La vuelta de los peregrinos
Barbro Svensdotter tuvo un hermoso sueño una mañana poco antes de levantarse. Soñó que era una niña pequeña que vivía en la granja de sus padres y que andaba por la nieve empujando un pesado trineo. Era pleno invierno, había un cielo gris y plomizo, la nieve se acumulaba ante ella mientras subía jadeando y gimiendo por un escarpado declive que le exigía todas sus fuerzas para impulsar el trineo. Finalmente, llegó a la cima y giró el trineo para deslizarse por la pendiente. Entonces vio que todo se había transformado. En un mero segundo había irrumpido la primavera. El sol resplandecía entre pequeñas nubes blancas, la nieve amontonada se derretía y a ella le entró prisa por sentarse en el trineo e impulsarse, temerosa de que la nieve se fundiese antes de que descendiera. Nunca había disfrutado de un descenso tan delicioso. Bajó por la pendiente a una jubilosa velocidad. A los pies de la cuesta la nieve ya estaba derretida; sin embargo, el trineo saltó por encima de charcos y terrones a la misma velocidad. Cuando al final se detuvo y Barbro desmontó y miró la pendiente, la primavera avanzaba a marchas forzadas. No quedaba ni un solo montón de nieve; en su lugar había destellantes arroyos y regueros que corrían cuesta abajo mientras la tierra reverdecía y brotaban las flores. Sin embargo, lo más extraordinario era la desbordante alegría que se había adueñado de su ser y que acabó despertándola. Y una vez despierta, la alegría se quedó con ella, que permaneció acostada con la cabeza llena del estallido primaveral y sintiendo sus efluvios alrededor. Su corazón palpitaba tan ligero y feliz como no lo hiciera desde antes de casada. La sensación de no sentirse agobiada por la tristeza era tan maravillosa que no osaba moverse por miedo a que se desvaneciera. Sin duda, creyó que el sueño encerraba parte de una premonición o vaticinio. «Con tal que consiga llegar a la cima de la cuesta, mi vida se hará luminosa y etérea como un día de primavera», pensó.
Tras levantarse, recordó que era domingo y, como se sentía tan animada por el sueño, cobró valor para asistir a misa. Pensó que no era del todo correcto, pero hacía tiempo que deseaba ir a la iglesia y ahora decidió hacerlo. Sintió que ella, en su inmensa desesperación, necesitaba la iglesia más que cualquier otra persona. Se puso la ropa de los domingos y salió sigilosamente de la casa sin decirle a nadie adónde se dirigía, salvo a la vieja Lisa.
Cuando subía por la cuesta de la iglesia le pareció que la gente la seguía con miradas de extrañeza. Entró directamente en la iglesia y tomó asiento sin hablar con nadie. Hizo que el pañuelo le cubriera la frente y agachó la cabeza. Aunque no osara mirar a los ojos a los feligreses, se alegraba de haberse atrevido a salir de casa.
Mientras ella esperaba sentada a que diera comienzo la misa, Ingmar Ingmarsson viajaba hacia allí en un coche de punto procedente de la estación de ferrocarril. Iba sentado en el pescante de un birlocho junto al campesino que lo conducía, y en la testera de atrás iban Gabriel y Gertrud. Justo cuando cruzaban el puente se oyeron las campanas de la iglesia.
—Las personas que más anhelamos ver no estarán en casa a esta hora —dijo Ingmar volviéndose hacia Gabriel y Gertrud—. Así que ¿por qué no vamos a misa?
Los otros estuvieron de acuerdo e Ingmar pidió al cochero que se detuviera en la cuesta de la iglesia.
Cuando entraron en la iglesia, los asistentes ya habían empezado a cantar y tenían las cabezas inclinadas sobre el libro de himnos. Gertrud entró la primera y avanzó rápidamente por el pasillo central, adentrándose un buen trecho antes de que nadie reparara en ella. Por fin, una de sus condiscípulas alzó la vista y la reconoció. La antigua compañera le dio un codazo a su vecina y luego una especie de murmullo se propagó por los bancos: «Es Gertrud, la del maestro.» Barbro también oyó el susurro y levantó los ojos. Una muchacha joven pasaba en ese momento por el pasillo central, era guapa y esbelta, de cutis níveo, ojos claros y paso grácil y vivaz. Había algo dulce y encantador en su persona y tenía todo el aspecto de estar contenta y feliz. Hasta parecía que le costaba contener una sonrisa pese a encontrarse en una iglesia.
A Barbro le dio un vuelco el corazón. ¡Así que ésa era Gertrud! Claro, no podía ser de otra manera. Habría podido afirmar que ésa era Gertrud aun sin oír los murmullos. Qué extraño se le antojó todo.
Durante dos años había estado anhelando esto, que Ingmar consiguiera casarse con Gertrud a fin de que ella, Barbro, pudiera sentirse libre de remordimientos por haberse interpuesto entre ellos. Y de hecho se sentía agradecida porque ahora esa carga había sido levantada de sus hombros, pero al mismo tiempo, inevitablemente, le pesaba saber que Ingmar iba a desposar a otra. Por otro lado, ahora ya no tendría que guardar en secreto la identidad del padre de su hijo y también eso suponía un gran alivio. «Sí, hoy se me ha concedido una enorme alegría, tal como el sueño me anunciaba», se dijo, pero sin sentir toda la alegría que habría cabido esperar.
Barbro se fijó en que Gertrud entraba por un extremo del banco donde estaba sentada la mujer del maestro. Todo transcurrió silenciosamente. La gente se apartaba para que Gertrud pudiera llegar hasta donde se encontraba su madre. Ésta tenía la cabeza inclinada sobre el libro y no se dio cuenta de quién tomaba asiento a su lado. En esa postura, la señora Stina parecía una anciana; tenía la espalda encorvada y sus manos, que sostenían el libro de himnos, se veían muy viejas y arrugadas. Entonces una mano suave y rosada se posó sobre la suya. «Esta mano se parece a la de Gertrud —pensó la señora Stina—. Nunca he visto unas manos más bonitas que las de mi Gertrud.» Sin embargo, no levantó la vista porque se había vuelto una mujer floja y abúlica a la que ya no le importaba nada. La hermosa mano tomó el libro y lo desplazó un poco hacia su lado.
