3
Miré contrariada la factura de la luz y decidí que ya volvería a mirarla después, cuando no estuviese tan cansada. Aún podía dormir unas horas antes de levantarme para llevar a Cole a la escuela, algo que hacía siempre y con gusto. Luego regresaba a casa y me pasaba el día limpiando el piso, espabilaba a mamá lo suficiente para ayudarla a lavarse y vestirse, y a continuación la dejaba viendo algún estúpido programa de entrevistas mientras me iba a hacer la compra.
Miré la factura de la luz entrecerrando los ojos. No me veía muy capaz de descifrarla. Nunca he entendido cómo funcionan las tarifas. Con independencia de cómo lo calculasen, me sacaban la pasta. «Asquerosos gilipollas», dije entre dientes, lanzando la factura a la mesita baja y haciendo caso omiso de la sobresaltada mirada de Cole, que aún llevaba puesto el uniforme de la escuela. Desde que ya era lo bastante mayor para imitarme, cuando él estaba cerca yo reprimía mi lenguaje. Ni hablar de meter la pata.
Si fingía no haber dicho nada, a lo mejor él hacía lo mismo.
Me dejé caer en el sofá y cerré los ojos frente a la luz con la esperanza de que eso me aliviara el dolor de cabeza.
Oí a Cole andar arrastrando los pies, seguí el sonido de un cajón que se abría segundos antes de que me cayera en el pecho algo pequeño. Despegué los ojos y miré el minúsculo proyectil.
Un chicle Nicorette.
Noté que se me curvaba hacia arriba una comisura de la boca y miré a Cole desde debajo de las pestañas mientras él me observaba fijamente.
—Ya no me hacen falta los chicles.
Cole me lanzó un gruñido y se encogió de hombros, gestos que este año estaban volviéndose cada vez más habituales.
—Cuando intentabas dejar de fumar, decías muchas palabrotas.
Arqueé una ceja.
—Dejé de fumar hace tres meses.
Otra vez a encogerse de hombros, puñeta.
—Lo decía por si acaso.
Yo no necesitaba fumar. Necesitaba dormir. Vale, a veces quería fumar de veras. Pero por fin la desesperación había desaparecido…, esa agitación interior en que cada terminación nerviosa parecía suspirar por un cigarrillo durante las primeras semanas después de dejarlo. Me gustaría decir que estaba motivada para dejar el tabaco porque eso sería lo correcto. Pero no. Algunos amigos míos habían intentado dejarlo sin imaginarse la terrible experiencia. Yo ya tenía en mi vida suficientes cosas para meter una adicción en la lista. No, dejé de fumar por la única cosa del mundo que significaba algo para mí, y ahora mismo esa cosa tenía el largo cuerpo doblado en el suelo, con sus dibujos de cómics desparramados delante del televisor.
Cole me había pedido que dejara el tabaco hacia años, cuando se enteró de que fumar «era malo». Yo no le había hecho caso, porque él, con siete años y más interesado en Iron Man que en mis malas costumbres, nunca había perseguido realmente ese objetivo.
Pero hace unos meses, en su clase de salud pasaron un vídeo bastante asqueroso sobre el daño que el tabaco podía hacer a los pulmones y las consecuencias… como el cáncer de pulmón. Y claro, Cole es un chico listo. Sabía perfectamente que el tabaco mataba. Los paquetes de cigarrillos llevan una etiqueta en negrita que dice FUMAR MATA; si Cole no lo hubiera sabido, sí que me habría preocupado.
Sin embargo, creo que fue precisamente entonces cuando se le ocurrió que el tabaco podía matarme a mí. Llegó a casa con actitud agresiva y tiró todos mis cigarrillos por el retrete. Nunca le había visto actuar con tanta decisión ante nada… la cara casi morada por la emoción, los ojos encendidos. Me exigió que lo dejara. No tenía que decir nada más: lo llevaba todo escrito en el rostro.
No quiero que mueras, Jo. No puedo perderte.
Así que lo dejé.
