Capítulo 35
35
Emerahl se ajustó el cuello de piel de su tago. Se volvió hacia la entrada de la tienda de campaña, lanzó un hondo suspiro y, tras enderezar la espalda, salió con paso decidido.
Notó de inmediato que varias miradas se posaban en ella. Las primeras eran las de los guardias encargados de custodiarla. Aunque en teoría la protegían, su papel era más bien el de carceleros. Ella había soportado su amable atención desde el día que el burdel había abandonado Porin.
Cuando Rozea se había enterado del «accidente» de Emerahl con el formatano, había decidido anunciar el nombre de su nueva favorita para evitar que cayera de nuevo en «hábitos estúpidos y destructivos». Desde entonces, Emerahl había viajado en el tarne de Rozea y se le había proporcionado toda clase de lujos, entre ellos sus propios guardias personales.
Las otras prostitutas se mantenían apartadas. Emerahl apenas había hablado con ellas desde que habían salido de Porin. Por las breves conversaciones que había mantenido con Marea, sabía que creían que ella había planeado su pequeño «accidente» con el formatano para obtener audiencia con Rozea y persuadirla de que la ascendiera de categoría.
No ayudaba mucho que la madama no le permitiera visitar a Marea o a Marca, o que a ellas les prohibiera verla. Había averiguado que Marca había comprado el formatano para Emerahl, y temía que las demás amigas de Emerahl intentaran llevarle algo a escondidas.
Su nueva situación tenía una ventaja relativa: sus clientes eran siempre los nobles más ricos del ejército. Los pocos sacerdotes que acudían a las tiendas de campaña del prostíbulo no podían permitirse los servicios de la favorita. Por el momento.
Emerahl casi se arrepentía de haberle dicho a Rozea que no quería partir. En cuanto Estrella había referido los negros presagios de Emerahl sobre el viaje, Rozea había concluido que existía el riesgo de que su favorita sucumbiera a sus miedos. Las tiendas se montaban cada noche en una disposición que permitía que Emerahl estuviera vigilada desde todas direcciones. Los instrumentos cortantes estaban prohibidos, y sus clientes estaban obligados a despojarse de todas sus armas antes de visitarla. Rozea, a quien le encantaban los relatos de aventuras fantasiosos, sabía que un cuchillo robado y una rajadura en la pared de una tienda sin vigilancia habían brindado a muchas heroínas de ficción la oportunidad de escapar de sus captores.
Sin embargo, no eran estas medidas lo que impedía que Emerahl huyera.
«No han sido los guardias ni las paredes —pensó mientras los criados retiraban con destreza los palos de la tienda y la estructura se hundía—, sino los vecinos».
Recorrió con la vista el terreno de cultivo recién cosechado en el que habían acampado. Los restos de las plantas habían sido pisoteados, primero por el ejército y ahora por las caravanas de Rozea. Emerahl sintió una punzada de expectación. Hasta entonces habían conseguido seguir el ritmo de las tropas torenias. Aunque estas solían alejarse hasta perderse de vista durante el día, la caravana del burdel siempre las alcanzaba a altas horas de la noche.
La noche anterior no había sido así. Un pequeño grupo de clientes adinerados había cabalgado hasta el campamento para visitarlas y se había marchado temprano por la mañana. El cliente de Emerahl, primo segundo del rey, le había dicho que ahora el ejército avanzaba al paso más rápido que los hombres eran capaces de aguantar para unirse a las fuerzas circulianas a tiempo para la batalla.
Todas las noches anteriores, el prostíbulo había acampado entre las tropas. Los sacerdotes deambulaban entre los soldados para levantarles la moral y reforzar el sentido del deber general. Esto era lo que había impedido que Emerahl se marchara. Cualquier enfrentamiento entre ella y sus guardias habría llamado la atención. Incluso si lograba escabullirse sin que la descubrieran, la noticia de que la mejor prostituta de Rozea había huido haría que muchos soldados fueran en su busca, seducidos por la idea de un revolcón gratis con una belleza codiciada y una recompensa cuando la entregaran. Ella podría defenderse fácilmente, pero eso también llamaría la atención, y le sería muy difícil evitarlo si un ejército entero le seguía la pista.