—¿Puedo leer con usted, madre? —susurró Gertrud.
La señora Stina reconoció la voz y, de no ser porque Gertrud lo sostenía, se le habría caído el libro al suelo. De inmediato miró a la cara a su hija, que parecía radiante de alegría, como suele ocurrirle a aquellos que regresan de un largo viaje. La muchacha, pese a estar en la iglesia, a duras penas podía contener la risa; parecía haber recuperado el buen humor del que gozaba de niña.
—Ahora vamos a cantar, madre, como hacíamos antes —le susurró, y empezó a entonar el himno.
La señora Stina intentó cantar igualmente. No le quedaba voz pero lo hizo de todos modos, y hasta le pareció que la recuperaba, que su voz se fortalecía con cada nota. La esposa del maestro no quería comportarse mal en la iglesia, así que intentó pensar únicamente en las sagradas palabras que estaba pronunciando. Pero no podía evitarlo. Una y otra vez giraba la cabeza para mirar a su Gertrud. ¡Qué radiante se la veía! No cabía duda de que estaba en su sano juicio. Y feliz y contenta, además, y más guapa que nunca.
—Madre, tiene usted que cantar y no sólo mirarme —dijo Gertrud inclinándose hacia delante para disimular cuánto la divertía la reacción de su madre.
Barbro y el resto de los que ocupaban los asientos posteriores al de la señora Stina notaron que, a cada mirada que ésta le echaba a la hija, su espalda se enderezaba un poco. Hacia el final de la misa, tenía la espalda casi tan recta como un palo.
Barbro no intentó siquiera seguir el himno. Porque si Gertrud había venido a la iglesia, cabía esperar que también Ingmar apareciera. Así que acechaba el sonido de sus contundentes pasos por el pasillo central.
En la zona reservada a los hombres, Hök Matts Eriksson ocupaba el extremo de un banco. Su aspecto era el habitual en él, amable y bondadoso, y no había envejecido notablemente. Toda la iglesia se había regocijado cuando Gertrud fue a sentarse junto a su madre; en cambio, Hök Matts, que normalmente se alegraba con la dicha de sus prójimos, se ensombreció y hasta casi le volvió la espalda a ambas mujeres. Y es que para Hök Matts verlas fue como si un sable le atravesara el alma. «Los Storm sí que son felices —pensó—. Ellos han recuperado a la hija perdida, pero para mí no ha vuelto nadie.» Al punto levantó la voz y se puso a cantar de un modo espantoso. Desafinaba horriblemente y nunca cantaba en la iglesia, pero algo tenía que hacer para no sucumbir a su pena.
No pasó mucho tiempo antes de que Barbro oyera nuevos pasos. Eran pasos ligeros, imposible que fueran de Ingmar. Giró la cabeza y vio a un hombre joven aproximándose por el pasillo con la misma sonrisa que Gertrud había exhibido. El muchacho se detuvo junto al asiento que ocupaba Hök Matts y puso la mano sobre su hombro para que le permitiera entrar en el banco. «Es Hök Gabriel», susurró una que ocupaba el asiento contiguo al de Barbro, que ya lo había adivinado pese a que el joven era un hombre alto de rostro muy bello. Lo había reconocido por los ojos, igual de amables que los de su padre.
Lo primero que Gabriel había escuchado al abrir el portón de la iglesia fue la voz de Hök Matts chirriando en falsete una melodía que no tenía nada que ver con la que cantaban los otros. «¿Qué le ha picado a padre para que se haya puesto a cantar? —pensó—. Storm y el párroco estarán furiosos porque desafina como un gato maullando.» Casi incapaz de aguantarse la risa, a punto estuvo de no entrar en la iglesia. Una vez dentro, todas las cabezas se volvieron hacia él, excepto la de su padre, que permanecía impasible de espaldas al pasillo y no hacía más que berrear. Tampoco cuando Gabriel le tocó el hombro se hizo a un lado para dejarle paso, y ni siquiera le miró. Entonces Gabriel se sentó en el banco de atrás, encontró un libro de cánticos muy viejo que abrió y se sumó al coro. La voz de Gabriel era clara y fuerte, por algo había sido uno de los mejores cantantes de la parroquia. El viejo Hök Matts persistió en cantar a su modo, lo cual tuvo el efecto de una competición a dos voces, pero pronto las chirriantes notas desafinadas se fueron debilitando hasta apagarse por completo. ¡Y aun así Hök Matts se mantuvo clavado en su sitio sin girarse durante todo el tiempo que duró el himno! «Es Gabriel el que está sentado detrás de mí cantando», pensaba, pero el miedo a equivocarse era tan intenso que no osaba volver la cabeza. Cuando el himno llegó a su fin se inclinó sobre un feligrés que ocupaba el asiento contiguo.
—¿Quién era ese que cantaba detrás de mí? —le preguntó.
—Pues es Gabriel.
Entonces el padre, finalmente, se dio la vuelta y miró a su hijo. Y en su mirada había tanta ansia, ternura y miedo de la propia felicidad que Gabriel no pudo comprender cómo había tenido corazón para marcharse de su lado.
Entretanto, Ingmar se había visto brevemente retenido por el cochero, de modo que entró en la iglesia después que los otros. Cuando abrió el portón, el himno ya había terminado y el párroco se había situado ante el altar. Ingmar, para no molestar, prefirió no avanzar por el pasillo y quedarse de pie en el fondo de la iglesia. Pronto corrió la voz de que estaba ahí y uno tras otro se fueron girando para mirarle. Uno de los ojos de Ingmar estaba cerrado; pero con el otro observaba su entorno con menos reserva de lo que era corriente en su familia. «Parece contento —pensó Barbro sin atreverse a dirigirle más que esa única mirada, ya que las lágrimas amenazaban con brotar y el corazón le aporreaba el pecho de tal forma que tenía la sensación de que las mujeres de su alrededor podían oírlo—. ¡Y esto es lo que tanto anhelaba y lo que creía que me haría feliz!», pensó sintiéndose indeciblemente sola y desgraciada.