Me hice con los parches y los chicles y pasé por los horrendos monos. Ahora que ya no tenía que comprar chicles ni parches estaba ahorrando dinero, sobre todo desde que el tabaco no hacía más que subir de precio. En cualquier caso, fumar parecía ser socialmente inaceptable. Joss se puso contentísima, y he de admitir que estuvo bien no tener que aguantar su mala cara cada vez que yo regresaba de un descanso oliendo a humo de cigarrillo.
—Ahora estoy bien —le aseguré a Cole.
Siguió haciendo bosquejos en el libro de cómics que estaba creando. El chico tenía talento de veras.
—¿Por qué las palabrotas, entonces?
—Ha subido la luz.
Cole soltó un bufido.
—¿Hay algo que no haya subido?
Estaba al corriente, sin duda. Desde que tenía cuatro años miraba las noticias con avidez.
—Es verdad.
—¿No has de prepararte para ir a trabajar?
Emití un gruñido.
—Sí, vale, papá.
Me concedió otro encogimiento de hombros antes de inclinarse otra vez sobre sus dibujos, señal de que estaba a punto de dejar de prestarme atención. El pelo rubio rojizo le tapaba la frente, y reprimí el impulso de apartárselo. Ya se le veía demasiado largo, pero no le gustaría que lo llevara al barbero.
—¿Has hecho los deberes?
—Hemmm…
Vaya pregunta más tonta.
Miré el reloj de la repisa de la chimenea. Cole tenía razón. Tenía que ir arreglándome para mi turno en el Club 39. Menos mal que esa noche Joss estaba conmigo. Trabajar con tu mejor amiga era una ventaja.
—Es verdad. Más vale que…
¡Patapum!
—¡Oh, mierda!
El estrépito y el taco iluminaron el apartamento y pensé que gracias a Dios el vecino de abajo se había marchado y el piso estaba vacío. Temía el día que llegara un nuevo inquilino.
—¡Joooo! —chilló ella con tono desvalido—. ¡Johannaaaa!
Cole me miraba fijamente; la rebeldía le abrasaba los ojos y en sus rasgos juveniles se reflejaba un dolor opresivo.
—Déjala, Jo.
Meneé la cabeza con un nudo en el estómago.
—Solo la tranquilizaré para que no tengas que preocuparte por ella esta noche.
—¡JOOOO!
—¡Voy! —grité, y eché los hombros para atrás dispuesta a vérmelas con ella.
Abrí la puerta de golpe, y no me sorprendió nada ver a mi madre en el suelo, junto a la cama, agarrada a las sábanas mientras intentaba levantarse. Una botella de ginebra se había roto contra la mesilla, y el suelo estaba lleno de trocitos de vidrio. Vi que dejaba caer una mano hacia uno de los trozos y me precipité hacia ella y le aparté el brazo de un tirón.
—No —dije con suavidad—. Vidrio.
—Me he caído, Jo —lloriqueó.
Asentí y me agaché para pasarle las manos bajo los sobacos. Tras arrastrar el flacucho cuerpo a la cama, le alcé las piernas y las deslicé bajo el edredón.
—Deja que limpie esto.
—Necesito más, Jo.
Exhalé un suspiro y bajé la cabeza. Mi madre, Fiona, era una alcohólica sin remedio. Siempre tenía ganas de tomar una copa. Cuando yo era más joven, la situación no había sido tan grave como ahora. Durante los dos primeros años desde la mudanza de Glasgow a Edimburgo, mamá logró conservar su empleo en una importante empresa privada de limpieza. Su afición a la bebida había ido a más tras marcharse el tío Mick, pero cuando volvieron sus problemas de espalda y se le diagnosticó una hernia discal, empezó a abusar. Dejó el trabajo y pasó a cobrar una pensión de invalidez. Yo contaba quince años. Como no podía trabajar hasta cumplir los dieciséis, durante un año tuvimos una vida de mierda subsistiendo gracias a la asistencia social y a los escasos ahorros. Se suponía que mamá debía mantenerse activa —al menos, caminar— debido a la maltrecha espalda. Sin embargo, al volverse una especie de eremita que oscilaba entre largos períodos postrada en cama bebiendo y breves estallidos de cólera seguidos de sopores etílicos frente al televisor, el dolor aumentó. Abandoné la escuela a los dieciséis años y conseguí un empleo de recepcionista en una peluquería. Trabajaba como una negra para llegar a fin de mes. Entre los pros estaba que, mientras en el instituto no había hecho realmente amistades, en la peluquería sí. Tras leer no sé qué artículo sobre el síndrome de fatiga crónica, empecé a incumplir mi horario con la excusa de que tenía que estar en casa para cuidar de Cole porque mi madre sufría el síndrome de fatiga crónica. Como yo sabía muy poco sobre la compleja afección, fingía considerarla demasiado perturbadora para hablar de ella. De todos modos, esto me parecía mucho menos vergonzoso que la verdad.
