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Mientras sin duda Becca intentaba convencer a Malcolm para que ampliara el contrato de alquiler de la galería, fui tranquilamente al perchero llamando a Cole de espaldas a la sala.

—¿Qué?

Últimamente, el modo en que mi hermano pequeño contestaba al teléfono me hacía enfadar. Por lo visto, entrar en la adolescencia significaba que los modales que había intentado inculcarle cuidadosamente ya no eran de aplicación.

—Cole, si vuelves a contestar así al teléfono, vendo la PS3 en eBay. —Yo había echado mano de los ahorros para comprarle la videoconsola por Navidad. En su momento había valido la pena. Al parecer, el paso a la adolescencia había significado para Cole que ya no tenía capacidad para manifestar emociones. Cuando era niño, yo trataba de que la Navidad fuera para él lo más emocionante posible, y disfrutaba de lo lindo viéndole loco de alegría cuando venía Santa Claus. Aquella época se esfumó no sé cómo, y la echo de menos. Sin embargo, la imagen de la tímida sonrisa de Cole al abrir su PS3 me había devuelto por momentos aquella sensación. Él incluso me había dado unas palmaditas en el hombro y me había dicho que «muy bien». Mierdecilla condescendiente, pensé con cariño.

Cole dio un suspiro.

—Perdona. Te he dicho que estaba en casa. El padre de Jamie me ha acercado en coche.

Suspiré aliviada hacia dentro.

—¿Has hecho los deberes?

—Estaba intentando hacerlos justo ahora, pero alguien no hace más que interrumpirme con llamadas y mensajes paranoicos.

—Bueno, si te pones en contacto conmigo cuando dices que lo harás, no te daré tanto la lata.

Cole se limitó a gruñir, una respuesta con la que me estaba familiarizando.

Me mordisqueé el labio y noté que se me removía el estómago.

—¿Cómo está mamá?

—Fuera de combate.

—¿Has cenado?

—Pizza en casa de Jamie.

—Te he dejado una PopTart si aún tienes hambre.

—Gracias.

—¿Te acostarás temprano?

—Sí.

—¿Lo prometes?

Otro sonoro suspiro.

—Lo prometo.

Confié en él y asentí. Cole tenía un grupito de amigos con los que jugaba a videojuegos y no se metía en problemas; era estudioso y de vez en cuando ayudaba en casa. De pequeño había sido lo más adorable de mi vida. Mi sombra. En la adolescencia, cosas como ser abiertamente cariñoso con tu hermana mayor no molaban. Yo estaba aprendiendo a adaptarme a la transición. De todos modos, no dejaba pasar un solo día sin hacerle saber lo mucho que le quería. Mientras crecía, yo no había tenido eso jamás, y me había propuesto hacer todo lo que estuviera en mi puñetera mano para que Cole sí que lo tuviera. Me daba igual lo tontorrona que él me considerase.

—Te quiero, nene. Hasta mañana.

Colgué antes de que él volviera a resoplar y me di la vuelta solo para inspirar hondo.

Cam estaba de pie frente a mí. Me miró mientras sacaba el móvil de Becca del abrigo de ella, que colgaba en el perchero. Su mirada recorrió por encima mi figura antes de posarse en el suelo.

—No tienes por qué preguntar por ese empleo —dijo.

Lo miré entrecerrando los ojos mientras se me erizaba el pelo del cogote. ¿Qué pasaba con ese tío? ¿Cómo es que yo reaccionaba así? Como si me importase una mierda lo que él pensara de mí.

—Lo necesitas, ¿no?

Aquellos intensos ojos azules se clavaron otra vez en los míos. Vi que, al cruzar él los brazos sobre el pecho, el músculo de la mandíbula se flexionaba junto con los bíceps.

Tuve la sensación de que debajo de su camisa había puro músculo.

No me dio ninguna respuesta verbal, pero con un lenguaje corporal así no hacía falta.

—Entonces preguntaré.

Sin una palabra de gratitud, sin ni siquiera un gesto de asentimiento, Cam se dio la vuelta y yo sentí que desaparecía mi tensión interior. De pronto, se detuvo y se volvió despacio, y la tensión aumentó de nuevo, como si alguien me hubiera puesto un tapón en el fregadero. Aunque los labios de Cam no eran carnosos, el superior tenía una curva suave y expresiva, lo que le daba esa ondulación permanentemente sexy. Esa expresividad parecía desvanecerse cada vez que se dirigía a mí. Entonces los labios adelgazaban.

—Malcolm es un buen tipo.