Cuando la liturgia frente al altar tocó a su fin, Barbro oyó discretos pasos acercándose por el pasillo. Era Ingmar, que venía buscando un sitio mejor. Prestó toda su atención a los pasos. «Irá a sentarse en el banco justo enfrente de Gertrud», pensó. Pero los pasos se detuvieron frente a su propio banco. Entonces no pudo evitar girar la cabeza de nuevo. Ingmar ocupaba un asiento en el banco justo frente al suyo. «Claro, es lo correcto —pensó—. Es en este banco donde se sientan los Ingmarsson.» Aun así, se alegró de que hubiera escogido justamente aquel banco.
Acabado el sermón, algunos que tenían prisa por volver a sus casas se pusieron en pie para marcharse y entonces Barbro aprovechó para levantarse también y abandonar la iglesia. No alzó los ojos cuando salió del banco, pero notó que Ingmar la miraba. De pronto se le ocurrió que él pensaría que ella se avergonzaba de mirarle a los ojos, así que levantó la vista y lo miró. Pero la expresión con que se topó fue totalmente distinta de la que esperaba. También él daba la impresión de sentirse tan colmado de dicha que le costaba aguantarse la risa. Ella apretó el paso y, una vez fuera, en la cuesta de la iglesia no se detuvo ni un segundo sino que fue derecha a casa. ¿Era posible que Ingmar estuviera allí plantado divirtiéndose a costa de ella y sus preocupaciones? De acuerdo que él fuera feliz ahora, pero aun así debería ponerse en su lugar y comprender lo penoso que resultaba todo aquello para ella. Caminando deprisa para llegar pronto a casa, era incapaz de quitarse la imagen de Ingmar de la cabeza. En realidad, no era ninguna clase de burla lo que había creído detectar. Él la había mirado como quien ha ido en pos de una pieza durante mucho tiempo y ahora se alegra de capturarla. «Esa cara la ponía mi padre cuando un zorro había caído en la trampa y sabía que el pobre no podría escapársele.»
Durante el trayecto a casa volvía la cabeza una y otra vez. «Soy una tonta si me hago ilusiones de que vendrá corriendo detrás de mí. Seguro que acompañará a Gertrud a casa del maestro.»
Ingmar salió de la iglesia un par de minutos después que Barbro. Pensaba darle alcance por el camino; sin embargo, de pronto se vio rodeado de gente que quería saber de sus parientes en Jerusalén y le pareció que era su obligación quedarse y atenderlos. Habían corrido muchos rumores acerca de cómo iban las cosas en Tierra Santa y también las preocupaciones y las preguntas habían sido muchas. La gente no se había atrevido a creer lo que relataban las cartas enviadas por los emigrantes. Ya se sabe que a los que abandonan su terruño no les gusta reconocer que lo pasan mal. En cambio, cuando ahora Ingmar, que no pertenecía a su misma confesión, les explicaba cómo vivían, podían fiarse de que no les decía otra cosa que la pura verdad.
Justo en medio de una frase, Ingmar vio que el maestro Storm y la señora Stina venían hacia él. Ingmar sabía que nunca habían demostrado ninguna ira contra Gertrud por haberse fugado a Jerusalén, pero Ingmar no había ido a visitarlos, así que no habían cruzado una palabra con él desde ese día. Ahora, sin embargo, ambos se le acercaron con la mano extendida. Ingmar estrechó primero la de la señora Stina y después la del maestro Storm. Nadie hizo mención del pasado. No querían tener una riña en presencia de tanta gente.
—Mi Stina dice si te apetece venir a casa a tomar un bocado —dijo Storm.
—Si la señora Stina quiere recibir a un forastero así sin avisar, iré con mucho gusto —respondió Ingmar, alegrándose tanto de su reconciliación con la familia del maestro que por un momento casi se olvidó de Barbro.
—No recibiría a cualquiera —dijo la señora Stina—, pero tú eres como de la familia y te conformarás con lo poco que tengo.
Así pues, Ingmar se fue con el maestro Storm y su familia rumbo a la escuela, donde, como es fácil suponer, el regocijo fue inmenso. La gente se acercaba continuamente para dar la bienvenida a los recién llegados. Y se habló de todo lo que había sucedido, y, en medio de tanta euforia, también hubo alguna lágrima por los que habían muerto. Gertrud se apresuró a sacar del baúl todos los regalos que traían consigo. Los puso en hilera sobre dos mesas del aula y los fue entregando a sus destinatarios junto con todos los recuerdos y saludos que le habían encargado. No fue fácil para Ingmar marcharse de allí, especialmente cuando los Storm parecían casi igual de felices por haberle recuperado a él como a su Gertrud.
—¿No te irás ya? —dijo la señora Stina cuando él se puso en pie.
—Tendría que ir a ver cómo anda todo por casa.
—Allí ya llegarás a su debida hora.
Entonces le llegó el recado de que fuera corriendo a Ingmarsgården porque Stark Ingmar había caído enfermo y estaba agonizante. De ese modo pudo marcharse.
Tocando al camino, a un trecho de la finca de los Ingmarsson, había una mísera[59] cabaña. Cuando Ingmar se acercaba, vio a un hombre y una mujer saliendo por la puerta. El hombre ofrecía un aspecto desharrapado y sórdido y a Ingmar le pareció observar que la mujer le entregaba algo. A continuación, la mujer se apresuró a dirigirse a paso ligero hacia la finca, llevando un fardo en la mano.
Cuando Ingmar pasó por delante de la cabaña el hombre todavía estaba en la puerta, examinando un par de monedas de plata que tenía en la mano. Ahora Ingmar le reconoció: era Stig Börjesson. Éste no levantó la vista hasta que Ingmar hubo pasado de largo.
—¡Espera un momento, Ingmar, espera! —le gritó corriendo tras él por el camino—. No creas nada de lo que Barbro te diga. Se injuria a sí misma.
—Eso lo sabré yo sin necesidad de que tú me lo digas —le espetó Ingmar sin detenerse.
Al cabo de unos instantes, Ingmar le pisaba los talones a la mujer que acababa de despedirse de Stig Börjesson. Al parecer tenía mucha prisa e iba lo más veloz posible. Al oír que alguien la seguía, pensó que se trataba de Stig y dijo sin girarse:
—Tienes que conformarte con lo que te he dado. Ahora no me queda dinero. Otro día te daré más. —Ingmar no dijo nada pero apretó el paso—. Otro día te daré más con tal que no le digas nada a Ingmar —insistió ella.