Miré desde debajo de las pestañas, fulminando con la resentida mirada a la mujer de la cama sin conseguir que parpadeara siquiera. En otro tiempo, había sido una mujer despampanante: alta como yo, figura esbelta y color natural del pelo. Pero ahora, medio calva y con la piel estropeada, mi madre de cuarenta y un años parecía tener casi sesenta.
—No te queda ginebra.
Le tembló la boca.
—¿Me traes un poco?
—No. —No lo hacía nunca y también se lo había prohibido a Cole—. En todo caso, debo ir a trabajar. —Me dispuse a irme.
Se le onduló el labio con gesto asqueado, los ojos verdes inyectados en sangre entrecerrándose de odio. El veneno le había vuelto la voz pastosa.
—¡No puedesss traer a mamá una puta copa! ¡Eres una putilla holgazana! ¡Creessss que no sé qué andas haciendo! Golfeando. ¡Abriendo las putasss piernasss para cualquier hombre que quiera follarte! ¡He criado una ramera! ¡Una maldita ramera!
Acostumbrada a la «doble personalidad» de mi madre, salí del cuarto arrastrando los pies, notando las chispas que echaba Cole mientras pasaba por la puerta del salón y me dirigía a la cocina en busca de una escoba. La voz de mi madre subió de intensidad, los insultos más rápidos y seguidos, y al volver vi a Cole con una hoja de papel arrugada en su puño cerrado. Lo miré y negué con la cabeza para indicarle que no pasaba nada y proseguí hasta la habitación de mamá.
—¿Qué estás haciendo? —Interrumpió la diatriba el tiempo suficiente para hacerme la pregunta mientras yo me agachaba a recoger los vidrios de la botella.
No le hice caso.
—¡Deja esto aquí!
—Te podrías cortar, mamá.
Oí que volvía a gimotear y noté el cambio. Llevaba tanto tiempo aguantándola que ya sabía qué tocaba ahora. Había solo dos posibilidades: el cariño lastimero o la mordacidad hiriente. Estaba a punto de hacer su aparición el cariño lastimero.
—Lo siento. —Se le entrecortó la respiración y se puso a llorar en silencio—. No hablaba en serio. Yo te quiero.
—Lo sé. —Me puse en pie—. Pero no te puedo traer nada de beber, mamá.
Mi madre se incorporó, cejijunta, temblorosos los dedos mientras alcanzaba el bolso que tenía en la mesilla de noche.
—Que vaya Cole. Tengo dinero.
—Mamá, Cole es demasiado joven. No le atenderán. —Prefería que se creyera eso, que no es que él no estuviera dispuesto a ayudar. No quería que Cole tuviera que soportar su malhumor mientras yo estuviera trabajando.
Mi madre dejó caer el brazo.
—¿Me ayudas a levantarme?
Eso significaba que saldría ella. Me mordí la lengua para no discutir. Si me marchaba, necesitaba tenerla contenta.
—Deja que recoja esto y te ayudo.
Al salir de la habitación, Cole estaba esperando junto a la puerta. Me tendió las manos.
—Dame —dijo señalando los vidrios con la cabeza—. Ayúdala.
Sentí un dolor que me apretaba el pecho. Era un buen chico.
—Cuando hayas terminado, llévate el libro de cómics a tu cuarto. Esta noche no te cruces con ella.
