28
Menos mal que, a la mañana siguiente, Cole atribuyó mi conducta apagada al silencio reinante entre Cam y yo.
—Debes hablar con él —me había aconsejado mi hermanito como si fuera una solución de lo más obvia.
Me limité a asentir y le prometí que haría una escapadita para verle antes de ir a trabajar esa noche.
Cam aún no me había mandado ningún mensaje.
Pero, pensándolo bien, yo tampoco le había enviado ninguno a él.
Un poco zombi por la falta de sueño, ese día no hice gran cosa. Cuando salí a comprar unas provisiones, me sentía como si unos ojos estuvieran siguiéndome todo el rato, obsesionada con el hecho de que Murray me encontrara de nuevo. Regresé a casa a toda prisa y me quedé todo el día ahí encerrada.
Cuando estuve segura de que Cam había vuelto a casa desde el trabajo, me puse cantidad de maquillaje en los círculos oscuros de los ojos y bajé a su piso con las piernas temblorosas. No sabía qué decirle, por dónde empezar…
Había alcanzado tal estado de nervios que, al ver que no estaba en casa, en cierto modo respiré aliviada.
No era el resultado que me había figurado acerca de nuestra conversación. Más que nada pensaba que concluiría con un montón de disculpas por parte de ambos y que Cam accedería a no ver nunca más a Blair y me follaría a lo bestia en el sofá.
Si no estaba en casa, no iba a pasar nada de eso.
Algo perpleja, regresé malhumorada al piso. Cole cenaría en casa de Jamie después de la escuela y volvería tarde. Desde luego tenía órdenes estrictas de informarme una vez que estuviera ya en casa. Pero con o sin órdenes estrictas, con respecto a tenerme informada últimamente se había relajado un poco. Bueno, con los pensamientos sobre Murray abrumándome, esta noche a mi pequeño el silencio radiofónico no le funcionaría. Me pegaría a él como una lapa.
Resuelta al menos a ver la cara de Cam (echaba de menos al capullo, maldita sea), llamé a su puerta ya camino de mi trabajo. Tampoco esta vez. Pegué el oído a la puerta, pero no se oían movimientos, ni la televisión, ni música.
¿Dónde se había metido?
Al salir del bloque miré el móvil preguntándome si debía mandarle un mensaje, dar el primer paso, y entonces me vibró en la mano. Cuando el sobre de mensajes empezó a parpadear, se me hizo un nudo en la garganta. Y me invadió el alivio al salir de la pantalla de bloqueo y ver el nombre de Cam.
QUIZÁ YA ES HORA DE QUE HABLEMOS, NENA.
¿PUEDES BAJAR AL PISO MAÑANA POR LA MAÑANA?
POR FAVOR. X
Aspiré aire fresco y noté que al menos se me quitaba un peso de encima. Asentí como si él estuviera delante y le respondí enseguida.
AHÍ ESTARÉ. X
Estaba subiendo al autobús cuando volvió a vibrar el móvil.
Reí entre dientes y me arrellané en el asiento. Una cara sonriente. Una cara sonriente era siempre algo bueno, ¿no?
Como Joss seguía enferma, volví a trabajar con Sadie y Alistair, que enseguida me preguntó si me encontraba mejor; le mentí y contesté que estaba bien. Fue muy amable de su parte. Alistair era un tipo agradable. De todos modos, me alegré de que en la noche anterior hubiera mucho ajetreo y de que él no advirtiera la presencia de Murray. Si Alistair hubiera captado algo de la conversación con mi padre, habría deducido que pasaba algo y me habría acribillado a preguntas. Era un tío majo, pero también un poco entrometido, y si yo no le hubiera dado respuestas, como así habría sido, él las habría buscado en Joss. Y entonces Joss se implicaría y bueno… Joss tenía un sistema para sacar a la luz todos mis secretos.
El bar estaba tan concurrido como la noche anterior, y yo sentía canguelo. Confundí bebidas, rompí dos vasos a falta de uno, y en general logré que Alistair levantara tantas veces las cejas que habrían podido confundirlo con un teleñeco.
Cuando llegó el momento de mi pausa, no podía sentirme más aliviada. Bebí mucha agua y ni me acerqué a nada que llevara cafeína, pues seguramente me habría puesto peor de los nervios. Saqué el móvil. Cole aún no me había escrito.
Lo llamé.
—Ah, hola.
—¿Ah, hola? —le solté. A veces la preocupación puede ponerme un poco de mala leche—. Tenías que avisarme de que habías llegado a casa. ¿Estás en casa?
Lo oí suspirar ruidosamente, y tuve que reprimir mi fastidio y no le grité.