En ese instante, Ingmar la alcanzó y le tocó el hombro. Ella se desasió y se giró hacia él con una expresión furiosa, sin detenerse. Pero cuando vio que se trataba de Ingmar y no de Stig, su ira se esfumó dando paso a una alegría conmovedora. Y entonces notó en el rostro de Ingmar la misma expresión que había visto antes: «Ya te tengo, ahora no te me escaparás», decían sus ojos.
«¿Por qué me mira así? —se preguntó apartándose de él—. Si ha vuelto con Gertrud y va a casarse con ella.»
La primera pregunta de Ingmar se refería a Stark Ingmar.
—Vino a mi encuentro tan pronto volví de la iglesia —dijo Barbro—, y me contó que la noche pasada le anunciaron que hoy moriría.
—¿Está enfermo? —preguntó Ingmar.
—Lleva todo lo que va de año aquejado de reuma, y no ha dejado de lamentarse de que nunca volvieras para que pudiera morir en paz. Decía que no podía irse de este mundo hasta que volvieses de la peregrinación.
—¿Quieres decir que hoy no tiene nada de particular?
—No, no está peor que de costumbre, pero lo que sí es verdad es que él cree que va a morir, así que se ha acostado en la alcoba. Se le ha metido en la cabeza que quiere que todo sea igual que cuando murió tu padre, y hemos tenido que mandar a buscar al párroco y el médico, ya que ellos también asistieron a don Ingmar. También ha pedido el magnífico tapiz que cubría a don Ingmar, pero ya no está en la finca porque fue vendido en la subasta.
—Sí, se vendieron muchas cosas en aquella subasta —dijo Ingmar.
—Una criada creyó saber que Stig Börjesson se quedó con ese tapiz y he pensado que debía intentar recuperarlo para que Stark Ingmar lo tuviera todo a su gusto. He tenido suerte y lo he comprado. Aquí está —dijo mostrando el fardo que llevaba.
—Siempre has sido buena con los viejos de la casa —dijo Ingmar con voz algo quebrada, al tiempo que se situaba al costado de Barbro, que en ningún momento había dejado de andar. Su respiración era pesada y a ella se le ocurrió que sólo con que ella se hubiese detenido un instante, él la habría estrechado entre sus brazos.
Y sin duda era lo que Ingmar habría querido hacer; pero el recuerdo de Stark Ingmar le contuvo. «No es momento para hablar de esas cosas», pensó.
—No me has dado la bienvenida a casa —dijo.
—No —respondió ella, procurando dar a su voz un tono más alegre—, pero como comprenderás, estoy contenta de que hayas vuelto y de que traigas a Gertrud contigo.
—La tarea que me encomendaste no ha sido nada fácil.
—No, ya lo imagino. Sin embargo, me pareció que Gertrud estaba muy contenta de estar de vuelta en casa.
—Creo que está satisfecha con la nueva situación —dijo Ingmar escuetamente, y mientras se arrimaba a Barbro volvió a dibujársele una pequeña sonrisa en los labios.
«¿Pero qué hace? —pensó ella—. No lo entiendo.» Mas se dejó invadir por una alegría desbordante e incontrolable. Era exactamente igual que en el sueño, cuando se deslizaba cuesta abajo en el trineo mientras la primavera estallaba a su alrededor. Súbitamente, Barbro creyó comprender el comportamiento de Ingmar. La explicación era simple: se sentía tan feliz que le resultaba imposible ocultarlo. Al mirarla a ella, él se mofaba de sí mismo por haber llegado a creer, alguna vez, que la amaba. Ahora su corazón volvía a pertenecer a Gertrud, enteramente a ella, tal como lo había hecho durante la primera época de casados.
Barbro miró con ojos anhelantes el final del camino. «Ay, Dios, cuánto trecho queda aún —pensó—. Todavía falta media hora para llegar a casa y todo este rato tendré que pasarlo a su lado mientras él sólo piensa en la otra.» Volvió a mirar a Ingmar con el rabillo del ojo. Él lo advirtió y le hizo un gesto con la cabeza mientras la miraba con aquella expresión a la que, a pesar de todo, Barbro no acababa de encontrarle un sentido. «Tal vez se sienta agradecido porque le aparté de mi lado —se dijo—. Creerá que en el fondo fui yo la causante de que ahora sea tan feliz.»
—Quería darte las gracias por enviarme a Jerusalén —dijo él.
—En eso pensaba justamente —contestó Barbro—. Seguro que te alegras de haber ido allí.
—Sí, es un sitio muy peculiar.
—Te quedaste tanto tiempo que me figuraba que no volverías.
—¿Quedarme yo? Qué va, nunca pensé en hacerlo; sólo tenía que aprender un par de cosas antes de estar en condiciones de volver.
—Me gustaría saber qué cosas eran ésas —repuso ella, no por curiosidad sino porque creía conveniente mantener viva la conversación.
—Bien, fue muy curioso descubrir que de todas las maravillas que habíamos leído en las Escrituras allí no queda nada. No hay ninguna fortaleza real en Sión ni ningún templo en Moria, sólo una roca que muchos idolatran.[60] Y tampoco hay reyes, ni señores de la guerra, ni soldados, ni sumos sacerdotes, ni sirvientes del templo, ni el Arca de la Alianza con querubines y serafines. Yo me figuraba que sería así, pero de todos modos me costó entender por qué todo aquello, y muchas otras cosas que habían sido hermosas y magníficas, habían acabado destruidas. Pensé que si eso y todas las demás grandezas que los hombres han creado en la tierra hubieran subsistido, el mundo rebosaría de maravillas. Porque en Palestina, a cada paso se percibe el esplendor indescriptible de lo que fue. Entonces se me ocurrió que si todo aquello no hubiese sido destruido, nuestro trabajo ya no sería necesario. Y nada supone una mayor felicidad para la persona que crear ella misma lo que necesita y así demostrar de lo que es capaz; por eso lo viejo tiene que perecer. Fue así cómo caí en la cuenta de por qué el Señor permite que los reinos sucumban, las ciudades sean devastadas y las obras humanas barridas de la faz de la tierra como hojas al viento. Eso tiene que ser así para que los hombres siempre tengan algo nuevo que construir y con lo cual demostrar su valía. Dios no quiere que heredemos fincas y campos fértiles, sino que conquistemos de raíz todo aquello que debe ser nuestro.