Cole asintió, pero al volverse percibí la tensión en su cuerpo. Se hacía mayor y estaba cada vez más frustrado con nuestra situación y su incapacidad para hacer nada al respecto. Mi intención era solo que aguantara los siguientes cuatro años. Entonces Cole tendría dieciocho, y yo podría sacarlo legalmente de ahí y alejarlo de mamá.
Cuando Joss se enteró de mi situación, me preguntó por qué no cogía a Cole y nos marchábamos los dos y ya está. Bueno, no habíamos hecho esto porque mamá ya había amenazado con llamar, en tal caso, a la policía: tenía garantizado que estaríamos con ella para alimentarla y hacerle compañía. Yo ni siquiera podía solicitar la custodia a los tribunales, pues había el peligro de que no me la concedieran, y en cuanto los servicios sociales averiguasen lo de nuestra madre, seguramente lo pondrían al cuidado de alguna institución. Además, deberían ponerse en contacto con mi padre, y la verdad, no quería que este reapareciera en nuestra vida.
Pasé media hora adecentando mínimamente a mamá para que pudiera salir de casa. No temía que deambulara por ahí, en los pubs y restaurantes de nuestra concurrida calle, pues ella parecía tan avergonzada de su estado como nosotros. La necesidad de beber era lo único que la empujaba a salir; incluso se aficionó a comprar la bebida online para no tener que bajar tanto a la calle.
Cuando estuve duchada y vestida para ir a trabajar, mamá ya había vuelto al piso con sus botellas de ginebra y se había sentado frente al televisor, así que me alegré de haberle dicho a Cole que se fuera a su cuarto. Entonces asomé la cabeza y le dije, como hacía siempre, que si pasaba algo me llamara al bar.
Al salir no me despedí de mamá. Para qué.
Salí del edificio y me preparé para la noche, dejando aparte mi preocupación y mi enfado para poder concentrarme en el trabajo. Tenía ganas de andar y me sobraba tiempo. Así que marché con brío London Road abajo, de modo que el paseo de quince minutos duraría solo diez, pero en cuanto llegué al más conocido Leith Walk, aflojé el paso. Los maravillosos olores procedentes del restaurante indio de debajo de nuestro viejo piso junto con la fría noche me despertaron un poco. Subí a zancadas por la ajetreada y ancha calle con sus restaurantes y tiendas, dejé atrás el Edinburgh Playhouse y el Omni Centre, y lamenté no ir elegante camino del cine o el teatro. Crucé cerca de la parte superior del Walk, giré hacia Picardy Place, y mientras me encaminaba a George Street recé para ser capaz de olvidarme de la escena que había dejado en el piso.
***
La gerente, Su, no tenía horario. Los fines de semana, casi nunca trabajaba a primera hora, pues confiaba en que los empleados más antiguos y los tipos de seguridad ya se ocuparían del local. A veces trabajaba de lunes a miércoles por la noche, renunciando a las de jueves, viernes y sábado, que resultaban las más concurridas. Me daba igual. De hecho era mejor no tener a un jefe echándome el aliento en la nuca, sobre todo teniendo en cuenta lo irritante que era el de mi empleo de día.
Ni se me pasó por la cabeza no darle a Su el teléfono de Cam. Se había portado conmigo como un capullo, pero no podía menos que compadecerme de su condición de parado. Supongo que el destino pensaba igual, porque por primera vez en mucho tiempo pillé a Su justo antes de marcharse. Nos tropezamos en George Street, en lo alto de las escaleras que bajaban al bar, y tuve que cruzarme literalmente en su camino para que no escapara, pues estaba a todas luces desesperada por pirarse.
—Jo, ¿qué pasa? —preguntó, casi saltando sobre el pulpejo de los pies mientras ladeaba la cabeza buscando mi mirada. Con su poco más de metro y medio de estatura, Su era una cuarentona pequeñita, de pelo rizado y llena de energía, que parecía tener siempre la cabeza en lo que no tocaba. Me sorprendía que dirigiese el Club 39, pero es que era amiga íntima del propietario, un individuo bastante esquivo llamado Oscar.
