Capítulo 20
20
Cuando el agua del cuenco se aquietó, Emerahl examinó su reflejo, ladeando la cabeza para ver mejor su cuero cabelludo. El color de pelo natural de su juventud empezaba a apreciarse, aunque solo si se miraba con detenimiento. Era de un tono rojizo menos intenso que el del tinte que se había aplicado hacía unos días, pero podría disimular el cambio utilizando una solución más diluida cuando le creciera más el cabello.
Se puso derecha y contempló su imagen. Una joven de ojos verdes espectaculares, tez pálida ligeramente moteada y cabello del color del crepúsculo le devolvió la mirada. Su largo sayo era de un verde claro que quizá en otro tiempo habría hecho juego con sus ojos, pero el escote era provocativo… y lo sería aún más cuando ella engordara un poco.
La leve sonrisa de la chica del reflejo desapareció y cedió el paso a una expresión ceñuda.
«Sí, no cabe duda de que debo recuperar mis curvas —pensó—. Estoy tan esquelética que doy pena».
Por desgracia, había gastado casi toda la pequeña suma que le habían pagado sus primeros clientes alquilando una habitación para unas noches. El precio del alojamiento había subido considerablemente en los últimos cien años, al igual que el de otras cosas. Emerahl había comprendido demasiado tarde por qué los pescadores no habían regateado de forma muy agresiva. Aunque ella había supuesto que la deseaban tanto que se habían mostrado flexibles, lo cierto era que les había ofrecido una ganga.
Sin embargo, su primera preocupación había sido conseguir ropa. El precio que había cobrado a los pescadores por yacer con ellos incluía un tago viejo y sucio que había visto en la cabina. Había ido cubierta con él hasta que pudo comprarse el sayo y encontrar una habitación. Esa noche, después de lavarse, se había echado a la calle para llenar de nuevo su monedero.
No tuvo mucha suerte con los clientes y apenas obtuvo el dinero suficiente para comprar comida y pagar otro día de alquiler. La tercera noche, el hombre que se llevó a su habitación se quedó mirando su cabello blanco y la trató con brusquedad. Cuando se marchó, rezumaba satisfacción por haber desahogado su rabia. Ella se preguntó si la mujer a la que él quería hacer daño sabía cuánto la odiaba.
Como se había saltado una comida, pudo comprar tinte para el pelo. La noche siguiente no tuvo problemas para conseguir clientes. No había muchas pelirrojas haciendo la calle en Porin. Ella representaba toda una novedad.
Emerahl se pasó el peine por el cabello una vez más antes de volverse hacia la puerta. Tras maldecir en silencio al sacerdote que la había expulsado de su hogar, enderezó la espalda y salió.
No tuvo que caminar mucho. Su alojamiento estaba en un callejón que desembocaba en la calle Mayor, la vía principal de la parte baja de la ciudad. Allí podía conseguirse cualquier cosa: prostitutas, mercancías de contrabando, veneno, una nueva identidad, bienes ajenos, vidas ajenas. Había una competencia feroz entre las busconas, que enseguida habían reparado en la presencia de Emerahl y le habían plantado cara. Cuando ella ocupó su puesto en la esquina del callejón, buscó aquellos rostros hostiles con los que ya se había familiarizado. Las gemelas de piel morena que estaban de pie al otro lado del cruce habían intentado intimidarla para que se fuera, pero una pequeña demostración de sus poderes mágicos había bastado para que la dejaran en paz. La chica de nariz afilada de la acera de enfrente había tratado de hacer amistad con ella, pero Emerahl la había rechazado. No pensaba pasar en esa ciudad tanto tiempo como para necesitar amigos, ni tenía la menor intención de compartir sus clientes o ingresos con otra.
Una lluvia gélida comenzó a caer. Emerahl invocó magia y formó con ella una barrera sobre su cabeza. Advirtió que las gemelas morenas se acurrucaban bajo el toldo de una ventana. Una de ellas ahuecó las manos, y una luz roja se derramó entre sus dedos. La otra apretó las manos en torno a las de su hermana.