—Así que esto es lo que has sacado en claro —dijo Barbro con extrañeza.
—No sé si esto puede servirnos de consuelo a todos —prosiguió Ingmar—, pero pienso que si yo hubiese heredado la finca de Ingmarsgården intacta, tal como estaba a la muerte de mi padre, y encima su buen nombre, no habría sido bueno para mí. No se me ocurre qué habría podido hacer con mi vida. Seguramente habría pasado los días tumbado sin hacer nada. En mi corazón me he rebelado muchas veces contra Dios, pero ahora le agradezco que haya destrozado mi felicidad porque, de ese modo, he podido contribuir a reconstruirla.
—Sí, eso está muy bien para el que lo consigue.
—También hay otra cosa con la que tuve que armarme de paciencia.
—¿Ah sí?
—Me costó mucho aceptar que fueran los mejores de entre nosotros los que se fueran de la parroquia y emigraran a una tierra dura donde no les esperaba nada más que calamidades.
—¿Y también a eso le encontraste explicación?
—No, no lo tengo claro del todo, pero de lo que sí me di cuenta es de que algo se avecina en Tierra Santa. Nuestro Señor ha congregado allí a gentes de todos los países. Es como si hubiese enviado una avanzadilla, algunos son destinados a las ciudades, otros a las zonas rurales. Ojalá pueda vivir lo suficiente para ver el día en que todos ellos se levanten y despierten a ese país dormido.
Barbro soltó un suspiro. Ingmar pensaba en cosas muy alejadas de su realidad. Ya no le preocupaban asuntos que la concernieran a ella.
—Me gustaría saber si yo allí también encontraría tanto consuelo como tú —dijo.
—Seguro que también aprenderías algo.
—Si estuviera segura me iría mañana mismo.
—Opino que te convendría ver los distintos pueblos que pululan por las calles de Jerusalén. —Barbro quiso saber qué utilidad le reportaría eso a ella—. Pues porque ahí conviven árabes y turcos y judíos y rusos, en fin, gentes de todo el mundo, a pesar de lo cual siguen siendo ellos mismos.
—Ahora no sé a qué te refieres.
—Me refiero a que allí nunca ves que alguien se duerma una noche como árabe y se despierte como griego.
—No, pero...
—Tampoco creo que eso pase aquí en nuestra tierra —añadió Ingmar con extrema dulzura—. Quien un día es una rosa no será un cardo al siguiente.
—Ahí te equivocas, hay rosales tan mal cuidados que lo único que dan son pinchos y espinas.
En ese momento llegaban a Ingmarsgården e Ingmar abrió el portón para que ella pasara. El portón de la entrada estaba cubierto por una superestructura y flanqueado por dos fachadas laterales, ahí nadie les vería. Entonces Ingmar, incapaz de controlarse por más tiempo, rodeó a Barbro con sus brazos y la estrechó con fuerza.
—No, no... Pero ¿qué significa esto? —exclamó ella procurando soltarse.
—Significa... significa que no voy a casarme con Gertrud. Ella no me quiere. Quiere a Gabriel.
—¡Ay, no puede ser! —Una renovada felicidad corrió por las venas de Barbro. Sin embargo, de un tirón deshizo el abrazo porque, por más que le pesara, sintió que sería injusto permitir que Ingmar uniera su vida a la de ella—. Hay otras cosas que se interponen entre nosotros.
—Lo otro no me importa. ¿Crees que voy a renunciar a ti por culpa de unos cotilleos de viejas?
Barbro se puso lívida. Comprendió que sólo quedaba un modo de desalentarlo.
—¿Tampoco me preguntas nada sobre el niño que he tenido mientras tú estabas fuera?
—Las cosas no son tal como las has pintado a la gente.
—¿Crees que no?
—Te lo has inventado para apartarme de ti, pero yo te conozco. Si ese niño no fuera mío, tú ahora estarías en el fondo del río.
—Pues para que lo sepas, no ha faltado mucho.
—¡No te calumnies a ti misma, Barbro! —La inquietud hizo que su voz sonase temblorosa—. ¡No me mientas!
—No te miento —repuso ella con aspereza. Y apartó el brazo de él, que ya no ofreció ninguna resistencia, y entró en la casa.
Stark Ingmar yacía en el lecho de la alcoba. No tenía dolores pero el corazón le latía muy débilmente, y su respiración se iba dificultando por momentos. «Qué duda cabe que moriré en este día de hoy», pensó.
Mientras había estado solo, el violín permaneció a su lado. El moribundo hería débilmente las cuerdas, sacando notas sueltas a partir de las cuales él escuchaba melodías y baladas enteras. Cuando llegaron el médico y el párroco, apartó el violín y empezó a hablar de cosas extraordinarias que le habían ocurrido en su vida. Hacían referencia, principalmente, a don Ingmar y a los diminutos seres del bosque que durante mucho tiempo habían sido benévolos con él. Pero desde aquel aciago día en que Hellgum taló el rosal que crecía a las puertas de su cabaña, la vida se había vuelto amarga para él. Gnomos y elfos habían dejado de serle favorables y de cuidarle, y a partir de entonces empezaron los achaques y un sinfín de dolencias. «Ya puede el señor párroco creer —dijo— que me he alegrado mucho esta noche cuando ha venido don Ingmar a decirme que ya no tendría que vigilar su finca por más tiempo, sino que pronto podría descansar.»
Su actitud era muy solemne y resultaba obvio que creía a pies juntillas que iba a morir. El párroco quiso decir algo respecto a que no daba la impresión de estar muy enfermo; pero el doctor, sin embargo, que le había examinado y auscultado el corazón, dijo muy serio: «No crea, no crea, Stark Ingmar sabe lo que se dice. No está aquí postrado aguardando la muerte en vano, no.»