—Sí, estoy en casa. ¿Y cuándo vas a hablar otra vez con Cam para dejar de ser una absoluta…?
—Acaba esta frase y eres hombre muerto.
En el otro extremo de la línea se hizo el silencio.
Fruncí el ceño.
—¿Sigues ahí?
A modo de respuesta, Cole soltó un gruñido.
—Interpreto que sí. —Tiré de mi cola de caballo y me envolví la muñeca con el pelo—. Has cerrado la puerta, ¿verdad?
—Pues claro. —Volvió a suspirar—. Jo, ¿te está preocupando alguna otra cosa?
—No —respondí al instante—. Es solo que, ya sabes, soy así, de modo que la próxima vez que te diga que me mandes un mensaje, me mandas un mensaje.
—Muy bien.
—Vale. Nos vemos por la mañana.
Colgó con otro gruñido.
Más tranquila al saber que estaba en casa sano y salvo, exhalé aire entre los labios y advertí el sobre en el rincón superior izquierdo de la pantalla del móvil. Pulsé en el mensaje no abierto. Era de Joss.
¡EL REINADO DEL VÓMITO HA TOCADO A SU FIN!
ESPERO QUE NO ME HAYAS ECHADO
MUCHO DE MENOS ;)
Ahogué una risita y le contesté.
¿O SEA QUE ESTÁS LO BASTANTE BIEN PARA TRABAJAR
PERO NO ESTÁS TRABAJANDO? VAMOS, VAMOS,
SEÑORA CARMICHAEL. X
Dos segundos después, el teléfono avisó.
ESTABA BIEN HASTA QUE ME HAS LLAMADO ESTO :\
PUES VETE ACOSTUMBRANDO. X
¡A LA MIERDA!
Ahora sí que me reí con ganas, sacudiendo la cabeza. Era peor que un tío. El pobre Braden iba a tener trabajo con ella.
Me sentía mejor y volví a la barra rezando por que la noche se terminara pronto. Durante las horas siguientes no pude menos que mirar entre la gente por si veía el rostro de Murray, pero a medida que fue pasando el tiempo, y viendo que él no aparecía, me fui impacientando. Por una parte, yo quería que él viniera para poder concluir nuestro enfrentamiento. Cuanto antes comprendiera él que yo ya no estaba con Malcolm y no tenía dinero alguno, antes se iría de Edimburgo el hijo de puta.
La noche anterior había llamado a un taxi para que me recogiera en la puerta del bar, pero ahora me notaba desafiante. Todavía estaba enfadada conmigo misma por haber reaccionado ante Murray como si tuviera diez años y me defendiera de sus puñetazos. No quería que supiera que me daba miedo. No quería que pensara que tenía ese poder sobre mí. Quería que creyera que no me había dejado ninguna marca.
De modo que (estúpidamente, viéndolo ahora) tomé mi ruta habitual: caminar hasta Leith Walk con la esperanza de pillar un taxi libre en cuanto llegara ahí.
Me quedé de pie en Leith Walk unos cinco minutos. El único taxi que vi me lo quitaron un grupito de tíos. Una vez hubo arrancado, esperé otro minuto mientras escuchaba a dos chicas borrachas que se insultaban en el otro lado de la calle.
Estar allí sola empezó a intranquilizarme. Esto por lo general me daba lo mismo, pues a esa hora esa zona Edimburgo aún era un hervidero…, gente por todas partes, testigos para hacer frente a cualesquiera nefandas intenciones de un desconocido repulsivo. Pero se me había puesto la carne de gallina y me picaba el vello de la nuca. Volví la cabeza de golpe y escudriñé el tramo que había acabado de recorrer. No me miraba nadie.
Con un resoplido de cansancio, decidí regresar a casa andando. Para ser la hora que era no estaba mal el paseíto, y además no me hacía ninguna gracia patearme la larga London Road, pero ya no quería quedarme más por ahí.
Iba a doblar la esquina de Blenheim Place cuando algo me hizo mirar atrás. Llámalo sexto sentido, un escalofrío en la columna, un aviso…
Se me hizo un nudo en la garganta.
A unos metros a mi espalda había una silueta oscura. Reconocí el trote. Siendo niña, lo conocía como el trote del «hombre duro». El suave pero forzado pavoneo de los hombros, el pecho hinchado, el andar pausado. Un estilo generalmente adoptado por hombres que se disponían a entablar cierto tipo de «combate». En todo caso, mi padre había caminado así siempre. Pensándolo bien, él había considerado cada segundo de cada día de su vida como un gran combate y a todos los demás como enemigos suyos.
Murray Walker estaba siguiéndome.