Al otro lado de la calle, la chica de nariz afilada pronto quedó empapada, de modo que ya no parecía una joven, sino una niña desaliñada. Emerahl observó divertida que su ropa mojada y pegada al cuerpo había atraído a un cliente. Asintió para sí cuando vio que los dos se alejaban. Aunque no quería ser amiga de la chica, sentía la suficiente empatía por aquellas mujeres de la calle como para que le molestara verlas poner en peligro su salud.
La lluvia arreció. Los transeúntes se hicieron más escasos, y la mayoría apenas dirigía la vista hacia las prostitutas. Emerahl se fijó en dos hombres jóvenes que se acercaban con andar arrogante por la acera opuesta. Uno de ellos alzó la mirada hacia ella y le dio unos golpecitos con el codo a su acompañante. Este empezó a volverse, pero cuando estaba a punto de verla, algo se interpuso entre ellos.
Emerahl contempló con el entrecejo fruncido el platén cubierto que se había detenido frente a ella. Entonces vislumbró a un hombre que la miraba a través de una abertura en la capota. Aunque de mediana edad, iba bien vestido. Ella sonrió.
—Buenas —dijo—. ¿Buscas algo?
Él entornó los párpados, y sus labios se curvaron en una sonrisa irónica.
—En efecto.
Emerahl se acercó a la abertura con aire despreocupado.
—¿Algo en lo que yo pueda ayudarte? —murmuró.
—Tal vez —respondió él—. Buscaba compañía. Un poco de conversación estimulante.
—Yo puedo ofrecerte algo estimulante y también conversación —dijo ella.
El hombre se rió, y su mirada se desvió hacia el escudo mágico que la resguardaba.
—Un don muy útil.
—Tengo muchos dones útiles —aseveró ella con picardía—. Unos son útiles para mí, otros tal vez lo sean para ti.
Él achicó los ojos, aunque ella no estaba segura de si era una reacción a la advertencia o a la invitación.
—¿Cómo te llamas?
—Emmea.
La abertura en la capota del platén se ensanchó.
—Sube, Emmea.
—Eso te costará por lo menos…
—Sube, y negociaremos a cubierto de la lluvia.
Tras vacilar unos instantes, Emerahl se encogió de hombros y entró en el vehículo. Si él ofrecía un precio demasiado bajo o le causaba problemas, a ella no le costaría mucho valerse de sus dones para escapar. Lo peor que podía ocurrirle era que tuviese que volver andando bajo la lluvia, y, cuando se acomodó junto a él, en los mullidos cojines apilados en el asiento, y se fijó en los anillos de oro que adornaban los dedos de su cliente, supo que valía la pena correr ese riesgo.
A una voz del hombre, el platén se puso en marcha con una sacudida. Avanzaba despacio. Emerahl estudió a su cliente, que le sostuvo la mirada.
—Treinta renes —dijo.
A ella el corazón le dio un vuelco. Era generoso. Tal vez podía exprimirlo un poco más. Adoptó una actitud desdeñosa.
—Cincuenta.
El hombre frunció los labios. Emerahl comenzó a desatarse los lazos de la parte delantera del sayo. Él observaba cada movimiento de sus dedos.
—Treinta y cinco —ofreció.
Ella soltó un resoplido suave.
—Cuarenta y cinco.
Él sonrió cuando ella se abrió el sayo, dejando al descubierto todo su cuerpo. Se recostó en los cojines y el deseo en los ojos del hombre se intensificó mientras ella deslizaba las manos desde sus pequeños pechos hasta el fino triángulo de vello rojizo de su entrepierna.
Él respiró hondo y la miró a los ojos.
—La heybrina no te protegerá de las enfermedades.
De modo que había percibido el olor de la hierba. Ella esbozó una sonrisa.
—Lo sé, pero los hombres no me creen cuando les digo que mis dones sí me protegen.
La comisura de los labios de su cliente se curvó hacia arriba.
—Yo te creo. ¿Qué te parecen cuarenta?
—Trato hecho —accedió ella arrimándose a él en el asiento, y comenzó a desabrocharle los pantalones de corte elegante.
Él se inclinó hacia delante y le pasó la punta de la lengua por el cuello hasta los pezones, mientras sus dedos descendían hacia su vello púbico y lo acariciaban. Ella sonrió y fingió excitarse con aquello, esperando que él no creyera que le rebajaría el precio si le daba un poco de placer a cambio.