Cuando Barbro entró para desplegar el magnífico tapiz sobre él, el viejo palideció ligeramente.
—El final se aproxima —dijo, y acarició la mano de Barbro—. Quiero darte las gracias por esto y por todo lo que has hecho. Y perdóname que haya sido duro contigo últimamente.
Ella sollozó. Había tanta aflicción acumulada en su interior que le costó muy poco romper a llorar. El viejo volvió a acariciarle la mano y sonrió al verla llorar.
—Pronto tendremos a Ingmar aquí —dijo.
—Ya ha llegado —dijo Barbro—. Yo sólo he venido primero a decírtelo.
Cuando Ingmar entró, el viejo se incorporó trabajosamente en el lecho y le tendió la mano.
—Bienvenido seas —dijo.
Ingmar no era el mismo que había sido unas horas antes. Parecía cansado y abatido.
—No imaginaba que fueras a darme el disgusto de morirte el día de mi llegada —dijo.
—No me culpes por eso —contestó el viejo como excusándose—. Seguro que recordarás que don Ingmar me prometió que iría con él tan pronto volvieses de la peregrinación.
Ingmar se sentó en el borde de la cama. El anciano se puso a acariciarle la mano y guardó silencio. Era perceptible que la muerte se aproximaba. Stark Ingmar palidecía por momentos y en el pecho la respiración le silbaba pesadamente.
Barbro salió de la habitación y entonces el abuelo aprovechó para interrogar a Ingmar.
—¿Regresas satisfecho? —le preguntó escudriñándolo severamente.
—Sí —dijo Ingmar muy tranquilo, y le dio unos golpecitos en la mano—. El viaje ha merecido la pena.
—Por aquí han corrido rumores de que traerías a Gertrud contigo.
—Sí, ha venido conmigo y se va a casar con Gabriel, el hijo de Hök Matts.
—Y tú, Ingmar, ¿estás conforme?
—Plenamente conforme —respondió con decisión.
El abuelo lo miró interrogante. Sacudió la cabeza. Daba la impresión de que mucho de todo aquello se le escapaba.
—¿Qué le pasa a tu ojo? —dijo.
—Lo perdí en Jerusalén.
—¿Y con eso también estás conforme? —preguntó el viejo.
—Ay, abuelo, ya sabes que a aquel que obtiene una gran dicha nuestro Señor siempre le pide algo a cambio.
—¿Y te ha concedido una gran dicha?
—Sí —respondió Ingmar—, he podido reparar el mal que he hecho.
El moribundo empezó a removerse en la cama.
—¿Tienes dolores? —le preguntó Ingmar.
—No, pero estoy preocupado.
—Dime qué es.
—Ingmar, ¿no me estarás mintiendo para que pueda morir en paz? —dijo el viejo con mucha ternura. Ingmar, pillado por sorpresa, perdió la serenidad desmoronándose entre sollozos—. ¡Cuéntame la verdad! —pidió Stark Ingmar.
Al punto Ingmar se calmó y dejó de sollozar.
—Creo que tengo derecho a llorar cuando estoy a punto de perder a un amigo como tú.
La respuesta desasosegó todavía más al viejo, cuya frente se perló de sudor frío.
—Acabas de volver a casa, Ingmar —dijo—, y no sé yo si te iban llegando noticias de la finca.
—Sí, de eso que estás pensando me enteré en Jerusalén.
—Tendría que haber vigilado mejor lo que era tuyo —dijo Stark Ingmar.
—Te diré una cosa, abuelo: te equivocas si piensas algo malo de Barbro.
—¿Que me equivoco, dices? —repuso el viejo.
—Sí —contestó Ingmar subiendo la voz—. Menos mal que he vuelto a casa, así al menos tendrá a alguien que la defienda.
El viejo quiso contestar pero Barbro, que había salido al comedor para preparar la bandeja con el café para los visitantes, había escuchado toda la conversación por la puerta entornada. Ahora entró rápidamente en la alcoba y se dirigió hacia Ingmar para decirle algo. Pero en el último momento pareció cambiar de opinión y se inclinó sobre el abuelo, preguntándole cómo se encontraba.
—Desde que he podido hablar con Ingmar me encuentro mejor —respondió él.
—Sí, sienta bien hablar con él —dijo Barbro, y fue a sentarse junto a la ventana.
Poco después quedó de manifiesto que Stark Ingmar se disponía para el tránsito. Yacía con los ojos cerrados y las manos entrelazadas. Los presentes guardaban silencio para no molestarle.
Sin embargo, en su mente, Stark Ingmar no hacía más que retroceder al día en que muriera don Ingmar. Veía la alcoba tal como estaba cuando él entró para despedirse. Recordó a los pequeños rescatados por su amo, que estaban sentados en la cama junto a él cuando murió. Al rememorar este detalle se ablandó sobremanera. «¿Ve usted, don Ingmar, como es mucho más importante que yo? —musitó, convencido de que su amigo de juventud se encontraba muy cerca de él—. El párroco y el doctor están aquí, y su tapiz está extendido sobre mi pobre cuerpo pero me falta un niñito que juegue a los pies de la cama.» Apenas pronunciadas esas palabras, oyó que alguien le respondía: «Pues en la finca hay un niño por el que podrías realizar una buena acción desde tu lecho de muerte.»
Al oír aquello, Stark Ingmar sonrió. Creyó comprender lo que debía hacer. Con una voz ya muy debilitada pero todavía nítida, empezó a lamentarse de que el párroco y el médico tuvieran que esperar tanto rato a que muriera.
—Pero ya que el señor párroco se encuentra aquí —dijo—, aprovecho para decirle que en la casa hay un niño sin bautizar. Y me preguntaba si usted, señor párroco, no tendría la bondad de bautizarlo mientras espera.
La habitación estaba ya antes sumida en el silencio, pero tras aquellas palabras el silencio aún se hizo más profundo. No obstante, el párroco dijo:
—Qué buena idea por tu parte, Stark Ingmar. Hace tiempo que deberíamos haber pensado en ello.
Barbro se levantó de un brinco, consternada.