Ahora que las tropas habían dejado atrás la caravana, ese peligro ya no existía. Pronto el burdel quedaría demasiado rezagado para que los nobles lo visitaran por la noche. Emerahl solo tendría que idear alguna distracción para los guardias y escabullirse. Como no habría un solo cliente en su cama durante toda la noche, seguramente nadie repararía en su ausencia hasta la mañana siguiente.
—Jade.
Emerahl alzó la vista. Rozea caminaba hacia ella, con sus botas altas cubiertas de barro. Saltaba a la vista que a la mujer le encantaba aquel estilo de vida itinerante, y se pasaba las mañanas impartiendo órdenes por todo el campamento con aire autoritario.
—¿Sí? —respondió Emerahl.
—¿Cómo te sientes?
Emerahl se encogió de hombros.
—Bastante bien.
—Entonces acompáñame.
Rozea la guió hasta el tarne dorado y le indicó que subiera. Una sirvienta les tendió unas copas de aguapicante caliente. Emerahl apuró la suya, con la intención de tumbarse a dormir en cuanto terminara. No estaba de humor para charlar con Rozea, y, por si esa noche se le presentaba la ocasión de escapar, quería estar lo más descansada y alerta posible.
—Estás muy callada —observó Rozea—. ¿Es demasiado temprano para ti?
Emerahl asintió.
—Tenemos que ponernos en marcha cuanto antes si queremos alcanzar al ejército esta noche.
—¿Crees que lo conseguiremos?
Rozea frunció los labios.
—Tal vez. Y si no, al menos seguiremos llevándole ventaja a la caravana de Kremo.
Kremo era uno de los competidores de Rozea. Su caravana era más grande y ofrecía servicios a todos los soldados salvo a los más pobres, que solo podían pagar a las busconas solitarias y de aspecto enfermizo que seguían al ejército como insectos carroñeros.
—Entonces más vale que duerma un poco —dijo Emerahl.
Rozea hizo un gesto afirmativo. Emerahl se recostó en el asiento y se quedó dormida enseguida. El tarne se puso en movimiento con una sacudida, perturbando su descanso solo unos instantes. Cuando despertó de nuevo, el vehículo se había detenido. Ella levantó la mirada y descubrió que Rozea no estaba allí.
Cerró los párpados, y el sueño empezó a apoderarse de ella otra vez. Los gritos de unas voces masculinas la sobresaltaron. Abrió los ojos, maldiciendo a los guardias vocingleros.
Sonaron unos chillidos al otro lado de la pared del tarne.
Emerahl se incorporó con rapidez y abrió de un tirón la colgadura de la puerta. El camino estaba bordeado de árboles. Unos desconocidos corrían entre ellos hacia la caravana. Emerahl oyó que Rozea, situada delante del tarne, bramaba órdenes a los guardias, que ya se dirigían al encuentro de los asaltantes.
Emerahl advirtió que llevaban armadura y blandían espadas y lanzas de soldados torenios. Clavó los ojos en uno de ellos. Sus emociones eran una mezcla de codicia, lujuria y júbilo por verse libre de órdenes y restricciones interminables.
«Desertores —supuso Emerahl—. Seguramente convertidos en ladrones y forajidos».
Miró en torno a sí con el corazón desbocado. No parecía haber muchos agresores, pero podía haber más ocultos en el bosque. Se quedó inmóvil al fijarse en el árbol caído delante del tarne de Rozea. Se apreciaban varios tajos en el tronco; no se trataba de una obstrucción natural.
Un desconocido se le plantó delante. Espantada, ella retrocedió hacia el interior del vehículo. Con una sonrisa amenazadora, él arrancó la colgadura y la tiró a un lado. Cuando comenzó a subir al tarne, Emerahl se recuperó de la impresión. Invocó magia y vaciló un momento. Lo mejor sería que lo hiciera parecer un golpe físico. Arrojó una bola de fuerza contra la cara del hombre.