Miré enseguida al frente, y sin tomarme realmente tiempo para pensarlo, dejé London Road y tomé el camino que llevaba a la calle adoquinada de Royal Terrace. Discurría contigua a London Road en un nivel superior, pero yo sabía que junto a la iglesia había una senda que me conduciría a los Royal Terrace Gardens. Me apresuré a la entrada, me ardían los músculos al subir pero seguí adelante hasta tomar el ancho camino que se desviaba y ascendía abruptamente por las afueras de Calton Hill. Al final, el escarpado sendero descendía y me llevaba a Waterloo Place, desde donde yo me dirigiría al oeste por Princes Street. Y luego al norte, a Dublin Street.
Lo único que importaba de verdad era despistar a Murray.
No tenía que saber dónde vivíamos.
Ante la posibilidad de que encontrara el piso, me entró tanto miedo que no pensé con claridad y no advertí el error del plan.
Yo. Yo sola. En una vía oscura, irregular y embarrada. De noche.
Mientras ascendía, iba bombeando adrenalina. Intenté escuchar el sonido de las pisadas a mi espalda, pero el corazón me latía con tanta fuerza que enviaba oleadas de sangre a los oídos. Tenía las palmas de las manos y los sobacos húmedos de sudor frío, el pecho me subía y me bajaba de manera irregular y la respiración era desacompasada. El miedo me provocaba náuseas.
Cuando por fin oí los fuertes pasos detrás de mí, miré y vi el rostro de mi padre bajo la luz de la luna. Estaba furioso.
Había desaparecido sin más toda la resolución de antes de enfrentarme a él y demostrarle que no me daba miedo. Era incapaz de liberarme de esa pequeña a quien él aterrorizaba.
Así pues, como la niña, traté de correr.
Mis pies golpeteaban los adoquines mientras corría hacia arriba lo más rápido que podía, deseando hacer aparecer personas, testigos. Pero allí no había nadie.
Estaba sola.
Solo el estruendo de las pesadas botas a mi espalda.
Al notar su poderosa mano en mi brazo, emití un fuerte ruido de angustia que pronto quedó ahogado por su otra mano en mi boca. El olor a sudor y humo de tabaco me invadió los orificios nasales y forcejeé con él, le arañé el brazo, intenté darle puntapiés mientras él me arrastraba fuera del camino. En la pelea, perdí el bolso y con él el aerosol de pimienta.
Yo no era lo bastante fuerte, y ahora iba desarmada.
Murray me estampó contra la rocosa ladera cubierta de hierba, y el dolor me atravesó el cráneo antes de bajarme hasta la punta de los dedos de los pies. Se me llenaron los ojos de lágrimas mientras me tenía ahí sujeta, con su manaza en mi garganta.
Resoplé contra la otra mano, que aún me tapaba la boca.
Me apretó más la garganta, y dejé de retorcerme.
Pese a que su cara estaba en su mayor parte en la oscuridad, yo aún alcanzaba a distinguir la rabia que le estiraba los rasgos faciales.
—¿Intentabas tomarme el pelo, eh? —siseó.
No respondí. Estaba demasiado ocupada preguntándome morbosamente qué iría a hacerme. Mi cuerpo empezó a temblar con fuerza, y perdí por completo el control de la respiración. Murray notaría las bocanadas tras su palma y sonrió con suficiencia.
—No quiero hacerte daño, Jo. Solo quiero ver a mi hijo.
Sabiendo que esto supondría para mí más dolor físico, negué con la cabeza.
La expresión burlona de Murray adoptó un aire satisfecho, como si hubiera conseguido algo.
—Entonces, supongo que será mejor llegar a un arreglo. Voy a quitar la mano de la boca y tú no vas a chillar. Si lo haces, no vacilaré en hacerte daño.
Asentí, pues al menos no tendría encima una de sus repugnantes zarpas. Le miré la cara y vi, no por primera vez, que detrás de sus ojos no había nada. Me dio la sensación de que en toda mi vida no había conocido a nadie tan cruelmente egoísta como ese hombre. ¿Era realmente mi padre? Entre nosotros, la única conexión había sido la del maltratador y la víctima. Eso explicaba el nudo en mi estómago cuando oía aparcar junto a la casa su ruidoso cacharro. El afecto que sentía yo por Mick, las ganas de verlo, la cálida satisfacción por la seguridad que me daba… todo eso era exactamente lo que debería haber sentido por el hombre que ahora tenía delante. Pero para mí había sido solo un hombre. Un hombre de ojos mezquinos y puños aún más mezquinos. Durante muchísimo tiempo me había desesperado que no me quisiera como debía querer un padre. Alguna vez me había planteado a mí misma si el problema era yo. Mirándole ahora, no entendí cómo pude llegar a tener esas dudas. El problema no era yo, sino él. La conducta vergonzosa era la suya, no la mía.
