a comportarse como si uno fuera más importante que el otro, pero aun así a Lanren le pareció prudente ceder el paso a los consejeros personales de los Blancos. Estaban más unidos a ellos y llevaban más tiempo a su servicio.

Siguió a Danyin Lanza hasta la entrada de la tienda. Lanren había descubierto que el más joven de los Lanza era un hombre culto, inteligente y cauto, rasgo este que sus hermanos no compartían en absoluto. Danyin parecía un poco perdido, y Lanren supuso que era porque Auraya había estado ausente y porque el consejero no poseía más conocimientos sobre la guerra que los que encontraba en los libros de historia.

En cuestiones militares y estratégicas, Lanren era el «experto». Él no se sentía precisamente como tal, pero había pocas alternativas. Nadie podía ser experto en la guerra cuando en el transcurso de un siglo no se habían librado más que unas pocas contiendas en Ithania del Norte. Lanren había estudiado estrategia y el arte de la guerra desde niño, había sido testigo de casi todos los levantamientos o refriegas de los últimos cincuenta años, había vivido unos años en Dunway para estudiar su cultura guerrera y había pasado unos meses en Avven hacía más de una década, con el fin de observar la secta militar de los pentadrianos…, desde cierta distancia.

Cuando entró en la tienda, advirtió que todo estaba dispuesto como en las noches anteriores. Varias sillas del mismo tamaño y la misma sencillez estaban colocadas en círculo. En el centro de la tienda había una mesa grande de cinco lados. Sobre ella estaba extendido un hermoso mapa. Era un plano magnífico, el mejor que él había visto, pintado sobre vitela con colores cálidos e intensos.

Juran miró a Auraya.

—Las fuerzas dunwayanas han llegado a su frontera sur y esperan nuestra decisión. Antes de que llegarais, discutíamos qué deben hacer: si unirse a nosotros o permanecer en Dunway.

Ella bajó la vista hacia el mapa.

—He reflexionado sobre la cuestión durante el viaje. Ambas opciones entrañan un riesgo. —Dirigió la mirada hacia el embajador dunwayano—. Según tengo entendido, Jen de Rommel, si los dunwayanos se reúnen con nosotros a este lado de las montañas, Dunway quedará expuesto a un ataque si el ejército pentadriano se desvía hacia el norte. Parece injusto pedir a tu pueblo que deje desprotegidas sus fronteras para ayudarnos.

»De acuerdo con todos los informes —continuó Auraya—, el ejército pentadriano es enorme. Los militares dunwayanos son célebres por su destreza en batalla, pero nuestros espías nos informan de que las sectas de guerreros pentadrianos también cuentan con soldados excepcionales. Por nuestros encuentros con esos hechiceros negros, sabemos que son más poderosos que cualquier dunwayano. Incluso si todos los guerreros de Dunway se quedaran para proteger su patria, me temo que el país caería en manos enemigas.

El embajador dunwayano arrugó el entrecejo, asintiendo en señal de conformidad.

—Si se quedaran en casa —añadió Auraya— y los pentadrianos prosiguieran su camino por las montañas en vez de atacarlos, cabe la posibilidad de que nuestro ejército no sea rival para los guerreros entrenados de los pentadrianos. Debo plantear una pregunta: si este ejército fuera derrotado, ¿durante cuánto tiempo resistiría Dunway?

—¿O sea que queréis que crucemos las montañas?

Auraya movió la cabeza afirmativamente.

—Sí, pero… —Hizo una pausa y fijó los ojos en Juran—. Tal vez no todos. Quizá sería conveniente que algunos dunwayanos permanecieran en su país. Si los pentadrianos invadieran Dunway, vuestros guerreros podrían frenar su avance, lo que nos daría tiempo para atravesar las montañas y entablar combate con el enemigo.

«Los esfuerzos de esas personas no influirían para nada en el resultado —pensó Lanren—, pero… creo que ella lo sabe. Simplemente pretende que los dunwayanos se sientan un poco más seguros. Sin embargo, no dará resultado. Están demasiado versados en estas lides para hacerse falsas ilusiones».

Juran se volvió hacia Lanren y meneó la cabeza.

—Unos pocos guerreros no frenarán un ejército tan grande como el del enemigo.