Este echó la cabeza hacia atrás, con un quejido de sorpresa. Empezó a sangrarle la nariz. Gruñendo de rabia, se aupó al interior del tarne.
«Un tipo duro —pensó ella—. Y estúpido». Atrajo más energía y la dirigió contra su pecho. El impacto hizo que él saliera despedido del coche hacia atrás. Al caer, su cabeza golpeó un tronco con un fuerte chasquido.
Emerahl se acercó sigilosamente a la portezuela. Dio un respingo cuando otra figura apareció ante ella, y se tranquilizó al reconocer la cara de uno de los guardias del burdel. Este se agachó, y ella oyó un golpe seco.
—No volverá a molestaros, señora —le dijo el guardia, sonriente.
—Gracias —respondió ella con sequedad.
—Y ahora, quedaos a cubierto. Kiro y Stilo aún necesitan un poco de ayuda.
Los chillidos de las prostitutas habían cedido el paso a alaridos de pánico. Cuando el guardia se alejó, Emerahl se asomó a la portezuela, desoyendo su orden.
Tres de los desertores estaban acorralados contra uno de los tarnes. Luchaban contra dos guardias, a los que se sumó el que la había salvado. Las chicas del interior del vehículo gritaban como histéricas. Emerahl vio que el atacante flaco y de aspecto debilitado lanzaba una estocada, más deprisa de lo que parecía capaz de moverse, y el guardia con el que combatía se dobló y cayó al suelo.
El hombre flaco hizo una pausa para mirar a los dos camaradas que le quedaban. En vez de unirse a ellos, se colocó detrás, giró y comenzó a asestar golpes al toldo del tarne. El armazón se rompió, y el toldo se hundió hacia dentro. Las chicas rompieron a chillar de nuevo.
Al mismo tiempo, dos de los desertores cayeron en combate. El hombre flaco alargó la mano hacia el interior del carruaje. Emerahl aguantó la respiración, y se le cayó el alma a los pies cuando vio que el asaltante había agarrado un brazo delgado. Cuando este tiró de él con violencia, Estrella salió tambaleándose del tarne y cayó a sus pies.
El hombre le puso la punta de la espada contra el vientre.
—¡Atrás, o morirá!
Los combatientes se quedaron quietos unos instantes antes de apartarse unos de otros. El desertor que quedaba sangraba profusamente por una herida en la pierna.
—Eso es. Ahora, traednos vuestro dinero.
Los dos guardias intercambiaron una mirada.
—¡Que nos traigáis el dinero!
Emerahl sacudió la cabeza con pesar. «Esto solo puede acabar de una manera. Si los guardias no ceden a las exigencias de Flacucho, él matará a Estrella. Si los guardias le dan lo que pide, Flacucho se la llevará como rehén para asegurarse de que ellos no lo sigan para recuperar el dinero del burdel. Lo más probable es que la quite de en medio en cuanto se sienta a salvo.
»A menos que yo intervenga. Pero no puedo intervenir sin revelar que soy una hechicera poderosa».
¿O tal vez sí? Rozea ya sabía que su favorita poseía algunos dones mágicos. Si Emerahl limitaba el uso de la magia a lo esencial (una descarga débil para desarmar al hombre, por ejemplo), nadie se sorprendería más de la cuenta. Tendría que esperar al momento oportuno, cuando Flacucho estuviera distraído. Al menor amago de un ataque con magia, él le clavaría la espada a Estrella.
Emerahl invocó magia y la contuvo, lista para liberarla.
—No recibirás una mísera moneda de nosotros, boñiga de arem. —Rozea surgió de entre dos tarnes.
El desertor herido eligió ese momento para desplomarse. Flacucho, sin dirigir una sola mirada a su compañero caído, apretó la espada con más fuerza contra el vientre de Estrella. La chica gritó.
—Si movéis un solo músculo, la mato.
—Adelante, hazlo, desertor —lo retó Rozea—. Tengo a un montón más como ella. —Asintió mirando a los guardias—. Matadlo.