Al tener la boca liberada, inspiré hondo, pero con la otra mano él me apretó más la garganta a modo de aviso adicional para que guardara silencio.
—Bien. —Murray se inclinó hacia mí, y alcancé a oler la cerveza y el tabaco. No había estado en Club 39 pero desde luego sí en alguno de los bares cercanos, esperándome—. Quizá renuncie a mi derecho a ver al mocoso si tu novio hace que eso valga la pena. ¿Pongamos cien mil?
Lo sabía. Directo al grano. Sin importarle nada. Era el ser más desalmado que había conocido jamás. ¿Cómo se podía ser así? ¿Había nacido despiadado, malvado hasta la médula? ¿O es la vida la que le hace a uno de esa manera? ¿Cómo puede uno hacer daño a sus propios hijos y no sentirse como un monstruo? Quizás el monstruo había llegado demasiado lejos para darse cuenta de que lo era…
—Dejé de salir con Malcolm hace meses. Mala suerte.
Murray me estrujó la garganta, y me sentí invadida por el pánico. Le agarré la mano por instinto y le clavé las uñas. No pareció notarlo.
—Seguro que de algún modo sabrás convencerle. —Acercó su cara a la mía, con el aliento apestando a humo y cerveza rancia—. Yo tuve una niña bonita. Es una puta inútil, pero bonita. Es un artículo de consumo, Jo. Aprovéchalo, o iré en busca de Cole. —Me soltó, tomé aire y me llevé los dedos al cuello para asegurarme de que la mano ya no estaba ahí—. Si quiero, puedo amargaros la vida, nena.
Ante la posibilidad de que me hiciera eso, de que se lo hiciera a Cole, después de tanto pensar que éramos libres, la furia tomó el mando y el miedo quedó para el olvido en un ataque de rabia.
—«Artículo de consumo» es una expresión muy complicada para ti, Murray. Parece que por fin alguien te ha enseñado a leer. —Yo esperaba ardientemente transmitir la condescendencia con los ojos incluso en las sombras—. Pero leer no basta para ser un hombre inteligente. No tengo dinero. Tendrás que prostituirte con alguno de tus viejos compinches de la cárcel.
Apenas le vi el borrón del puño estrellándose contra mi rostro.
La cabeza dio una sacudida hacia atrás, los músculos del cuello chillaron por el impacto y el ardiente calor del puñetazo en la boca se extendió por la mejilla inferior y la mandíbula. Tenía los ojos llenos de lágrimas cuando llevé de nuevo la cabeza hacia delante hasta quedar frente a él, notando el labio mil veces más grande de lo normal. El hilillo de sangre salía de un corte ya punzante en el labio inferior, donde los dientes habían enganchado la piel.
No vi nada tras sus ojos cuando su otro puño voló bajo y se me clavó en el vientre, lo que me hizo doblarme. Presa del pánico, perdí todo el control intentando tomar aire. Caí al suelo de rodillas, y me dio un puntapié en el costado que me provocó un dolor insoportable en las costillas, y entonces me desplomé en el embarrado camino, tierra y piedras sueltas arañándome la piel.
Mi cuerpo era incapaz de decidir entre respirar o sentir náuseas.
Unos dedos fuertes me pinzaron la barbilla, y grité, y el aire entró a raudales en mis pulmones. Era como si tuviera en llamas cada músculo, cada nervio, cada trozo de hueso. Me agarré las costillas, y Murray me sujetó la cabeza por el mentón.
—Conseguirás ese dinero, nena. Tengo alquilado el piso que hay encima de Fleshmarket Close. Te doy dos días para que me lo lleves allí. ¿Lo has entendido?
El dolor de costillas era insoportable. Apenas podía concentrarme en lo que me estaba diciendo.
—He dicho si lo has entendido.
Asentí débilmente y suspiré aliviada cuando me soltó la barbilla.
Y se fue.
Desapareció el olor a cerveza y nicotina. Me quedé tendida en el frío suelo, el labio palpitando, las costillas doloridas y la cabeza chillando furiosa. Contra él. Contra mí misma.
Tenía que haber tomado aquellas lecciones de autodefensa de Cam.
El recuerdo de Cam me hizo llorar; sosteniéndome el costado lastimado me levanté como pude sobre unas piernas temblorosas. Aturdida, me tambaleé contra la ladera. Empecé a sentir unos escalofríos descontrolados.
Iba a entrar en shock.