Dirigió su atención hacia la anatomía del hombre, que no tardó en interesarse más por su propio placer. En cuanto la penetró, ella dejó que su cuerpo siguiera de forma instintiva el ritmo de los movimientos de él, y se centró en su mente. Varias emociones, sobre todo lujuria, flotaron hacia ella como vaharadas de humo. Cada vez se le daba mejor percibirlas.
Los movimientos de él se hicieron más impetuosos, hasta que alcanzó el clímax con un jadeo. Como la mayoría de los hombres, se apartó de ella después de una breve pausa. Emerahl suspiró y se relajó sobre los cojines. «Esto es claramente mejor que una dura pared de ladrillo contra mi espalda».
Cuando alzó la vista hacia él, advirtió que la contemplaba con curiosidad.
—¿Qué hace una joven hermosa como tú trabajando en las calles, Emmea?
Ella consiguió dejar de mirarlo como si fuera un idiota.
—Dinero.
—Sí, por supuesto. Pero ¿y tus padres?
—Me echaron de casa.
Él arqueó las cejas.
—Pero ¿qué hiciste?
—Querrás decir: «¿Con quién lo hice?» —repuso ella con descaro—. O más bien ¿con quién no lo hice? Supongo que nací para este trabajo.
—¿Te gusta?
Emerahl posó la vista en él con frialdad. ¿A qué venían tantas preguntas?
—Casi siempre —mintió.
Él sonrió.
—¿Cómo sabes lo de la heybrina?
Ella se fijó en los vaivenes del platén. Todavía se movía despacio. Aunque seguramente no habían recorrido una gran distancia, cuanto más hablara él, más se alejarían de la calle Mayor. ¿Intentaba atemorizarla para que renunciara a su paga con tal de huir de él? Pues no iba a salirse con la suya.
—Pues… Mi abuela sabía de hierbas y de magia. Me enseñó muchas cosas. Mi madre le reprochaba que me hubiera enseñado a evitar los embarazos antes de que me casara, pero… —Emerahl esbozó una sonrisa socarrona—. Mi yaya me conocía mejor.
—Mi abuela decía que, como las personas siempre tienen vicios, más vale sacar provecho de ellos. —Arrugó el entrecejo—. Mi padre es todo lo contrario. La decencia personificada. No le haría ninguna gracia verme ahora. Retiró todo el dinero con que financiábamos las «operaciones inmorales» de mi abuela y lo invirtió todo en las montañas del este. Hemos hecho una fortuna con las maderas nobles y la minería.
De pronto, ella comprendió lo que ocurría. Era el tipo de cliente al que le gustaba hablar. De hecho, había declarado que buscaba una conversación estimulante. A ella no le costaba nada hacerle el juego. Si le seguía la corriente, tal vez se enteraría de algo, y si demostraba que sabía escuchar, tal vez él se convertiría en un cliente habitual.
—Por lo que parece, tomó la decisión acertada —comentó.
—Tal vez —dijo él torciendo el gesto—. Tal vez no. Los registros en las puertas de la ciudad entorpecen la circulación, y hemos perdido clientes por ello. No sé para qué se toman tantas molestias. Si un sacerdote con el don de leer la mente no es capaz de encontrar a esa hechicera, ¿quién la encontrará? Ahora corre el rumor de que los Blancos van a aliarse con los siyís, que quieren las tierras que nos pertenecen.
—¿Los Blancos?
—Sí. Los siyís enviaron a unos embajadores a la Torre Blanca. Por lo visto una Blanca ha partido hacia Si. Supongo que sería mucho pedir que metiera la pata por falta de experiencia.
Emerahl sacudió la cabeza.
—¿Quiénes son los Blancos?
Él clavó los ojos en ella.
—¿No lo sabes? ¿Cómo es posible que no lo sepas?
Algo en el tono del hombre le decía a Emerahl que acababa de revelar su ignorancia en un asunto que toda persona moderna conocía bien. Se encogió de hombros.
—Soy de un pueblo muy retirado. Ni siquiera tenemos sacerdote.
Su cliente enarcó las cejas.
—Vaya. No me extraña que hayas huido de allí.