Las expresiones de los guardias se endurecieron. Mientras alzaban las espadas, Emerahl proyectó un rayo de magia, pero justo cuando este brotaba de sus manos, ella vio que el acero de Flacucho bajaba con brusquedad.
Estrella profirió un alarido de dolor. La magia de Emerahl impulsó la espada hacia un lado en el mismo instante en que el arma de un guardia le rebanaba el cuello al desertor. Estrella soltó otro lamento, sujetándose un costado. Emerahl, consternada, se percató de que su descarga había arrancado la espada de su cuerpo, causándole aún más daños. La sangre manaba a borbotones de la herida.
Con una palabrota, Emerahl bajó del tarne. Los guardias la siguieron con la vista cuando pasó por su lado y se agachó junto a Estrella. Oyó que Rozea la llamaba en un tono severo, pero no le hizo caso.
Arrodillada al lado de la chica, Emerahl colocó la mano con firmeza sobre la herida. Estrella emitió un chillido.
—Lo sé, duele —murmuró Emerahl—, pero tenemos que impedir que salga la sangre. —Sin embargo, la presión por sí sola no detendría la hemorragia. Invocó magia y formó con ella una barrera bajo sus manos.
Alzó los ojos hacia los guardias.
—Buscad algo en lo que podamos transportarla hasta mi tarne.
—Pero si está…
—Haced lo que os digo —espetó ella.
Se alejaron a toda prisa. Emerahl miró alrededor. Rozea permanecía inmóvil, a varios pasos de distancia.
—¿Tienes remedios y hierbas? —preguntó Emerahl.
La madama se encogió de hombros.
—Sí, pero no vale la pena desperdiciarlos. Ella no sobrevivirá.
«Zorra despiadada». Emerahl se mordió la lengua.
—No estés tan segura. He visto a tejedores de sueños curar cosas peores.
—¿Ah, sí? —Rozea arqueó las cejas—. Cada día me pareces más interesante, Jade. ¿Cómo es que una pobre fugitiva como tú ha tenido la oportunidad de ver trabajar a tejedores de sueños? ¿Qué te hace pensar que puedes hacer lo que a ellos les costó años de entrenamiento aprender?
Emerahl alzó la vista y la clavó en Rozea.
—Tal vez algún día te lo explique…, si me traes los remedios y agua. Y vendas. Muchas vendas.
Rozea llamó a los criados. La puerta del último tarne se abrió, asomaron varios rostros aterrados y un sirviente bajó y se acercó a Rozea apresuradamente. Los guardias aparecieron con una tabla estrecha de madera. Emerahl colocó a Estrella de costado. La joven no hizo el menor ruido. Había perdido el conocimiento. Los guardias deslizaron la tabla bajo su cuerpo. Sin dejar de presionarle la herida con las manos, Emerahl empujó a Estrella de manera que quedó tendida boca arriba sobre la tabla. Los guardias levantaron la camilla improvisada por los extremos y cargaron con la chica en dirección al tarne de Rozea.
Rozea los siguió.
—No la metáis allí. Puedes atenderla igual de bien fuera.
«Cuanto antes me aleje de esta mujer, mejor», pensó Emerahl.
—Una vez que la haya cosido, no hay que moverla, así que antes debemos llevarla a un sitio cálido y confortable. —Se volvió hacia los guardias—. Subidla al carruaje.
La obedecieron. Cuando bajaron del vehículo, Rozea se acercó a la portezuela. Emerahl la agarró del brazo.
—No —dijo la hechicera—. Trabajo sola.
—No dejaré que…
—Sí, sí que me dejarás —gruñó Emerahl—. La última persona que ella querrá ver cuando despierte eres tú.
Rozea hizo una mueca de dolor.
—Habría muerto de todas maneras.
—Lo sé, pero necesita tiempo para asimilarlo. Por lo pronto, tu presencia solo la pondría nerviosa, y necesito que esté tranquila.
Con expresión ceñuda, Rozea se apartó de la portezuela. Emerahl subió al tarne y se acuclilló junto a Estrella. Al cabo de un momento, los criados depositaron un gran cuenco de agua, trozos de tela y una pequeña bolsa de cuero en el suelo, cerca de la entrada.
