6

Al día siguiente estaba hecha polvo, como solía pasar los miércoles. Mi turno del martes en el Club 39 seguido del turno diurno en Meikle & Young era lo peor de la semana. Compartía mi trabajo de secretaria personal del señor Meikle con una chica llamada Lucy. Lucy y yo nunca nos veíamos, pero solíamos dejarnos mensajes para avisarnos una a otra de lo que se había hecho y lo que faltaba por hacer, de modo que tenía la impresión de conocerla. Al final de cualquier petición, ella solía poner emoticonos sonrientes para que nada pareciese una exigencia. Yo lo tomaba como algo agradable y a menudo me preguntaba si el señor Meikle era amable con la chica de las caras sonrientes. Ojalá que sí.

Conmigo no lo era, desde luego.

Esa mañana logré hacerlo casi todo bien. Faltando todavía tres horas para acabar la jornada, había estado mandando correo que debía salir esa noche, intentando sacarme de la cabeza la voz estúpida y prepotente de Cam, cuando el señor Meikle salió de su despacho y me agitó una carta en las narices con gesto repelente.

Alcé la vista desde mi asiento y por un instante se me ocurrió que el problema tenía algo que ver con mi estatura. Yo le superaba en unos diez centímetros, y él siempre se mostraba desconcertado cuando estábamos los dos de pie, y petulante cuando yo estaba sentada y él se situaba de pie a mi lado.

—¿Señor? —dije, y se me cruzaron los ojos mientras trataba de averiguar qué puñeta estaba moviendo frente a mi cara.

—Joanne, estaba a punto de firmar la carta que ibas a mandar a este cliente y he detectado dos errores. —Tenía la cara colorada de frustración. Retiró el papel y me enseñó dos dedos—. Dos.

Palidecí. Maldita falta de sueño.

—Lo siento, señor Meikle. Lo arreglaré enseguida.

Se aclaró ruidosamente la garganta y me estampó la carta en la mesa.

—Ha de estar perfecta. A Lucy nunca la pasa, por el amor de Dios. —Regresó a su despacho y de pronto, con los ojos entrecerrados tras las gafas, se volvió y espetó—: Joanne, esta tarde tenía dos citas, ¿no?

Llevaba trabajando con el señor Meikle casi dos años, por lo que ya no valía la pena corregirle respecto a mi nombre. Desde el principio me había llamado Joanne en vez de Johanna, y eso pese a ser él quien cada mes me entregaba la nómina, donde ponía claramente Johanna Walker. Un tarado.

—Sí, señor. —De hecho, una de las citas era con Malcolm—. Dentro de quince minutos viene el señor Hendry, y a las cuatro, el señor Drummond.

Cerró de un portazo la puerta del despacho sin decir nada más. Clavé la mirada en su puerta y a continuación en la carta que él había plantado en mi mesa de un manotazo. Le di la vuelta y advertí los dos errores marcados con sendos círculos rojos. Se me había olvidado el apóstrofe en Meikle & Young’s y los dos puntos tras el número de teléfono. «Bobo pedante», farfullé y acerqué otra vez la silla al escritorio. Tardé solo unos segundos en encontrar el archivo, enmendar los errores e imprimir la versión correcta. Se la dejé sobre la mesa sin decir palabra y cerré la puerta del despacho a mi espalda.

La sede alquilada de la empresa estaba en la primera planta de un viejo edificio georgiano de Melville Street. La calle era edimburguesa por excelencia: inmuebles de ensueño con verjas de hierro forjado y brillantes portones. El despacho del señor Young y el área de recepción se hallaban en la parte delantera del remodelado piso, y otros dos despachos de contables estaban al otro lado del pasillo, frente al del señor Meikle. El área de recepción de Meikle tenía una gran ventana que daba a la calle. Igual que su despacho. Lástima que su personalidad no encajara en la refinada elegancia de la residencia de la empresa.

Cuando entró Malcolm, enseguida quité el juego del solitario de mi pantalla para que no viera que estaba haciendo el tonto, y le dirigí una sonrisa radiante, feliz de verle. Aquí es donde le había conocido.