Mi pulso se aceleró. Conocía de sobra la percepción que de mí tenía la gente y sabía adónde conducía eso. Pero es que no quería ir ahí con ese tío.

—Sí, así es.

—¿Sabe él que estás saliendo con alguien a escondidas?

Vale… No pensaba que esto fuera hacia ahí. Me vi a mí misma imitándole, con los brazos cruzados y a la defensiva.

—¿Perdón?

Cam sonrió con suficiencia, repasándome con los ojos de arriba abajo por decimoquinta vez. Advertí una chispa de interés que él no podía disimular del todo, pero supuse que su repugnancia hacia mí anulaba cualquier valoración masculina de mi cuerpo. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, me miró con dureza.

—Mira, conozco a las mujeres como tú. Crecí viendo un desfile de chicas bonitas y tontas que entraban y salían de la vida de mi tío. Cogían lo que podían y luego jodían con otros a su espalda. Él no se lo merecía, y Malcolm no se merece a una cabeza hueca aspirante a esposa de futbolista para quien enviar un mensaje de texto en mitad de una conversación de adultos es socialmente aceptable o planear verse con otro hombre mañana mientras su novio está en el otro lado de la sala no es una bancarrota moral y emocional.

Intenté pasar por alto el nudo en el estómago ante ese ataque injustificado. Por alguna razón, las palabras de ese gilipollas calaron hondo. No obstante, en vez de despertar la vergüenza de la que solo yo conocía su existencia en mi interior, inflamaron mi indignación. Por lo general, yo me tragaba la irritación y el enfado con los demás, pero a saber por qué la voz no escuchó al cerebro. Quería escupirle las palabras directamente. No obstante, procuraría no hacerlo con el estilo «cabeza hueca» que él esperaba.

Fruncí el entrecejo.

—¿Qué le pasó a tu tío?

Al ver que el rostro de Cam se oscurecía, me preparé para más insultos.

—Se casó con una versión de ti. Lo dejó sin nada. Ahora él está divorciado y endeudado hasta las cejas.

—¿Y esto explica que te parezca bien juzgarme? ¿A una persona que no conoces de nada?

—No necesito conocerte, cariño. Eres un cliché andante.

Notando que me hervía la sangre, pisé el freno y bajé el fuego cuidadosamente al mínimo, y di un paso hacia él riéndome bajito, a la fuerza. Cuando los respectivos cuerpos estuvieron uno frente a otro, traté de ignorar el chisporroteo de electricidad entre los dos, pero en vano. Noté que se me endurecían inesperadamente los pezones, y me alegré de tener los brazos cruzados delante para que él no lo viera. Ante mi cercanía, Cam aspiró con fuerza, con una mirada abrasadora que sentí como una presión entre las piernas.

Pasando por alto la absurda atracción sexual entre nosotros, torcí el gesto.

—Bueno, pues me parece que no te quedas atrás. Si yo soy una tonta descerebrada, moralmente corrupta y ladrona, tú eres un capullo pretencioso, un sabelotodo con ínfulas y veleidades de artista. —Luchando para ocultar el tembleque que me recorría… una reacción ante el subidón de adrenalina debido a que por una vez me defendía yo sola… di un paso atrás, satisfecha por la llamarada de sorpresa en sus ojos—. Ya ves, yo también puedo opinar sobre un libro mirando solo la cubierta.

Sin concederle la oportunidad de una réplica de listillo, hice balancear las caderas para acabar con el temblor y anduve pavoneándome por la galería y doblé una mampara hasta encontrar a mi novio. Becca ya llevaba demasiado rato monopolizando a Malcolm. Me acerqué con sigilo y deslicé la mano por su espalda, peligrosamente cerca de su delicioso trasero. Dejó al punto de prestar atención a Becca y me miró los ahora resplandecientes ojos.

Me lamí los labios con gesto seductor.

—Me aburro, cielo. Vamos.

Sin hacer caso del resoplido de fastidio de Becca, Malcolm volvió a felicitarla por la fabulosa exposición y me acompañó a la salida, dispuesto a recibir la promesa reflejada en mis ojos.

***

Malcolm gemía en mi oído, sus caderas moviéndose contra las mías en sacudidas de staccato hasta que por fin se corrió. Los músculos de la espalda se le relajaron bajo mis manos, y se desplomó sobre mí un instante mientras intentaba recuperar el aliento. Le besé en el cuello con ternura mientras se echaba hacia atrás, el cariño por mí diáfano en sus ojos. Bonito de ver.