Emerahl no tocó nada. Posó de nuevo las manos sobre la herida.
—Que nadie me moleste —gritó—. ¿Me habéis oído?
—Yo sí —respondió Rozea.
Emerahl cerró los ojos. Se obligó a respirar más despacio y dirigió su atención hacia su interior.
Se sumió en el estado mental adecuado enseguida. Aquella técnica de sanación era similar al método que empleaba para cambiar su apariencia física, pero no requería tanto tiempo ni tanta magia. Su mente debía modificar su manera de pensar para comprender el mundo de carne y hueso. En aquel estado de conciencia, todo (la carne, la roca, el aire) era como un rompecabezas enorme de innumerables piezas. Las piezas formaban figuras. De hecho, les gustaba formar figuras. Para realizar la sanación, ella solo necesitaba recolocar las piezas aproximadamente en la posición apropiada para que se restablecieran los viejos enlaces.
Al menos, así le gustaba trabajar. Mirar había intentado animarla a perfeccionar sus habilidades más allá de lo que era necesario. Él había convertido aquel método de sanación en un arte, y no dejaba de pulir su trabajo hasta que el paciente volvía a su estado original, o alcanzaba uno mejor, sin cicatrices y sin necesidad de reposo para recuperar las fuerzas. A Emerahl le parecía absurdo dedicar tanto tiempo y esfuerzos a la sanación solo por razones estéticas. Además, si Estrella acababa sin una sola cicatriz, quizá los demás se darían cuenta de que Emerahl había hecho algo excepcional. Los rumores sobre su trabajo sin duda atraerían la atención de los sacerdotes.
Poco a poco, los bordes interiores de la herida se realinearon. La sangre ya no se derramaba, sino que fluía por las vías adecuadas. Cuando no quedaba nada más que un corte superficial, Emerahl abrió los ojos.
La hechicera extendió la mano hacia el cuenco y las vendas, calentó el agua y limpió la herida. Cogió la bolsa y extrajo de ella aguja e hilo. Con un poco de magia, calentó la aguja tal como Mirar le había enseñado para prevenir infecciones. El hilo olía a un aceite de hierbas conocido por su propiedad de evitar que las heridas se enconaran. Pese al reducido tamaño de la bolsa, el material de sanación que contenía era bueno.
Cuando ella volvió la vista al frente, descubrió que Estrella la miraba con fijeza.
—No eres lo que aparentas, ¿verdad, Jade? —preguntó la joven con voz débil.
Emerahl la contempló, recelosa.
—¿Por qué lo dices?
—Acabas de sanarme con magia. Lo he notado.
—Es el remedio que te he dado, que te produce sensaciones extrañas.
Estrella sacudió la cabeza.
—Te he estado observando. Lo único que has hecho es quedarte ahí sentada con los ojos cerrados, mientras yo sentía cosas que se movían dentro de mí. El dolor ha remitido, pese a que debería ser más intenso.
Emerahl escudriñó el rostro de Estrella. Dudaba que la chica la creyera si lo negaba todo.
—Sí, he utilizado un pequeño truco de magia que me enseñó un tejedor de sueños para aliviar el dolor. No creas que has sanado del todo. La herida se te podría abrir si no tienes cuidado. Ahora tengo que suturarte, para que eso no pase. ¿Quieres un remedio para quedarte inconsciente?
Estrella se fijó en la aguja y palideció.
—Creo… creo que será mejor que me des un poco.
Emerahl dejó la aguja a un lado y rebuscó en la bolsa. Encontró un frasquito con una etiqueta que decía: «Para inducir al sueño: tres gotas». Estaba lleno de un líquido que olía a formatano y algunos sedantes más.
—Esto servirá. —Emerahl posó los ojos en Estrella y suspiró—. ¿Me prometes una cosa?
Estrella se quedó callada unos instantes y asintió.
—No quieres que nadie se entere de que has hecho magia.