Tras romper con Steven, salí con algunos inútiles. Al cabo de unos meses, Malcolm entró en la oficina de Meikle para hacer una consulta. Mientras aguardaba a que Meikle lo hiciera pasar al despacho, Malcolm me sedujo con su humor autoparódico y su maravillosa sonrisa. Me pidió el número y, como suele decirse, el resto es historia.

—Hola, nena. —Malcolm me sonrió burlón, y yo vi con placer que se acercaba a mi mesa. Lucía otro precioso traje gris de Savile Row, iba impecablemente afeitado y aun siendo invierno exhibía la piel bronceada. Mira qué hombre, qué distinción y qué clase, y es mío, pensé con gratitud.

Y traía regalos.

Me tendió una taza de café y una bolsa marrón.

—Café con leche espolvoreado de chocolate y una galleta de chocolate blanco. —Sus cálidos labios rozaron los míos de forma lenta, suave, seductora. Cuando se retiró me sentí frustrada, pero como había traído mi café favorito y la galleta, no me quejé. En realidad, me derretía por dentro—. Pensé que quizá necesitarías algún estimulante. Trabajas demasiado.

—Gracias. —Le dediqué mi sonrisa más agradecida—. Lo necesitaba de veras.

—Agradécemelo más tarde. —Me guiñó el ojo y yo puse mala cara, incapaz de parar la risa que me borboteaba por dentro ante su semblante infantil.

Meneando la cabeza, le indiqué los asientos.

—Le diré al señor Meikle que estás aquí.

Al cabo de unos segundos, el señor Meikle salió para recibir a Malcolm y ambos desaparecieron en el interior del despacho. Con un suspiro de satisfacción, me recosté para disfrutar del café y la galletita.

Sonreí ante la taza y eché una mirada a la puerta del despacho.

Esta vez estás haciéndolo bien, Jo.

No lo estropees.

Sintiéndome más despierta, miré aburrida el ordenador. Hoy ya había hecho todo lo que había que hacer. Miré el archivo. Llevaba tiempo sin ser revisado y siempre precisaba cierta reorganización. Cogí la taza de café y la llevé conmigo hasta los archivadores, y empecé a mirar expedientes. Había algunos mal colocados. ¿Culpa mía o de Lucy? Seguramente de ambas.

Cuando veinte minutos después apareció Malcolm, salió del despacho solo.

Mientras me recorrían de arriba abajo, sus ojos desprendían cariño. Yo lucía una falda de tubo negra con la cintura alta y una blusa rosa pálido de seda metida por dentro. Calzaba zapatos negros de tacón bajo para no ser mucho más alta que el señor Meikle. Malcolm se acercó como si tal cosa y yo me convertí en él, sin importarme lo poco profesional que era dejar que me besara. Los labios me hacían cosquillas cuando se apartó, ahora los ojos somnolientos de excitación.

—¿Lo de ir mañana de compras sigue en pie?

—Por supuesto.

—¿Y el sábado? ¿Estás libre? Becca nos invita a cenar. Quiere darnos las gracias, a mí por la exposición en la galería y a ti por haberle conseguido a Cam el empleo en el bar.

Tuve que esforzarme por no ponerme tensa con él.

—¿Cómo? ¿Los cuatro?

Malcolm asintió y me colocó un mechón de pelo suelto detrás de la oreja.

—¿Puedo pasar a recogerte esta vez?

No creo. Sentí un nudo en la garganta solo de pensarlo. Malcolm no había estado nunca en el piso. No conocía a Cole. Y de momento todo seguiría igual.

—Podemos quedar en el restaurante —dije.

Malcolm pasó los dedos por la fina tela de mi manga mientras los labios se le ondulaban divertidos.

—Algún día tendré que conocer a tu familia, Jo.

Una parte de mí estaba realmente contenta de que Malcom tuviera interés en mí hasta el punto de querer conocer a mi familia, pero otra, más grande, quería borrar de su mente todo conocimiento de London Road y que nunca estuviera en el piso ni conociera a mi madre. Jamás.

Compuse una sonrisa entusiasmada.

—Esto… Pronto.

No sé si me creyó o no, pero me dio en los labios un fuerte beso que prometía más de lo mismo luego y me dejó con el resto de mi jornada laboral.

Con el café frío en la mano, seguía yo de pie junto a los archivadores cuando el señor Meikle salió de su despacho unos minutos después de que se marchara Malcolm. Lo observé con cautela. Él me miraba fijamente. De manera casi pasiva. ¿Dónde estaba la hostilidad?