—Tiene razón —convino el embajador de Dunway.

—¿Puedo hacer una sugerencia? —terció Lanren.

Juran lo miró y asintió.

—Sabemos que los pentadrianos no están lejos de las montañas —dijo Lanren—. Cuanto más tiempo tengamos para alcanzar y fortificar nuestra posición en el paso, mejor. Si el ejército dunwayano viniera a través de las montañas, podría tender trampas por el camino, lo que entorpecería el avance de los pentadrianos. —«Además, les divertiría hacerlo», agregó para sus adentros.

Juran sonrió.

—En efecto, podrían. —Desplazó la vista por sus compañeros Blancos. Uno tras otro, hicieron un gesto afirmativo. Juran se dirigió de nuevo al embajador de Dunway—. Por favor, transmite nuestra valoración y nuestra propuesta a I-Portak. Dile que preferimos que se reúna con nosotros aquí, pero somos conscientes del riesgo que eso implicaría. Dejamos la decisión respetuosamente en sus manos.

El embajador asintió.

—Así lo haré.

Juran contempló el mapa, frunció los labios y enderezó la espalda.

—Aún no hemos recibido los informes de esta tarde sobre la posición de los pentadrianos. Propongo que cenemos temprano y regresemos aquí para planear nuestro viaje hacia el paso. Quisiera incluir a los siyís en esa conversación.

Muchos de los presentes se mostraron aliviados. Lanren contuvo una sonrisa irónica. Aunque ninguno de ellos había recorrido grandes trechos a pie para llegar hasta allí, todos estaban cansados. Habían dormido poco cada noche, pues las discusiones solían prolongarse hasta mucho después de medianoche. Lanren no era el único que se había acostumbrado a dormir sentado en un tarne, pese a las sacudidas y los tumbos.

Como siempre, se quedó atrás para tomar nota de quién salía de la tienda y con quién. Advirtió que Auraya intercambiaba una mirada con Danyin Lanza. El hombre parecía un poco menos perdido que antes. Entonces algo pequeño entró a toda velocidad en la tienda y se abalanzó hacia Auraya.

—¡Ohuaya, Ohuaya!

Todos se volvieron para ver un minúsculo ser gris que trepaba corriendo por el cirque de Auraya y por su espalda. Comenzó a corretear de un hombro a otro, jadeando de emoción.

—Hola, Travesuras —dijo Auraya, con un brillo de diversión en los ojos—. Yo también me alegro de verte. Espera, deja que… Solo voy a… ¿Quieres estarte quieto un momento?

Él esquivó su mano y se detuvo para lamerle las orejas.

—¡Uf! ¡Basta, Travesuras! —exclamó ella.

Torciendo el gesto, levantó al animalillo y se lo sujetó contra el pecho con una mano, mientras le rascaba la cabeza con la otra. La bestezuela alzó la vista hacia ella con adoración.

Ohuaya en casa.

—Sí, y hambrienta —le dijo ella. Levantó la mirada hacia Danyin—. ¿Y tú?

—También —respondió el consejero.

La sonrisa de Auraya se ensanchó.

—Pues a ver qué encontramos. Cuéntame qué ha estado haciendo Travesuras durante mi ausencia.

—Muchas cosas —le dijo Danyin con socarronería.

Cuando salieron de la tienda, una sensación inquietante asaltó a Lanren. Era la sensación que tenía siempre que acababa de ver algo que podía resultar importante. Algo relacionado con el diálogo que acababa de oír.

¿O eran solo las posibilidades inherentes al viz en sí las que turbaban su pensamiento? Aquellos animales podían ser útiles como exploradores o mensajeros.

Su estómago soltó un gruñido. Sacudiendo la cabeza, Lanren dejó a un lado su inquietud y salió en busca de algo para cenar.

Bien entrada la noche, Auraya caminaba de un lado a otro en su tienda. Las conversaciones sobre la guerra habían durado horas. Al principio, el tiempo pasaba volando, pero conforme la noche se alargaba, la presencia de la nueva tejedora asesora hizo que Auraya se acordara de lo que quería preguntarle a Leiard.