—Rozea ya sabe que poseo algunos dones. No quiero que sepa hasta qué punto estoy dotada, o me obligará a hacer cosas con los clientes que no tengo ganas de hacer. Así que fingiremos que no estabas tan malherida como parecía y que yo solo he usado la magia para detener el flujo de sangre y para mantener cerrada la herida mientras te cosía.
Estrella hizo un gesto afirmativo.
—Eso les diré.
—¿Me prometes que no les revelarás nada más?
—Te lo prometo.
Emerahl sonrió.
—Gracias. Os echo de menos a todas, ¿sabes? Ir aquí sentada con Rozea es de lo más aburrido. Ella ni siquiera deja que Marca venga a charlar conmigo.
—Ahora me tendrás a mí para charlar —señaló Estrella, sonriente.
«No si me marcho esta noche», pensó Emerahl.
Colocó una mano detrás de la cabeza de Estrella y se la levantó para dejar caer unas gotas del remedio en la boca de la joven. Estrella tragó, hizo una mueca y continuó hablando.
—Tenías razón respecto a que este sería un viaje peligroso. El ejército nos ha dejado muy atrás. ¿Cuántos guardias han muerto?
—No lo sé.
—Sé que algunos han muerto. ¿Y si esto vuelve a ocurrir? —Estrella miró a Emerahl con los ojos vidriosos—. Malegra mucho que estés con nostros. Si tiens grandes poredes, pueds progernos. Te necetamos.
Emerahl apartó la mirada y se concentró en enhebrar la aguja. De todos los guardias que había visto luchar, solo dos habían sobrevivido al final de la refriega. Tal vez había otros montando guardia un poco más lejos, pero de no ser así, la caravana había quedado totalmente desprotegida.
«Y dos guardias no bastan para vigilarme de forma eficaz».
Comenzó a suturar los bordes de la herida. Al principio, Estrella emitió un gemido leve, pero luego su respiración se hizo más lenta y profunda.
«Estrella tiene razón. Las prostitutas necesitan protección —se dijo Emerahl—, sobre todo si la caravana tarda días en reunirse de nuevo con el ejército».
Unos días en los que no habría peligro de que los sacerdotes la descubrieran.
Masculló una maldición. Cuando finalizó la sutura, guardó la aguja y el carrete de hilo en la bolsa. Acto seguido, llamó a Rozea.
La madama se asomó al interior del tarne. Cuando se fijó en Estrella, enarcó las cejas.
—¿Está viva?
—Por ahora.
—Bien hecho. —Rozea subió al vehículo y se sentó frente a la chica dormida—. Los puntos han quedado bien. Eres una caja de sorpresas, Jade.
—Ya —contestó Emerahl—. Pues aquí tienes otra: me marcho. Quiero el dinero que me debes.
Rozea guardó silencio. Emerahl percibió que la indignación de la mujer daba paso lentamente a la ira conforme tomaba conciencia de que no podía impedir que su favorita huyera.
—Si te vas ahora, te irás sin una moneda.
Emerahl se encogió de hombros.
—Como quieras. Pero no esperes volver a verme. Jamás.
La madama titubeó.
—Supongo que puedo darte comida y unas monedas. Lo suficiente para que puedas llegar a Porin. Cuando yo regrese, hablaremos del resto. ¿Qué te parece?
—Razonable —mintió Emerahl.
—Bien. Pero antes de irte, dime por qué crees que debes abandonarnos. ¿Ha sido por la desagradable experiencia de hoy? Hemos tenido un poco de mala suerte, pero no dudes que viajarás más segura con nosotros que sola. Ya has visto la pinta de enfermas y maltratadas que tienen las que trabajan por su cuenta.
—No pretendo vender mi cuerpo. Puedo conseguir trabajo como sanadora.
—¿Tú? ¿Por qué iba a pagarte la gente a ti, cuando puede obtener los servicios de un sacerdote o un tejedor gratis?
—Cuando la gente no tiene elección, acepta toda la ayuda que se le ofrece. No creo que queden muchos sacerdotes o tejedores en las aldeas que hay entre este lugar y Porin. Todos se han unido al ejército.