Bajé la mirada y le dirigí una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Aún buscas un barman?
Su resopló con fuerza metiéndose las manos en los bolsillos.
—Sí. Quiero a otro tío como Craig; presentan la solicitud montones de chicas, pero ningún chico atractivo como Craig.
Encantador.
Tenía muy claro que los empleados del Club 39 eran todos atractivos, pero oírlo decir tan a las claras en el lugar de trabajo sin concesión alguna a la ética me obligó a reprimir un bufido. Disimulé al punto con una compungida sonrisa de complicidad.
—Bien, pues tengo la solución a tu problema. —Saqué el móvil—. Se llama Cam, tiene experiencia detrás de la barra, puede comenzar enseguida y es bastante atractivo. —Un gilipollas de cuidado, pero guapo.
Su anotó el número con una sonrisa ancha y contagiosa.
—Pinta bien, Jo. Gracias.
—De nada.
Nos dimos las buenas noches y yo bajé a toda prisa al sótano y dediqué una luminosa sonrisa al segurata, Brian, y a Phil, el portero de noche.
—Buenas noches, Jo. —Brian me guiñó el ojo al pasar.
—Buenas noches. ¿Te ha perdonado la parienta que se te olvidara su cumple? —dije, aminorando el paso y volviéndome en espera de su respuesta. El sábado por la noche, el pobre Brian había ido a trabajar de un humor fatal. Se le había pasado el aniversario de su mujer, y en vez de enfadarse un poco, Jennifer, su esposa desde hacía diez años, se había mostrado realmente dolida. Había habido lágrimas. Brian, que parecía un oso pardo aunque más bien de peluche, estaba consternado.
Pero si aquella mueca burlona tenía algo que ver, el asunto se había calmado.
—Sí, puse esa película que decías tú. Funcionó como un hechizo.
Me reí entre dientes.
—Me alegro. —Sugerí a Brian que hablara con Sadie, una de las estudiantes que trabajaba en el bar y que estaba en la filmoteca de la Universidad de Edimburgo. Pensé que ella podría obtener permiso para usar uno de los proyectores y para que Brian pudiera llevar a Jennifer a un pase privado de su película favorita, Oficial y caballero, en una pantalla grande.
—¿Aún sales con el ganador de la lotería, Jo? —preguntó Phil, que estaba repasándome con los ojos de arriba abajo. Aunque no es que hubiera mucho que ver: iba embutida en mi cálido abrigo de invierno.
Ladeé la cabeza, ahora con mi sonrisa más insinuante. Phil era un tío solo unos años mayor que yo, soltero, mono, que me proponía continuamente que saliéramos juntos.
—Sí, Philip.
Emitió un suspiro sonoro, los oscuros ojos brillando bajo las titilantes luces de la puerta del club.
—Cuando cortes, házmelo saber. Tengo un buen hombro sobre el que llorar.
Brian resopló.
—Si no vomitaras mierda de esa, a lo mejor tendrías alguna posibilidad.
Phil masculló algo y soltó una palabrota. Siguiendo el ritual acostumbrado, me reí y los dejé con su pelea.
—Mírala. —Joss me sonrió burlona mientras yo entraba como si tal cosa en el vacío bar, pero al verme la cara su expresión cambió—. ¿Pasa algo?
—Esta noche… —Miré alrededor para asegurarme de que estábamos realmente solas— he pasado un mal rato con mi madre. —Acabé de bajar los escalones y entré en la barra. Tras pasar por su lado rozándola, oí sus pasos siguiéndome a la pequeña sala de personal.
—¿Qué ha sido? —preguntó Joss en voz baja mientras yo metía el bolso en la taquilla.
Me volví hacia ella y me quité el abrigo para dejar ver el mismo uniforme que lucía ella: una camiseta sin mangas con CLUB 39 garabateado sobre el pecho derecho y unos vaqueros negros estrechos que me hacían las piernas aún más largas.