—No te has corrido —señaló con tono discreto.

No, no me había corrido. Tenía el cerebro demasiado agitado: pensamientos de la noche anterior, de Cam y la discusión en la que se negaba a soltarme.

—Sí que me he corrido.

Malcolm torció la boca.

—Cariño, conmigo no tienes por qué fingir. —Me besó dulcemente y se echó hacia atrás sonriendo burlón—. Ahora sí, ya verás. —Hizo el gesto de bajar por mi cuerpo, y lo agarré con las manos tensas y detuve su descenso.

—No tienes por qué. —Empecé a incorporarme. Y Malcolm se apartó del todo y se apoyó de costado para dejarme mover—. Has tenido un día duro. Mejor que duermas un poco.

Su enorme mano bajó por mi cadera desnuda para impedir que me levantara de la cama. Lo miré y vi preocupación en sus ojos.

—¿Ha pasado algo? ¿Estás bien?

Decidí mentir.

—Cuando antes he llamado a Cole, me ha parecido que mamá tenía algún problema. Me preocupa, eso es todo.

Ahora se incorporó Malcolm, con las cejas juntas.

—Tenías que habérmelo dicho.

Como no quería perturbarle, ni quería tampoco que eso afectara a nuestra relación, me incliné y le di un intenso beso en la boca, y me retiré un poco para mirarle a los ojos y que él viese que yo era sincera.

—Esta noche quería estar contigo.

Eso le gustó. Me sonrió y me dio un beso rápido.

—Haz lo que tengas que hacer, cariño.

Asentí y le dediqué otra sonrisa antes de ir a toda prisa a asearme. Nunca había pasado la noche entera con Malcolm. Después del coito me iba porque imaginaba que era eso lo que él quería. Imaginaba que era eso lo que le satisfacía. Y como no me había pedido nunca que me quedara, seguramente no me equivocaba.

Cuando estaba lista para salir, vi que Malcolm se había dormido. Observé el fuerte y desnudo cuerpo tirado en la cama, y recé por que esta fuera la relación definitiva. Llamé a un taxi, y cuando sonó el teléfono dos veces para decirme que había llegado, me marché en silencio, intentando no tener en cuenta el desasosiego que se había apoderado de mí.

***

Hacía casi un año que había trasladado a mi familia desde el enorme piso de Leith Walk a otro más pequeño situado en una calle que daba al Walk, London Road; técnicamente, Lower London Road. Ahora estaba al doble de distancia del trabajo, lo que significaba que, la mayoría de los días, debía coger un autobús en vez de ir andando. De todos modos, valía la pena por lo que nos ahorrábamos en alquiler. Mi madre había alquilado el piso de Leith Walk cuando yo contaba catorce años, pero muy pronto me correspondió a mí asumir el gasto, lo mismo que ahora. Cuando entramos en el piso nuevo, estaba en condiciones penosas, pero al final había convencido al casero para que me dejara decorarlo pagando de mi bolsillo. Algo de presupuesto ajustado.

Menos de diez minutos después de abandonar el piso de Malcolm, el taxista me dejó en casa. Entré en el edificio y enseguida me puse a andar de puntillas para no hacer ruido con los tacones. Al tomar la estrecha y oscura escalera en espiral, de tan acostumbrada que estaba ya ni veía el frío y húmedo hueco de hormigón lleno de grafitis. El hueco de la escalera del otro piso era igual. En esos sitios se oía todo, y como yo sabía lo mucho que fastidiaba que te despertaran vecinos borrachos con su golpeteo de zapatos y su jovialidad empapada en alcohol, procuré no hacer ruido alguno mientras subía a la tercera planta.

Entré en silencio en el oscuro piso, me quité los zapatos y primero fui de puntillas por el pasillo hasta el cuarto de Cole. Abrí solo un poco la puerta, y gracias a la luz que se derramaba por debajo de las cortinas alcancé a distinguirle la cabeza, casi toda cubierta por el edredón. La inquietud que siempre sentía por él se aligeró un poco ahora que podía ver con mis propios ojos que estaba sano y salvo, pero la inquietud no llegaba a desaparecer nunca del todo… en parte porque los padres nunca dejan de preocuparse por sus hijos y en parte debido a la mujer que dormía en la habitación de enfrente.