Y seguía mirando.

Muy bien.

Esto es oficialmente repulsivo.

Meikle se aclaró la garganta.

—No sabía que tenías una relación con Malcolm Hendry.

¡Coño! ¡Gracias, Malcolm! Me aclaré la garganta.

—Así es, señor.

—Desde hace tres meses.

—Sí.

—Bien. —Cambió de postura; parecía decididamente incómodo. Yo no podía evitar que mis cejas alcanzaran nuevas cotas. Siempre había visto a mi jefe seguro de sí mismo y grandilocuente—. Bien, entonces… yo, eh, bueno, yo, emmm… valoro tu profesionalidad.

Perdón.

¿Qué?

—¿Señor?

Meikle se aclaró de nuevo la garganta, con los ojos de acá para allá, incapaz de sostenerme la mirada.

—El señor Hendry es un cliente importante. —Cuando caí en la cuenta de lo que me quería decir, su mirada por fin se cruzó con la mía—. Podías haber utilizado esto para que tu situación aquí fuera más cómoda y no lo has hecho. Valoro tu profesionalidad y tu discreción.

Era la primera vez que el señor Meikle me dejaba sin habla por decir de mí algo positivo. Por lo general, ante su arrogancia y su condescendencia arbitrarias, yo me aguantaba la irritación. Era asimismo la primera vez que mi jefe me miraba sin muecas ni decepciones preventivas como si supiera, en cualquier caso, que yo jamás estaría a la altura de sus rigurosos criterios. Como me había acostumbrado a aquella mirada, ahora se me hacía extraño ser receptora de un cumplido por su parte.

Por fin recuperé la voz.

—Prefiero que mis asuntos personales sigan siendo precisamente eso, señor Meikle. Personales.

—Sí, claro, pues enhorabuena. —Meikle tenía los ojos llenos de irritación—. Lucy está siempre charlando sobre ese prometido suyo. Como si a mí me importasen esas paparruchas. —Y tras eso desapareció nuevamente en su despacho y de repente me compadecí de Lucy. Quizá ya era hora de olvidarse de sus caras sonrientes.

***

Al día siguiente Cole tenía que exponer algo en clase, así que no quise interrumpir su trabajo para pedirle que preparara la cena. Lo que hice fue mandarle un mensaje con antelación en que le comunicaba que yo llevaría a casa una bolsa de pescado con patatas fritas. A mi madre le compraría un plato de haggis por si le entraba hambre. Como lo había adquirido todo en Leith Walk, fui corriendo a casa porque no quería que se enfriase. En cuanto entré por la puerta, me encaminé a la cocina, encendí la tetera y saqué los platos.

Apareció Cole en el umbral, los ojos hambrientos, fijos en la bolsa.

—¿Te ayudo?

—Dile a mamá que, si quiere venir al salón a comer con nosotros, le he comprado haggis.

Ante mi petición, entrecerró los ojos, pero obedeció. Después se sentó en el suelo, junto a la mesa baja, y mientras esperaba la comida encendió la televisión. Ponían un programa de humor.

Acababa yo de dejar la cena sobre la mesa, junto con un vaso de zumo para Cole, té para mí y agua para mamá, cuando esta apareció.

Llevaba muy holgados los largos pantalones gris oscuro y se nos acercó arrastrando los pies como si le doliese algo. Le dolía algo, seguro.

Se sentó en el extremo del sofá; los círculos amoratados bajo los ojos eran tan prominentes que yo apenas podía mirar otra cosa. No hizo movimiento alguno para alcanzar su comida: se limitó a mirar el plato del maltrecho haggis y las patatas. Se lo acerqué masticando una patata.

—La cena.

Mamá soltó un bufido y yo me volví para ver la tele. Mi hermano y yo fingíamos ver el programa, pero la rigidez del cuerpo de Cole me revelaba que estaba tan hiperconsciente de mamá como yo.

Al cabo de cinco minutos, la tensión empezó a esfumarse lentamente cuando mamá consiguió comer algo aunque fuera al paso de alguien andando por la luna. Y entonces lo echó todo a perder.

Como siempre.