Joss estaba de pie frente a mí con su pose típica. Llevaba la gruesa melena de pelo rubio recogida atrás en una desordenada coleta y me miraba preocupada con sus exóticos ojos grises de felino y los carnosos labios apretados. Joss no era una belleza tradicional, pero atractiva sí. No me extrañaba que Braden se hubiera enamorado de ella. Su fría actitud sarcástica chocaba tanto con su sexualidad involuntaria pero manifiesta, que cualquier tío se quedaba intrigado.
Sí. Hacíamos buena pareja. Y conseguíamos buenas propinas.
—Mamá se ha caído de la cama, ha roto la última botella de ginebra y ha pillado el berrinche habitual cuando le he dicho que no iba a traerle más. Cuando se ha tranquilizado, he tenido que ayudarle a arreglarse un poco para que pudiera salir del piso a comprar más bebida. —Resoplé amargada—. Y luego he tenido que dejar ahí a Cole.
—No le pasará nada.
Meneé la cabeza.
—Estaré toda la noche preocupada por él. ¿Te importa si llevo encima el móvil?
Joss arrugó la frente, apesadumbrada.
—Claro que no. Pero sabes cuál es la solución, ¿verdad?
—¿Un hada madrina?
—Sí. —Se le levantó una comisura de la boca—. Solo que en vez de un hada madrina, es un troglodita de traje.
No entendí nada.
—¡Braden! Te ha ofrecido un empleo muchas veces, Jo. Media jornada o jornada completa. Cógelo y ya está. Si aceptas la jornada completa, trabajarás durante el día y por la noche Cole dejará de ser una preocupación.
Intenté sentir solo gratitud al pasar por su lado y me esforcé de veras por dejar atrás la irritación.
—No, Joss.
Joss me siguió detrás, y no me hizo falta mirarla para saber que estaría componiendo la testaruda expresión a la que recurría cuando los demás le formulaban preguntas a las que no quería responder.
—¿Por qué me cuentas estas cosas si no quieres una solución?
—Esto no es una solución —repliqué con calma, mientras me ataba el corto delantal blanco alrededor de la cintura—. Es una limosna. —Le dirigí una sonrisa para atenuar el golpe de mis palabras.
Esa noche, estaba claro que mi amiga no atendía a razones.
—Mira, tardé mucho en llegar a la conclusión de que no todo podemos hacerlo solos.
—Yo no estoy sola. Tengo a Cole.
—Vale. —Joss negó con la cabeza y dio otro paso hacia mí. Me volví hacia ella ligeramente, el estómago revuelto tras oírla—. Voy a decirlo y ya está.
Prepárate, Jo.
—¿Cómo puedes aceptar ayuda de Malcolm y de esos otros y no de una amiga?
¡Porque es algo completamente distinto!
—Es distinto —le dije con tono suave—. Forma parte del hecho de tener una relación con un tío de pasta. No sé hacer gran cosa, Joss. No soy una erudita como Ellie ni una escritora como tú. Soy una novia. Soy una buena novia, y a mi novio le gusta demostrar su agradecimiento siendo generoso con su dinero.
Me sorprendió la tremenda furia que centelleó en los ojos de Joss, y retrocedí de manera automática.
—Uno: En ti hay mucho más de lo que dices. Dos: ¿Te das cuenta de que te has descrito prácticamente como una puta con pretensiones?
También habría podido darme un puñetazo. Sentí un dolor en lo más hondo mientras me apartaba de sus palabras, con el escozor de las lágrimas en los ojos.
—Joss…
Vi que le recorría la cara una sombra de arrepentimiento, y agachó la cabeza y la meneó.
—En ti hay mucho más, Jo. ¿Cómo puedes permitir que la gente diga de ti esas guarradas? Antes de conocerte, creía que eras una tía legal pero a la vez una mercenaria buscadora de oro. Me equivoqué al juzgarte… como los demás. Pero tú permites que se piense eso. Ni te imaginas cuántas veces quise dar a Craig una patada en los huevos por la manera de hablarte. Jo, no te respeta nadie porque tú no exiges respeto. Hace solo un año que sé la verdad y me cuesta lidiar con ella. No sé cómo lo haces tú. Ni sé si lo haces siquiera.