¿Huido? Ella no había dicho eso, pero tal vez el hombre había notado en su actitud que estaba mintiendo y se había imaginado el motivo. Que una joven de la calle se hubiera fugado era una historia bastante creíble.
—Los Blancos son los sacerdotes circulianos con mayor autoridad —explicó él—. Los Elegidos de los dioses. Juran es el primero, y luego están Dyara, Mairae, Rian y ahora Auraya.
—Ah, los Elegidos de los dioses. —Emerahl esperaba haber conseguido disimular su impresión.
«¿Cómo es posible que Juran siga vivo? —La respuesta era obvia—. Porque los dioses así lo han querido». Asintió para sus adentros. Con toda seguridad los otros Blancos también eran longevos. ¿Qué era la Torre Blanca? De pronto le vino a la mente el sueño de la torre que de vez en cuando la atormentaba. ¿Se trataba de la misma torre?
—Pareces… ¿Lo que he dicho te ha recordado algo?
Ella miró al hombre que iba sentado a su lado e hizo un gesto afirmativo.
—Sí, me has refrescado la memoria. Mi yaya me habló de algo parecido, pero se me había olvidado casi todo. —Posó la vista en él—. ¿Puedes contarme más cosas?
Él sonrió y meneó la cabeza tristemente.
—Debo regresar a casa. Pero primero te llevaré a la tuya.
Gritó unas instrucciones al cochero, y el platén comenzó a dar tumbos con mayor rapidez. Al cabo de unos minutos, redujo la velocidad hasta detenerse.
El hombre se llevó la mano al jubón, extrajo una cartera y contó en silencio varias monedas de cobre.
—Cincuenta renes —dijo entregándoselos a Emerahl.
Ella vaciló.
—Pero…
—Lo sé. Acordamos que serían cuarenta. Vales mucho más que eso, Emmea.
Ella sonrió y, de forma impulsiva, se inclinó hacia delante y lo besó en los labios. Un brillo asomó a los ojos del hombre, y ella notó que le rozaba la cintura con la mano mientras ella bajaba del platén.
«Regresará —pensó con certeza—. Sabía que yo no tendría que pasar mucho tiempo aquí».
Se percató de que las gemelas habían desaparecido. Se volvió y se despidió con la mano de su inversión de la noche mientras el vehículo se alejaba. Acto seguido, con cincuenta renes guardados en su monedero, echó a andar a toda prisa por la callejuela hacia su habitación.
Tryss se despertó varias veces durante la noche. Cada vez que abría los ojos, no veía más que oscuridad. Al final, parpadeó varias veces para espantar el sueño y vislumbró una luz muy tenue que se filtraba entre las paredes de la enramada de sus padres.
Se levantó, se vistió en silencio y se ató sus utensilios a la cintura con una correa. Mientras se dirigía hacia la salida, cogió un trozo de pan, y para cuando llegó al Claro, no quedaba más que la corteza chamuscada, que tiró al suelo. Se estiró y calentó los músculos con cuidado. Si iba a poner a prueba su arnés hoy, no quería que un tirón dificultara sus movimientos. Mientras realizaba la serie de ejercicios, dirigió la vista hacia la orilla norte del Claro, pero la enramada de la sacerdotisa Blanca estaba oculta entre las sombras de los árboles.
La presencia de la pisatierra tenía a los siyís agitados y en vilo. Todo el mundo hablaba a todas horas de ella y de la propuesta de alianza. Tryss se sentía bastante harto del tema, sobre todo porque quienes más excitados estaban por aquella visita de una Elegida de los dioses eran quienes más se habían burlado de él cuando les había hablado de su arnés. Eran los que no creían que los siyís tuvieran nada que ofrecer a los Blancos como pago por su protección.
«Eso es porque son los menos inteligentes entre nosotros», había opinado Drili cuando él había hecho esta observación.
Sonriendo al recordar esto, Tryss echó a volar. El viento frío le golpeó la cara y enfrió la membrana de sus alas. El invierno se avecinaba. Las cumbres más altas ya estaban espolvoreadas de nieve. Muchos de los árboles del bosque habían perdido sus hojas, dejando al descubierto manadas de los animales que él pretendía cazar.
«Mi familia no pasará hambre este año», se dijo.