Sacudí la cabeza tratando de despejarla. No tenía tiempo de entrar en shock. Tenía dos días para conseguir el dinero de Murray. Un arrebato de pesar y energía me impulsó hacia delante.
Malcolm me daría el dinero. Malcolm echaría un vistazo a mi estado físico y me daría el dinero, sin problemas. Era un tío majo.
Bajé a trompicones el camino que había subido a la carrera, cogí el bolso caído, mientras el desespero y la adrenalina me hacían avanzar más rápido pese al dolor. Podía llamar a Malcolm y pedirle que viniera a recogerme.
Su nombre me daba vueltas en la cabeza mientras salía de los jardines y cambiaba de sentido en Leopold Place, en la parte de arriba de London Road. Pasaba junto a los árboles y por la zona más oscura cuando era posible por si me encontraba con alguien. No quería que la policía se implicara. A lo mejor la policía empezaría a investigar toda la vida de mi familia y… no podía arriesgarme.
Si Malcolm pagaba, todo estaría resuelto.
En un santiamén estuve frente al bloque de mi casa.
Al verlo, me puse a llorar desconsolada; cuando los dientes tocaban el labio partido me siseaba el aliento.
Malcolm no pagaría.
Malcolm no pagaría porque yo no quería que Malcolm me ayudase. Yo solo quería conmigo a Cameron.
Entré en el edificio y subí las escaleras a duras penas, resuelta a enternecerlo y a echarle los brazos al cuello. Lloré con más fuerza. Necesitaba sentirme segura, y solo Cam podía ayudarme.
Di unos golpecitos en la puerta y cogí aire mientras el dolor me destrozaba por dentro. Alzar el brazo era como arrancar un punto de sutura en las costillas. Apoyé el cuerpo en el marco, y la puerta se separó del marco. Y a mí se me separó el corazón del cuerpo.
Parpadeando, intenté asimilar la imagen que tenía delante. Meneé la cabeza para despejarla, pero en vano.
Al verme ensangrentada y llorando, Blair ahogó un grito.
—¡Jo! ¿Qué ha pasado?
Mis ojos la repasaron de arriba abajo y de abajo arriba.
Se le veía el pelo corto húmedo y ondulado en la mandíbula, y lucía una camiseta QOTSA de Cam. Era tan menuda que le llegaba a las rodillas. Las rodillas desnudas. Las piernas desnudas.
Blair estaba en casa de Cam con el pelo mojado, llevando solo una camiseta de él a las dos y media de la madrugada.
—Oh, Dios mío. —Extendió la mano hacia mí, y yo me aparté tambaleándome—. Cam está en el baño. Voy a… ¡Jo!
Yo ya estaba corriendo, dando traspiés, cayéndome, trastabillando al bajar las escaleras. En ese momento no podía estar cerca del edificio. No podía ir a casa y que Cole me viera en ese estado, y Cam…
Vomité junto a los cubos de la basura.
Me limpié la boca con el dorso de la mano y miré calle arriba.
Necesitaba un taxi.
Necesitaba a mi amiga.
Si Cam… Contuve un sollozo y doblé la esquina corriendo y tomé London Road… Si Cam no… tenía que ir a un sitio seguro.
Lo único bueno que me pasó esa noche se materializó en forma de taxi con la luz verde. Levanté la mano y el taxista se paró. Sujetándome las costillas, entré temblando.
—Dublin Street —le dije hablando raro con el labio reventado.
Me miró receloso.
—¿Se encuentra bien? ¿Tiene que ir a un hospital?
—Dublin Street.
—Se halla usted en un estado…
—Mis amigos están en Dublin Street —insistí con las lágrimas ya escociéndome los ojos—. Ellos me llevarán.
El momento de duda del taxista dio a Cam tiempo suficiente para doblar la esquina patinando, en camiseta y vaqueros, con ojos desorbitados buscando calle arriba y abajo antes de encontrarse con los míos en el taxi. Pálido y demacrado, se me acercó justo cuando el taxi arrancaba, y su grito apagado me llegó a los oídos por encima del ruido del motor.
Al cabo de unos segundos, sonó mi móvil. Lo cogí, pero no dije nada.
—¡Jo! —chilló él; la palabra salió en un resoplido, lo que indicaba que estaba sin aliento, seguramente corriendo detrás—. ¿Adónde vas? ¿Qué ha ocurrido? Blair dice que te han agredido. ¿Qué pasa?
Oír el temor en su voz no sirvió para mitigar mi sufrimiento ni para disipar el resentimiento que sentía hacia él en ese instante.
—Supongo que ya no es asunto tuyo —respondí aturdida, y al oír sus gritos desesperados colgué.