—No, ¿no querrá hacer eso ahora? —dijo. Había vivido en la creencia que el bautizo significaría anunciar quién era el padre del niño y por esa razón lo había pospuesto. «Tan pronto Ingmar y yo estemos definitivamente divorciados lo bautizaré», había pensado. Ahora no cabía en sí de espanto. Tampoco sabía de qué modo proceder ahora que Ingmar ya no iba a desposar a Gertrud.
—Podrías darme la satisfacción de realizar una buena acción en mi lecho de muerte —dijo Stark Ingmar, utilizando las mismas palabras que le había parecido escuchar hacía un momento.
—No puede ser —dijo Barbro.
Entonces intervino el médico a fin de que triunfara la voluntad del viejo.
—Estoy seguro de que Stark Ingmar respirará mejor si se le da la oportunidad de pensar en otra cosa que en la inminencia de su muerte.
Barbro se sentía como maniatada por aquello que le pedían en una habitación donde un hombre estaba a punto de exhalar su último suspiro. Débilmente, se quejó:
—¿Acaso no pueden entender que es imposible?
El párroco se acercó a ella y le dijo con gravedad:
—Barbro, es necesario que tu hijo sea bautizado, entiéndelo.
—Sí, claro, pero hacerlo ahora no me parece apropiado —murmuró ella—. Mañana iré a la parroquia con el niño. No sería decoroso hacerlo hoy que Stark Ingmar está en las últimas.
—Ya ves que a Stark Ingmar le darías una gran alegría —se obstinó el párroco.
Hasta ese momento, Ingmar había permanecido callado e inmóvil. Pero ver a Barbro tan humillada e infeliz le sublevó profundamente. «Esto que le piden es muy difícil para alguien tan orgulloso como ella», pensó, incapaz de soportar que la persona que había amado y honrado más que a nadie se viese expuesta a la vergüenza y la deshonra.
—Olvida tu sugerencia —le dijo a Stark Ingmar—, es pedirle demasiado a Barbro.
—Se lo pondremos muy fácil, sólo tiene que traer al niño —terció el párroco.
—No, no, es completamente imposible —dijo Barbro mientras se devanaba los sesos buscando algo con que aplazar aquel bautizo.
Stark Ingmar se incorporó en el lecho y dijo poniendo énfasis en cada palabra:
—Ingmar, si no haces que mi último deseo se cumpla, te pesará mientras vivas.
Entonces Ingmar se levantó de golpe y se acercó a Barbro e, inclinándose sobre ella, le susurró:
—Ya sabes que una mujer casada no necesita poner ningún otro nombre en la partida de bautismo que el de su marido. —A continuación, dijo en voz alta—: Voy a avisar que traigan al niño. —Miró a Barbro, quien se estremeció en su asiento. «Parece a punto de perder la compostura», pensó.
Sin embargo, lo que horrorizaba a Barbro era el cambio sufrido por Ingmar. Parecía tan extenuado como si no le quedaran fuerzas para vivir. «Creo que le estoy matando del disgusto», pensó.
Ingmar salió y los breves preparativos no tardaron en llevarse a cabo. De la pequeña bolsa de mano que el sacerdote siempre llevaba consigo fueron sacados la sotana y el misal, y trajeron un cuenco con agua. A continuación entró la tía Lisa con el niño.
El párroco iba abotonándose la sotana.
—Ante todo debo saber qué nombre recibirá el niño —dijo.
—Barbro lo decidirá —propuso el médico.
Todos se volvieron hacia Barbro, cuyos labios se abrieron un par de veces pero no dejaron escapar ni un solo sonido. La espera se prometía interminable. Ingmar pensó: «Ahora recuerda el nombre que su hijo debería llevar si todo fuera como debería ser. Es la vergüenza lo que le impide hablar.» Se compadeció tanto de ella que su ira se desvaneció y el gran amor que albergaba por su esposa se apoderó de él. «¿Qué más da? De todos modos vamos a divorciarnos. Lo mejor sería que dejáramos que la gente creyese que el niño es mío, así ella salvaría su reputación y su buen nombre.»
Pero como no quería decir esto claramente, optó por sugerir:
—Como es Stark Ingmar quien ha propuesto este bautizo, opino que el niño debería llevar su nombre. —Y miró a su esposa mientras lo decía, para ver si ella captaba sus intenciones.
Pero en el momento en que él acabó la frase, Barbro se levantó y, avanzando despacio por la habitación, sé colocó frente al párroco. Acto seguido dijo con voz firme:
—Ingmar ha sido tan bueno conmigo que ya no soporto hacerle sufrir más, por eso voy a reconocer que el niño es suyo. Pero no puede llamarse Ingmar porque está ciego y es idiota.
Dicho esto, sintió una gran amargura por haber dejado que le arrebataran su secreto. «Creo que es mejor para Ingmar que lo sepa porque así no tendrá una mala opinión de mí; pero ahora tengo que matarme porque no puedo volver a ser su esposa», pensó. Se echó a llorar amargamente e, incapaz de dominar el llanto, salió corriendo de la habitación para no molestar al moribundo.
En la sala grande se echó sobre la enorme mesa, deshecha en llanto.
Al cabo de un rato levantó la cabeza y prestó atención a lo que ocurría en la alcoba, donde alguien estaba hablando en voz baja. Era la vieja Lisa narrando sus peripecias arriba en la cabaña del bosque.
De nuevo le sobrevino la amargura por haber revelado su secreto, y una vez más lloró convulsivamente. ¿Qué poder la había obligado a hablar justo cuando Ingmar lo había arreglado todo para que ella pudiera callar un par de semanas más hasta que el divorcio le fuese concedido? «Ahora no tengo más remedio que matarme. Esto es el fin.»
Entonces volvió a prestar atención. El párroco estaba leyendo el sacramento. Hablaba con tanta claridad que pudo entender todas las palabras. Finalmente, llegó el momento de darle el nombre. El nombre lo pronunció más fuerte que el resto: «Ingmar.» Al oírlo, volvió a llorar de pura impotencia.
Al cabo de un instante la puerta se abrió y salió Ingmar. Ella fue hacia él obligándose a cortar el llanto.
—Entre nosotros todo tiene que quedar tal como acordamos antes de que te fueras. Lo entiendes, ¿verdad? —dijo.
Ingmar le pasó lentamente la mano por el pelo.