Concentrado ahora en el programa de la televisión, Cole se rio de un chiste y se volvió para ver si yo también me reía. Hacía esto desde que había comenzado a caminar. Cada vez que algo le parecía divertido, me miraba para averiguar si para mí también lo era. Le sonreí como de costumbre.

—Pfft.

Al oír el sonido, se me pusieron los músculos rígidos al instante, lo mismo que a Cole.

Por lo general, un «pfft» de mamá iba seguido de algo desagradable.

—Fíjate —soltó con sorna.

Como yo estaba sentada en el suelo como Cole, tuve que mirar hacia atrás para ver por qué refunfuñaba. Se me heló la sangre al ver que miraba iracunda a Cole.

—Mamá… —avisé.

El rostro se le arrugó componiendo una expresión horrible e inquietante.

—Se ríe como ese inútil, ese puto cabrón.

Lancé una mirada a Cole, y sentí una explosión de dolor en el pecho al ver su alicaído semblante. Mi hermano miraba fijamente la alfombra, como si tratara de ahuyentar las palabras de mamá.

—Será como su padre. Un pedazo de mierda. Es como él. Un pedazo de…

—Cállate —espeté, y me volví de golpe para encararme con ella, con los ojos destellando furiosos—. Puedes quedarte aquí y terminarte la cena en silencio absoluto o volver a tu cama y emborracharte. En cualquier caso, guárdate tus repugnantes pensamientos empapados de ginebra.

Mamá emitió un bramido incoherente y tiró el plato sobre la mesa, con lo que algunas patatas salieron volando. Se levantó a duras penas del sofá y se puso a mascullar sobre los hijos desagradecidos y la falta de respeto.

Tan pronto hubo desaparecido en su cuarto, exhalé un suspiro de alivio.

—No le hagas caso, Cole. No te pareces en nada a papá.

Cole se encogió de hombros, negándose a mirarme, subido el rojo de las mejillas.

—A saber dónde está.

Ante la idea de volver a verlo alguna vez, me estremecí.

—Me da igual, mientras esté lejos, me da igual.

Esa misma noche, más tarde, después de limpiar el piso, lavar los patos y echar ambientador en la sala de estar y la cocina para eliminar el olor a pescado y patatas fritas, me dejé caer en el sofá al lado de Cole. Él ya había terminado de preparar su exposición y ahora estaba rodeado de fragmentos de un cómic en el que estaba liado.

Le di un tazón de chocolate caliente mientras yo me hacía un hueco en el otro extremo del sofá, evitando los dibujos. Vi un papel al revés y entrecerré los ojos para ver mejor la imagen.

—¿De qué va este?

Cole se encogió de hombros y juntó las cejas.

—No sé.

—¿Cómo es eso?

—Jamie y Alan estaban ayudándome, pero…

Ay, ay, ay, la irritación en su voz no presagiaba nada bueno.

—¿Pero…? —Fruncí el ceño. Entonces recordé que una semana atrás Cole me había preguntado si podía quedarse en casa de Jamie—. ¿Os habéis peleado?

—Quizá. —Así creí al menos que se traducía su murmullo.

Vaya, hombre. Cole era un chaval tranquilo que casi nunca se peleaba con sus amigos, así que ni siquiera sabía yo si quería conocer la causa de su pelea. Pero se trataba de Cole.

—¿Qué pasó?

El rubor de sus mejillas me puso más en guardia.

Mierda, ojalá no fuera una guarrada adolescente.

—Cole.

Volvió a encogerse de hombros.

—Ya está bien. Voy a ponerte un peso en la espalda para que no me hagas esto. Te tengo dicho que encogerse de hombros no es lo mismo que responder. Y resoplar tampoco.

Mi hermano puso los ojos en blanco.

—Ni eso.

—No importa, ¿vale? —soltó, y se dejó caer de nuevo en el sofá para seguir tomando sorbos del chocolate caliente, negándose a mirarme.

—A mí sí que me importa.

Su largo y sonoro suspiro habría podido llenar un globo de aire caliente.

—Dijo algo que me tocó las pelotas.

—Eh —reprendí—. Vigila el lenguaje.

—Me molestó.

—¿Qué dijo?

Cole mostró el músculo de la mandíbula, y por un momento lo vi más viejo, un hombre. Dios mío, cómo había pasado el tiempo.