—Claro que quedan. Hay muchos sanadores demasiado mayores para viajar que no se han marchado de sus casas. —La mujer suavizó el tono—. ¿Estás segura de tu decisión, Jade? Lamentaría mucho que te pasara algo malo. Crees que un puñado de dones mágicos te protegerán, pero ahí fuera hay hombres crueles y más poderosos que tú.
Emerahl bajó la vista.
—¿Crees que una chica tan espectacular como tú no atraerá atención no deseada? Estarás a salvo aquí, con nosotros. En cuanto alcancemos al ejército, contrataré a nuevos guardias. ¿Qué me dices?
—Tal vez si… —Emerahl desvió la mirada, mordisqueándose el labio.
Rozea se inclinó hacia delante.
—¿Sí? Cuéntame.
—Quiero poder rechazar a los clientes cuando no me guste su aspecto —aseveró Emerahl clavando los ojos en Rozea—. Quiero tener una noche libre de cada tres.
—Mientras no los rechaces a todos continuamente, supongo que eso es aceptable para una favorita, pero una noche libre cada tres no sería justo. ¿Qué te parece una de cada seis?
—Cuatro.
—Cinco, y te aumento la paga.
—¿De qué me sirve eso? No vas a pagarme.
—Te pagaré cuando lo necesites… y yo tenga lo suficiente para pagar a los nuevos guardias. —La mujer hizo una pausa—. Muy bien —dijo despacio—. Acepto tus condiciones. —Se reclinó en el asiento y sonrió—. Siempre y cuando me des tu palabra de que te quedarás conmigo durante un año.
Emerahl abrió la boca para cerrar el trato, pero cambió de idea. No debía dar su brazo a torcer tan fácilmente.
—Seis meses.
—¿Ocho?
Emerahl asintió con un suspiro. Rozea se echó hacia delante y le dio unas palmaditas en la rodilla.
—Estupendo. Y ahora, quédate aquí mientras compruebo si los muchachos han conseguido apartar ya ese árbol.
Cuando Rozea se apeó, Emerahl miró a Estrella y esbozó una sonrisa sombría. No tenía la menor intención de cumplir su palabra. Pondría tierra por medio en cuanto la caravana se encontrara cerca del ejército y las chicas estuvieran a salvo. Las condiciones que había puesto solo la ayudarían a garantizar su seguridad hasta entonces.
«Y tal vez pueda encargarme de que nos rezaguemos lo suficiente para que los nobles y sacerdotes no puedan visitarnos», pensó.
En cuanto los pies de Auraya se posaron en el suelo, Travesuras saltó de su hombro y entró corriendo en su tienda de campaña. Auraya se acercó despacio. Había divisado la luz del interior mientras volaba hacia el campamento, y al no percibir mente alguna había deducido que uno de los Blancos la esperaba dentro.
—¡Mrae! ¡Mrae!
—Hola, Travesuras.
Auraya se tranquilizó un poco, aunque no sabía muy bien por qué encontrarse con Mairae era diferente de encontrarse con cualquier otro Blanco. Seguramente era porque Mairae había reconocido haber tenido muchos amantes. De todos los Blancos, sería la que menos se disgustaría si se enterara de que Auraya también tenía uno.
La colgadura de la puerta estaba abierta. Al echar una ojeada al interior, Auraya vislumbró a Mairae sentada en una de las sillas. Al resplandor del farol, parecía incluso más joven y hermosa de lo habitual. Levantó la mirada hacia Auraya y sonrió.
—Hola, Auraya.
Esta entró en la tienda.
—¿Ha sucedido algo?
—Nada nuevo. —Mairae se encogió de hombros. Su sonrisa se tornó más forzada—. Como no podía dormir, he pensado venir a verte. Parece que nunca tengo ocasión de hablar con nadie. La guerra y la política lo dominan todo. No puedo mantener una simple conversación de tú a tú con otra persona.
Auraya supuso que había algo más. Algo inquietaba a Mairae. No hacía falta leerle la mente para saberlo. Auraya se acercó al baúl que Danyin había preparado para ella. Lo abrió, sacó dos copas y una botella de tintra.
—¿Una copa?