—No quiero obligarte a nada. Después de lo que acabas de hacer sé perfectamente que me amas más que a tu propia vida.
Ella tomó una de sus manos y la apretó con fuerza.
—¿Me prometes que podré cuidar del niño sola?
—Sí —dijo Ingmar—, si eso es lo que quieres. Gammel Lisa nos ha contado lo que has luchado por ese niño. Nadie podría tener corazón para arrebatártelo.
Barbro le miró maravillada. No concebía que todos sus temores se hubieran esfumado de repente.
—Creía que serías inflexible si llegabas a saber la verdad —le dijo—. Te lo agradezco mucho más de lo que soy capaz de expresar. Me alegra que nos separemos como amigos, para que podamos hablar tranquilamente cuando nos veamos.
Una sonrisa cruzó el rostro de Ingmar.
—No paro de pensar en si no te gustaría retirar la petición de divorcio —dijo.
Al ver aquella sonrisita en sus labios ella centró su atención. Nunca le había visto así. Todo su rostro se había transformado, se diría que una luz interior iluminaba sus toscas facciones, haciendo que fuese realmente bello a la vista.
—¿Qué pasa Ingmar? —preguntó—. ¿Qué tienes en mente? Oí que le ponías Ingmar al niño. ¿Qué has pretendido con eso?
—Ahora vas a oír algo muy interesante, Barbro —repuso él tomando sus manos—. Después de que Gammel Lisa nos hubiera explicado cómo lo habíais pasado arriba en el bosque, pedí al médico que examinara al niño. Y el médico no le encuentra ningún defecto. Dice que es pequeño para su edad pero que está completamente sano y que posee la misma capacidad mental de cualquier niño.
—¿Al doctor no le parece que es feo y raro? —replicó ella con la respiración entrecortada.
—Mucho me temo que los niños de mi familia no salen más guapos —dijo Ingmar.
—¿Y tampoco cree que sea ciego?
—El doctor se va a reír de ti mientras viva, Barbro, por imaginarte algo así. Dice que te va a mandar un colirio para que le enjuagues los ojos. Y dentro de una semana tendrá los ojitos tan claros como cualquiera.
Barbro se precipitó hacia la alcoba. Ingmar le pidió que volviera.
—No te lleves al niño ahora —le dijo—. Stark Ingmar ha pedido que lo pongamos en la cama con él. Y dice que ahora está igual de bien que mi padre. Seguramente no querrá separarse del niño hasta que muera.
—No voy a quitarle el niño. Pero quiero hablar con el doctor personalmente.
Al regresar, pasó por delante de Ingmar y fue a detenerse frente a la ventana.
—Se lo he preguntado al doctor y ahora sé que es verdad. —Barbro alzó los brazos al cielo. Era como cuando un ave enjaulada recupera la libertad y extiende las alas—. Tú, Ingmar, no sabes qué es la desdicha —dijo—. Nadie lo sabe.
—Barbro —dijo Ingmar—, ¿puedo hablarte de nuestro futuro ahora?
Ella no le escuchaba. Había juntado las manos y empezaba a darle las gracias a Dios. Hablaba en voz baja y excitada, pero Ingmar la oía sin dificultad. Todo el dolor que había sentido por su hijo mermado se lo confiaba a Dios y luego le dio las gracias porque el niño fuera a ser como los demás; porque ella lo vería jugar y correr; porque iría a la escuela y aprendería el abecedario; porque con el tiempo sería un joven fuerte que manejaría el hacha y el arado; porque un día tomaría esposa y se convertiría en el amo de aquella antigua finca.
Cuando hubo dado las gracias a Dios por todo ello, se aproximó a Ingmar y le dijo con la cara radiante:
—Ahora sé por qué mi padre decía que los Ingmarsson son la mejor gente de la parroquia.
—Es porque Dios es más compasivo con nosotros que con el resto —contestó Ingmar—. Pero ahora, Barbro, quiero hablarte de...
Ella le interrumpió.
—No, es porque no os rendís hasta que conseguís reconciliaros con nuestro Señor —repuso—. ¿Qué habría sido de mi hijo si no te hubiera tenido a ti de padre?
—Es muy poco lo que he podido hacer por él —dijo Ingmar.
—Gracias a ti, la maldición le ha sido levantada —dijo Barbro con sentimiento—. Gracias a la peregrinación que hiciste todo ha salido bien. Fue lo único que me mantuvo en pie durante el invierno, en ocasiones se encendía la esperanza de que Dios sería misericordioso conmigo y con el niño, tan sólo por tu viaje a Jerusalén.
Ingmar agachó la cabeza.
—Que yo sepa, Barbro, en toda mi vida no he sido otra cosa que un pobre miserable —dijo con el ánimo igual de melancólico que hacía un momento.
Estaban sentados uno junto al otro en el banco empotrado. La esposa se arrimó a Ingmar; sin embargo, el brazo de él colgaba flojo hacia el suelo y su expresión se tornaba cada vez más lúgubre.
—Creo que estás enfadado conmigo —dijo ella—. Te estás acordando de lo dura y cruel que he sido contigo ahí fuera, en el camino. Pero tienes que saber que ha sido el momento más amargo de mi vida.
—Cómo quieres que esté contento —dijo Ingmar—, si todavía no sé cómo estamos tú y yo. Me dices cosas muy bonitas pero no contestas a mi pregunta de si te atreves a quedarte aquí conmigo como mi mujer.
—¿No te lo he dicho? —se extrañó ella, sonriente. Y al punto la acometió un ramalazo del antiguo temor y se estremeció. Pero entonces paseó la vista alrededor, abarcó con los ojos toda la antigua sala, la ventana baja y alargada, los bancos pegados a la pared y el hogar donde generación tras generación se había ocupado de sus tareas a la lumbre de los leños de pino resinoso. Todo esto la llenó de confianza. Sintió que aquel lugar la protegería y cuidaría de ella—. No quiero vivir en ningún otro sitio que no sea bajo tu techo y en tu casa —dijo.
Al poco tiempo, el párroco abrió la puerta de la alcoba e indicó que entraran.
—Stark Ingmar ya ve los cielos abiertos —les dijo mientras ellos pasaban delante de él.
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07/12/2010