Tardó una hora en llegar a la cueva donde guardaba su nuevo arnés. Para llegar allí hacía un rodeo con la intención de despistar a cualquiera que intentara seguirlo. Aunque sus primos aún se regodeaban con su acto de rencor, ninguno de ellos había vuelto a hostigarlo desde entonces. Su padre le había dicho que ambos estaban ocupados con una tarea que la portavoz Sirri les había encomendado.
Tras aterrizar ante la boca de la cueva, Tryss entró con paso veloz. Siempre que lo encontraba todo tal como lo había dejado, lo invadía una profunda tranquilidad.
Pero esta vez no ocurrió así. Una figura se encontraba de pie junto al arnés. Esto alarmó a Tryss, que se quedó paralizado, pero sintió una mezcla de alivio y ansiedad cuando reconoció a la portavoz Sirri.
La líder de su tribu le sonrió.
—¿Está terminado?
Tryss posó la vista en el arnés.
—Casi.
La sonrisa se desvaneció.
—O sea que no lo has probado aún.
—No.
Ella lo miró con aire pensativo y le hizo una señal para que se acercara.
—Siéntate conmigo, Tryss. Quiero hablar contigo.
Mientras ella se ponía en cuclillas, Tryss se situó al otro lado del arnés y dobló el cuerpo para acomodarse en el suelo. La observó con detenimiento. Ella dirigió la mirada hacia un punto distante antes de volverse de nuevo hacia él.
—¿Crees que estará acabado y listo para utilizarse antes de mañana por la noche?
La noche del día siguiente se celebraría la Congregación. La sacerdotisa Blanca pronunciaría un discurso ante todos los siyís. Tryss notó que se le aceleraba el pulso.
—Tal vez.
—Necesito un «sí» o un «no» definitivos.
Él respiró hondo.
—Sí.
Ella asintió.
—¿Estás dispuesto a hacer la demostración en una Congregación tan importante?
Ahora Tryss tenía el corazón desbocado.
—Sí.
Sirri asintió otra vez.
—Entonces me encargaré de que la incluyan en el orden del día. Debes planearlo bien, si quieres impresionarnos a todos.
—Me conformaría con convencer al menos a algunas personas —murmuró él.
Ella se rió.
—Ah, pero tenemos que convencer a todo el mundo.
—Algunos nunca creerán en el arnés.
La portavoz ladeó la cabeza.
—¿Te das cuenta de que una de las razones por las que se cierran frente a tu invento es que temen que tengas razón?
Tryss frunció el ceño.
—¿Por qué? Si tengo razón, podrán cazar y luchar.
—Y entrar en guerra. Si entramos en guerra, muchos no regresaremos, aunque ganemos la contienda. No somos tan numerosos como los pisatierra ni procreamos tantos hijos sanos. Una victoria para los Blancos podría suponer la derrota final de los siyís.
La ilusión de Tryss se fue apagando conforme asimilaba estas palabras. Si su ingenio permitía que los siyís fueran a la guerra y esto acarreaba la extinción de su pueblo, él sería el responsable.
—Pero si podemos cazar y cultivar tierras, seremos más fuertes —dijo despacio, pensando en voz alta—. Tendremos hijos más sanos. Si podemos defendernos de los invasores, seremos más los que viviremos lo suficiente para reproducirnos. Cuando vayamos a la guerra, deberemos atacar desde una distancia lo bastante grande para que las flechas del enemigo no nos alcancen. No tiene que morir uno solo de nosotros.
Sirri soltó una risita.
—Ojalá fuera verdad. Se abren dos caminos ante nosotros. Ambos tienen un precio. Puede que el mismo en los dos casos. —Se puso de pie—. Ve a mi enramada bien entrada la noche para que hablemos de la duración y las partes de las que debe constar tu demostración.
—Así lo haré. —Se levantó—. Gracias, portavoz Sirri.
—Si esto da resultado, todos los siyís te lo agradecerán, Tryss. —Hizo una pausa y le guiñó un ojo—. Aunque lo último que quiero es presionarte, por supuesto.
Acto seguido, salió de la cueva con paso decidido y saltó hacia el cielo, dejando a Tryss con la incómoda sensación de que ella acababa de hacerle un favor que él acabaría por lamentar.