Mairae esbozó una sonrisa.
—Gracias.
Auraya llenó las dos copas. Mairae cogió una y bebió con avidez.
—Bueno, ¿adónde has ido esta noche? ¿A volar un poco por ahí?
—Sí —respondió Auraya encogiéndose de hombros.
—Juran parece ansioso por enfrentarse a los pentadrianos. ¿Lo has notado?
—Yo no diría que está ansioso. Me parece más bien que… si tiene que hacerlo, quiere hacerlo bien. ¿Cómo te sientes?
—Tengo… tengo miedo —reconoció Mairae torciendo el gesto—. ¿Y tú?
—Desde luego no estoy deseando que llegue el momento —Auraya sonrió con ironía—. Pero no me cabe la menor duda: ganaremos. Los dioses se asegurarán de ello.
Mairae suspiró y tomó otro trago de tintra.
—No es la derrota lo que me preocupa. Me aterra la muerte…, el derramamiento de sangre.
Auraya asintió.
—Tú, en cambio, no pareces angustiada —comentó Mairae.
—Oh, lo estoy. Cuando mi mente empieza a darle vueltas al asunto, intento pensar en otra cosa. Será terrible; de eso podemos estar seguras. Es inútil que me torture ahora imaginando cuán terrible será. Ya sufriré cuando ocurra.
Mairae miró a Auraya con aire pensativo.
—¿Por eso te pasabas las primeras noches volando por ahí? ¿Para distraerte?
—Supongo que sí.
Mairae enarcó una ceja provocativamente.
—¿Esa distracción es por casualidad un hombre?
Auraya parpadeó, perpleja, y luego soltó una carcajada.
—¡Ojalá! —Llenó de nuevo la copa de Mairae y se inclinó hacia delante—. ¿Crees que podría convencer a Juran de que revocara la ley que prohíbe aceptar los servicios de un tejedor de sueños?
Mairae alzó las cejas.
—Me sorprende que no lo hayas intentado aún.
—Lo habría hecho si no hubiera estado en Si. —Auraya le sostuvo la mirada a Mairae—. ¿Crees que la revocaría?
—Tal vez. —Mairae meditó con el ceño fruncido—. Si se muestra reacio, proponle que levante la prohibición durante un tiempo definido después de la batalla.
—Eso haré. Me sentiría un poco más tranquila si supiera que los supervivientes de los combates pueden sobrevivir también a sus heridas.
—No creo que eso me hiciera sentir más tranquila —dijo Mairae con desánimo.
Auraya sonrió.
—Al parecer es a ti a quien te vendría bien una distracción. Seguro que en el mayor ejército jamás visto en Ithania del Norte habrá al menos un par de hombres que te hayan llamado la atención.
A Mairae le brillaron los ojos.
—Sí, unos cuantos, de hecho, pero como muchos de mis ex amantes están aquí también, tengo que portarme lo mejor posible. No estaría bien que diera la impresión de tener preferencia por un aliado sobre otros. —Hizo una pausa y adoptó una expresión reflexiva—. Por otro lado, hay una raza con la que aún no he probado…
El horror se apoderó de Auraya cuando cayó en la cuenta de lo que Mairae se estaba planteando.
—¡No!
Mairae sonrió de oreja a oreja.
—¿Por qué no? Tal vez sean pequeños, pero…
—Está prohibido —le dijo Auraya con firmeza—. Por Huan. Los apareamientos con los pisatierra producen niños deformes.
—Pero no me quedaré embarazada.
—No, pero si seduces a uno de ellos para que infrinja una de sus leyes más severas, minarás o incluso destruirás la amistad incipiente entre los siyís y los pisatierra.
Mairae suspiró.
—La idea tampoco me atraía tanto, de todos modos. —Se llevó su copa a los labios y vaciló unos instantes—. ¿Crees que a alguien le molestaría que yo no eligiera a un miembro de la nobleza? Hay un cochero de platenes muy guapo en el ejército genriano. Un auténtico campeón, diría yo.
Auraya reprimió un suspiro. El resto de la noche no pasaría volando.