—Dijo algo sobre ti.

Hice una mueca.

—¿Sobre mí?

—Sí. Algo sexual.

Oh, Señor. Tuve un estremecimiento. Hay palabras que no quieres oír de boca de tu hermanito pequeño. «Sexual» era una, desde luego.

—Muy bien.

Cole me miró desde debajo de sus pestañas, la boca retorcida en una mueca de frustración.

—A todos mis colegas les atraes, pero Jamie se pasó.

No quise saber qué significaba eso.

Pero sí que pensé en lo unidos que estarían ellos dos.

—En cuanto se dio cuenta de que se había pasado, ¿Jamie se disculpó?

—Sí, pero la cuestión no es esta.

—Sí que lo es. —Me incliné hacia delante para verle bien los ojos y para que él viera hasta qué punto hablaba yo en serio—. La vida es demasiado corta para guardar rencores estúpidos. Jamie fue lo bastante hombre para disculparse. Has de ser lo bastante hombre y lo bastante noble para aceptar las disculpas.

Me aguantó la mirada un momento, procesando mi consejo. Por fin asintió.

—Vale.

Sonreí y me recosté.

—Bien.

En cuanto Cole estuvo de nuevo enfrascado con su cómic, cogí mi último libro de bolsillo, lista para escapar un rato a cualquier otro mundo.

—Jo.

—Emmm…

—He buscado en Google al tío con el que sales. Malcolm Hendry.

Aparté la cabeza bruscamente del libro, con las pulsaciones súbitamente aceleradas.

—¿Por qué?

Cole se encogió de hombros. Otra vez.

—No has contado gran cosa de él. —Me miró con mala cara—. Es un poco viejo, ¿no crees?

—No tanto.

—Te lleva quince años.

La verdad es que no quería tener esa conversación, y menos con Cole.

—Me gusta mucho. A ti también te gustará.

Cole soltó un resoplido.

—Sí, me gustará conocerle. Vi a Callum solo unas cuantas veces, y saliste con él dos años.

—No quiero presentarte a alguien que a lo mejor no se queda. Pero con Malcolm tengo buenas sensaciones.

Formuló la siguiente pregunta con tono suave, pero un dejo de desdén me dio en el corazón de lleno.

—¿Es porque está forrado?

—No —respondí secamente—. No es verdad.

—Has salido con un montón de pajilleros, Jo, y la razón es que tenían pasta. No tienes por qué hacerlo. —Ahora empezaba a sonrojarse debido al enfado—. Ella ya te amarga bastante la vida… No tienes por qué salir con cualquier polla solo para no preocuparte por el dinero. En cuanto cumpla dieciséis años, trabajaré y ayudaré.

Creo que era lo más largo que había dicho Cole de un tirón en el último año. Su declaración se dejó sentir como un puñetazo en el estómago. Me senté derecha, también yo con las mejillas ardiendo de irritación.

—No vuelvas a decir palabrotas. Y respondiendo a tu pregunta, salgo con un hombre que me importa de veras, y simplemente da la casualidad que tiene dinero. Y cuando cumplas dieciséis años no vas a trabajar. Vas a terminar la secundaria y luego irás a la uni o a bellas artes o adonde demonios quieras. ¡Y ni de coña vas a acabar en un empleo de mierda por ser uno de esos pringados que ha dejado el instituto! —Lo dije jadeando, asustada solo de pensarlo.

Cole me miró fijamente, con sus ojos verdes muy abiertos ante mi arrebato.

—Por Dios, Jo, cálmate. Era solo una idea.

—Una mala idea.

—Vale, lo he captado.

Me relajé ante el tono socarrón de su voz y me recliné en el sofá y me tapé la cara con el libro.

—Dibuja y calla, más que coñazo.

Cole ahogó su risa y dejó el tazón para volver a dibujar.

Transcurrido un minuto, lo miré por encima del libro.

—Que lo sepas… te quiero, pequeñajo.

—Emmm… emmm… be… een.

Deduje que eso quería decir «emmm… emmm… yo también te quiero» en el farfullar adolescente.

Retorcí los labios reprimiendo una mueca burlona mientras se me asentaba en el pecho una tibia satisfacción y bajé la vista a las páginas del libro.