Me deslicé en el cuarto de mi madre y me la encontré despatarrada en la cama con las sábanas enredadas entre las piernas y el camisón arrugado de modo que se veía el algodón rosa de debajo. Menos mal que llevaba ropa interior. A pesar de todo no podía dejar que se enfriara, así que la tapé al instante con el edredón y entonces vi la botella vacía junto a la cama. La cogí al punto y salí del cuarto y la llevé a la pequeña cocina. La coloqué con las demás y advertí que ya tocaba bajar la caja al contenedor de reciclaje.

Las miré un momento y me sentí agotada, y el agotamiento se convirtió en resentimiento hacia la botella y todos los problemas que nos había causado. En cuanto hubo quedado claro que mamá ya no tenía interés en nada, ni siquiera autoridad en su propia casa, me hice cargo yo. En aquella época, yo pagaba puntualmente cada mes el alquiler del piso de tres habitaciones. Había ahorrado un montón, trabajaba la tira de horas, y, lo mejor de todo, mi madre no podía ni acercarse a mi dinero. De todas maneras, no había sido nunca el caso. Hubo un tiempo en que la pasta sí que fue algo preocupante, cuando alimentar y vestir a Cole era de veras un problema. Me prometí a mí misma que eso no volvería a pasar. Por ello, aunque en el banco había dinero, no se podía gastar alegremente.

Yo había intentado borrar buena parte de nuestra vida anterior. Cuando era joven, mi tío Mick —pintor y decorador— solía llevarme con él y enseñarme lo que hacía para los amigos y la familia. Trabajé con él justo hasta que se marchó a América. El tío Mick me había enseñado todo lo que sabía, y yo disfruté al máximo de aquellos momentos. Lo de transformar un espacio tenía algo de relajante, era terapéutico. Así que de vez en cuando iba en busca de gangas y redecoraba el piso, como había hecho al mudarnos. Hacía solo unos meses que había empapelado la pared principal del salón con ese atrevido papel color chocolate con flores azul verdoso. Había pintado las otras paredes de color crema y comprado varios cojines color chocolate para el viejo sofá de cuero color crema. Aunque al final no sacaríamos ningún beneficio económico del cambio, lo primero que hice al mudarnos fue arrancar los revestimientos de suelos de madera noble y recuperar su viejo esplendor. Había sido el mayor gasto, pero valía la pena sentirnos orgullosos de nuestro hogar, al margen de lo provisional que fuera. Aunque no gastamos demasiado en el resto, el piso tenía un aspecto moderno, limpio y bien cuidado. Era un piso al que Cole no le importaría invitar a sus amigos… si no fuera por nuestra mamá.

La mayoría de los días yo apechugaba con lo que a mí y a Cole nos había tocado en suerte. Hoy me sentía afectiva, más allá de la paz y la seguridad que me esforzaba por conseguir. Quizá se me calentaba la sangre debido al cansancio.

Tras decidir que ya era hora de echar unas cabezadas, fui tranquilamente hasta el extremo del pasillo sin hacer caso de los ronquidos borrachos del cuarto de mi madre, y crucé calladamente la puerta de mi habitación y dejé el mundo afuera. Yo tenía la habitación más pequeña del piso. Dentro había una cama individual, un armario con casi toda mi ropa, incluido el montón de eBay, compartía espacio con la de Cole en los armarios de su cuarto y un par de estanterías abarrotadas, donde había desde novelas románticas paranormales hasta libros de historia. Leía de todo, absolutamente de todo. Me encantaba que los libros me transportaran a cualquier sitio, incluso hacia atrás en el tiempo.

Me quité el Dolce & Gabanna y lo guardé en la bolsa de la limpieza en seco. El tiempo diría si iba a conservarlo o no. En el piso hacía un frío que pelaba, así que me puse el cálido pijama y me metí bajo las mantas.

Habiendo sido un día tan largo, creía que me dormiría enseguida. Pero no.

Me quedé mirando fijamente al techo, recordando una y otra vez las palabras de Cam. Creía estar acostumbrada a que la gente me considerase una inútil, pero por alguna razón el recuerdo de su actitud se me clavaba en el costado como un cuchillo. Y, con todo, no podía echarle la culpa a nadie salvo a mí misma.

Yo elegí ese camino.

Me puse de lado y me subí el edredón hasta la barbilla. No me consideraba infeliz.

De todos modos, tampoco sabía si era feliz.

Supuse que daba igual siempre y cuando el resultado final fuera la felicidad de Cole. Nuestra mamá había sido bastante desastre como madre… y catorce años atrás me había jurado a mí misma cuidar de mi hermanito. Lo único que importaba es que él creciera con autoestima y yo fuera capaz de darle lo que precisara para desenvolverse en la vida.