Como le había leído la mente a Raeli, sabía que ella no tenía la menor idea de por qué Leiard había renunciado a su cargo. A Auraya no le costaba imaginar la razón. Cualquiera de sus compañeros Blancos podía enterarse de su aventura con solo leerle la mente. Sin duda había dimitido para evitarlo.

Auraya sintió una punzada de culpabilidad. Si hubiera previsto las consecuencias que tendría acostarse con él aquella noche… Pero en momentos de pasión uno no se pensaba las cosas dos veces. Así funcionaban las cosas en las historias populares de amor y heroísmo. Incluso en aquellos relatos el amor prohibido tenía un precio. Era evidente que Leiard tampoco había pensado en los problemas que podían causar. Aunque hubieran refrenado sus impulsos aquella noche, habrían tenido que guardar el secreto de su amor mutuo. Los Blancos lo habrían descubierto en la mente de él de todos modos.

«¿Existirá una posibilidad de que acepten al amante que he elegido? Dudo que les hiciera mucha gracia, pero quizá llegarían a apoyarnos con el tiempo. Podríamos convertirnos en un símbolo de la unidad entre circulianos y tejedores de sueños».

Fantasear con convertirse en un símbolo de la unidad era un poco absurdo cuando no sabía dónde estaba él o (se le retorció el estómago) si seguía sintiendo lo mismo por ella. Durante la cena le había preguntado a Danyin si había visto a Leiard. Él desconocía por completo su paradero o el de los demás tejedores de sueños. Auraya sabía que preferían no viajar con ejércitos o mostrar simpatía por una de las partes en lucha, pero no podían hallarse muy lejos. Su destino era el mismo que el de ambos ejércitos: el campo de batalla.

Le convenía dormir, pero estaba segura de que no le sería posible. Juran contaba con que, al día siguiente, ella se uniera a los otros Blancos para conducir las tropas hacia la guerra. Los únicos ratos libres que tenía para buscar a Leiard eran aquellas escasas horas nocturnas.

Cuando llegó a la puerta de la tienda, oyó una vocecilla apagada.

—¿Ohuaya se va?

Ella dirigió la mirada hacia la cesta que Travesuras se había acostumbrado a usar como cama. Una cabeza pequeña y dos ojos brillantes asomaron entre las mantas.

—Sí —respondió ella—. Travesuras se queda.

—¿Tié que irse Ohuaya?

Auraya vaciló, sin comprender muy bien qué quería decir el viz. Este salió de la cesta de un brinco y pasó corriendo junto a su dueña. Se detuvo a unos pasos de distancia y volvió la vista hacia ella.

—¿Tié que irse Ohuaya? —repitió.

Deseaba acompañarla. Ella sonrió y negó con la cabeza.

—Auraya va a volar —le explicó.

Él alzó los ojos hacia ella.

—¿Tié que volar Ohuaya?

¿De verdad entendía lo que ella le decía? Se concentró en la mente del animal y vio una mezcla de veneración e impaciencia. Intentó transmitirle la sensación de separarse del suelo. Él se estremeció de emoción antes de emitir un chillido y trepar rápidamente por su cuerpo hasta su hombro.

Auraya ignoraba si Travesuras la entendía de verdad. Tal vez si flotaba un poco en el aire él se asustaría y bajaría de un salto. Entonces aprendería el sentido de la palabra «volar» y sabría que no podía ir con ella.

Salió de la tienda y se elevó despacio. El viz le clavó las garras en el hombro con más fuerza, pero ella no percibió el menor asomo de miedo en él. «Claro que no —pensó—. Siempre está subiendo por las paredes y correteando por el techo».

Ascendió más para poner a prueba la confianza del viz. El único cambio en su estado de ánimo fue una expectación creciente. Ella bajó la vista hacia la parte superior de las tiendas de campaña y empezó a desplazarse hacia delante.

Travesuras se acomodó sobre su espalda, disfrutando la brisa que le alborotaba el pelaje.

«Le gusta —se maravilló Auraya—. ¿Quién lo hubiera imaginado? Espero que su noción de la altura incluya el conocimiento de cuando está demasiado alto para saltar sin hacerse daño…»

Había llegado al límite del campamento. Continuó avanzando y siguió hacia arriba la curva de una colina. Una vez en lo alto, se detuvo para mirar alrededor.

Entonces comenzó a buscar a Leiard.