Desde la puerta, se filtraron en el bar risas y chácharas, y Joss se alejó para atender a los primeros clientes. La miré sintiéndome traumatizada, en carne viva… como si alguien me hubiera arrancado la piel y yo hubiera quedado desprotegida y sangrando.
—Yo te respeto —dijo bajito—. En serio. Sé por qué haces lo que haces y lo entiendo. Pero de una mártir antigua a una mártir actual… supera todas esas sandeces y pide ayuda.
Entraron los clientes y me volví para atenderles con una resplandeciente sonrisa falsa, fingiendo que mi mejor amiga del mundo entero no acababa de llamarme todas las cosas que yo temía de mí misma.
A medida que iba transcurriendo la noche, fui capaz de arrinconar la opinión de Joss hasta lo más recóndito de mi cabeza, y coqueteé con clientes guapos, apoyada en la barra para susurrarles al oído, riéndome como una tonta de sus chistes, buenos o estúpidos, y en general dando a entender que estaba pasándomelo de muerte.
El bote de las propinas se llenó deprisa.
Dos segundos después de que un atractivo treintañero con un reloj deportivo Breitling me deslizara su número antes de irse, Joss estaba a mi lado agitando una coctelera.
Tenía una ceja arqueada como un signo de interrogación.
—¿No me decías la otra noche lo mucho que te gustaba Malcolm?
Dolorida aún por el despellejamiento anterior, me encogí de hombros con aire desenfadado.
—Solo mantengo abiertas mis opciones.
Joss suspiró con fuerza.
—Perdona si antes he herido tus sentimientos.
No acepté la disculpa al no tener claro siquiera si estaba preparada para ello, e hice un gesto en dirección a la barra.
—Te espera tu cliente.
Durante el resto de la noche evité la conversación con ella y miré continuamente el móvil por si Cole quería decirme algo. Nada.
Cuando el club cerró y estuvimos listas para irnos, Joss me abordó mientras estaba poniéndome el abrigo.
—Eres un auténtico coñazo, ¿no lo sabías? —Bufó y se puso el suyo.
Solté un gruñido.
—Es la peor disculpa que he oído en mi vida.
—Lamento que lo que he dicho haya sonado tan duro, pero no lamento haberlo dicho.
Saqué el bolso de la taquilla y le lancé una mirada cansada.
—Antes solías dejar que la gente viviera su vida. No te metías donde no te llamaban. Eso me gustaba de ti.
Ahora le tocaba gruñir a Joss.
—Sí, lo sé. También a mí me gustaba. Pero Braden me lo está quitando. —Se le retorció la boca en una mueca—. Siempre está metiendo las narices en la vida de las personas que le importan para saber si están conformes con la presencia de esas narices o no.
Percibí que desaparecía parte del dolor anterior, un cálido bálsamo extendiéndose delicadamente encima.
—¿Estás diciendo que te importo?
Joss cogió su bolso y se me acercó a zancadas. Sus desafiantes ojos grises se habían suavizado con una sorprendente dosis de emoción.
—Has acabado siendo una de las mejores personas que conozco y me revienta que estés en esta situación tan chunga y que no dejes que nadie te ayude. Al cabo de unos meses de conocer a Ellie, me dijo que ojalá yo confiase más en ella. Por fin entiendo lo frustrante que sería para Ellie… ver que yo necesitaba a alguien y no dejaba que fuera ella esa persona. Pienso lo mismo de ti, Jo. Veo a una buena persona con toda la vida por delante tomando un camino que lleva a la inevitable desgracia. Si puedo impedir que cometas los mismos errores que cometí yo… bueno, lo haré. —Sonrió en plan gallito—. Así que prepárate para verte acorralada. He aprendido del maestro. —Le brillaron los ojos solo de pensarlo—. Está esperándome fuera; mejor me voy.
Joss se marchó antes de que yo pudiera responder a su amenaza. No estaba muy segura de qué había querido decir, pero sí que sabía que, cuando quería, Joss era la persona más resuelta del planeta. No me hacía ninguna ilusión ser alguien a quien ella quisiera salvar resueltamente.
Todo apuntaba a que sería agotador.